jueves, 15 de febrero de 2018

Bendita inocencia

El caso es que mientras la madre esperaba su turno, ellos, los críos, permanecieron no diré que calladitos, pero sí sentados cada uno en su silla y sin desmadre alguno. Si alguien de los presentes les preguntaba por qué se habían venido los tres con su madre en lugar de haberse quedado en casa, el mayor de ellos respondía que para librarse de los deberes. Y se reían. Pero todo dentro de un orden. También facilitó mucho la normalidad en la sala la tele encendida con reportajes de la 2, la típica y manida persecución de unos leopardos contra gacelillas indefensas, una mamá cerda dando de mamar a su piara o el nacimiento de un potrillo feo y casi desconyuntado.

En esto que sale en pantalla el número de la madre, el CO012, y ya se lió el escándalo.

-Mamá, mamá, el tuyo, el tuyo... -Se levantan los tres y se tiran literalmente en busca del mostrador. El empleado de la oficina, haciendo de tripas corazón, esboza una sonrisa de desaprobación mientras se dirige a la madre. "Parecen de la misma edad, ¿son trillizos?" "No -responde ella-, este es el mayor, tiene diez años; los otros dos sí son mellizos". "Y tenemos ocho años" -saltan casi al unísono.

Yo estoy sentado justo al lado. Debo ser el siguiente, aunque eso nunca se sabe, ahora con esto de los turnómetros electrónicos no puedes acceder al mostrador hasta que no salga tu número. Los críos empiezan ya a ser un coñazo para el empleado: cogen lápices, tocan papeles, se empujan... en fin, iba a decir lo propio, pero no, lo habitual. El buen hombre que empieza a jartarse y para tener la fiesta en paz se levanta y va a por unos cuantos folios y unos lápices y se los da, a ver si así se entretienen y lo dejan trabajar en paz. La madre entretanto, anchurona donde las haya, teclea su móvil.

En esto que, sin apenas manchar los folios, los mellizos se vuelven hacia mí.
-¿Cómo te llamas? -me dice uno. En ese momento uno no cae en si el niño está bien o mal educado, en si vaya manera de preguntar a un extraño... Simplemente, me hizo gracia su espontaneidad.
-José María -le respondí sonriendo.
-Yo me llamo Daniel.
-Anda, Daniel, como mi nieto -le digo mostrando sorpresa.
-Y yo me llamo Pedro -se pone el otro.
-Pues muy bien.

Y cuando ya creí terminada la cháchara, me pregunta Daniel que en qué cosa trabajo yo.
-Yo soy médico -le digo muy solemne. Y se quedan ambos como serios y pensativos, como sin acabar de creérselo. Y por fin, salta Pedro:
-¿Pero... médico de qué, de personas?
-Jajaja -me tuve que reír-. Pues claro, hombre, ¿de que voy a ser, si no? Los médicos de animales se llaman veterinarios, ¿no?

Y es verdad. No los culpo. Nunca he tenido pinta de médico. Bendita inocencia.

lunes, 5 de febrero de 2018

Energía positiva

Esta mañana llevando a mi Lucas al cole he comprendido el sentido del secreto mejor guardado del jubilado, esto es, el por qué del gusto por mirar y controlar las obras en las calles. 

En el trayecto -duro de cojones, empujando el carrito por una cuesta de tropecientos metros- no hay ninguna obra en activo. No, no es eso. Pero me ha llamado la atención la ligereza y facilidad con que lo he cubierto, sin tener que pararme a resollar, sin ahogos ni resoplidos, como sin darme cuenta, oye. Y resulta que en otras ocasiones, yendo yo solo por la misma cuesta, me ha resultado tarea muy fatigosa. Una vez arriba -el colegio está en todo lo alto de la calle, ya metido en el campo, casi-, me he encontrado extrañamente ligero y animado.

La Peque -que tiene respuestas para todo- dice que eso es por la energía positiva que desprenden los niños. Hemos ido acompañados todo el rato por otros niños, amiguitos de Lucas, y por sus padres jóvenes. Y luego, en la explanada de la escuela, mogollón de chavalería correteando y ganseando. Y nosotros, ya viejitos y con nuestras calderas a medio gas, absorbemos para nuestro provecho ese exceso, ese plus de energía infantil. "Por eso -sigue la Peque con sus observaciones- cuando por la noche estás reventado en el sofá, si tienes a Lucas cerca, no te importa levantarte y tirarte al suelo con él, y saltar y bailar y hacer el tonto y lo que haga falta. Porque él te presta su energía, te contagia el entusiasmo".

Y de ahí saco yo la conclusión de que cuando los viejos se arriman a las obras lo hacen -sin saberlo- para absorber para sí la energía sobrante de los fornidos albañiles con su torsos al aire y sus brazos hercúleos. Es posible. 

Y continúa la Peque diciéndome que nosotros dos en concreto, ella y yo, necesitamos exponernos más a los niños para recargarnos de sus excedentes energéticos porque hemos sido individuos que, por nuestro oficio y nuestra entrega, siempre en contacto con personas débiles y frágiles, hemos vaciado nuestros depósitos. Como si nuestros pacientes nos hubiesen sorbido todo el jugo. Pudiera ser, no digo que no. Porque la energía se transmite en función del gradiente, es decir, va desde donde abunda hacia donde flaquea. También me explico ahora por qué mis amigos jubilados, casi todos ellos maestros de escuela, parecen poseer más vitalidad que yo, que ya emito ruidos involuntarios con la boca, como los viejos de verdad. ¡Claro, toda la vida rodeados de chiquillos!... Así, cualquiera.

Ahora, sin embargo, toca reponer. Doble contento para la Peque y para mí porque ya tenemos no una sino dos estufitas de calor infantil a las que arrimarnos.