miércoles, 17 de enero de 2018

La buena simiente

Siento una especie de envidia sana cuando escucho a muchos de mis amigos -casi todos docentes- contar encuentros casuales con hombres y mujeres hechos y derechos, que hoy son ya maestros, químicos, médicos, arquitectos, carpinteros, agricultores... pero que en su día, de niños y jovencitos, fueron alumnos suyos en la escuela. Y a mis amigos se les ilumina la cara según van relatando los saludos y felicitaciones propias de esos encuentros, que si cómo te va, que si te has casado, cuántos niños tienes, por dónde vives... Y se enorgullecen -con toda la razón- de haber sido partícipes fundamentales en el desarrollo profesional y personal de esas personas a quienes consideran sus hijos académicos.

Pensándolo bien, no tengo motivos para quejarme. Ellos -mis amigos- están hartos de oírme los miles de agradecimientos que he recibido de mis pacientes en tantos años de oficio. Agradecimientos de todo tipo, unos, digamos que espirituales, palabras, llamadas telefónicas o mensajes por wassapt, placas recordatorias y cartas personales; otros, digamos que más prosaicos y sustanciosos, jamones por Navidad ( un año me junté con seis), colonias y perfumes, vinos,  cajas de verduras, tórtolas, perdices... En una ocasión, un paciente me trajo a la consulta dos liebres congeladas pero sin desollar, con los pelos y todo. Bueno, es verdad, pero aún así me faltaba algo. Eso creía yo.

Y entonces, mi fortuna ha querido arreglarlo. Hace tres días, de compras con la Peque en Leroy Merlin de Tomares, me topo con un tío grandote del estilo de mi amigo "Pinedo". Al pronto, no lo reconocí, pero cuando ese hombretón grita en medio del pasillo "¡Hombreeee, doctor Riveraaaa!" no me queda otra que concentrarme y reconcentrarme en tres segundos hasta dar con él, con su nombre y hasta con el asiento que ocupaba en clase. Era ya un hombre granado cuando empezó la carrera, una vocación tardía. Lo tuve de alumno en quinto y sexto en clases de nefrología y de geriatría. Fiel y puntual, no se perdía ni una sola clase, y era de esos estudiantes que no pasan desapercibidos, en su caso, primero por su volumen, y luego porque siempre se reservaba la última pregunta al terminar la clase. Se alegró mucho de verme, nos saludó con efusividad a la Peque y a mí, la felicitó por haber encontrado a un hombre como yo y me agasajó con no sé cuántos más parabienes. "Quiero que sepas que tus mensajes en clase de geriatría han calado, pero a base de bien". Y me recordó una frase que debí pronunciar en algún momento de alguna de aquellas clases: "No me explico cómo pueden sobrevivir nuestros ancianos tomando veinte pastillas diarias. Nosotros, los médicos, los tenemos envenenados con tanto fármaco. Y a continuación dijiste -me recuerda-: Claro que más vale tenerlos envenenados pero vivos que intactos y naturales en el cementerio". Y se pone a reír a carcajada limpia en medio del Leroy ante la mirada extraña de los transeúntes. Ramón -que así se llama- es un hombre casado y con dos hijos que vive feliz ejerciendo de médico de cabecera en un pueblo de Huelva. "Mi secreto para no cabrearme con los pacientes pesados -me confiesa- es intentar ponerme siempre en el lugar del otro. Y eso, querido doctor Rivera, me lo enseñaste tú". Y a uno, naturalmente, se le anuda la garganta.

Y acuden más recuerdos. Cosa de cuatro o cinco años, de turismo en Cáceres con Paqui y Jaime, almorzábamos los cuatro en un restaurante céntrico, después de haber descartado "El Atrium" por sus precios indecentes. A los postres, se me acerca un hombre joven que almorzaba con su pareja en una mesa próxima. "¿Usted es el doctor Rivera?" Sorprendido por tan inesperada situación, tardo unos segundos en contestar por ver si consigo identificar al intruso que interrumpe mi comida. Pero nada, no tengo ni idea. "Sí, yo soy" -le respondo incrédulo. "Claro -me dice ya relajado-, usted no se acordará de mí, es natural". "No, la verdad. ¿Quién eres?" " Yo he sido un alumno suyo en la facultad de medicina, en Valme". Y resulta que ahora es el jefe del servicio de Anestesia de un hospital de Cáceres. Y llamó a su pareja para que me conociera, y nos la presentó y le dijo: "Este señor dijo un día en clase algo que jamás olvidaré, que no es posible ser un buen médico sin ser primero buena persona". Y por unos segundos mi autoestima se infló como un globo delante de mis amigos.

Pero hay más. Tuve un alumno brillante, más que brillante, excelente, en quinto curso de medicina. Iba para figura. En las vacaciones de Semana Santa sufrió un accidente de moto que por poco si se mata. Un traumatismo craneal severo lo tuvo en coma durante semanas. Cuando abandonó la UCI no era el mismo. Un año largo de rehabilitación y su férrea voluntad lograron recuperar casi toda su movilidad previa, pero farfullaba al hablar y había perdido facultades intelectuales a ojos vista. Con sus ganas de acero, volvió a matricularse en quinto dos años más tarde. Sacó quinto y sexto a duras penas, nada que ver con el alumno que fue. Todos los que fuimos sus profesores intentamos echarle una mano a sabiendas del afán que ponía. La gran papeleta, la patata caliente, cayó en manos del doctor Grilo, su tutor y catedrático, que tenía que avalar la licenciatura para ejercer medicina a un muchacho medio tarado. Se arriesgó Grilo, apostó por un hombre valiente y tenaz aunque mermado intelectualmente. Y acertó de pleno. Años más tarde, estando yo impartiendo una sesión clínica en el centro de salud de Lebrija para los médicos de aquella zona, lo reconocí entre uno de ellos. Y él a mí, naturalmente. Trabajaba de médico en El Cuervo, estaba casado, tenía una hija, y se consideraba un hombre feliz que había cumplido su sueño, el de ser un buen médico. "¿Cómo tuviste el valor de volver a la carrera de medicina después del accidente?" -le pregunté, curioso. Con su torpe lengua y su lenta mente tardó segundos en contestarme. "Porque entendía que esa era mi misión en la vida". Y me emocionó al recordarme que yo, un día lejano, en clase, les había dicho que cada uno de nosotros ha nacido con una misión que cumplir. Y que la nuestra, la de médicos, era la más sagrada, la más bella, la más sacrificada. Que quien no se viera capacitado o con ganas, que abandonara ahora, que buscara otra alternativa; y quien quisiera seguir lo hiciera con todas las consecuencias de pundonor, de sacrificio y de abnegación. "Joer, ahora que lo pienso -se cachondea el tío-, es que tus clases parecían sermones".


Ya de jubilado, echando la vista atrás, resulta emocionante y satisfactorio el creer que uno ha cumplido. Cuando siento de vez en cuando remordimientos por "cobrar sin trabajar" me complace justificarme con argumentos tan sólidos y personales como puedan ser tantos agradecimientos recibidos, tantos recuerdos de cosas bien hechas, tanto sufrimiento compartido y media vida dedicada a aliviar, consolar y -algunas veces- curar. Y es verdad que a nadie le amarga un dulce, que nos gusta que nos muestren gratitud nuestros pacientes y sus familiares. Sin embargo, el agradecimiento y la consideración por parte de nuestros alumnos cobra una dimensión diferente. Los pacientes y sus familiares pasarán a mejor vida, como todos nosotros, pero si mis estudiantes aplican y perpetúan lo que de mí han escuchado entonces mis mensajes, al igual que los genes, se comportan como transmisores de eternidad.

Demasiado pretencioso, es verdad.

4 comentarios:

  1. Amigo José María, es un placer leerte por lo bien que expones el sentir propio, ante unos hechos particulares y unas realidades, que a estas alturas del recorrido nos resultan familiares a quienes hemos cruzado hace tiempo la frontera de los cincuenta.
    Creo que a todo el mundo nos ocurre, que a menudo hacemos balance de lo hecho, y nos ponemos nota.
    Un abrazo amigo José María.
    Juan Martín.

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  2. Gracias Juan Martín. En este artículo yo mismo me he sorprendido emocionado mientras escribía. Cosa de la edad. Jajaja

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  3. Balance de una vida, destino, karma...
    Estar jubilados no es haber terminado todos los deberes. Si aún queda camino habrá que andarlo.
    Al margen de los recuerdos, debemos reflexionar, seguir peleando con nuestras miserias, vicios y debilidades para morir vivos.
    Genial la historia de tu alumno brillante, superando el accidente para cumplir con su deber a pesar de los obstáculos.
    De mayor quiero parecerme a él.
    Por otra parte parece obvio que tu labor médica ha sido encomiable.
    Sólo un pero: ¿No hay chopocientas medicinas diferentes para que nos digas que la alternativa a palmarla de mala manera es la intoxicación alopática?
    En otro artículo señalaste que tu lesión de cadera provenía de tus excesos deportivos. En mi opinión, el 90% de mis calamidades me las he causado yo y el otro 10% también en alguna vida anterior.
    La mejor medicina en mi opinión es "mens sana in corpore sano". Deberíamos enseñar, educar y guiar con amor para que la conducta responsable brote con sencillez en las personas.
    Creo que hiciste una feliz mentalización en tus alumnos porque los apreciabas y se sentían queridos.
    Actualmente para mí es un orgullo sentir que no sólo quise a mis alumnos sino que aún los quiero.
    Un abrazo. Y perdona si me he puesto un poco filosófico.
    Pedro

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  4. Jajaja, eres genial Pedro. Yo soy quien quiere parecerse a ti de mayor.

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