jueves, 19 de octubre de 2017

Tribulaciones de un turista cobardica

Mi amigo Paco no para en las gasolineras ni en las áreas de descanso para mear. Que están muy guarras. Que su Ana no se sienta ahí. En medio del campo, sí. Se aparta discretamente por alguna carretera secundaria y busca algún prado solitario. Sus itinerarios habituales por España y Alemania los tiene marcados -quizás por señales olfativas- por puntos geográficos de micción.
Así, a la manera perruna, nos ha llevado desde Sevilla a Madrid, y luego, por toda Baviera. Nosotros dos, flauta en mano al descubierto; las mujeres, la suya y la mía, protegidas entre las puertas abiertas del coche. Es tan alemán que tiene calculados los trayectos y los horarios, de manera que cada tres horas, más o menos, encuentra el sitio apropiado. Y a mear los cuatro. ¡Hay que ver lo que pierde una mujer cuando le ves el culo meando! Se esfuma todo el morbo. ¿Y nosotros? Minutos eternos para que aquello arranque y luego un chorro flácido y endeble que te salpica en los zapatos. ¡Con el arco que yo alcanzaba!...
A desayunar sí paramos el primer día en Torremegía, un pueblecito extremeño cercano a Almendralejo. En la puerta de los servicios de señoras pendía pinchado en una chincheta un conciso escrito: "Señora, si la puerta no abre es que hay alguien dentro. Por favor, no arranque la manilla". Monumento para la posteridad.

Hasta Madrid, todo bien. De unos años para acá he desarrollado una especie de patriotismo viajero, de manera que solo me siento seguro sobre la piel de toro. Allende los Pirineos mi mente se contamina de amenazas de lo más variopinto: ataques de arritmia, accidentes aéreos, bombas terroristas... Cosas así. Y eso que hasta la presente las crisis de fibrilación auricular que he padecido durante algún viaje han ocurrido siempre en territorio patrio, una en Puigcerdá y la otra en Gredos. Pero siento una especie de pánico solo de pensar que me tuviesen que ingresar en el extranjero. Soy un cagao, ea.

Ahora no me acojona imaginar que el avión se estrella antes de despegar o que se pega un revolcón al aterrizar, no; eso era antes. Ahora me asusto pensando que uno o varios de los viajeros pueden ser terroristas yihadistas. Según voy caminando lentamente por el pasillo central del avión hasta dar con mi asiento y colocar el equipaje de mano me fijo descaradamente en las caras de la gente que ya están sentadas, por si detecto a alguien con pinta de musulmán. Y me relaja no ver a ninguno. El vuelo Madrid-Múnich me resultó un poquito inquietante por la presencia cercana de una pareja de morunos, ella y él, que -menos mal- se tiró durmiendo todo el trayecto y solo despertó para comer. A la vuelta para Madrid todos los pasajeros me parecieron cristianos y estuve mucho más tranquilo.

La tarde que llegamos a Salzburgo en coche alquilado desde Múnich llovía a cántaros y hacía un frío de cuatro grados. Nos pilló en calzones cortos y camisetas. Viniendo de los treinta y siete grados de Madrid. Como soy tan pupas, me agarró una contractura en el músculo trapecio derecho que me ha tenido medio acobardado durante casi todo el tiempo. Ha sido muy fastidioso, la verdad, porque las molestias y mi canguelo no me han permitido disfrutar a tope de un viaje tan bien preparado por Paco y tan requetebonito.

Los tres días de Salzburgo fueron fríos y lluviosos, lo que no quitó un ápice a su singular belleza al pie de unos Alpes suaves y majestuosos. Luego, dos jornadas memorables en un pueblecito de cuento, Bad Bayersoyen, al lado de un lago y de un bosque de hayas, que nos encantó a todos por su pintoresquismo bávaro, y que a mí, personalmente, me deleitó con sus pastelerías. ¡Qué goloso soy! Por lo que he podido comprobar en estos días, la gastronomía alemana es muy monótona, bastante menos variada que la nuestra, pero esta gente nos gana de largo en dos cosas: la cerveza y los dulces. El resto del tiempo lo hemos pasado visitando pueblos que circundan el lago Constanza. Espectacular. En realidad, este lago es una ampliación enorme del cauce del Rhin, el río salido de madre. Sus orillas se las reparten pueblos preciosos de Suiza, Austria y Alemania. El mogollón centroeuropeo. En los verdes prados y en los claros del bosque, monocultivo de manzanas. Manzanos por doquier. Strudel de manzana, hhuummm, qué rico. Y lúpulo, mucho lúpulo pa la cerveza. Y calabazas de caprichosas formas que ponen a la venta en puestos de carretera como ponemos aquí los puestos de melones.

De su pasado laboral alemán, Paco conserva amigos allí, concretamente en Friedeishaffen, sede de la empresa ZF, grandiosa factoría de piezas de motor. Los amigos Uli y Thomas. Una noche fuimos a cenar a casa de Uli. Ana y la Peque, encantadas de curiosear, claro. Y enseguida, de palique con la señora de la casa. Nos prepararon una fundee de carne. Notable, pero sin alcanzar las cotas de nuestra presa ibérica o nuestro chuletón de viejo. Thomas, recién separado de su mujer, se incorporó luego, en la sobremesa. Esta gente son unos bestias a la hora de beber. Sacaron varios tipos de aguardientes caseros de 50 grados y se vaciaban las copas en el gaznate del tirón, apenas sin paladear. Y tan panchos. Hablan muy bien el español, están enamorados de nuestro país, lo conocen mejor que nosotros mismos, veranean en Formentera, Uli es del Barsa y Thomas, der Beti güeno. "Mi hijo pequeño se ha echado una novia andaluza -nos dijo Thomas ya calentito del anís-, de Huelva, una choquera". Unos cachondos. No comprenden lo de Cataluña. Cataluña -me decían- posee más autonomía que la propia Baviera, que se publicita estado independiente.

Al quinto día, verdaderamente agobiado por el dolor del hombro y también por el miedo de que fuese algo más que una simple contractura, muy metido en mi papel le dije a Paco que parara el coche en plena travesía de un pueblo.
-¿Qué pasa ahora, qué mosca te ha picado?
-Mira en el navegador qué hospital público tenemos más cerca de aquí -le digo con congoja.
-Pero...
-Bueno, que no cunda el pánico -intento tranquilizar a la tropa-. Estoy muy preocupado por lo de mi hombro. Simplemente yo estaría mucho más tranquilo, y de paso vosotros también, si veo que no hay nada más que la contractura. En el hospital pido que me hagan una radiografía del tórax, de las costillas y del hombro, y ya está.
El hospital se encontraba a 15 kilómetros, en ese pueblo de nombre innombrable donde se celebran los saltos de esquí cada primero de año, después del concierto de Año Nuevo, en la primera cadena. La experiencia no pudo ser más positiva. Con Paco, mi traductor de lujo, mi tarjeta sanitaria europea y blandiendo mi carnet de médico la cosa fue coser y cantar. Para más abundancia, la médico que me tocó era de Guatemala, ya no precisé de traductor. Me atendió divinamente, fue la mar de amable y de solícita con todas mis peticiones, y luego, ella misma me enseñó en el ordenador las radiografías. Todo bien, ¡menos mal!
-¿Te doy un informe? -me dice al despedirse.
-No lo necesito, de verdad, yo solo quería ver las radiografías -le respondo muy agradecido-. Lo que sí te voy a dar es un par de besos, por simpática -y le planté dos besos en las mejillas.
-Huyyy -se pone roja y muy sorprendida-, que esto no se estila en Alemania, hombre...
-Pero en España, sí. 

Y de ahí, nos fuimos a ver el castillo del rey loco, ese castillo tan pintoresco que se parece al del logo de Disneyland.

El dolor siguió, la contractura persistió, pero yo, perdido el miedo, ahora sí, disfruté a pleno pulmón.
En cualquier caso, la Peque ha quedado muy escarmentada. Dice que nunca más saldrá de viaje conmigo fuera de España. Que así sea.

Ya en Antequera, mi nueva ciudad -y espero de corazón sea la última-, me puse en manos de una fisioterapeuta que me ha dejado relajadísimo. Y lo que son las cosas, es una chica alemana casada con un lugareño de aquí. Ea. Lo del mundo, que es verdad, que es un pañuelo.