domingo, 10 de septiembre de 2017

Vuelta al cole

Para nosotros ha sido éste que languidece un largo estío. No lo digo sólo por la calor -que podría-, sino por tantos acontecimientos cosechados. En ambas vertientes: la lúdica y la luctuosa.

Si os parece, vamos primero a daros cuenta de lo bueno: la Peque y yo (bueno, y la perrita también) hemos mudado nuestra residencia a Antequera. De un plumazo hemos vendido nuestro nidito de amor de Triana, y nos hemos comprado un pisazo casi de lujo en la ciudad del Torcal. Ea, con dos cojones. A nivel financiero, lo comido por lo servido. Nunca he sido -ni lo seré- un buen negociante, en cualquier transacción de las muchas que he realizado el resultado ha sido siempre neutro si no negativo. Pero en mi esquema lógico la ilusión renta más beneficio de vida que el dinero, dónde va a parar. Por lo menos, eso es lo que me ha inculcado mi mujer. No diré que no me cosquillea el estómago durante los escasos dos o tres días (los que median entre la venta y la compra) en que mi cuenta bancaria alcanza dígitos insospechados, casi indecentes para el nivel medio en que nos movemos los currantes, en este caso, mejor los pensionistas; tampoco negaré la zozobra estimulante que me provoca la búsqueda de escondite para el dinero conque pagar luego las mejoras en la casa nueva. Pero son sensaciones tan esporádicas y efímeras como las noches de lujuria que conseguimos de nuestras santas los de mi edad.

Pero ¿por qué?, os preguntaréis. ¿Por qué?, nos acosan nuestros amigos de Sevilla, incrédulos al principio y resignados al final. Tanto bombo al pisito de Triana, tanto paseo por el río con la perrita faldera, tanto mundo cofrade, tanto barecito bueno, tanta Plazuela, tanta afición que me hacía parecer un trianero de toda la vida... Y ahora, con apenas tres años cortos de vida de barrio, pillo y me voy. No cuadra. Algo no encaja. Algo ha tenido que ocurrir. Bueno... No lo sé. No tengo una respuesta clara. Podría salir del paso con aquello de "yo, lo que diga mi mujer", pero sería tonto. Si os escribo es porque me reconforta confesarme, desnudarme, ante vosotros, una especie de catarsis literaria. El detonante de este cambio de aires ha sido el hecho de estar esperando nuestra hija nuestro segundo nieto. Con dos nietos y toda nuestra familia en el pueblo ¿qué hacemos ya en Sevilla? Acercarnos a Palenciana a medida que fuésemos mayores ha sido una idea compartida por la Peque y por mí desde siempre. Yo, la verdad, no me esperaba que fuese a ser ya, de hoy para mañana; confiaba en  un par de añitos más en Triana, donde he vivido muy a gusto. Pero la cosa se ha precipitado. Algunos meses antes, el cáncer de mama de mi mujer y la intervención de mi cadera han podido también, no lo niego, encender la mecha de la nostalgia. En una temporada corta y aciaga nos hemos encontrado débiles y vulnerables. Hemos añorado, quizás, la cercanía de los nuestros, de lo nuestro. Nunca hemos dejado de sentirnos pueblerinos, palencianeros. Y pusimos en marcha la estrategia del cambio. Quizás a medio plazo como para cuando naciera nuestro  Daniel. Esperábamos con cierta lógica que la venta del piso se pudiera demorar unos meses, tiempo suficiente para que nosotros mismos y nuestros amigos nos fuésemos adaptando a la idea. Pero resultó que el pisito, nuestro mimado pisito, se vendió en una semana. Una vecina del bloque se lo ha quedado. Si es que era un primor, joer. Ahora, mientras completamos obras y mudanza al piso nuevo de Antequera, vivimos en el pueblo. He estado todo el verano sin ordenador, de ahí mi aparente indolencia literaria, mi desocupación para con vosotros.

De ahí, y de la acumulación de eventos de carácter más sombrío que ahora paso a comentaros. Ya conocéis la defunción de mi padre a primeros de julio. Hace una semana ha muerto la madre de Toñi, mi queridísima suegra, dejándome, por fin, amo de su casa. Y hace dos días ha muerto la suegra de mi hermano Frasco. Ambas, consuegras de mi padre, que pudiera parecer que éste desde el cielo hubiese intercedido por ellas, las pobres más muertas que vivas desde hacía tiempo. Las otras dos consuegras de mi padre que quedan vivas están de los nervios creyéndose las siguientes en pagarle el euro a Caronte, el barquero del Hades, tatarabuelo de nuestro san Pedro.

La muerte de estas tres personas muy mayores y muy allegadas ha revivido algo muy valorado por mi "yo médico": la ayuda al buen morir. En el hospital la cosa se diversifica tanto que el médico es quien consensúa con la familia el comienzo en la cadena de la sedación paliativa, pero no suele vivir en primera persona la vigilancia de la misma ni el agobio de los familiares tan sensibles, nerviosos y demandantes en esos momentos críticos, funciones que suelen recaer sobre todo en el personal de enfermería y auxiliares. En casa, sin embargo, todo se vive con mucha más intensidad y cercanía. Estos tres ancianos han muerto como Dios manda, a la antigua usanza, en sus casas respectivas y en sus cómodas y anchas camas, sin las inconveniencias inherentes al hospital, rodeados de los suyos, recibiendo hasta donde han podido los besos y el aliento de sus nietos y bisnietos, arropados y achuchados por sus hijos... Y apenas con un día de agonía. ¡Ojalá todo anciano pudiera morir así de en paz! Por lo menos, en los pueblos, donde las casas, más amplias por lo general, pueden permitir un espacio para morir. Comprendo que en un pisito de 80 metros la cosa no es lo mismo. He visto morir en el hospital a ancianos abandonados, ¡qué cosa más triste y desoladora! He visto a ancianos decrépitos que son traídos al hospital sólo para que mueran allí; a otros que, en sus delirios finales, suplicaban por sus casas... Siempre es triste la muerte, pero la de algunos ancianos en el hospital me parece descorazonadora. Estos tres que os digo han contado con mucha ventaja, han tenido a mano a seres queridos que somos profesionales del tema: mi hermano, mi sobrina, la Peque, mi cuñada y un servidor. En cada caso, llegado el momento, hemos montado una especie de cama hospitalaria en el mismo dormitorio del paciente, una cosa la mar de simple: se descuelga el santo o la virgen que penden de la cabecera de la cama; en la alcayata que se libera se cuelga el sistema del suero; nos traemos del hospital el material necesario, sueros, morfina, sedantes, sondas... Y montamos una especie de turnos de guardia. Así, cualquiera... En cualquier caso, la estrategia se volvería muy complicada en caso de agonías muy prolongadas, pero afortunadamente la sedación paliativa acorta mucho los últimos momentos, los más tensos e insufribles por los familiares.

De manera que, como podéis ver, con este panorama la Peque y yo, casi estamos deseando la vuelta a la normalidad, que acabe de una vez el verano, la vuelta al cole.