martes, 25 de julio de 2017

Aquel vestido de azafata

Tal día como hoy hace 45 años, un 25 de julio de 1972, día de Santiago, acaeció en mi pueblo un hecho singular; hecho que luego, corriendo el siglo, resultaría trascendente.
-¿Tú te acuerdas, Peque?
- Sí, claro, pero sin tanto barroco como tú lo cuentas.

En aquellos pretéritos tiempos, era el de Santiago un día especial en Palenciana, un día de fiesta grande, de plaza llena y tabernas atestadas, ocasión sin igual para el estreno de prendas en las mocitas, y día de misa mayor concelebrada, con eso lo digo todo. Por esa fecha comenzaba la temporada de la siega y la trilla, y se calaban los primeros melones tempranillos.

Me encontraba en el pueblo. Entre otras cosas, mi condición de seminarista me obligaba a asistir a misa, acaso incluso a participar en el acto de la celebración de la misma. Para mi padre esa razón era la más válida, la más poderosa. Ellos, el resto de mi familia, vivían en el cortijo y allí permanecieron. Con la fresquita, sobre las nueve de la tarde, me llegué a recoger de sus casas a Frasqui, Rafael y Antoñillo, y nos fuimos a las Eras Bajas, a pasear carretera arriba. Al llegar a la altura de lo que hoy conocemos como "La Pichanga" la vi bajar, calle Molina abajo, y me hice el remolón con mis amigos para ganar tiempo. Era una chica tiposa y menuda, pero desde lejos y desde abajo me pareció mucho más esbelta, y hasta espigada diría, si no fuera exageración. En esos momentos, con la visión lejana aún de aquella figura casi angelical, se esfumó para siempre el enfado en que estaba viviendo durante lo que llevábamos de verano por culpa de aquella decisión de mi padre.


Yo había cursado con sobresaliente mi primer año de estudios teológicos en san Telmo y me encontraba de vacaciones en Palenciana. Mi padre no había consentido en mi viaje de trabajo a Francia con mi compañero Manolo Ruiz Nieto, pese a tener preparado todo el papeleo: pasaporte y contrato de trabajo por dos meses en un vivero de la Provenza. Adujo en su alegato que sacaría más provecho trabajando en La Capilla, y sin gastos ni peligros. Me sentó muy mal, la verdad. Agustín, Salva, Pedro, Jaime, el Luna... se encontraban ya trabajando en el aeropuerto de Mallorca. En aquellos años de premodernidad a muchos estudiantes en general, y a los seminaristas en particular, nos gustaba adquirir el marchamo de trabajadores sin privilegios que se financian los estudios por sus propios medios. Y no daba el mismo caché trabajar destripando terrones o regando el maíz con Miguel de la Trini que hacerlo en Mallorca, la costa o en el extranjero. La verdad de la buena era que detrás de aquellas nobles iniciativas bullía el natural sentir juvenil de libertad, de independencia, de divertimiento. Por entonces, yo no era -ni lo he sido nunca- un joven rebelde capaz de oponerse a la voluntad de su padre. No. Y tuve que aguantarme. Escribí una carta a Manolo explicándole mi decepción, y mi padre me colocó en el cortijo regando campos infinitos de maíz y de remolacha. ¡Toma vivero!



Lo que son las cosas, se cierra una puerta y se abre otra. En el autobús que cubría la línea Antequera-Palenciana -con parada en La Capilla- coincidí varias veces -y me sentaba a su lado- con una muchacha del pueblo, "la Arailla", por más señas, que estudiaba sexto de bachiller en la Inmaculada. Era una chica muy agradable de trato, con quien me sentía -y me sentaba- muy a gusto. Charlábamos de las materias de los exámenes que le quedaban pendientes para septiembre, del francés, de literatura... Y me gustaba pavonearme ante ella con mis conocimientos tan superiores, a decir de ella misma. Me confesó uno de aquellos días su intención de hacer enfermería, cosa que me agradó mucho, dada mi ya incipiente llamada por la medicina. Aquel gusanillo creció sin darse uno cuenta, tanto que olvidé a la Grego, mi "novia" de siempre. Sentía verdadero mono de ella el día que no la veía cuando paraba el autobús en La Capilla, y abusaba de la beatitud de mi padre para que me dejara ir al pueblo todas las tardes con la excusa de tener que oír misa. Y en el pueblo me hacía el encontradizo para verme con ella casi a diario, aunque solo fuera un hola o un adiós. Y notaba, sin pretenderlo, cómo aquella llama prendía cada vez con más fuerza. En ocasiones me reprochaba tanta afición. Ella tenía solo dieciséis años, una chiquilla; y yo, diecinueve. Y tampoco entraba en mi teológica sesera cómo una personilla tan pequeña era capaz de hacer tambalearse mis sólidos fundamentos vocacionales.

Y llegó, inexorable, aquella tarde de Santiago. Según la veía acercarse, más fuerte latía mi pecho. Intento pensar cómo abordarla, qué decirle, de qué hablarle... Pero nada, la mente en blanco, toda la sangre en el pecho y en el estómago. Ya está aquí, a diez metros, la veo espléndida, vestida con un traje de una sola pieza, muy ajustado gris azulón, de azafata se llama; la falda, cortita, más que cortita, dejaba al aire y a la vista unas piernas bronceadas y muy bien contorneadas, ni gordas ni flacas, lo justo. Mis amigos se dieron cuenta de mi azoramiento ante su presencia. Rafael, más avispado, se separó de nosotros para ir en busca de Araceli, su medio novia, y Frasqui y Antoñillo se quedaron conmigo para hacer de carabina, que no está bien que un seminarista se pasee a solas con una mocita.
-Hola Antoñita, ¡qué bonita que te has puesto! -apenas me sale la voz del cuerpo.
-Ea, la ocasión lo merece -se pone la muy descarada. Y yo no acertaba a saber si la ocasión era por el día que era o por encontrarse conmigo. ¡Qué nervios! Un hombre hecho y derecho, poseído y orgulloso de tanta formación filosófica, curtido en debates sobre Heidegger, Hume o Kant, y ahora, ahí lo tenéis, balbuceante, tímido, hecho un flan.
-¿Damos un paseito parriba? -Es lo único que se me ocurre.
-Vale. Y hacemos tiempo a esperar a la Mercedes y a Carmen de la plaza, que he quedado con ellas.


Y ahí, amigos míos, quedé totalmente atrapado para siempre. Ese fue, a partir de entonces, nuestro verano loco. Al año siguiente, en el siguiente verano, abandoné el seminario y me hice su novio. Y así, hasta hoy. Para que veáis qué sencillo es esto del amor.

Si este escrito llega a vuestros ojos será algo milagroso. La Peque es tremendamente celosa de su intimidad.

jueves, 20 de julio de 2017

Con lo que yo he sido...

Hasta ahora había hecho oídos sordos a las prevenciones que mi amigo Antonio Pintor, perito en ciencias del comportamiento, venía haciéndome. Según me advertía, uno de los síntomas iniciales que preludian la vejez es el hacer ruidos y muecas raros con la boca, sobre todo por la noche. Mi rechazo a tal teoría se ha basado en que en tal caso, de ser eso cierto, yo llevaría ya bastantes años de viejo, cosa que, a la vista está, no es así. La Peque lleva ya una eternidad quejándose de eso, de que cada vez que me rodeo en la cama, sin llegar siquiera a despertarme, emito una serie de onomatopeyas gustosas, algo así como quien paladea un dulce, un yam, yam, yam, muy gracioso las primeras veces, pero harto cansino y molesto noche tras noche. Por algo así no se va uno a hacer viejo.

Hace unos días, sin embargo, he padecido de un síntoma que, ese sí, me ha mosqueado seriamente. En ese sí que creo como premonitorio de senectud. Se trata de la pérdida del control esfinteriano. Si no controlas el postigo... Mala cosa. Os lo explico.

Estamos, la Peque y yo, paseando a nuestro Lucas por el parque de la paloma, en Benalmádena. Tan tranquilos y fresquitos en una mañana en la que, oh milagro, pega mejor el jersey que el bañador. Pocas cosas hacen más feliz a un abuelo que ver a su nieto, ajeno a toda contingencia, correteando a las palomas, a los patos o a los conejos, agachándose en cuclillas -qué envidia- para acariciar a los polluelos, o echándole mendrugos de pan duro a las tortugas, que ya el agua verde de la gran charca se encargará de ablandarlos. Inocente, dichoso, sano... Así deberíamos ser todos, va uno mascullando, felices, decentes, sin malicia. En esos pensamientos me encontraba cuando, de repente, siento el primer aviso, el primer estrujón. Ya sabéis, estas cosas ocurren así, de pronto. Es como cuando te da un infarto, que estás tan bien y te arrea el golpetazo en el pecho sin esperártelo. Considerando mi dilatada experiencia en este campo concreto no me alarmé demasiado. En este sentido, me encuentro bien curtido, de manera que tranquilidad. He aguantado apretones mucho mayores. No tenéis más que recordar aquellos de la Sainte Chapelle, en pleno París, o estos otros de los jardines del Cristina, aquí en Sevilla, o los del bar del hospital Reina Sofía, en Córdoba, como más representativos y enérgicos. Todos ellos saldados con otras tantas honrosas -o quizás no tanto- victorias. Retortijones menores con vaciamientos controlados habrán sido miles en mi abultada historia escatológica. No creo resultaros pretencioso ni petulante si os confieso que me considero un verdadero experto en esta materia fecaloidea. Herencia materna, mi madre, la pobre, ya de mayor, se iba de vareta en las circunstancias más insospechadas e inoportunas, la más sonada cuando se lo hizo en el Seat Ibiza de mi hermano Frasco, estrenando el coche que iba, por la cuesta de Archidona.

Así que decidí aguantar el tirón. Uno siempre dice lo mismo: "me da tiempo". "Estoy a dos pasos de mi casa". Y cosas así. Sí, sí... "Se te ha puesto mala cara -me dice la Peque-, ¿qué te pasa?" "Que me estoy cagando a chorros". "Venga pa la casa, que tú ya no eres el que eras, no nos vayas a hacer aquí un espectáculo". Viéndome débil, y desconfiando de mi portero de atrás por ser muchas y muy seguidas tantas acometidas, dejé en paz a abuela y nieto, y salí por patas del parque todo lo rápido que pude, teniendo, además, la considerable inconveniencia de ir caminando con una muleta por causa de mi reciente intervención de cadera. Para más abundancia. La cosa apretaba de lo lindo, yo cerraba lo que podía y los sudores y el desánimo me apabullaron. Pensé, claro, colarme en un bar de desayunos allí cerca donde quizás me reconocieran los dueños por haber comprado tres euros de churros hará cosa de dos días. Preguntaría por el baño y ellos me lo indicarían amablemente. Pero coincidió este pensamiento con un respiro del apretón y me envalentoné para seguir palante. Total, ya falta nada. Cuando llegaron los siguientes apretones iba subiendo por la mitad de la cuesta hasta mi bloque, "Ya llego, ya llego". Pude acortar algo porque la puerta de la piscina se la había dejado abierta un niño de esos que no hacen caso de las normas de la comunidad, bendito sea, pensé. Llegué con grandes espasmos hasta la cochera. "Si no veo salida, me cago aquí mismo, todo oscurito". Pero se encendieron las luces y un matrimonio bajaba a pie hasta la piscina. "Buenos días", "buenos días". Y pude llegar hasta el ascensor. Y me ocurrió aquello de hincharse de nadar para morir en la orilla. Ya estaba en casa, aguanta, hombre, diez segundos más, ya estás, es un segundo piso, venga, venga joer, que no se diga, que tú te has visto en otras mucho peores, ya estás... Al abrirse la puerta de salida del ascensor, quizás por simpatía, quizás por no poder aguantar más el postrero retortijón, se abrió también un pequeña rendija en mi puerta de atrás, nada, una mijita de nada, por probar a ver si por casualidad salía una ventosidad como anticipo. ¡Qué va! Salió la cabeza entera, y, una vez fuera la cabeza, aquello no tuvo contención posible. Estaba a cuatro pasos de mi puerta, me sentía toda la carga repartiéndose por mis bajos, temía que empezara a gotear o, peor, a chorrear por los perniles de mis calzones cortos. Pero no. Los calzoncillos aguantaron lo suyo. Menos mal. No pude abrir. Llamé al timbre, "¡Carmen, Carmen, abre rápido!" Mi hija abrió enseguida. La tufarada pestilente tan intensa que tuvo que aspirar le indicó el diagnóstico a la primera: "¡Ay Dios mío, te has cagao en los calzones"! Yo no sabía qué hacer, si irme rápido al wáter, o si atender a mi hija que, estando embarazada como está, empezó a vomitar, no por el embarazo, sino de asco. Pero, claro, cuanto más me acercaba a ella, peor se ponía. Así que me fui al aseo. Mi hija me acercó luego, entre arcadas, tres bolsas de basura, la fregona, el cubo con agua y una botella de lejía... Y una muda completa. Una hora.

En fin, ahora sí, ahora ha llegado la hora de admitir que me estoy volviendo viejo. ¡Con lo que uno ha sido!...

miércoles, 12 de julio de 2017

El padre eterno.

Mi padre, nuestro padre, nuestro patriarca de toda la familia, no iba a morir nunca. Va para eterno. Pero si algún día lejano hubiera de morir prometo no llorar. En lugar de eso me reiré con él y con todos vosotros de sus disparatadas ocurrencias.

Ese día no lloraré. Mejor que eso, me reconfortará el recuerdo intacto de mis vivencias con él, desde la primera que recuerde a la última de antes de ayer. No me avergonzaré del plato chorreante de gazpachuelo sobre mi cabeza a modo de sombrero por ser niño tan caprichoso con la comida; no me pesa en absoluto haberme ido al catre sin cenar algunas noches de bronca; no le reprocho que muchas tardes del verano no me dejara irme al pueblo porque sabía de mis intenciones con la "Peque" y él todavía creía en mi vocación de cura. Y siento muy, muy cercanos sus halagos; aspiro el olor del estío, a trigo segado, montado con él en la segadora de aspas tirada por mulos; saboreo aún la carne de membrillo que me subía a la cama cuando tenía anginas; noto sus manos fuertes y ásperas yendo con él por las noches a la taberna de mis padrinos a tomarnos nuestro té, el mío sin aguardiente; y siento como propio su orgullo por mis notas en los primeros años del seminario. A él le debo el no renegar nunca del campo, pese a lo mal trabaja que he sido siempre.

Ese día aguantaré las lágrimas. Me alegraré por él porque será uno de los pocos días de su vida en que pueda contemplar a todos sus hijos, sus nietos y sus bisnietos, todos juntos en la iglesia. A su edad, ya de mayor, ha sido ésta una pequeña frustración para él, que hayamos salido casi todos tan descreídos, muy buenos hijos, los mejores que unos padres podrían haber soñado en aquellos tiempos suyos del hambre, pero todos con esa falta de devoción. Bueno, todos, menos mi Manolo, que echa más horas legas que un sacristán.

Ese día me ahorraré el llanto. Consideraré, mejor, que tendrá ya más de noventa años, ha vivido en dos siglos, ha conocido la pobreza, la escasez, el hambre, el trabajo afanoso de sol a sol, la postguerra... la cara mala del mundo, pero también le ha dado la vuelta a la tortilla y luego han venido días de realización plena, de satisfacción por su trabajo y por sus cargos, de orgullo por una familia unida y sin fisuras, por la nobleza de sus hijos, por verlos a todos colocados, por la llegada de los nietos y de los bisnietos. 

No, no tendré duelo ese día. Pensaré, por el contrario, que toda su familia, todos los aquí presentes, debemos de dar gracias a Dios por haber sido bendecidos con un hombre como éste, un padre total, el más capaz de sacar adelante a su familia con todo el decoro posible, enérgico cuando se precisaba, colérico en cuatro ocasiones, entregado en cuerpo y alma a su casa, a su mujer y a sus hijos, humilde, pese a su posición de encargado, y, sobre todo, cariñoso a más no poder. Nosotros, sus hijos, no presumiremos de dineros ni de propiedades porque él nunca los tuvo, pero nadie nos va a ganar en el profundo sentimiento de unión vivido en nuestra infancia. Su legado, nuestro verdadero patrimonio, ha sido el cariño y la cohesión en el seno de la familia.

Ese día tendré que sorber para dentro. Lo consideraré, sí, una estupidez del destino, un error grave llevarse por delante a un hombre de los que no quedan. No deberían irse personas como mi padre. Y no es porque sea mi padre, sino porque son necesarias. Personas con un sentido optimista y positivo de la vida, con ganas de seguir haciendo cosas, cosas buenas, con su eterna curiosidad por descubrir y visitar sitios desconocidos, enseñando a la gente nueva con su ejemplo, sirviendo de modelo de vida, sembrando paz y alegría por doquier. Si, finalmente, ha de morir, por lo menos que nos dejen su molde.

Pero al final tendré que llorar. Y si lo hago será de alegría porque, al fin, podrá volver a encontrarse y abrazarse, en eso vive esperanzado, con su mariquilla del alma, María Josefa la de Higinio, y con su niña grande, María Josefa la Caoba.



Pero mejor que ese día tarde todavía. No hay prisas.


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Mis queridos amigos y lectores: el escrito que acabáis de leer fue ideado por un servidor de ustedes hace cuatro años, el mismo día que celebramos el nonagésimo aniversario de mi padre. No ha visto la luz hasta hoy.

"Ese día" del que hablo en el escrito, ese día en que he prometido no llorar, llegó anteayer de forma precipitada. No fue, sin embargo, un día trágico ni fatídico; no fue un "dies irae, dies illa". Ocurrió algo muy natural y ciertamente esperable: que un hombre de 94 años afectado por un cáncer de próstata muy avanzado acabara desarrollando una insuficiencia renal grave y, finalmente, falleciera. Por mucho que ese hombre fuese Juan Rivera Velasco, un hombre bueno, íntegro, de fe cristiana inquebrantable; por mucho que fuera el padre del afamado doctor Rivera... No hubo nada que hacer. Solo esperar en casa, rodeado de los suyos, la llegada de la señora con la guadaña.

Se nos ha ido mi padre, casi a la chita callando -poco ruido nos ha dado-, ha sido bueno hasta para eso, para morir sin molestar mucho. Un hombre sin par, un hombre total. ¡Que el Señor lo tenga en su Gloria!

miércoles, 5 de julio de 2017

Escenas costumbristas

Es la una del mediodía. Uno de estos días en que la calor nos ha dado un pequeño respiro. Estoy en el pueblo, en la casa de mi suegra. La pobre -es una santa- se da cuenta de que en ocasiones echo en falta algo de intimidad, ya sabéis, a mí me gusta estar en mi casa en calzoncillos, incluso en pelotas, o simplemente haciendo payasadas. Y, claro, aquí no es lo mismo; no es que yo me corte mucho a la hora de meter la pata, pero algo sí. La Peque me regaña por detrás cuando me distraigo leyendo algún libro delante de mi suegra, me dice que primero es darle conversación, que está feo dejarla así abandonada a su aburrimiento y a su sueño. En fin, que como en su casa de uno, en ningún sitio. Y ella, mi suegra, con toda su inconsciencia: "José María, tú no te apures que ya mismo te vas a quedar con todo esto, en cuanto yo me vaya al otro mundo". Y yo, más inconsciente todavía: "Sí, suegra, ya lo sé, pero es que voy a tardar en heredar más que el príncipe Carlos de Inglaterra". Y los dos nos hartamos de reír.

En esas estamos cuando la Peque advierte ¡oh desgracia! que no hay ni un euro en su monedero. Se vuelve hacia mí en busca de auxilio. Se disponía a ir a por unas bacaladillas para después del salmorejo y me pide algo suelto. Me acuerdo ahora, además, de que debo dinero a mi cuñado por los regalos que hicimos a los antonios y antonias de esta casa por el día de su santo. Ya me estoy temiendo lo peor. Yo también estoy limpio. "Bueno, pues, a ver, no va a haber más remedio que ir al cajero". En mi pueblo no hay cajeros del Santander, pero sí de la Caja Rural. Por cien euros que saque no me van a cobrar tanta comisión, pero, tonto de mí, cogí el coche y me fui a Antequera. En el fondo de los fondos, quizás lo hiciera así para comprar media docena de dulces en una pastelería antequerana que me encanta. Dicho y hecho.

Antes de enfilar la carretera, a la salida del pueblo, hay un stop. Me paro y veo a a dos paisanos, él y ella, muy amigos míos, charloteando animadamente. ¡A las una y cuarto del día, en plena calle! Bajo la ventanilla y los saludo. A esa hora no hay coches que me piten por detrás. Ella es una mujer de armas tomar, lozana aún, frisando los cincuenta, animosa y simpática. Si hubiese que destacar una cualidad única entre las muchas que atesora, cualquiera diría lo mismo: dicharachera. Que no alcahueta. Tiene conversación para todo el mundo y para todo el día. Una cosa parecida a lo de mi hermano Manolo, pero en mujer. "Que sepas que hace un mes me han operado de pólipos vocales" -me dice. "Lo sabía -le contesto-, me lo ha contado tu hermano. Oye, ¿y cómo has aguantado tantos días sin hablar nada? Es increíble, ¡verdad?" "Pues, fíjate, escribiéndolo todo, he gastado un cuaderno entero de esos de anillas grandes". Los dejo allí con su cháchara y sigo para Antequera. A mi paso, veinte minutos para llegar. Claro, respetando las señales: en el antiguo hotel La Vega, a 60; por el puente de Lucena, a 50; y así. Aparco muy cerca del cajero, saco mi dinero, me alargo a la confitería, compro mis pasteles y vuelvo raudo para el pueblo. En total, alrededor de una hora. Llegué al pueblo sobre las dos y cuarto de la tarde. Lo que no os vais a creer es la escena con la que me encuentro al llegar al cruce del stop: efectivamente, mis dos amigos, ella y él, habían avanzado, quizás, unos diez metros, no más. Allí seguían, erre que erre, dándole a la sin hueso. "Pero, bueno, ¿será posible que sigáis todavía en el mismo sitio?- les grito-. ¡Mujer, que se te van a reproducir los pólipos!"

Llego a casa con hambre de salmorejo y de bacalao frito -a falta de bacaladillas- y están poniendo la mesa. ¡Estupendo! ¡A la propia! Pero como la felicidad nunca es completa resulta que se ha presentado mi cuñada Conchi y, ella solita, se ha auto invitado al almuerzo. No sé de qué me extraño. "Bieeennn -se pone nada más verme entrar-, ya tenemos postre güeno" -dice señalando mis dulces. ¡La madre que la parió! Ya de por sí, me cuesta compartir los pasteles, que el Señor me perdone, soy tan goloso... Pero es que mi cuñada no se contenta con comerse uno, que vale, paso por ahí; no, ella tiene que picotear, tiene que probarlos todos, tiene que cortar a dedo un cachito de cada uno. Y, joer, me los estropea todos. ¡Con lo que yo disfruto antes de comérmelos viéndolos tan parejitos, tan bien puestecitos! Éste, cuadrado, este otro redondito, aquél en forma de huevo frito... Pues nada, a joerse. Y así fue, naturalmente. A los postres, entre ella y mi suegra -tiene cojones siendo ésta diabética- me empercudieron toda la bandeja. Y ya no saben lo mismo, ea. Y encima me reprochan que soy un caprichoso.

Bueno, lo que no supieron es que yo ya había apartado y escondido el más apetitoso para después de la siesta. Y otro para llevárselo luego a mi padre.

Y así son mis días en el pueblo, cuando la calor y mi cadera ortoprotésica no me dejan salir al campo. 

lunes, 3 de julio de 2017

De sabios es rectificar

Aunque, desde luego, no me considero sabio, soy capaz de rectificar, o al menos, aclarar las cosas que digo.

Anteayer mismo, en mi pueblo, me crucé con el cura por la calle y no pude reprimir el impulso de afearle lo del pasado domingo, la procesión del Viático bajo palio.

-¡Vaya esperpento lo del domingo, tío! -le suelto después de darle un abrazo cariñoso.
-¿Tan mal te pareció? -me contesta algo sorprendido.
-Pues sí. Me pareció un teatro, una puesta en escena totalmente desfasada y trasnochada, más propia de los tiempos de los Cursillos de Cristiandad y de las Misiones en los pueblos que de nuestro siglo. Me vi transportado a mis años tiernos de monaguillo. Sinceramente, no te pega, joer.
-¿Y qué le pareció a tu mujer?
-¿A la Peque? -Y me eché a reír-. Pues lo mismo que a mí, o peor, ella dice que estas liturgias callejeras le dan repelús, que son una especie de autos sacramentales, reminiscencias de la Inquisición. Esta del Viático, en concreto, le parece una escena de alguna película costumbrista de Berlanga o de Pasolini.
-¡Vaya por Dios! -cabecea resignado-. ¿Y a tu suegra?
-¡Hombre! Mi suegra, encantada, ¿no te jode?

Mientras suspira, me coge del brazo y me lleva a la sombra, que mi calva no aguanta tanta solatera.

-¡Ay José María! Si yo te dijera que pienso lo mismo que tú... Por ningún otro pueblo de los que he pasado, y han sido varios, he hecho nunca algo de esto.
-¿Y entonces?...
-Chiquillo, parece mentira... Presiones que uno recibe.
-¿Presiones? ¿Del obispo, del vicario?
-¡Anda, anda, no seas ingenuo! ¡Bastante le importará al obispo lo que yo haga en el pueblo! Son gente de aquí, de tu pueblo y el mío.
-¿En serio?
-¡Digo! Tenemos en la iglesia un núcleo duro de gente muy tradicional, en fin, son las personas que más miran por el culto, las más apegadas a la iglesia, las que siempre están conmigo apoyándome en todo... Tengo que escucharlos y, en ocasiones, acceder a sus peticiones aunque yo personalmente no esté muy de acuerdo. Me han insistido en que esta sería una procesión excepcional que celebra la octava del Corpus, que debemos de proteger y preservar nuestras tradiciones, que si otros curas lo han hecho antes... ¡Hasta querían que saliéramos con candelabros y todo!
-Joder, joder y joder.
-Ya te he hablado en más de una ocasión lo que supone ser cura en tu propio pueblo. En fin, dejémoslo ahí.
-Bueno, vale -prosigo yo con mi monserga-. ¿Y lo de coaccionar a los ancianos impedidos a la comunión?
-¡Eso sí que  no! -me contesta con cierto enfado-. Primero me presento en sus casas y me ofrezco para lo que necesiten, tanto si es un bien espiritual como material. No sería la primera persona anciana a la que le pago, por ejemplo, el butano. No, no, por ahí no. Visité a tu suegra, ya viuda, a sabiendas de que con tu suegro vivo no había nada que hacer. Y ella aceptó de buen grado confesarse y comulgar. Y hasta ofrecer misas por el alma de su marido, fíjate. Y los domingos me paseo con una cartera discreta donde porto el Viático y ofrezco la comunión a las personas que me lo han solicitado.
-¿Pero no comprendes que nadie te dirá que no, aunque solo sea por vergüenza?
-De eso nada. Te podría decir de varios ancianos del pueblo que me reciben en sus casas de muy buen talante, pero que cuando toca confesar va y me dicen con mucha guasa: "don Lorenzo, si le parece lo dejamos para la semana que viene". Y así, semana tras semana. Y se mueren sin confesar. Y yo me aguanto, ea.
- Pues muy bien. Eso me parece muy bien.

Para que veáis, que veamos todos, que siempre es necesario escuchar a todas las partes. Al César, lo del César...