lunes, 26 de junio de 2017

El Viático

-¿Quién será a estas horas? -Me pregunto extrañado.

Ha sonado dos veces seguidas. El timbre de la puerta del zaguán. Es domingo, las diez de la mañana. No esperamos a nadie, la muchacha que echa dos horas en la casa de mi suegra, pagada por la ley de la dependencia -independencia, dice ella-, entra a esta hora, pero hoy no; hoy es domingo. Hará cosa de diez minutos he abierto los portones que dan a la calle y no he visto a nadie. De todas formas, no sé de qué me extraño, por un momento me he creído en Triana, donde no suele uno recibir visitas inesperadas. ¡Qué tonto! Estoy en el pueblo; aquí cualquier hora es buena para que alguien, mi padre mismo, la chacha Carmen, la vecina Emilia, llame para preguntar por mi suegra y echar una rato de palique con ella.

-Sema, abre tú -oigo que me dice la Peque desde el cuarto de su madre-. Que es que estoy terminando de arreglarla.

Diligente, abro y me asomo. Y no comprendo al principio qué es lo que estoy viendo. No doy crédito a mis ojos. Desde mis tiempos de monaguillo no había visto cosa igual. La calle estaba ocupada por una procesión de fieles, calculo que unas quince o veinte personas, todas paisanas, claro está. En el centro, cuatro hombres sostienen un palio. Los demás, en sendas filas paralelas, portan velas encendidas.

-¿Qué hacéis? -Les pregunto en un tono entre intrigado y guasón.
-Venimos dando la comunión a personas impedidas -me responde solemne una mujer madura. Pariente mía y todo.
-¿Y el cura? -le inquiero, al no verlo debajo del palio ni por ninguna otra parte.
-Está en la casa de abajo, dándole la comunión a Carmencita. Ahora se llegará a por tu suegra.

Dicho y hecho. En unos minutos, el cura, alba, cíngulo y estola reglamentarios, sale de la casa de Carmencita y se viene hacia mí. Muy serio. Normalmente bromeo con él, pero no me pareció momento para tonterías. Sin mirarme, muy concentrado en la sagrada custodia que lleva como estandarte, entra en nuestra casa. Dos acólitos le acompañan. La Peque, advertida por lo que había podido ver por la ventana, ya tenía a mi suegra preparada en el medio del cuerpo de casa. Y la pobre de mi suegra, encima, protestando: "Niña, venga, que estamos haciendo esperar al Señor". De verdad... De Almodóvar, por lo menos. Para haber tenido uno los reflejos suficientes para grabarlo todo en el móvil. Pero nosotros, los de mi edad, ya no estamos en eso, nos acordamos luego, pero no estamos preparados para el momento. La gente nueva, sí. Mi suegra recibe gustosa la sagrada forma y luego le espeta al cura: "Muchas gracias por traerme al Señor, so gracioso y rebonito". Al salir, todo ufano, el sacerdote se dirige a mí, ahora sí, con cara de amigo: "¿Cómo va tu pierna?" "Bien, bien"-le respondo yo con una sonrisa.

Y luego vi seguir la comitiva calle abajo al son monótono de jaculatorias y letanías en busca de otro impedido, quizás otra pobre oveja descarriada. Una foto que evitara los coches aparcados nos daría una estampa de una escena trasnochada, propia del siglo pasado.

Ante esto, que a mí en particular me parece un atropello, ¿qué podemos hacer? Se le quitan a uno las ganas de pelear por el laicismo. Estamos perdidos. El poder de coacción de la Iglesia en los pueblos es aún tremendo. Mis suegros, ambos dos, muy al contrario que mi padre, no han sido nunca personas de iglesia. No diré que ateos, que eso no son. Para ellos la Virgen del Carmen es punto y aparte, como para todo el mundo en mi pueblo. Pero llevaban años sin pisar la iglesia. Y no solo eso, sino protestando sin cortapisas de la jerarquía eclesiástica en general y del cura del pueblo en particular... En fin, todas esas cosas que la gente decimos de puertas adentro con la boca chica.
Es verdad que, una vez fallecido mi suegro, ella, mi suegra, se ha ablandado un poco, y ya le dice misas a su marido "por si acaso fuera verdad que luego hay algo, por si le sirve". Y ha consentido la visita del cura y el recibir la comunión.

Y el cura se aprovecha, claro está. Quiero, de corazón, al cura de mi pueblo. Ha sido compañero en el seminario; en algún momento de mi vida de seminarista ha sido hasta tutor mío; me procuró mi primer trabajo en Villaharta; y yo he sido médico de su madre hasta que murió. En fin, que nos tenemos aprecio, lo quiero de verdad. Pero no me gusta que se aproveche así de la debilidad y del miedo de nuestros mayores. En un pueblo como el mío qué anciano será capaz de rechazar la comunión si el propio cura se la lleva a casa delante de testigos. Ninguno. Y estoy convencido de que lo hace de buena fe, lo vive como un deber pastoral en la creencia de que llevarles el "Señor" a sus casas y a sus propios cuerpos mortales es el mayor don que estos ancianos puedan recibir, nada que ver con el respeto a la libertad individual, al lado de Cristo hecho carne eso son paparruchas. Más alegría hay en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos que hacen penitencia. Pues eso. Vale, pero luego podría ser más discreto. Podría, si quisiera, visitar en privado a los enfermos e impedidos, sin parafernalia ni boato anacrónicos, y darles la comunión a aquéllos que expresamente lo pidan.

En fin, lo dicho, la Iglesia, nuestra santa madre Iglesia, sigue moviendo sus poderosos tentáculos. Nosotros creemos que camina para atrás, para la Edad Media. Pero ya no está uno seguro de nada.

¡La procesión del Viático! Desde monaguillo no la había vuelto a ver. Hasta ahora. ¡Tiene cojones la cosa! ¿Qué será lo siguiente, la misa en latín y de espaldas al público? Me pregunto si el papa Francisco estará al corriente de estas pequeñas tropelías en nuestros pueblos andaluces.

¡Que el Señor nos coja confesados!