martes, 21 de marzo de 2017

Niñatos

Para la mayoría de nosotros en nuestros tiempos de seminario y luego de estudiantes nuestra beca era nuestro tesoro. Sin ella no hubiéramos concluido el bachillerato ni, mucho menos, la carrera universitaria. Yo presumo de haber gozado de beca en todos mis años de bachiller, y de beca salario en la universidad, beca, esta última, que ingresaba en mi casa más dinero que el sueldo anual de mi padre.

Bueno, no sé para vosotros, pero para mí resultaba mucho más engorroso completar los tropecientos documentos que se requerían en la solicitud de la beca que el hecho mismo de sacar buenas notas, pan comido. Hasta fe de bautismo, oye.

Los hechos que os relato a continuación tuvieron lugar en mi pueblo, Palenciana, en las vacaciones de Semana Santa del año del Señor de 1971, curso del Preu. Mi amigo Frasqui y yo preparábamos juntos el papeleo obligado para las becas del año próximo, él para COU, y yo para el primer año de Teología en san Telmo. Lo minucioso de Frasqui para estas cosas administrativas tranquilizaba mi ánimo temeroso, todo estaba en orden. Bueno, en realidad nos faltaba un asuntillo "menor", el certificado de buena conducta, documento del todo imprescindible y que habitualmente nos conseguían nuestros padres sin problema alguno en el cuartel de la Guardia Civil. Pero este año, nosotros ya mayorcitos, nuestros padres se hicieron los haraganes, y nos dijeron que si queríamos peces, que nos mojáramos el culo. Bah, dijimos con solvencia, vaya problema!...

Cosas de la edad, cuando quisimos acordar el Jueves Santo se nos echó encima, y los papeles sin arreglar. Sobre las cinco de la tarde de este día tan singular  -hay que ver nuestro tino- nos presentamos en el puesto de guardia del cuartel. Bien presentables; Frasqui, de barba espesa, bravía y contumaz, se había afeitado  dos veces ese día, una por la mañana y otra poco antes de la cita al cuartel; yo iba pasable, por entonces solo me afeitaba dos veces por semana. Ambos repeinados -¡ay!, ¿qué fue de aquel tupé mío, así, acortinado?-, vestidos de limpio y estrenando chaqueta para la procesión del Nazareno. Dos pimpollos. Que queríamos ver al comandante de puesto, así de sopetón, le soltamos al guardia de puerta.

-Será para algo urgente, porque un día como hoy... -protestó el guardia.
-Bueno, sí, es que necesitamos un documento con bastante prisa.
Por medio de otro número se dio aviso al cabo. 

-Buenas tardes -se presenta el hombre con sus ojeras de la siesta interrumpida-. ¿Qué se les ofrece a estos dos mozalbetes?
-A sus órdenes de usted, mi cabo -replica Frasqui más habituado que yo al trato con los civiles-. Verá usted... perdone que le molestemos en una tarde como la de hoy...
-Nada, nada, ustedes dirán.
-Es que para completar la documentación de nuestras becas necesitamos el certificado de buena conducta. Otros años nos lo ha firmado don Juan, el párroco, pero ahora tiene que ser usted... según pone aquí -me sale todo del tirón.
-Muy bien, ¿y con quiénes tengo el gusto de hablar, quiénes sois vosotros?
El cabo no nos conocía ni nosotros a él. Llevaba poco tiempo en el pueblo en sustitución de nuestro cabo de toda la vida, el cabo Rut.
-Yo soy Francisco García -se adelante Frasqui-, hijo de Blas García.
-Y yo, José María Rivera, hijo de Juan Rivera.
-Ahjaja -parece recrearse-, conque estas tenemos... Los amos de la Silera y de la Capilla...
-Bueno, verá usted, tanto como los amos... -replico yo.

El hombre, de pronto, cambió el gesto. No sé. Es posible que esperara otra cosa, quizás que le lleváramos algún presente de parte de nuestros padres con motivo de las fiestas, hecho que podría resultar habitual en aquellos años. Nunca fui testigo de tal cosa pero puedo imaginar que siendo Blas y mi padre los administradores de grandes fincas de Carreira pudieran eventualmente hacer algún regalo a la Benemérita en la persona del cabo. Sea como fuere, el caso es que aquel hombre parecía otro. De mala gana tomó la solicitud que yo le alargaba y leyó el párrafo donde ponía qué autoridad debía de elaborar el certificado de buena conducta, en nuestro caso, él mismo. Al cabo, salió refunfuñando:

-Sí, es verdad; aquí dice que debe hacerlo el comandante de puesto, sí; pero no encuentro que ponga en ningún sitio que haya de hacerlo el Jueves Santo por la tarde. El lunes próximo os pasáis por aquí y los recogéis.
-Con todos los respetos, mi cabo -me envalentono yo-, pero es que nosotros estudiamos en Córdoba y nos vamos el domingo por la tarde en la Graells... Habíamos pensado llevarnos ya toda la documentación completa, más que nada para ahorrarnos un viaje.
-Y yo he pensado que no, que hoy no es día de trabajo administrativo, ¡estamos de acuerdo?
-A lo mejor el sábado... -tercia Frasqui con timidez-. Mire usted mi cabo, usted no nos conoce, pero somos buenos muchachos, somos seminaristas ¿qué más le podemos decir? Somos, además, sobrinos del que fuera subteniente Rivera en la comandancia de Córdoba... Yo mismo tengo muy buena relación con el capitán de la Guardia Civil de Lucena...
-¡¡He dicho que el lunes, coño ya!!! -Y ahora el hombre se enfureció de una manera que nos pareció desproporcionada-. ¿Qué os habéis creído, que podéis codearos con la autoridad, así como así? Ni hablar, niñatos intelectuales, que eso es lo que sois, unos niñatos, que por estar estudiando en la capital os creéis algo. Tan estudiados como sois podríais haber considerado un poquito que no son éstos precisamente días para papeleos. A mí me importa un comino vuestro tío, el capitán de Lucena y el Obispo de Roma. Anda, anda, salid de aquí echando leches.

A media mañana del Viernes Santo, mi padre me cogió por banda.
-Mira, José María, no te doy un sosquín por ser hoy el día que es... Parece mentira... -Era una fiera mi padre cabreado, a mis dieciocho años yo aún le temía-. La manera de comportaros con el cabo... Tanto estudio pa esto, ¡hay que ver! Una cosa que os dejamos que hagáis por vuestra cuenta... Y mira tú por dónde... ¡Qué vergüenza! Nos ha llamado el cabo y nos ha contado vuestra... osadía, por decirlo de alguna manera.
-Pero papa, que nosotros...
-Ni papa ni mama, niñatos mocosos es lo que sois todavía. Sí, mu buenas notas, pero sin un dedo de frente. ¡Las horas de ir a molestar al cabo, y ¡¡¡el Jueves Santo!!! ¡como si no hubiera más días en el año!!

Filípica similar padeció Frasqui por parte de su padre, aunque Blas era hombre bastante más comedido y prudente que mi progenitor. De manera que ambos, Frasqui y un servidor, pasamos un Viernes Santo de verdadera penitencia y arrepentimiento. Al día siguiente, Sábado de Gloria, después de la siesta, mi padre, ya totalmente calmado y cuerdo, me aborda con extraña amabilidad.

-Pásate por la casa de Frasqui, y os alargáis juntos al Cuartel. Os volvéis a presentar al cabo con educación, que ya os tiene preparados los certificados de buena conducta. ¡Demasiado bueno es el hombre!

Dicho y hecho. El Sábado Santo nos hicimos con los dichosos papeles.

Debieron de pasar años, varios años, para que nos enteráramos, Frasqui y yo, de los turbios acontecimientos que debieron vivir nuestros respectivos padres durante aquellas veinticuatro horas para conseguir los certificados. Un día de chochez, Blas se lo contó a Frasqui. "Niño, pos ná, ¿qué íbamos a hacer? Lo que se hace en estos casos, por un hijo, lo que haga falta. Cogimos el primo Juanillo y yo y nos alargamos al Cuartel para volver a hablar con el cabo. Sabíamos que era un hombre de trato áspero. Vestido de paisano, nos lo llevamos de compadreo al bar de la "Chorro", y luego, al del "Gordito", y luego al del "Mellizo". Lo jartamos de tapas, lo emborrachamos y nosotros con él, claro está. Y ya está. Así es como los hombres de bien arreglamos nuestras diferencias".

Hombres recios y duros, hombres de campo, curtidos al sol de la siega y al frío de la aceituna, enérgicos, iracundos a veces, pero siempre, y por encima de todo, padres. Nuestros padres.


Sed buenos.

domingo, 12 de marzo de 2017

Como las alúas

Como ocurre en el campo con las alúas, al primer sol de marzo las mocitas sevillanas se echan a la calle despendoladas. Y despelotás del tó. Para regocijo de los hormigos machos, vaya por delante. "Pero chiquilla, si pa mañana mismo dan agua en la tele"... Da igual, jóvenes y maduritas que hasta ayer mismo se embutían en leotardos hasta los sobacos lucen hoy modelitos de faldas menguantes, patorras emancipadas, dorsos de nadadoras y ombligos aireados. Y a uno, la verdad, lo pillan desprevenido.

Cuatro días de primavera llevamos y Sevilla parece Sodoma. No sé qué más arcanos secretos nos van a enseñar estas mujeres cuando llegue el tórrido julio. De todas formas, la calle es un espectáculo de sol luminoso, barquitas en el río, "garbanzada" en la Plazuela, "La Estrella" por san Jacinto y animado mujerío. "Manuel, qué calientes semos"...

Ni siquiera puede uno, como antaño, "refugiarse" en los sagrados sitios. Casi peor que la calle, se diría. Las mujeres van a misa de domingo como si fueran a una boda, joer. Esta misma mañana, en Santa Ana -adonde acudo raudo al señuelo de la música de banda municipal-, el exorno del gineceo es tan barroco como el retablo principal de la iglesia, si no más. No me atrevo a entrar con mi perrita -pintas menos que un perro en misa, dice el refrán-. Me quedo en la puerta aguardando el final apoteósico de revuelo de campanas, marchas de música militar y semanasantera, y, sobre todo, la salida a borbotones de gentío guapo y bien vestido. La salida de misa de doce de toda la vida en los pueblos, vaya. Una cosa parecida, pero a lo grande, a lo sevillano.

Entiendo a los guiris. Cada vez más. Después de treinta años acortijado en el Aljarafe yo mismo me siento un poco extranjero en Triana, y voy paseando por ella explorándola, haciendo, como hacen ellos -pero yo sin cámara de fotos-, paradas en cualquier rincón o recoveco de la calle Castilla, en el mercado, en el callejón de la Inquisición o sentándome con mi perrita en los bordes greñudos del río. La primavera sevillana -y andaluza- es una delicia para los sentidos. "Tomás, hombre, vente de la Granjuela, que Sevilla está que chisporretea"... "Y pa qué -me responde al móvil-, si uno ya no puede hacer ná". "Aunque solo sea pa bichear, vente Tomás". Y luego, cuando por fin se encierra la procesión, este ritual dominical admonitorio de lo que nos queda por llegar, las calles se convierten en terrazas de bar sin solución de continuidad. Y atestadas.

En fin, muchachos, lo que os digo: con buena salud ¡qué bien se vive de jubileta!!

miércoles, 8 de marzo de 2017

Señales externas

A nuestra edad -bueno, me refiero a los sesentones- nos pasa que empezamos a detectar una suerte de achaques y de limitaciones que nunca habíamos considerado que nos llegaría. Nosotros, que nos hemos comido el mundo; nosotros, que hemos sobrevivido con éxito a una infancia y juventud de privaciones; nosotros, que hemos hecho una dieta mediterránea obligada, no había otra; nosotros, que somos herederos del Capitán Trueno y luego de los Beatles; nosotros, que comíamos gamboas apretadas y fatigosas en los recreos; que nunca nos hemos emporrado; que, a lo sumo, fumábamos cigarrillos de matalauva; que no usábamos condones porque no hacía falta, total para qué, si no había ocasión; que hemos abusado del "cascábitum est"... Nosotros, que nos creíamos inmunes a la enfermedad,  poco menos que inmortales, comprobamos ahora en carne propia nuestra inesperada, nuestra inoportuna, decadencia.

A estos nuevos síntomas que nos aquejan los vamos a denominar señales internas, alertas que nuestro propio organismo nos envía para que tomemos nota de la cercanía del invierno. El radiante sol de la juventud se ha ido haciendo tibio con los años, y ahora, en nuestro particular mapa del tiempo, solo aparecen las estrechas isobaras que nos amenazan con la lluvia de la artrosis en las caderas, las rodillas o las lumbares, el granizo de la sal y el azúcar, dañinos para la hipertensión o la diabetes, la ventisca de colesterol en el corazón fatigado o, lo que es peor, la tormenta perfecta del cáncer. En algunos afortunados serán solo pequeños chubascos de intensidad variable y de distribución irregular, y en otros más aciagos serán inundaciones mortíferas como no se recordaban. Señales internas.

No diré que peores, no; pero tampoco me hacen ninguna gracia las que llamaremos señales externas del envejecimiento. Señales digamos que sociales. Ya conocíamos una, acordaros, aquélla de la ignorancia que nos tienen los guardias de tráfico a la hora de soplar el alcoholímetro. "Siga usted, caballero, continúe". Claro, los civiles nos ven vejestorios y ni se dignan a que soplemos. ¡Con la ilusión que me hace!... Hoy mismo, esta misma mañana, he podido apreciar otra de esas señales. Una señal de la calle.

En una mañana de sol espléndido, la calle Asunción lucía su bullicio de gente desocupada y tiendas caras para mujeres de taco -¡viva la mujer! que hoy es su día-. Para más exorno, un grupo de muchachas en flor, uniformadas con traje azul y montadas en esos cacharros modernos motorizados de dos ruedas que parecen patinetes gigantes, se iba desplazando graciosamente, cada moza en su vehículo, calle arriba, calle abajo, ahora me cruzo por aquí, ahora me descruzo por allá, ofreciendo a la avenida, tan concurrida, un colorido y una viveza dignas de verse. Y compruebo que la misión de las chicas es abordar con su gracia y lozanía a determinados transeúntes para ofrecerles los servicios de una empresa que se dedica al examen y reparación de oídos torpes y viejos. GAES, se llama la empresa, la conocéis. Y ya podéis imaginar qué es lo que pasó: que una de esas chicas se me viene encima. ¡Qué bochorno! Solo se acercan a viejos, y ésta se ha venido contra mí. Disimulo mi sorpresa, la atiendo con amabilidad y rechazo la oferta alegando que soy médico y que, por el momento, mi oído es de lo mejor que tengo. Le doy las gracias y la chica se aleja en busca de otro anciano. Pero en el interim, se lleva un repaso visual global, desde su cola de caballo hasta las corvas, ya que uno no está para otras cosas al menos se alegra la vista.

Una diáfana señal externa. Otra más. Ya sabéis, cuando un guardia de tráfico os exima de soplar en una madrugada de bodorrio, o si una chica guapa os ofrece en plena calle un servicio de GAES... estáis advertidos: sois unos viejos.

Muy bien. Pero hemos llegado hasta aquí. Con gallardía.

lunes, 6 de marzo de 2017

Mi prima Josefina

Mi prima Josefina -lo digo ya de entrada- era la mocita más bonita de toda Córdoba. Capital y provincia. Y mirad que mi hermana Josefa era guapa, un espécimen extraño de pecas y de caoba, pero una hermana no es lo mismo, la tienes siempre al lado, te peleas con ella, la ves en paños menores como si nada... en fin, uno no se enamora de su hermana. Pero mi prima...

En los tiempos de los que os hablo, ella era la prima mayor, la prima por excelencia; otras primas mías aún no habían nacido o eran muy chicas por entonces.

Mi prima Josefina vivía en Córdoba. Cinco o seis años mayor que yo, cuando venía al pueblo con motivo de la Navidad, la Semana Santa o la feria era toda una mocita a mi vera, que tendría yo unos nueve o diez años. Y siendo tan bonita y presumida, en mi casa, sin embargo, se comportaba de una manera sencilla y familiar. Y en las demás casas de sus otros primos. Así la recuerdo. Era mi prima una de las pocas cosas que uno tenía entonces para enorgullecerse delante de los amigos incrédulos. "Vaya nene con tu prima, no está güena, ni ná" -me envidiaba Agundo. Todos los demás primos en edad nos creíamos sus favoritos, lo he sabido después, muchos años más tarde, cuando Frasqui, Blas, Manuel Velasco o Manuel Rivera me lo han confirmado, que ellos se sentían también los más privilegiados, los escogidos por aquella muchacha angelical y linda. Yo mismo me creía especial para ella porque siempre que venía al pueblo, sabiéndome ella tan goloso, me traía a hurtadillas y con nocturnidad, una bolsa repleta de caramelos y golosinas. "Todo para ti. Para ti sólo". Ese para ti solo me hacía sentir único. Lo que pasaba es que esa misma maniobra la repetía con los demás primos. Y así, nos tenía a todos encandilados. ¡Argucias de mujer! 

Para lo que mi edad y mis luces daban de sí, yo estaba enamorado de mi prima. Sin haber salido nunca del pueblo, no había visto jamás a una mocita tan espectacular. Parecía una muñeca, pero no una barbi escuálida de las actuales, no; una muñeca muy bien conformada, con sus carnes en sus sitios, sus rizos morunos, sus piernas altas y contorneadas, su falda festoneada, su talle apretado, su pechera justa, su culo respingón... y sus ojos chispeantes. Lo que más llamaba mi atención eran, desde luego, sus ojos y su mirada. Mi hermana Josefa o su prima Luisa le sostenían el espejo de mano para que ella se acicalara y se izara las cejas hasta el infinito. Era lo más expresivo de su cara bonita, sus cejas empinadas. Encima, gozaba de una voz muy femenina, que no ñoña, cantarina y rotunda. De ciudad, se expresaba ante nosotros con una prosodia inusual para nuestro uso rústico, y nos quedábamos embobados. Cuando se volvía a ir para Córdoba yo sentía un cierto vacío en el estómago, una especie de síndrome de abstinencia que combatía contemplando largos ratos una fotografía de primera comunión que mis padres tenían de ella en el aparador. Más de una vez he besado esa foto de manera furtiva. Ya, cuando me fui al seminario, la cosa se enfrió, lógicamente. Estando en san Pelagio iba muchos domingos a comer con ellos, mis tíos y mis primos, a su casa del cuartel, pero ella ya tenía veintitantos años, seguía preciosa, tenía su novio, un tío guapo y formal, y a mí, naturalmente, se me habían pasado aquellas ínfulas de niñez.

Pero aún así, jamás he perdido esa admiración juvenil, inocente y primitiva por mi prima Josefina.

Desde aquí, un beso muy grande para ella. Que sepa que hace ya muchos años cumplió con sobresaliente una misión muy importante, quizás la más importante de nuestras vidas: hacer felices a los demás. Y un deseo, que se tome un respiro de tanto Inserso, que nunca está en su casa cuando mi padre -otro silente admirador- la llama.