lunes, 27 de febrero de 2017

Solo en casa

Juan Romualdo Sarabia, "El Enclenque", fue, sin  duda, un personaje muy peculiar en mi pueblo. Por sus bastas  trazas y otras sonadas desaplicaciones domésticas, iba para legendario. Pero, sobre todo, por sus "hazañas" carnales. Los de mi edad lo conocimos. Un maldito cáncer de pulmón segó su vida pero no pudo con su leyenda. Presumía sin recato alguno de vigor pudendo, bravuconeaba de levantar una bota de las de la mili o, peor aún, sostener un cubo de cal con su "arma" presentada, y se jactaba públicamente de que en estado de flacidez sus genitales colgones parecían una liebre muerta, de esas que los cazadores se amarran a la cintura a modo de trofeo. Todavía soltero, su hermana mayor era muy severa con él. De estas mujeres obsesionadas con el orden y la limpieza en la casa, lo mantenía a raya. Y había dos cosas que, por escrupulosamente vigiladas y prohibidas bajo amenaza de fuego eterno en las calderas de Pedro Botero, le eran especialmente apetecibles, sensuales deseos inalcanzables: entrar en la casa con las botas embarradas y beber a barba regada de la jarra que adornaba la mesa del cuerpo de casa, con su pañito de crochet por encima y todo. Aquello era el árbol del bien y del mal. Es ya de público dominio la primera carta que JuanRo escribió a su hermana cuando ésta se fue a trabajar a los hoteles en Cataluña: "Mira Encarna, has de saber que momá y yo nos encontramos mu bien, a Dios gracias"... Y luego, poco más adelante, el párrafo para la eternidad: "Encarni, lo primero que hago cuando llego del campo es restregarme las botas contra el suelo de la casa, pa limpiármelas; y aluego me avanzo sobre la jarra, le quito el pañito, me la trinco casi enterita, le casco un regordío gordo, y después le hago: aaaahhhhh, le echo el vahío encima, ea". Seguramente, nada de eso sería capaz de hacer, pero se lo escribía así para fastidiarla. Cosas de hermanos. Más tarde, ya casado con Rosarito, su buena mujer, aquel ímpetu de juventud y de libertad se iría domesticando, ¡qué remedio!

"El Enclenque" representa para muchos hombres de mi pueblo un icono, un símbolo de la libertad que uno quisiera tener en su propia casa, hostigada siempre por el fastidio de la otra parte contratante, llámese esposa, hermana o madre. ¡Mujeres! Yo mismo he padecido en propia carne los rigores escamondados de mi hermana Josefa, otra Encarna de cuidado, capaz de tenerme en la calle un cuarto de hora sin poder entrar en casa hasta que el suelo se secase. "Pero, niña, que me estoy meando"... Ni caso.

La Peque no es la Encarna ni yo soy JuanRo (por más que en ocasiones haya intentado inútilmente emular sus logros armamentísticos), pero es verdad que existe un punto de fricción, algo que chirría con cierta frecuencia en las relaciones del trinomio constituido por casa, Peque, yo mismo. Y supongo que, en mayor o menor grado, esto que cuento ocurre en cada casa de vecino, no sé.

A mi manera de entender, hay cosas domésticas para las que los hombres -hablamos en general- somos unos adanes y que serían objeto de nuestra atención y mejora. Se trataría solamente de centrarse uno un poco más en lo que está haciendo, de considerar seriamente que si estamos dos en casa aquello que uno no haga se lo cargará irremediablemente el otro, de conceder la importancia debida a los deberes compartidos, de priorizar las cosas de la casa en su justa ponderación. "Peque, por favor, no te cabrees por eso; eso no es importante"... Y se cabrea aún más: "Importante no es nada; para ti, nada es importante"... Y lleva razón. Por ejemplo, "Sema, cuando recojas el hule procura no ir desparramando migajas por el pasillo... cuando metas los platos en el fregadero échales un poco de agua, si no, se quedan el tomate y el huevo pegados al culo... la servilleta es para la boca, no para los mocos... no le eches comida en el suelo a la perrita... no levantes las persianas tan temprano... sigo viendo ramalazos marrones en la toalla de baño"... Sin embargo, existen otras cuestiones, otras categorías de orden y limpieza, a las que no podemos aspirar los hombres de una manera primaria o intuitiva. Solamente están preservadas al cerebro femenino. Si ella no te lo advierte es del todo imposible que tú mismo, por ti mismo, caigas en la cuenta de la bondad o maldad de determinados actos inocentes o, al menos, neutros. Por ejemplo: " Sema, cuando saques los vasos limpios del lavavajillas me los colocas boca arriba". "¿Y eso?" -pregunta uno, curioso. "Eso es pa que los bordes de beber no cojan suciedad". "Aaahhh, mira tú, no había caído yo"... "Sema, esto no es regañar, es pa que lo sepas, los cuchillos y tenedores los metes en el lavavajillas con los pinchos parriba, no pabajo como tú haces". Ante mi cara de estupefacción, me lo aclara: "Si los pones pabajo entonces la última gotita de agua se queda pendiente de los pinchos, y así, una vez y otra, llegan a oxidarse". "Vaya, mujer, si sabes cosas"... Estoy tan tranquilo en la cocina y, de pronto, suena mi móvil. Cojo una silla y me siento para atender la llamada. Al cabo me levanto y me dispongo a hacer cualquier otra cosa. "¿Ya está?" -me pregunta en tono recriminatorio. "¿El qué?" -me giro sin entender su queja. "¿Qué va a ser? La silla... ¡que la dejes puesta como estaba"!

Reíros si queréis, pero a vosotros os pasa igual. Por eso, cuando ayer recibí su primera llamada al móvil desde Nueva York respiré aliviado. ¡Ahora sí que estás lejos de verdad, puñetera! Mi hija y ella han aprovechado la semana blanca de los profesores y se han ido a NY. "Sema -la escucho mu malamente por el móvil-, si supieras lo que me acuerdo de ti, lo bonito que es esto, lo que te hubiera gustado"... Y yo le contesto que no sufra por mí, que yo me encuentro en la gloria, solito en casa, a mi libre albedrío, con mi perrita que ni ladra ni ná, comiendo de sobras congeladas, sin afeitarme, duchándome cada tres días... si es que encarta, jugando con la pelota en el patio y entablillando luego las plantas doblegadas, viendo el canal Real Madrid cada vez que se me antoja, yendo al cine a ver esa de las sombras oscuras, que con ella no hay manera... En fin, a mi bola primitiva, realizándome como hombre libre de nuevo, entrando en casa, como hiciera "El Enclenque", con las botas sucias y bebiendo y echando el vahído para empañar la jarra refulgente...

La soledad impuesta debe de ser algo terrible. Pero la soledad consentida es una bendición, tiene su punto, no creáis. Al menos eso, una semanita.


Es broma. Sed buenos.


3 comentarios:

  1. En realidad somos como niños grandes amigo José María, y ellas lo saben desde que un día nos descubren allá por la adolescencia mirándolas embobados.
    Es la genética compañero, me imagino que de eso sabes más que todos nosotros.
    La mujer ejerce siempre de su condición materna, y la mayoría de nosotros también ejercemos la nuestra.
    Esa es la maravilla del complemento de ser hombres y mujeres, desde el principio de los tiempos, sujetos al mandamiento divino de creced y multiplicaos.
    Como una bendición para darle chispa a esta vida, lo de recoger las migas desparramadas por el suelo.
    Y lo que haga falta.
    Un abrazo amigo.
    Juan Martín.

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  2. Querido Fili, aquí lo apropiado sería que te contestara tu mujer.
    En mi casa, como en la tuya, manda mi mujer, es su territorio. Pero respeta mis espacios, mis pequeños desórdenes transitorios, y si discutimos es sobre despistes mutuos a falta de otra cosa mejor.
    Desde que peleo con ella por fregar los platos, (y ahí no me permito concesiones), todo va como la seda. Mi participación doméstica se amplía ejerciendo de pinche de cocina, recadero, encendedor de la chimenea y pone-quita la mesa habitualmente.
    La paz doméstica, así la entiendo yo, exige mojarse. Las lindas palabritas hace ya mucho que nuestras compañeras no se las creen.
    No te quito la razón en lo de que el punto de vista femenino y masculino no coinciden en los detalles. Pero no puedes presumir de jubilado feliz y no demostrarle a tu mujer lo que vale un marido de verdad.
    Admito que en este terreno soy más papista que Juan Martín en el del Seminario. El latín jamás lo dominé pero la casa me la sé de pe a pa. (He vivido solo unos cuantos largos años).
    En cualquier caso tu maestría literaria naturista y desenfadada me convierte en tu lector incondicional.
    Un abrazo.
    Pedro

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  3. En efecto, Pedro, no ha habido más remedio que entrar por el aro. pero con gusto y gallardía, sí señor. Aunque debo admitir que en ocasiones me hago el torpe, más de lo que soy por natural, para escurrir el bulto. Lo que más se me resiste es la plancha, tío. Que no.
    Muchas gracias por tu enganche con mis escritos.
    Nos vemos en Lucena.

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