jueves, 21 de diciembre de 2017

Mi amigo invisible

Quizás sea este año el primero en que no me sienta agobiado por las compras de Navidad. Lo del Lucas lo compraron mi mujer y mi hija en noviembre, mis sobrinos mayores ya peinan canas, y a los más chicos los conformo con el aguinaldo -el aguilando, en mi pueblo-. Bueno... No cantaré victoria antes de tiempo, aún me falta el regalo de la Peque, pero siempre queda el último recurso, el  del estuche-regalo de dos noches en un hotel con encanto. ¡Lo agradecido que le estoy al Corte Inglés por los apuros de que me saca! Hace años -muchos años- eran los bodys tan sugerentes, aquellos que cerraban con corchetes las partes pudendas y que yo arrancaba ansioso con las manos, con los dientes o con lo que fuera a la hora del usufructo; luego, años más calmados, vinieron los pijamas, prendas más decentes y adecuadas a nuestra edad. Y ahora, los hoteles con encanto a sesenta euros. Y para colmo de mi dicha, este año el regalo del amigo invisible viene con sorpresa.

Este año, mis amigos habían decidido que el regalo fuese algo reciclado, nada de comprar en grandes ni pequeños comercios, nada de alimentar el hiperconsumo. Cosas que tenemos apiladas y que llevamos años sin usar y que estén servibles, claro. Muy bien.

Hemos almorzado en casa de Paqui y Jaime mis amigos de Sevilla, los rocieros. Podemos concluir, sin lugar a dudas, que en ningún restaurante de la capital ni de fuera hubiéramos estado más a gusto ni hubiéramos comido mejor ni más saludable. Todo manufacturado por nosotros. Y digo nosotros con toda la intención, porque siempre se me acusa de no hacer ni el huevo, cría fama y échate a dormir. La Peque y yo teníamos el cometido de una crema de ajo blanco: estuve dos horas despellejando almendras, tío. Salió de rechupete. Pues eso, ajo blanco, ensaladas surtidas de aguacates, langostinos, naranja, jenjibre, su poquito de limón rayado y su poquito de curcumina; luego, unas migas serranas al estilo jaroteño o tarugo, da lo mismo, con su morcilla y sus dientes de granada; y para rematar, un asado de bacalao picado con patatas panaderas. Esta vez ha habido moderación incluso en los postres, cosa dada por imposible. María Jesús nos deleitó con un dulce típico de su pueblo que se parece en algo a la técula mécula: masa de pan con almendras, naranja y cabello de ángel, todo horneado. Una bomba. Probarlo nada más. Ya sabemos cómo se las gastan los extremeños a la hora del pesebre.

El reparto de los regalos fue, como era de esperar, lo más divertido. El mío, acertadísimo. Me enteré luego que fue Mariki mi bienhechora invisible. Un libro de recetas de postres y pasteles, y un delantal enterizo. La gracia era que el delantal lo había urdido recortando y recomponiendo un antiguo vestido de su hija. Me quedaba pintiparado, con sus flecos en las sisas, sus voleritos en los bajantes... En fin, que lo pienso usar, vaya.

Algo tenemos que hacer entre todos para intentar reinventar la Navidad. Vosotros, mis queridos lectores, que, como yo, habéis crecido en un espíritu navideño donde primaba el cariño, la cercanía, la familia, los mantecados caseros que se pegan al paladar, los regalos humildes y no por ello menos ilusionantes, los villancicos populares y el aguinaldo de los abuelos, vosotros y nosotros, todos, deberíamos, quizás, pararnos a reflexionar y a darnos cuenta de lo absurdo y banal de este consumismo superfluo y sin sentido. La inercia de lo común y la incisiva propaganda nos ha convertido a mucha gente en colaboradores necesarios para este consumo desaforado. Cierto que han cambiado los tiempos y las necesidades. No vamos a seguir viviendo en la pobreza de nuestra infancia. Claro que no. Pero in medio virtus, al menos eso, en medio. Ni tan poco, ni tan demasiado. Me entristece pensar que los humanos, con todas nuestras potencialidades, virtudes y glorias, tenemos también la curiosa y perversa costumbre de desvirtuar, a veces hasta el envilecimiento, aquello que es bello y hermoso.

Pero no quiero acabar con tristezas. Son días -y deben de serlo- de alegría compartida, de encuentros deseados, de comer juntos y de disfrutar, pero con prudencia. Os deseo a todos unas fiestas llenas de amor y amistad.
Hasta siempre. 

martes, 21 de noviembre de 2017

Quien nace lechón...

¡Hay que ver lo que es la genética!... Los mismos malos andares de su madre, paso cortito, culo respingoncete y espalda vencida; la nariz, las cejas y la talla de su abuelo Manolo, alto y cargado de hombros... No somos solamente lo que comemos, también lo que heredamos.

A sus sesenta y cinco años recién cumplidos, este hombre de cuyas virtudes y veleidades hoy quiero hablaros posee bastantes ases en sus mangas, demasiados "triunfos" de los que debe de sentirse realmente orgulloso: la familia que le ha tocado, sus amigos, sus brillantes logros académicos, su misión "sagrada" de médico cercano y cariñoso... De ellos, no es el menor sino que hace gala de seguir siendo él mismo, la misma persona de siempre -permítaseme la inmodestia-, malas trazas y pobre porte incluidos. Salvando las distancias oportunas, algo parecido a lo de su amigo Agustín, mente preclara en cuerpo desaguisado.

Al igual que hiciera en Triana, ahora pasea a su perrita por las calles principales de Antequera -ciudad clasista y muy provinciana- ataviado de cualquier manera, exponiéndose sin pudor alguno a las posibles críticas de sus vecinos o incluso de gente de Palenciana que va de compras o de paseo. Le da igual. Y eso que antes de salir su mujer le hace el obligado pase de revista.

Hace unos días, de paseo con la Pelu, se detuvo un rato en la plaza del coso viejo a tomar el sol templado y agradable de la mañana sentados ambos, hombre y su can, en un banco de piedra todavía fresquito. Llevaba el hombre su atuendo habitual de calle, su kit de paseo, digamos: pantalón vaquero raído y colgón, camisa de cuadritos tapada por un jersey, y una cazadora de paño; y para protegerse la calva, una gorrilla vieja con su visera; la misma de siempre. En esto que, al cabo y entretenido con el móvil, no se percató hasta no tenerla de frente de la presencia de una bella señorita.
-Perdone señor... Buenos días.
Nuestro hombre levanta la vista del móvil y se topa con lo que vulgarmente conocemos los hombres como una tía güenísima: tiposa y esbelta, su altura natural realzada por unos tacones  de esos de aguja, un traje pantalón elegantísimo, primer botón de la camisa desabrochado... En fin, le pareció así, a bote pronto, una comercial de la industria farmacéutica, será por deformación profesional suya.
-Buenos días, señorita -responde un poco azorado por la sorpresa.
-Verá, es que acabo de aparcar aquí mismo, ese que ve azul es mi coche.
-Muy bien -le replica con esa sonrisa bobalicona que ponemos los tíos ante las gachises güenorras-. ¿Y qué quiere usted de mí?
-Pues que me diga cuánto es, ¿no es usted el encargado del aparcamiento?

Me entró un ataque de risa. Me disculpé y le dije que no, que yo estaba allí tomando el sol con mi perrita; y que se fuera tranquila porque ese aparcamiento no estaba tomado por ningún "gorrilla".

Ese mismo día, quizás a esa misma hora, a mi amigo Agustín Madrid Parra -otro que tal baila en cuanto a indumentaria- le estaban imponiendo la medalla de honor de la Academia Sevillana de Notariado. Cuando me lo comunicó por wassapt le contesté de broma que qué bonito, él laureado, y yo de guardacoches, que siempre ha habido ricos y pobres, que unos, tanto y otros, tan poco. "No todo el mundo puede nacer en la Añora"-me dice el tío.

En fin, que no se puede luchar contra el destino, quien nace lechón...


jueves, 19 de octubre de 2017

Tribulaciones de un turista cobardica

Mi amigo Paco no para en las gasolineras ni en las áreas de descanso para mear. Que están muy guarras. Que su Ana no se sienta ahí. En medio del campo, sí. Se aparta discretamente por alguna carretera secundaria y busca algún prado solitario. Sus itinerarios habituales por España y Alemania los tiene marcados -quizás por señales olfativas- por puntos geográficos de micción.
Así, a la manera perruna, nos ha llevado desde Sevilla a Madrid, y luego, por toda Baviera. Nosotros dos, flauta en mano al descubierto; las mujeres, la suya y la mía, protegidas entre las puertas abiertas del coche. Es tan alemán que tiene calculados los trayectos y los horarios, de manera que cada tres horas, más o menos, encuentra el sitio apropiado. Y a mear los cuatro. ¡Hay que ver lo que pierde una mujer cuando le ves el culo meando! Se esfuma todo el morbo. ¿Y nosotros? Minutos eternos para que aquello arranque y luego un chorro flácido y endeble que te salpica en los zapatos. ¡Con el arco que yo alcanzaba!...
A desayunar sí paramos el primer día en Torremegía, un pueblecito extremeño cercano a Almendralejo. En la puerta de los servicios de señoras pendía pinchado en una chincheta un conciso escrito: "Señora, si la puerta no abre es que hay alguien dentro. Por favor, no arranque la manilla". Monumento para la posteridad.

Hasta Madrid, todo bien. De unos años para acá he desarrollado una especie de patriotismo viajero, de manera que solo me siento seguro sobre la piel de toro. Allende los Pirineos mi mente se contamina de amenazas de lo más variopinto: ataques de arritmia, accidentes aéreos, bombas terroristas... Cosas así. Y eso que hasta la presente las crisis de fibrilación auricular que he padecido durante algún viaje han ocurrido siempre en territorio patrio, una en Puigcerdá y la otra en Gredos. Pero siento una especie de pánico solo de pensar que me tuviesen que ingresar en el extranjero. Soy un cagao, ea.

Ahora no me acojona imaginar que el avión se estrella antes de despegar o que se pega un revolcón al aterrizar, no; eso era antes. Ahora me asusto pensando que uno o varios de los viajeros pueden ser terroristas yihadistas. Según voy caminando lentamente por el pasillo central del avión hasta dar con mi asiento y colocar el equipaje de mano me fijo descaradamente en las caras de la gente que ya están sentadas, por si detecto a alguien con pinta de musulmán. Y me relaja no ver a ninguno. El vuelo Madrid-Múnich me resultó un poquito inquietante por la presencia cercana de una pareja de morunos, ella y él, que -menos mal- se tiró durmiendo todo el trayecto y solo despertó para comer. A la vuelta para Madrid todos los pasajeros me parecieron cristianos y estuve mucho más tranquilo.

La tarde que llegamos a Salzburgo en coche alquilado desde Múnich llovía a cántaros y hacía un frío de cuatro grados. Nos pilló en calzones cortos y camisetas. Viniendo de los treinta y siete grados de Madrid. Como soy tan pupas, me agarró una contractura en el músculo trapecio derecho que me ha tenido medio acobardado durante casi todo el tiempo. Ha sido muy fastidioso, la verdad, porque las molestias y mi canguelo no me han permitido disfrutar a tope de un viaje tan bien preparado por Paco y tan requetebonito.

Los tres días de Salzburgo fueron fríos y lluviosos, lo que no quitó un ápice a su singular belleza al pie de unos Alpes suaves y majestuosos. Luego, dos jornadas memorables en un pueblecito de cuento, Bad Bayersoyen, al lado de un lago y de un bosque de hayas, que nos encantó a todos por su pintoresquismo bávaro, y que a mí, personalmente, me deleitó con sus pastelerías. ¡Qué goloso soy! Por lo que he podido comprobar en estos días, la gastronomía alemana es muy monótona, bastante menos variada que la nuestra, pero esta gente nos gana de largo en dos cosas: la cerveza y los dulces. El resto del tiempo lo hemos pasado visitando pueblos que circundan el lago Constanza. Espectacular. En realidad, este lago es una ampliación enorme del cauce del Rhin, el río salido de madre. Sus orillas se las reparten pueblos preciosos de Suiza, Austria y Alemania. El mogollón centroeuropeo. En los verdes prados y en los claros del bosque, monocultivo de manzanas. Manzanos por doquier. Strudel de manzana, hhuummm, qué rico. Y lúpulo, mucho lúpulo pa la cerveza. Y calabazas de caprichosas formas que ponen a la venta en puestos de carretera como ponemos aquí los puestos de melones.

De su pasado laboral alemán, Paco conserva amigos allí, concretamente en Friedeishaffen, sede de la empresa ZF, grandiosa factoría de piezas de motor. Los amigos Uli y Thomas. Una noche fuimos a cenar a casa de Uli. Ana y la Peque, encantadas de curiosear, claro. Y enseguida, de palique con la señora de la casa. Nos prepararon una fundee de carne. Notable, pero sin alcanzar las cotas de nuestra presa ibérica o nuestro chuletón de viejo. Thomas, recién separado de su mujer, se incorporó luego, en la sobremesa. Esta gente son unos bestias a la hora de beber. Sacaron varios tipos de aguardientes caseros de 50 grados y se vaciaban las copas en el gaznate del tirón, apenas sin paladear. Y tan panchos. Hablan muy bien el español, están enamorados de nuestro país, lo conocen mejor que nosotros mismos, veranean en Formentera, Uli es del Barsa y Thomas, der Beti güeno. "Mi hijo pequeño se ha echado una novia andaluza -nos dijo Thomas ya calentito del anís-, de Huelva, una choquera". Unos cachondos. No comprenden lo de Cataluña. Cataluña -me decían- posee más autonomía que la propia Baviera, que se publicita estado independiente.

Al quinto día, verdaderamente agobiado por el dolor del hombro y también por el miedo de que fuese algo más que una simple contractura, muy metido en mi papel le dije a Paco que parara el coche en plena travesía de un pueblo.
-¿Qué pasa ahora, qué mosca te ha picado?
-Mira en el navegador qué hospital público tenemos más cerca de aquí -le digo con congoja.
-Pero...
-Bueno, que no cunda el pánico -intento tranquilizar a la tropa-. Estoy muy preocupado por lo de mi hombro. Simplemente yo estaría mucho más tranquilo, y de paso vosotros también, si veo que no hay nada más que la contractura. En el hospital pido que me hagan una radiografía del tórax, de las costillas y del hombro, y ya está.
El hospital se encontraba a 15 kilómetros, en ese pueblo de nombre innombrable donde se celebran los saltos de esquí cada primero de año, después del concierto de Año Nuevo, en la primera cadena. La experiencia no pudo ser más positiva. Con Paco, mi traductor de lujo, mi tarjeta sanitaria europea y blandiendo mi carnet de médico la cosa fue coser y cantar. Para más abundancia, la médico que me tocó era de Guatemala, ya no precisé de traductor. Me atendió divinamente, fue la mar de amable y de solícita con todas mis peticiones, y luego, ella misma me enseñó en el ordenador las radiografías. Todo bien, ¡menos mal!
-¿Te doy un informe? -me dice al despedirse.
-No lo necesito, de verdad, yo solo quería ver las radiografías -le respondo muy agradecido-. Lo que sí te voy a dar es un par de besos, por simpática -y le planté dos besos en las mejillas.
-Huyyy -se pone roja y muy sorprendida-, que esto no se estila en Alemania, hombre...
-Pero en España, sí. 

Y de ahí, nos fuimos a ver el castillo del rey loco, ese castillo tan pintoresco que se parece al del logo de Disneyland.

El dolor siguió, la contractura persistió, pero yo, perdido el miedo, ahora sí, disfruté a pleno pulmón.
En cualquier caso, la Peque ha quedado muy escarmentada. Dice que nunca más saldrá de viaje conmigo fuera de España. Que así sea.

Ya en Antequera, mi nueva ciudad -y espero de corazón sea la última-, me puse en manos de una fisioterapeuta que me ha dejado relajadísimo. Y lo que son las cosas, es una chica alemana casada con un lugareño de aquí. Ea. Lo del mundo, que es verdad, que es un pañuelo.


domingo, 10 de septiembre de 2017

Vuelta al cole

Para nosotros ha sido éste que languidece un largo estío. No lo digo sólo por la calor -que podría-, sino por tantos acontecimientos cosechados. En ambas vertientes: la lúdica y la luctuosa.

Si os parece, vamos primero a daros cuenta de lo bueno: la Peque y yo (bueno, y la perrita también) hemos mudado nuestra residencia a Antequera. De un plumazo hemos vendido nuestro nidito de amor de Triana, y nos hemos comprado un pisazo casi de lujo en la ciudad del Torcal. Ea, con dos cojones. A nivel financiero, lo comido por lo servido. Nunca he sido -ni lo seré- un buen negociante, en cualquier transacción de las muchas que he realizado el resultado ha sido siempre neutro si no negativo. Pero en mi esquema lógico la ilusión renta más beneficio de vida que el dinero, dónde va a parar. Por lo menos, eso es lo que me ha inculcado mi mujer. No diré que no me cosquillea el estómago durante los escasos dos o tres días (los que median entre la venta y la compra) en que mi cuenta bancaria alcanza dígitos insospechados, casi indecentes para el nivel medio en que nos movemos los currantes, en este caso, mejor los pensionistas; tampoco negaré la zozobra estimulante que me provoca la búsqueda de escondite para el dinero conque pagar luego las mejoras en la casa nueva. Pero son sensaciones tan esporádicas y efímeras como las noches de lujuria que conseguimos de nuestras santas los de mi edad.

Pero ¿por qué?, os preguntaréis. ¿Por qué?, nos acosan nuestros amigos de Sevilla, incrédulos al principio y resignados al final. Tanto bombo al pisito de Triana, tanto paseo por el río con la perrita faldera, tanto mundo cofrade, tanto barecito bueno, tanta Plazuela, tanta afición que me hacía parecer un trianero de toda la vida... Y ahora, con apenas tres años cortos de vida de barrio, pillo y me voy. No cuadra. Algo no encaja. Algo ha tenido que ocurrir. Bueno... No lo sé. No tengo una respuesta clara. Podría salir del paso con aquello de "yo, lo que diga mi mujer", pero sería tonto. Si os escribo es porque me reconforta confesarme, desnudarme, ante vosotros, una especie de catarsis literaria. El detonante de este cambio de aires ha sido el hecho de estar esperando nuestra hija nuestro segundo nieto. Con dos nietos y toda nuestra familia en el pueblo ¿qué hacemos ya en Sevilla? Acercarnos a Palenciana a medida que fuésemos mayores ha sido una idea compartida por la Peque y por mí desde siempre. Yo, la verdad, no me esperaba que fuese a ser ya, de hoy para mañana; confiaba en  un par de añitos más en Triana, donde he vivido muy a gusto. Pero la cosa se ha precipitado. Algunos meses antes, el cáncer de mama de mi mujer y la intervención de mi cadera han podido también, no lo niego, encender la mecha de la nostalgia. En una temporada corta y aciaga nos hemos encontrado débiles y vulnerables. Hemos añorado, quizás, la cercanía de los nuestros, de lo nuestro. Nunca hemos dejado de sentirnos pueblerinos, palencianeros. Y pusimos en marcha la estrategia del cambio. Quizás a medio plazo como para cuando naciera nuestro  Daniel. Esperábamos con cierta lógica que la venta del piso se pudiera demorar unos meses, tiempo suficiente para que nosotros mismos y nuestros amigos nos fuésemos adaptando a la idea. Pero resultó que el pisito, nuestro mimado pisito, se vendió en una semana. Una vecina del bloque se lo ha quedado. Si es que era un primor, joer. Ahora, mientras completamos obras y mudanza al piso nuevo de Antequera, vivimos en el pueblo. He estado todo el verano sin ordenador, de ahí mi aparente indolencia literaria, mi desocupación para con vosotros.

De ahí, y de la acumulación de eventos de carácter más sombrío que ahora paso a comentaros. Ya conocéis la defunción de mi padre a primeros de julio. Hace una semana ha muerto la madre de Toñi, mi queridísima suegra, dejándome, por fin, amo de su casa. Y hace dos días ha muerto la suegra de mi hermano Frasco. Ambas, consuegras de mi padre, que pudiera parecer que éste desde el cielo hubiese intercedido por ellas, las pobres más muertas que vivas desde hacía tiempo. Las otras dos consuegras de mi padre que quedan vivas están de los nervios creyéndose las siguientes en pagarle el euro a Caronte, el barquero del Hades, tatarabuelo de nuestro san Pedro.

La muerte de estas tres personas muy mayores y muy allegadas ha revivido algo muy valorado por mi "yo médico": la ayuda al buen morir. En el hospital la cosa se diversifica tanto que el médico es quien consensúa con la familia el comienzo en la cadena de la sedación paliativa, pero no suele vivir en primera persona la vigilancia de la misma ni el agobio de los familiares tan sensibles, nerviosos y demandantes en esos momentos críticos, funciones que suelen recaer sobre todo en el personal de enfermería y auxiliares. En casa, sin embargo, todo se vive con mucha más intensidad y cercanía. Estos tres ancianos han muerto como Dios manda, a la antigua usanza, en sus casas respectivas y en sus cómodas y anchas camas, sin las inconveniencias inherentes al hospital, rodeados de los suyos, recibiendo hasta donde han podido los besos y el aliento de sus nietos y bisnietos, arropados y achuchados por sus hijos... Y apenas con un día de agonía. ¡Ojalá todo anciano pudiera morir así de en paz! Por lo menos, en los pueblos, donde las casas, más amplias por lo general, pueden permitir un espacio para morir. Comprendo que en un pisito de 80 metros la cosa no es lo mismo. He visto morir en el hospital a ancianos abandonados, ¡qué cosa más triste y desoladora! He visto a ancianos decrépitos que son traídos al hospital sólo para que mueran allí; a otros que, en sus delirios finales, suplicaban por sus casas... Siempre es triste la muerte, pero la de algunos ancianos en el hospital me parece descorazonadora. Estos tres que os digo han contado con mucha ventaja, han tenido a mano a seres queridos que somos profesionales del tema: mi hermano, mi sobrina, la Peque, mi cuñada y un servidor. En cada caso, llegado el momento, hemos montado una especie de cama hospitalaria en el mismo dormitorio del paciente, una cosa la mar de simple: se descuelga el santo o la virgen que penden de la cabecera de la cama; en la alcayata que se libera se cuelga el sistema del suero; nos traemos del hospital el material necesario, sueros, morfina, sedantes, sondas... Y montamos una especie de turnos de guardia. Así, cualquiera... En cualquier caso, la estrategia se volvería muy complicada en caso de agonías muy prolongadas, pero afortunadamente la sedación paliativa acorta mucho los últimos momentos, los más tensos e insufribles por los familiares.

De manera que, como podéis ver, con este panorama la Peque y yo, casi estamos deseando la vuelta a la normalidad, que acabe de una vez el verano, la vuelta al cole.

martes, 25 de julio de 2017

Aquel vestido de azafata

Tal día como hoy hace 45 años, un 25 de julio de 1972, día de Santiago, acaeció en mi pueblo un hecho singular; hecho que luego, corriendo el siglo, resultaría trascendente.
-¿Tú te acuerdas, Peque?
- Sí, claro, pero sin tanto barroco como tú lo cuentas.

En aquellos pretéritos tiempos, era el de Santiago un día especial en Palenciana, un día de fiesta grande, de plaza llena y tabernas atestadas, ocasión sin igual para el estreno de prendas en las mocitas, y día de misa mayor concelebrada, con eso lo digo todo. Por esa fecha comenzaba la temporada de la siega y la trilla, y se calaban los primeros melones tempranillos.

Me encontraba en el pueblo. Entre otras cosas, mi condición de seminarista me obligaba a asistir a misa, acaso incluso a participar en el acto de la celebración de la misma. Para mi padre esa razón era la más válida, la más poderosa. Ellos, el resto de mi familia, vivían en el cortijo y allí permanecieron. Con la fresquita, sobre las nueve de la tarde, me llegué a recoger de sus casas a Frasqui, Rafael y Antoñillo, y nos fuimos a las Eras Bajas, a pasear carretera arriba. Al llegar a la altura de lo que hoy conocemos como "La Pichanga" la vi bajar, calle Molina abajo, y me hice el remolón con mis amigos para ganar tiempo. Era una chica tiposa y menuda, pero desde lejos y desde abajo me pareció mucho más esbelta, y hasta espigada diría, si no fuera exageración. En esos momentos, con la visión lejana aún de aquella figura casi angelical, se esfumó para siempre el enfado en que estaba viviendo durante lo que llevábamos de verano por culpa de aquella decisión de mi padre.


Yo había cursado con sobresaliente mi primer año de estudios teológicos en san Telmo y me encontraba de vacaciones en Palenciana. Mi padre no había consentido en mi viaje de trabajo a Francia con mi compañero Manolo Ruiz Nieto, pese a tener preparado todo el papeleo: pasaporte y contrato de trabajo por dos meses en un vivero de la Provenza. Adujo en su alegato que sacaría más provecho trabajando en La Capilla, y sin gastos ni peligros. Me sentó muy mal, la verdad. Agustín, Salva, Pedro, Jaime, el Luna... se encontraban ya trabajando en el aeropuerto de Mallorca. En aquellos años de premodernidad a muchos estudiantes en general, y a los seminaristas en particular, nos gustaba adquirir el marchamo de trabajadores sin privilegios que se financian los estudios por sus propios medios. Y no daba el mismo caché trabajar destripando terrones o regando el maíz con Miguel de la Trini que hacerlo en Mallorca, la costa o en el extranjero. La verdad de la buena era que detrás de aquellas nobles iniciativas bullía el natural sentir juvenil de libertad, de independencia, de divertimiento. Por entonces, yo no era -ni lo he sido nunca- un joven rebelde capaz de oponerse a la voluntad de su padre. No. Y tuve que aguantarme. Escribí una carta a Manolo explicándole mi decepción, y mi padre me colocó en el cortijo regando campos infinitos de maíz y de remolacha. ¡Toma vivero!



Lo que son las cosas, se cierra una puerta y se abre otra. En el autobús que cubría la línea Antequera-Palenciana -con parada en La Capilla- coincidí varias veces -y me sentaba a su lado- con una muchacha del pueblo, "la Arailla", por más señas, que estudiaba sexto de bachiller en la Inmaculada. Era una chica muy agradable de trato, con quien me sentía -y me sentaba- muy a gusto. Charlábamos de las materias de los exámenes que le quedaban pendientes para septiembre, del francés, de literatura... Y me gustaba pavonearme ante ella con mis conocimientos tan superiores, a decir de ella misma. Me confesó uno de aquellos días su intención de hacer enfermería, cosa que me agradó mucho, dada mi ya incipiente llamada por la medicina. Aquel gusanillo creció sin darse uno cuenta, tanto que olvidé a la Grego, mi "novia" de siempre. Sentía verdadero mono de ella el día que no la veía cuando paraba el autobús en La Capilla, y abusaba de la beatitud de mi padre para que me dejara ir al pueblo todas las tardes con la excusa de tener que oír misa. Y en el pueblo me hacía el encontradizo para verme con ella casi a diario, aunque solo fuera un hola o un adiós. Y notaba, sin pretenderlo, cómo aquella llama prendía cada vez con más fuerza. En ocasiones me reprochaba tanta afición. Ella tenía solo dieciséis años, una chiquilla; y yo, diecinueve. Y tampoco entraba en mi teológica sesera cómo una personilla tan pequeña era capaz de hacer tambalearse mis sólidos fundamentos vocacionales.

Y llegó, inexorable, aquella tarde de Santiago. Según la veía acercarse, más fuerte latía mi pecho. Intento pensar cómo abordarla, qué decirle, de qué hablarle... Pero nada, la mente en blanco, toda la sangre en el pecho y en el estómago. Ya está aquí, a diez metros, la veo espléndida, vestida con un traje de una sola pieza, muy ajustado gris azulón, de azafata se llama; la falda, cortita, más que cortita, dejaba al aire y a la vista unas piernas bronceadas y muy bien contorneadas, ni gordas ni flacas, lo justo. Mis amigos se dieron cuenta de mi azoramiento ante su presencia. Rafael, más avispado, se separó de nosotros para ir en busca de Araceli, su medio novia, y Frasqui y Antoñillo se quedaron conmigo para hacer de carabina, que no está bien que un seminarista se pasee a solas con una mocita.
-Hola Antoñita, ¡qué bonita que te has puesto! -apenas me sale la voz del cuerpo.
-Ea, la ocasión lo merece -se pone la muy descarada. Y yo no acertaba a saber si la ocasión era por el día que era o por encontrarse conmigo. ¡Qué nervios! Un hombre hecho y derecho, poseído y orgulloso de tanta formación filosófica, curtido en debates sobre Heidegger, Hume o Kant, y ahora, ahí lo tenéis, balbuceante, tímido, hecho un flan.
-¿Damos un paseito parriba? -Es lo único que se me ocurre.
-Vale. Y hacemos tiempo a esperar a la Mercedes y a Carmen de la plaza, que he quedado con ellas.


Y ahí, amigos míos, quedé totalmente atrapado para siempre. Ese fue, a partir de entonces, nuestro verano loco. Al año siguiente, en el siguiente verano, abandoné el seminario y me hice su novio. Y así, hasta hoy. Para que veáis qué sencillo es esto del amor.

Si este escrito llega a vuestros ojos será algo milagroso. La Peque es tremendamente celosa de su intimidad.

jueves, 20 de julio de 2017

Con lo que yo he sido...

Hasta ahora había hecho oídos sordos a las prevenciones que mi amigo Antonio Pintor, perito en ciencias del comportamiento, venía haciéndome. Según me advertía, uno de los síntomas iniciales que preludian la vejez es el hacer ruidos y muecas raros con la boca, sobre todo por la noche. Mi rechazo a tal teoría se ha basado en que en tal caso, de ser eso cierto, yo llevaría ya bastantes años de viejo, cosa que, a la vista está, no es así. La Peque lleva ya una eternidad quejándose de eso, de que cada vez que me rodeo en la cama, sin llegar siquiera a despertarme, emito una serie de onomatopeyas gustosas, algo así como quien paladea un dulce, un yam, yam, yam, muy gracioso las primeras veces, pero harto cansino y molesto noche tras noche. Por algo así no se va uno a hacer viejo.

Hace unos días, sin embargo, he padecido de un síntoma que, ese sí, me ha mosqueado seriamente. En ese sí que creo como premonitorio de senectud. Se trata de la pérdida del control esfinteriano. Si no controlas el postigo... Mala cosa. Os lo explico.

Estamos, la Peque y yo, paseando a nuestro Lucas por el parque de la paloma, en Benalmádena. Tan tranquilos y fresquitos en una mañana en la que, oh milagro, pega mejor el jersey que el bañador. Pocas cosas hacen más feliz a un abuelo que ver a su nieto, ajeno a toda contingencia, correteando a las palomas, a los patos o a los conejos, agachándose en cuclillas -qué envidia- para acariciar a los polluelos, o echándole mendrugos de pan duro a las tortugas, que ya el agua verde de la gran charca se encargará de ablandarlos. Inocente, dichoso, sano... Así deberíamos ser todos, va uno mascullando, felices, decentes, sin malicia. En esos pensamientos me encontraba cuando, de repente, siento el primer aviso, el primer estrujón. Ya sabéis, estas cosas ocurren así, de pronto. Es como cuando te da un infarto, que estás tan bien y te arrea el golpetazo en el pecho sin esperártelo. Considerando mi dilatada experiencia en este campo concreto no me alarmé demasiado. En este sentido, me encuentro bien curtido, de manera que tranquilidad. He aguantado apretones mucho mayores. No tenéis más que recordar aquellos de la Sainte Chapelle, en pleno París, o estos otros de los jardines del Cristina, aquí en Sevilla, o los del bar del hospital Reina Sofía, en Córdoba, como más representativos y enérgicos. Todos ellos saldados con otras tantas honrosas -o quizás no tanto- victorias. Retortijones menores con vaciamientos controlados habrán sido miles en mi abultada historia escatológica. No creo resultaros pretencioso ni petulante si os confieso que me considero un verdadero experto en esta materia fecaloidea. Herencia materna, mi madre, la pobre, ya de mayor, se iba de vareta en las circunstancias más insospechadas e inoportunas, la más sonada cuando se lo hizo en el Seat Ibiza de mi hermano Frasco, estrenando el coche que iba, por la cuesta de Archidona.

Así que decidí aguantar el tirón. Uno siempre dice lo mismo: "me da tiempo". "Estoy a dos pasos de mi casa". Y cosas así. Sí, sí... "Se te ha puesto mala cara -me dice la Peque-, ¿qué te pasa?" "Que me estoy cagando a chorros". "Venga pa la casa, que tú ya no eres el que eras, no nos vayas a hacer aquí un espectáculo". Viéndome débil, y desconfiando de mi portero de atrás por ser muchas y muy seguidas tantas acometidas, dejé en paz a abuela y nieto, y salí por patas del parque todo lo rápido que pude, teniendo, además, la considerable inconveniencia de ir caminando con una muleta por causa de mi reciente intervención de cadera. Para más abundancia. La cosa apretaba de lo lindo, yo cerraba lo que podía y los sudores y el desánimo me apabullaron. Pensé, claro, colarme en un bar de desayunos allí cerca donde quizás me reconocieran los dueños por haber comprado tres euros de churros hará cosa de dos días. Preguntaría por el baño y ellos me lo indicarían amablemente. Pero coincidió este pensamiento con un respiro del apretón y me envalentoné para seguir palante. Total, ya falta nada. Cuando llegaron los siguientes apretones iba subiendo por la mitad de la cuesta hasta mi bloque, "Ya llego, ya llego". Pude acortar algo porque la puerta de la piscina se la había dejado abierta un niño de esos que no hacen caso de las normas de la comunidad, bendito sea, pensé. Llegué con grandes espasmos hasta la cochera. "Si no veo salida, me cago aquí mismo, todo oscurito". Pero se encendieron las luces y un matrimonio bajaba a pie hasta la piscina. "Buenos días", "buenos días". Y pude llegar hasta el ascensor. Y me ocurrió aquello de hincharse de nadar para morir en la orilla. Ya estaba en casa, aguanta, hombre, diez segundos más, ya estás, es un segundo piso, venga, venga joer, que no se diga, que tú te has visto en otras mucho peores, ya estás... Al abrirse la puerta de salida del ascensor, quizás por simpatía, quizás por no poder aguantar más el postrero retortijón, se abrió también un pequeña rendija en mi puerta de atrás, nada, una mijita de nada, por probar a ver si por casualidad salía una ventosidad como anticipo. ¡Qué va! Salió la cabeza entera, y, una vez fuera la cabeza, aquello no tuvo contención posible. Estaba a cuatro pasos de mi puerta, me sentía toda la carga repartiéndose por mis bajos, temía que empezara a gotear o, peor, a chorrear por los perniles de mis calzones cortos. Pero no. Los calzoncillos aguantaron lo suyo. Menos mal. No pude abrir. Llamé al timbre, "¡Carmen, Carmen, abre rápido!" Mi hija abrió enseguida. La tufarada pestilente tan intensa que tuvo que aspirar le indicó el diagnóstico a la primera: "¡Ay Dios mío, te has cagao en los calzones"! Yo no sabía qué hacer, si irme rápido al wáter, o si atender a mi hija que, estando embarazada como está, empezó a vomitar, no por el embarazo, sino de asco. Pero, claro, cuanto más me acercaba a ella, peor se ponía. Así que me fui al aseo. Mi hija me acercó luego, entre arcadas, tres bolsas de basura, la fregona, el cubo con agua y una botella de lejía... Y una muda completa. Una hora.

En fin, ahora sí, ahora ha llegado la hora de admitir que me estoy volviendo viejo. ¡Con lo que uno ha sido!...

miércoles, 12 de julio de 2017

El padre eterno.

Mi padre, nuestro padre, nuestro patriarca de toda la familia, no iba a morir nunca. Va para eterno. Pero si algún día lejano hubiera de morir prometo no llorar. En lugar de eso me reiré con él y con todos vosotros de sus disparatadas ocurrencias.

Ese día no lloraré. Mejor que eso, me reconfortará el recuerdo intacto de mis vivencias con él, desde la primera que recuerde a la última de antes de ayer. No me avergonzaré del plato chorreante de gazpachuelo sobre mi cabeza a modo de sombrero por ser niño tan caprichoso con la comida; no me pesa en absoluto haberme ido al catre sin cenar algunas noches de bronca; no le reprocho que muchas tardes del verano no me dejara irme al pueblo porque sabía de mis intenciones con la "Peque" y él todavía creía en mi vocación de cura. Y siento muy, muy cercanos sus halagos; aspiro el olor del estío, a trigo segado, montado con él en la segadora de aspas tirada por mulos; saboreo aún la carne de membrillo que me subía a la cama cuando tenía anginas; noto sus manos fuertes y ásperas yendo con él por las noches a la taberna de mis padrinos a tomarnos nuestro té, el mío sin aguardiente; y siento como propio su orgullo por mis notas en los primeros años del seminario. A él le debo el no renegar nunca del campo, pese a lo mal trabaja que he sido siempre.

Ese día aguantaré las lágrimas. Me alegraré por él porque será uno de los pocos días de su vida en que pueda contemplar a todos sus hijos, sus nietos y sus bisnietos, todos juntos en la iglesia. A su edad, ya de mayor, ha sido ésta una pequeña frustración para él, que hayamos salido casi todos tan descreídos, muy buenos hijos, los mejores que unos padres podrían haber soñado en aquellos tiempos suyos del hambre, pero todos con esa falta de devoción. Bueno, todos, menos mi Manolo, que echa más horas legas que un sacristán.

Ese día me ahorraré el llanto. Consideraré, mejor, que tendrá ya más de noventa años, ha vivido en dos siglos, ha conocido la pobreza, la escasez, el hambre, el trabajo afanoso de sol a sol, la postguerra... la cara mala del mundo, pero también le ha dado la vuelta a la tortilla y luego han venido días de realización plena, de satisfacción por su trabajo y por sus cargos, de orgullo por una familia unida y sin fisuras, por la nobleza de sus hijos, por verlos a todos colocados, por la llegada de los nietos y de los bisnietos. 

No, no tendré duelo ese día. Pensaré, por el contrario, que toda su familia, todos los aquí presentes, debemos de dar gracias a Dios por haber sido bendecidos con un hombre como éste, un padre total, el más capaz de sacar adelante a su familia con todo el decoro posible, enérgico cuando se precisaba, colérico en cuatro ocasiones, entregado en cuerpo y alma a su casa, a su mujer y a sus hijos, humilde, pese a su posición de encargado, y, sobre todo, cariñoso a más no poder. Nosotros, sus hijos, no presumiremos de dineros ni de propiedades porque él nunca los tuvo, pero nadie nos va a ganar en el profundo sentimiento de unión vivido en nuestra infancia. Su legado, nuestro verdadero patrimonio, ha sido el cariño y la cohesión en el seno de la familia.

Ese día tendré que sorber para dentro. Lo consideraré, sí, una estupidez del destino, un error grave llevarse por delante a un hombre de los que no quedan. No deberían irse personas como mi padre. Y no es porque sea mi padre, sino porque son necesarias. Personas con un sentido optimista y positivo de la vida, con ganas de seguir haciendo cosas, cosas buenas, con su eterna curiosidad por descubrir y visitar sitios desconocidos, enseñando a la gente nueva con su ejemplo, sirviendo de modelo de vida, sembrando paz y alegría por doquier. Si, finalmente, ha de morir, por lo menos que nos dejen su molde.

Pero al final tendré que llorar. Y si lo hago será de alegría porque, al fin, podrá volver a encontrarse y abrazarse, en eso vive esperanzado, con su mariquilla del alma, María Josefa la de Higinio, y con su niña grande, María Josefa la Caoba.



Pero mejor que ese día tarde todavía. No hay prisas.


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Mis queridos amigos y lectores: el escrito que acabáis de leer fue ideado por un servidor de ustedes hace cuatro años, el mismo día que celebramos el nonagésimo aniversario de mi padre. No ha visto la luz hasta hoy.

"Ese día" del que hablo en el escrito, ese día en que he prometido no llorar, llegó anteayer de forma precipitada. No fue, sin embargo, un día trágico ni fatídico; no fue un "dies irae, dies illa". Ocurrió algo muy natural y ciertamente esperable: que un hombre de 94 años afectado por un cáncer de próstata muy avanzado acabara desarrollando una insuficiencia renal grave y, finalmente, falleciera. Por mucho que ese hombre fuese Juan Rivera Velasco, un hombre bueno, íntegro, de fe cristiana inquebrantable; por mucho que fuera el padre del afamado doctor Rivera... No hubo nada que hacer. Solo esperar en casa, rodeado de los suyos, la llegada de la señora con la guadaña.

Se nos ha ido mi padre, casi a la chita callando -poco ruido nos ha dado-, ha sido bueno hasta para eso, para morir sin molestar mucho. Un hombre sin par, un hombre total. ¡Que el Señor lo tenga en su Gloria!

miércoles, 5 de julio de 2017

Escenas costumbristas

Es la una del mediodía. Uno de estos días en que la calor nos ha dado un pequeño respiro. Estoy en el pueblo, en la casa de mi suegra. La pobre -es una santa- se da cuenta de que en ocasiones echo en falta algo de intimidad, ya sabéis, a mí me gusta estar en mi casa en calzoncillos, incluso en pelotas, o simplemente haciendo payasadas. Y, claro, aquí no es lo mismo; no es que yo me corte mucho a la hora de meter la pata, pero algo sí. La Peque me regaña por detrás cuando me distraigo leyendo algún libro delante de mi suegra, me dice que primero es darle conversación, que está feo dejarla así abandonada a su aburrimiento y a su sueño. En fin, que como en su casa de uno, en ningún sitio. Y ella, mi suegra, con toda su inconsciencia: "José María, tú no te apures que ya mismo te vas a quedar con todo esto, en cuanto yo me vaya al otro mundo". Y yo, más inconsciente todavía: "Sí, suegra, ya lo sé, pero es que voy a tardar en heredar más que el príncipe Carlos de Inglaterra". Y los dos nos hartamos de reír.

En esas estamos cuando la Peque advierte ¡oh desgracia! que no hay ni un euro en su monedero. Se vuelve hacia mí en busca de auxilio. Se disponía a ir a por unas bacaladillas para después del salmorejo y me pide algo suelto. Me acuerdo ahora, además, de que debo dinero a mi cuñado por los regalos que hicimos a los antonios y antonias de esta casa por el día de su santo. Ya me estoy temiendo lo peor. Yo también estoy limpio. "Bueno, pues, a ver, no va a haber más remedio que ir al cajero". En mi pueblo no hay cajeros del Santander, pero sí de la Caja Rural. Por cien euros que saque no me van a cobrar tanta comisión, pero, tonto de mí, cogí el coche y me fui a Antequera. En el fondo de los fondos, quizás lo hiciera así para comprar media docena de dulces en una pastelería antequerana que me encanta. Dicho y hecho.

Antes de enfilar la carretera, a la salida del pueblo, hay un stop. Me paro y veo a a dos paisanos, él y ella, muy amigos míos, charloteando animadamente. ¡A las una y cuarto del día, en plena calle! Bajo la ventanilla y los saludo. A esa hora no hay coches que me piten por detrás. Ella es una mujer de armas tomar, lozana aún, frisando los cincuenta, animosa y simpática. Si hubiese que destacar una cualidad única entre las muchas que atesora, cualquiera diría lo mismo: dicharachera. Que no alcahueta. Tiene conversación para todo el mundo y para todo el día. Una cosa parecida a lo de mi hermano Manolo, pero en mujer. "Que sepas que hace un mes me han operado de pólipos vocales" -me dice. "Lo sabía -le contesto-, me lo ha contado tu hermano. Oye, ¿y cómo has aguantado tantos días sin hablar nada? Es increíble, ¡verdad?" "Pues, fíjate, escribiéndolo todo, he gastado un cuaderno entero de esos de anillas grandes". Los dejo allí con su cháchara y sigo para Antequera. A mi paso, veinte minutos para llegar. Claro, respetando las señales: en el antiguo hotel La Vega, a 60; por el puente de Lucena, a 50; y así. Aparco muy cerca del cajero, saco mi dinero, me alargo a la confitería, compro mis pasteles y vuelvo raudo para el pueblo. En total, alrededor de una hora. Llegué al pueblo sobre las dos y cuarto de la tarde. Lo que no os vais a creer es la escena con la que me encuentro al llegar al cruce del stop: efectivamente, mis dos amigos, ella y él, habían avanzado, quizás, unos diez metros, no más. Allí seguían, erre que erre, dándole a la sin hueso. "Pero, bueno, ¿será posible que sigáis todavía en el mismo sitio?- les grito-. ¡Mujer, que se te van a reproducir los pólipos!"

Llego a casa con hambre de salmorejo y de bacalao frito -a falta de bacaladillas- y están poniendo la mesa. ¡Estupendo! ¡A la propia! Pero como la felicidad nunca es completa resulta que se ha presentado mi cuñada Conchi y, ella solita, se ha auto invitado al almuerzo. No sé de qué me extraño. "Bieeennn -se pone nada más verme entrar-, ya tenemos postre güeno" -dice señalando mis dulces. ¡La madre que la parió! Ya de por sí, me cuesta compartir los pasteles, que el Señor me perdone, soy tan goloso... Pero es que mi cuñada no se contenta con comerse uno, que vale, paso por ahí; no, ella tiene que picotear, tiene que probarlos todos, tiene que cortar a dedo un cachito de cada uno. Y, joer, me los estropea todos. ¡Con lo que yo disfruto antes de comérmelos viéndolos tan parejitos, tan bien puestecitos! Éste, cuadrado, este otro redondito, aquél en forma de huevo frito... Pues nada, a joerse. Y así fue, naturalmente. A los postres, entre ella y mi suegra -tiene cojones siendo ésta diabética- me empercudieron toda la bandeja. Y ya no saben lo mismo, ea. Y encima me reprochan que soy un caprichoso.

Bueno, lo que no supieron es que yo ya había apartado y escondido el más apetitoso para después de la siesta. Y otro para llevárselo luego a mi padre.

Y así son mis días en el pueblo, cuando la calor y mi cadera ortoprotésica no me dejan salir al campo. 

lunes, 3 de julio de 2017

De sabios es rectificar

Aunque, desde luego, no me considero sabio, soy capaz de rectificar, o al menos, aclarar las cosas que digo.

Anteayer mismo, en mi pueblo, me crucé con el cura por la calle y no pude reprimir el impulso de afearle lo del pasado domingo, la procesión del Viático bajo palio.

-¡Vaya esperpento lo del domingo, tío! -le suelto después de darle un abrazo cariñoso.
-¿Tan mal te pareció? -me contesta algo sorprendido.
-Pues sí. Me pareció un teatro, una puesta en escena totalmente desfasada y trasnochada, más propia de los tiempos de los Cursillos de Cristiandad y de las Misiones en los pueblos que de nuestro siglo. Me vi transportado a mis años tiernos de monaguillo. Sinceramente, no te pega, joer.
-¿Y qué le pareció a tu mujer?
-¿A la Peque? -Y me eché a reír-. Pues lo mismo que a mí, o peor, ella dice que estas liturgias callejeras le dan repelús, que son una especie de autos sacramentales, reminiscencias de la Inquisición. Esta del Viático, en concreto, le parece una escena de alguna película costumbrista de Berlanga o de Pasolini.
-¡Vaya por Dios! -cabecea resignado-. ¿Y a tu suegra?
-¡Hombre! Mi suegra, encantada, ¿no te jode?

Mientras suspira, me coge del brazo y me lleva a la sombra, que mi calva no aguanta tanta solatera.

-¡Ay José María! Si yo te dijera que pienso lo mismo que tú... Por ningún otro pueblo de los que he pasado, y han sido varios, he hecho nunca algo de esto.
-¿Y entonces?...
-Chiquillo, parece mentira... Presiones que uno recibe.
-¿Presiones? ¿Del obispo, del vicario?
-¡Anda, anda, no seas ingenuo! ¡Bastante le importará al obispo lo que yo haga en el pueblo! Son gente de aquí, de tu pueblo y el mío.
-¿En serio?
-¡Digo! Tenemos en la iglesia un núcleo duro de gente muy tradicional, en fin, son las personas que más miran por el culto, las más apegadas a la iglesia, las que siempre están conmigo apoyándome en todo... Tengo que escucharlos y, en ocasiones, acceder a sus peticiones aunque yo personalmente no esté muy de acuerdo. Me han insistido en que esta sería una procesión excepcional que celebra la octava del Corpus, que debemos de proteger y preservar nuestras tradiciones, que si otros curas lo han hecho antes... ¡Hasta querían que saliéramos con candelabros y todo!
-Joder, joder y joder.
-Ya te he hablado en más de una ocasión lo que supone ser cura en tu propio pueblo. En fin, dejémoslo ahí.
-Bueno, vale -prosigo yo con mi monserga-. ¿Y lo de coaccionar a los ancianos impedidos a la comunión?
-¡Eso sí que  no! -me contesta con cierto enfado-. Primero me presento en sus casas y me ofrezco para lo que necesiten, tanto si es un bien espiritual como material. No sería la primera persona anciana a la que le pago, por ejemplo, el butano. No, no, por ahí no. Visité a tu suegra, ya viuda, a sabiendas de que con tu suegro vivo no había nada que hacer. Y ella aceptó de buen grado confesarse y comulgar. Y hasta ofrecer misas por el alma de su marido, fíjate. Y los domingos me paseo con una cartera discreta donde porto el Viático y ofrezco la comunión a las personas que me lo han solicitado.
-¿Pero no comprendes que nadie te dirá que no, aunque solo sea por vergüenza?
-De eso nada. Te podría decir de varios ancianos del pueblo que me reciben en sus casas de muy buen talante, pero que cuando toca confesar va y me dicen con mucha guasa: "don Lorenzo, si le parece lo dejamos para la semana que viene". Y así, semana tras semana. Y se mueren sin confesar. Y yo me aguanto, ea.
- Pues muy bien. Eso me parece muy bien.

Para que veáis, que veamos todos, que siempre es necesario escuchar a todas las partes. Al César, lo del César...

lunes, 26 de junio de 2017

El Viático

-¿Quién será a estas horas? -Me pregunto extrañado.

Ha sonado dos veces seguidas. El timbre de la puerta del zaguán. Es domingo, las diez de la mañana. No esperamos a nadie, la muchacha que echa dos horas en la casa de mi suegra, pagada por la ley de la dependencia -independencia, dice ella-, entra a esta hora, pero hoy no; hoy es domingo. Hará cosa de diez minutos he abierto los portones que dan a la calle y no he visto a nadie. De todas formas, no sé de qué me extraño, por un momento me he creído en Triana, donde no suele uno recibir visitas inesperadas. ¡Qué tonto! Estoy en el pueblo; aquí cualquier hora es buena para que alguien, mi padre mismo, la chacha Carmen, la vecina Emilia, llame para preguntar por mi suegra y echar una rato de palique con ella.

-Sema, abre tú -oigo que me dice la Peque desde el cuarto de su madre-. Que es que estoy terminando de arreglarla.

Diligente, abro y me asomo. Y no comprendo al principio qué es lo que estoy viendo. No doy crédito a mis ojos. Desde mis tiempos de monaguillo no había visto cosa igual. La calle estaba ocupada por una procesión de fieles, calculo que unas quince o veinte personas, todas paisanas, claro está. En el centro, cuatro hombres sostienen un palio. Los demás, en sendas filas paralelas, portan velas encendidas.

-¿Qué hacéis? -Les pregunto en un tono entre intrigado y guasón.
-Venimos dando la comunión a personas impedidas -me responde solemne una mujer madura. Pariente mía y todo.
-¿Y el cura? -le inquiero, al no verlo debajo del palio ni por ninguna otra parte.
-Está en la casa de abajo, dándole la comunión a Carmencita. Ahora se llegará a por tu suegra.

Dicho y hecho. En unos minutos, el cura, alba, cíngulo y estola reglamentarios, sale de la casa de Carmencita y se viene hacia mí. Muy serio. Normalmente bromeo con él, pero no me pareció momento para tonterías. Sin mirarme, muy concentrado en la sagrada custodia que lleva como estandarte, entra en nuestra casa. Dos acólitos le acompañan. La Peque, advertida por lo que había podido ver por la ventana, ya tenía a mi suegra preparada en el medio del cuerpo de casa. Y la pobre de mi suegra, encima, protestando: "Niña, venga, que estamos haciendo esperar al Señor". De verdad... De Almodóvar, por lo menos. Para haber tenido uno los reflejos suficientes para grabarlo todo en el móvil. Pero nosotros, los de mi edad, ya no estamos en eso, nos acordamos luego, pero no estamos preparados para el momento. La gente nueva, sí. Mi suegra recibe gustosa la sagrada forma y luego le espeta al cura: "Muchas gracias por traerme al Señor, so gracioso y rebonito". Al salir, todo ufano, el sacerdote se dirige a mí, ahora sí, con cara de amigo: "¿Cómo va tu pierna?" "Bien, bien"-le respondo yo con una sonrisa.

Y luego vi seguir la comitiva calle abajo al son monótono de jaculatorias y letanías en busca de otro impedido, quizás otra pobre oveja descarriada. Una foto que evitara los coches aparcados nos daría una estampa de una escena trasnochada, propia del siglo pasado.

Ante esto, que a mí en particular me parece un atropello, ¿qué podemos hacer? Se le quitan a uno las ganas de pelear por el laicismo. Estamos perdidos. El poder de coacción de la Iglesia en los pueblos es aún tremendo. Mis suegros, ambos dos, muy al contrario que mi padre, no han sido nunca personas de iglesia. No diré que ateos, que eso no son. Para ellos la Virgen del Carmen es punto y aparte, como para todo el mundo en mi pueblo. Pero llevaban años sin pisar la iglesia. Y no solo eso, sino protestando sin cortapisas de la jerarquía eclesiástica en general y del cura del pueblo en particular... En fin, todas esas cosas que la gente decimos de puertas adentro con la boca chica.
Es verdad que, una vez fallecido mi suegro, ella, mi suegra, se ha ablandado un poco, y ya le dice misas a su marido "por si acaso fuera verdad que luego hay algo, por si le sirve". Y ha consentido la visita del cura y el recibir la comunión.

Y el cura se aprovecha, claro está. Quiero, de corazón, al cura de mi pueblo. Ha sido compañero en el seminario; en algún momento de mi vida de seminarista ha sido hasta tutor mío; me procuró mi primer trabajo en Villaharta; y yo he sido médico de su madre hasta que murió. En fin, que nos tenemos aprecio, lo quiero de verdad. Pero no me gusta que se aproveche así de la debilidad y del miedo de nuestros mayores. En un pueblo como el mío qué anciano será capaz de rechazar la comunión si el propio cura se la lleva a casa delante de testigos. Ninguno. Y estoy convencido de que lo hace de buena fe, lo vive como un deber pastoral en la creencia de que llevarles el "Señor" a sus casas y a sus propios cuerpos mortales es el mayor don que estos ancianos puedan recibir, nada que ver con el respeto a la libertad individual, al lado de Cristo hecho carne eso son paparruchas. Más alegría hay en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos que hacen penitencia. Pues eso. Vale, pero luego podría ser más discreto. Podría, si quisiera, visitar en privado a los enfermos e impedidos, sin parafernalia ni boato anacrónicos, y darles la comunión a aquéllos que expresamente lo pidan.

En fin, lo dicho, la Iglesia, nuestra santa madre Iglesia, sigue moviendo sus poderosos tentáculos. Nosotros creemos que camina para atrás, para la Edad Media. Pero ya no está uno seguro de nada.

¡La procesión del Viático! Desde monaguillo no la había vuelto a ver. Hasta ahora. ¡Tiene cojones la cosa! ¿Qué será lo siguiente, la misa en latín y de espaldas al público? Me pregunto si el papa Francisco estará al corriente de estas pequeñas tropelías en nuestros pueblos andaluces.

¡Que el Señor nos coja confesados!

lunes, 22 de mayo de 2017

Penando por mis culpas

Queridos míos: Hoy hace el duodécimo día que me intervinieron en mi cadera. Por culpa de tanto fútbol y tanto tenis, me cachis ya...Todo ha salido bien pero yo no sirvo para esto. No tengo asiento, en ningún sitio, en ninguna postura me hallo, todo me incomoda, dios ¡qué sería de mí si esto se prolongara? Hay gente que por otros motivos ha tenido que soportar meses de inactividad en cama, mi hermano Juan, mi suegra... La mujer de nuestro albañil se tiró cinco meses tumbada boca arriba en la cama por una fractura del hueso cuqui. Insufrible para servidor. Lo peor, no obstante, son las noches. Yo acostumbro a dormir dando tumbos, ahora pacá, luego pallá . Y así toda la noche. Ahora he de mantenerme tieso y boca arriba, por lo menos durante el primer mes. Se puede dislocar la prótesis si cambio de postura en la cama. Me desespero. Y aflijo más de la cuenta a mi Peque. Al final no he tenido más remedio que echar mano del lormetazepam. Pa dormir algo. Antes, cuando uno era creyente, resultaba todo esto más llevadero porque se ofrecía el sufrimiento por los clavos de Cristo, pero ahora, ni eso. Voy mejorando, las cosas como son, ya me mantengo en pie más rato, doy mis pasos con el andador, como solo... Bueno, cuando me reponga del todo os contaré curiosidades muy graciosas que tienen que ver con la dependencia casi absoluta de mi Peque para casi todo. Ya me entendéis, el aseo personal, la ducha, el afeitado, la cagancia... Bueno, si ella me deja explayarme.

Mis médicos me han recetado un mes de recuperación lenta en casa, que no me haga el valiente, no vayamos a retrasar en vez de avanzar. ¡El valiente yo!!! No me conocen. Yo me hago el cobarde, más que cobarde. Claro, al carecer de la protección que otorga la ignorancia me observo demasiado, me asigno sucesivamente las distintas complicaciones posibles asociadas a esta intervención. Cuando creo descartada una, enseguida se me presenta otra. Y son complicaciones serias. Y ahí ando acobardado. Ya he superado la trombosis venosa, el rechazo de la prótesis, la infección de los puntos... Ahora estoy en la pejiguera de la infección de la prótesis. Luego no sé qué vendrá, ya me inventaré algo. ¡Cagao vivo!! Que no me haga el valiente!... No os preocupéis, que no, que no me lo hago.

No, que ante ayer llamé por teléfono al Luna pa que me diera ánimos, que él pasó por semejante trance hace dos años. Peor. El tío, que tiene más cojones que el caballo de Espartero, se me pone que él anduvo desde el primer día, que en dos semanas ya estaba haciendo vida normal ayudado por una sola muleta, que no tuvo fiebre ni se le hinchó la pierna... Me dejó hecho polvo.

Lo reconozco, soy un cobarde, un miedica, un pusilánime. Por mor de ello he perdido los apetitos, la churra se me ha refugiado entre sus compañeros de toda la vida, choco con todo, mi perrita se extraña de verme impedido... Y ni siquiera puedo escribir, ahora que tanto tiempo me sobra, porque no aguanto sentado más de quince minutos. Consigo entretenerme algo con la lectura del libro "Patria", muy, pero que muy recomendable.

Y a todo esto, dentro de dos semanas tenemos un bodorrio de esos campestres en un cortijo. Temiéndolo estoy. Nada, que me lleven en silla de ruedas, a ver.

Bueno, según me vaya recuperando tendréis mejores nuevas.

Un abrazo

martes, 2 de mayo de 2017

Paso de tórtolas

Lo que más me gusta de la Feria de Sevilla -dicho sea sin ánimo de machismo- es el bicheo. Las viandas suculentas y generosas y el rebujito, también. Pero acierta el refrán, hasta el jamón cansa. Después de cuatro horas en la caseta de Tomás estoy que no aguanto más, y más este año, con mi cadera baldada. Si estás de pie no sabes ya en qué pierna dejarte caer, te cruje el espinazo y se te anestesian las plantas de los pies; si consigues asiento por tu condición de medio lisiado... casi peor: te quedas encajonado, inmóvil funcional, entre sillas, mesas y criaturas; y como las mujeres casi siempre están bailoteando o les gusta apiararse en su rincón tienes todas las papeletas de que te toque apretujarte entre otros tíos tan sudorosos y aburridos como tú. Ayer tarde, sin embargo, tuve suerte: caí entre Pozuelo, Jaime y Jesús Cantarero, que el sudor de los amigos, por acostumbrado, es más llevadero. Y fue Jesús quien consolaba mi tedio incipiente animándome a olvidar la caseta atestada, y a volver la vista hacia la calle, a la gente de a pie. "Espabílate, tío, y asómate al paso de las tórtolas". ¡Joer!, aquello funcionó. La hora siguiente se me pasó rápida, distraídos los cuatro "viejos verdes" con el tránsito y la pose de tanta mocita engalanada, de tanta lozanía, de tanta muchacha en flor. "Manuel, ¡qué calientes semos!... 

El mejor paso de tórtolas, no obstante, no es el puesto en una caseta de Feria, no: es un banco de asiento en mitad de la calle Asunción. A cualquier hora del día o de la noche esta calle es un río caudaloso y sereno que transporta a la Feria la mayor caterva de gente nunca vista; la principal arteria final hasta la querencia. Los trianeros y los vecinos de "Los Remedios" se lo trajinan por atajos señalados por el tiempo. La Sevilla del otro lado del Guadalquivir y la del Aljarafe desemboca a bocanadas de Metro en la Plaza de Cuba, y desde ahí, a la Feria por Asunción. Ya lo he aprendido. Vestido de a diario, paseando a mi perrita, como haciéndome el pasota de tanto fiestorio, nos orillamos a medio camino de la calle y nos sentamos en un banco... a ver pasar a la gente. Espectáculo grandioso de guapura y colorido. Gratuito y sin consumición. Mi perrita se interesa más por otros congéneres suyos que, a contramano y a disgusto, obligados por la correa de sus amos, parecen regresar a sus casas. Lo mío, claro está, son las otras criaturas, las de dos piernas. Y aunque la Peque esté en lo cierto, que el traje de flamenca le sienta bien a cualquier mujer por lo que recoge, uno no dispara a la bandada sino que distingue entre tórtolas y tortolitas. En fin, si yo entendiera más de antropología y de sociología sería para escribir sobre este fenómeno tan curioso, el de las invasiones humanas de La Feria.

Pero como no soy tan entendido en estas materias me limitaré a daros un consejo de buen amigo. Muchachos, vosotros que, como yo, sois gente corriente y sencilla, sin intereses financieros ni comerciales, sin trato con la cursilería ni con el Negocio, ajena a los trapicheos y tejemanejes, y, sobre todo, gente sin edad para castigar su cuerpo y su espíritu con estos excesos... hacedme caso: id y disfrutad de la Feria, sí, dos horitas cortas, ná más. Jamoncito, tortilla y chocos; de postre, un chocolate con buñuelos en el puesto de las gitanas. Luego, iros a reposar a la calle Asunción, a ver pasar las tórtolas.
Otro día, mañana mismo, será bueno para llevar a los nietos a la calle del Infierno.

Buena Feria y buena suerte con la cacería.

miércoles, 19 de abril de 2017

Semana Santa en el pueblo

La Semana Santa de mi pueblo es, por así decirlo, bastante particular. Tanto en lo referente a los aspectos litúrgicos como a los exornos. Veamos.


Siendo el fundamento el mismo que en cualquier otro lugar de España y del mundo, esto es, la pasión y muerte de Jesucristo, nuestro formato litúrgico es completamente singular. 

En los oficios del Jueves Santo jóvenes del pueblo representan en la iglesia escenas de los últimos días, de las últimas horas, del Señor. Pasos vivientes de la Pasión, se llaman. Sin grandes alardes, sin boato en los ropajes, sin más publicidad que la que cabe en el canal local de JuanMa Jiménez y en el facebook de Ángel Cazorla. Y con mucha religiosidad y recogimiento. 
En la madrugá se cantan "Los Pregones", un ritual religioso cuyo origen se pierde en el tiempo, y en el que intervienen tres personas que cantan desde el altar mayor unas oraciones, especie de advertencias y consejos a Jesús sentenciado, que nuestros ancestros escribieron hace siglos. Oraciones cargadas de sentimiento, de ternura, de piedad... Pregones que todo el pueblo sabe tararear, que yo me sé de memoria, y que emocionan a mi padre, impedido en su casa, cuando se los canturreo al calorcito de la mesa estufa imitando el más puro y castizo de los estilos, el de "Antonio el de los ojos grandes". De seminarista, yo iba a "Los Pregones". Era obligado. Con un porte de sueño, pero iba. No había más remedio. Íbamos en pandilla, yo con mi medio novia de entonces, "La Grego". Me gustaba mucho, el que más, el pregón de Pilatos, recitado, más que cantado, por el susodicho Antonio con aquel vozarrón suyo, reposado, ronco, quebrado... "Yoooo o Ponsio Pilatoooossss, de Judea la baja pree esideenteeeee, sente eencio y firmo a Jesús la muerteeee. Por el delito que él mismo ha coometiidooo, disie eendo ques Dios y Rey ungido"... A mi hermana Josefa le gustaba más el pregón del Ángel, cantado divinamente por "Pepa la Gorrito". "Esfuérzate e gran Señor or, y arroja la cobardí ía, y sí-írvate de alegrí-ía, que se salva el pecador-or"... El pregón de "La Sentencia", quizás el más soso, era interpretado por Manuel "Guitarro", hombre muy querido en mi familia. "Es presiso-o de que beebaas, del cáliz de la pasión-ón-ón, para a que se abran las pueertas eternalees de Sión"... Hace ya muchos años que no voy; demasiados. Me puede la pereza, el sueño. Ya no tiene uno las ganas de antes, ni aquella ilusión juvenil de pasar la noche entera en pandilla, rezando ante el Monumento o marcando el paso con los relevos de los soldados de la Centuria. Es natural. 
Ahora lo que procede es esperar la procesión del "Señor con la cruz a cuestas", muy temprano, en la puerta de mi suegra, y desde ahí me incorporo a la comitiva. Desde hace unos años hago el resto de la procesión junto a mi amigo Rafael Arjona Espejo, "Rafalín". Este, como se hizo catalino, siente aún aquella nostalgia de aquellos años tiernos nuestros y sigue yendo a los Pregones cada año. Ya no es lo mismo, me dice, la iglesia se llena, sí, pero no se abarrota como antaño, y ninguno de los cantaores de ahora tiene la fuerza ni la garganta que tenía  Antonio. Rafael es un amigo de los de siempre, desde que oficiábamos de monaguillos. Espíritu rompedor y rebelde, en vez de venirse con nosotros al seminario estudió empresariales como grumete en la marina mercante. Luego, se casó con Araceli, su novia desde chico, y se fueron a Cerdanyola. Son padres de dos charnegas guapísimas, y abuelos de cuatro nietos catalinos. Han hecho ambos, y siguen haciéndolo, patria andaluza en aquellas tierras completamente amigables para ellos y para tantos otros. Buen flamencólogo, es el alma de la casa de Andalucía en Cerdanyola, sí señor. Para dar por... saco -ha sido siempre así de pejiguera-, en Cataluña es acérrimo del Madrid, y aquí, en Palenciana, dice ser del Barsa. Mentira. 
La tarde del Viernes Santo se ocupa con el "Sermón de las tres horas", afortunadamente venido muy a menos desde hace años. Tres horas largas le duraban a don Juan González bramando desde lo alto del púlpito. Ahora no llega a los sesenta minutos. Un coro de aficionados, donde pueden agregarse espontáneos, dirigido al piano por José Antonio Hurtado canta a dos voces las siete últimas frases o reflexiones que Cristo exhaló en la Cruz antes de morir. Después de cada una de esas canciones el sacerdote -en ocasiones parroquianos preparados- comenta e interpreta el sentido de tales palabras divinas. El sermón de las tres horas ha devenido con el tiempo en el Sermón de las Siete Palabras. Este sí que no me lo pierdo. Nunca me he atrevido a cantar el pregón de Pilatos -con lo bien que me lo sé- por vergüenza delante de mis paisanos. Lo mismo que me moriré sin haberme vestido de soldado romano; antes, porque por razones de estudios o de trabajo estaba siempre fuera y no podía entrenarme; ahora, por vergüenza, a mis años... Pero las siete palabras es algo distinto. Participo como espontáneo en el coro, con más gente. Y me gusta. Me siento bien. Tirando para atrás, quizás ese sentimiento de bienestar mientras canto las siete palabras tenga que ver con una especie de compensación tardía, diferida, a mi frustración latente por no haber podido participar en el coro del seminario. He sido siempre, y lo sigo siendo, un cantarín.
Sin solución de continuidad, tras las Siete Palabras  se sucede el Paso de Longinos, una escenificación en vivo de la lanzada al costado y del desprendimiento de Cristo de la Cruz, acto magníficamente interpretado por José Arjona, como Longinos, y varias muchachas del pueblo que hacen de María, María Magdalena y plañideras.
Al igual que los Pregones, las Siete Palabras y el paso de Longinos fueron creadas en su día por algún prohombre de nuestro pueblo que se borra en la profundidad del tiempo. Son anónimas y atemporales. Conocemos el nacimiento de nuestra centuria allá por 1890 pero no así el origen de nuestra semana santa y sus peculiares escritos. En los archivos de la familia Carreira he visto alguna vez copias manuscritas de aquellos legajos, a pluma, con la caligrafía gótica de antes, con faltas de ortografía, como muy auténticos de algún hombre con inquietudes literarias y escaso cultivo. 

En lo referente a los exornos, os hablaré de las dos características más sobresalientes de nuestra Semana Santa: la centuria romana y las saetas.

La indumentaria de nuestros soldados romanos no es romana ni por asomo. Manuel García, nuestro cronista oficial, nos ha enseñado que dicha indumentaria fue encomendada a un paisano nuestro allá en los albores del pasado siglo, y que el tal caballero no se le ocurrió mejor idea que hacerla enteramente igual a su traje de gala del cuerpo militar donde él mismo hacía la mili, la guardia real: levita azul añil, pechera roja y pantalones rojos; morrión de latón y penacho de plumas rojo (negro en la procesión del Santo Entierro). Aparte de la banda de cornetas y  tambores, los jefes portan espadas flamantes del siglo XIX y la tropa, unas lanzas características: las picas. 
En estos días la centuria romana alegra nuestras calles con sus sones militares y su colorido, y, por otra parte, acompaña las procesiones con tambores de ajusticiamiento, de entierro. Enteramente singular es el hecho de la presencia activa de los soldados romanos en los actos litúrgicos penetrando en la iglesia por el pasillo central al son de los tambores cuyos redobles retumban y repicotean en nuestros estómagos emocionados, y revientan el templo entero con sus reverberaciones. El Jueves Santo (el día más grande) al mediodía tiene lugar el acto de "sacar la bandera", acto que congrega al pueblo entero a lo largo de la calle de "Carmencita Gallardo" para ver cómo un jefe, el abanderado, mi primo Juan Cívico, saca, orgullosa y enhiesta, la gran bandera de la centuria al son del himno nacional y de los encendidos aplausos del personal. 
Es esta de los "soldados romanos" una tradición muy poderosa en nuestro pueblo. El arbolito, desde chiquito. Rara es la casa donde alguno de los pequeñajos no se vista de "soldado". Mi Lucas mismamente, con solo dos años y medio, ya lo ha estrenado. Pero conviene no llamarse a engaño, a la gente le tira lo de los soldados mucho más por el aspecto folclórico y festivo que por el religioso, que luego la Iglesia se lo quiere apuntar todo. Muchas casas, muchas familias del pueblo, tienen un soldado romano. En mi familia, tanto por la parte Rivera como por la de Cívico, estamos sembrados. De toda la vida de Dios ha habido Riveras y Cívicos en la Centuria. Por eso lo de mi pequeña frustración. Me hubiera gustado pertenecer a la banda de tambores. De chico me fabricaba tambores caseros y rudimentarios con las latas vacías de tomates o del atún. Mi ida al seminario acabó con aquella aspiración. Bueno, no se puede tener todo. En mi cincuenta aniversario mi mujer me regaló un tambor reglamentario, de los de verdad, y con él maté el gusanillo tocando en la soledad de mi patio durante años. Ahora lo tengo guardado para cuando mi Lucas crezca.

En cuanto al tema de las saetas, la originalidad consiste en que la mayoría de las saetas que se cantan en el pueblo son creaciones propias de la gente llana, coplas con estilo de "seguirilla" que los hombres de campo inventaban y tarareaban en la trilla, en la besana, en la siega o en la almazara. Mi abuelo Manolo Cívico fue, según me cuentan los antiguos, un genuino creador de saetas que luego él mismo cantaba al paso de "La Soledad" por la puerta de su casa. Ha habido, y sigue habiendo, muy buenos cantaores de saetas en mi pueblo. Desde hace unos años, Ángel Cazorla, Rafi Rivera y Carmelo Arjona se han propuesto crear un evento mitad folclórico mitad religioso al que han denominado de "Exaltación de la Saeta", con un impacto muy importante en el pueblo. Este año han participado en el mismo cantaores autóctonos tan emblemáticos como Pepe Velasco, Pepa "La Gorrito", Rafi Velasco, Encarni Espadas, Patricio Espadas y Miguel Ramírez. Una mezcolanza muy esperanzadora de gente antigua y castiza con la juventud emergente y renovadora. Un éxito rotundo.

Bueno, y hasta aquí unas pinceladas sentimentales de mi Semana Santa. Para nosotros, la mejor del mundo.

Un abrazo.

lunes, 10 de abril de 2017

Perdonen la irreverencia

Convaleciente la Peque de su reciente intervención quirúrgica, gusto yo en estos festivos días de salir a darme un garbeo por las procesiones mientras ella reposa en casa. Y no es lo mismo, oye. Paseando entre tanto tropel de lugareños y de turistas me siento solo, aislado, raro, creyéndome -sin serlo- el centro de las miradas. Algo que jamás me ha sucedido yendo con ella. Y mirad que es chiquitita. Pero lo que llena...

Al final, resulta todo un engorro. Mi cadera izquierda no aguanta la bulla ni las estrecheces ni los parones obligados a lo largo de la calle de san Jacinto por donde tiene que pasar dentro de ná "La Estrella". La acera de la sombra, abarrotá, como es natural, no me queda otra que buscar refugio donde pueda en la otra acera, la del sol inclemente y picante de las cinco de la tarde. Bajo el toldo amigo de una farmacia mismo. Ni san Estanislao de Kostka -el de "antes morir que pecar"-, si le fuera dado el don divino de bajar del cielo a mi sitio, podría evadirse de la tentación de la carne que me rodea: piernas, leggins, tetas, canalillos y culos, estos apretaos, aquellos más sueltos. Carne por todas partes. Una hora de cansina y calurosa, que no aburrida, espera para disfrutar escasos cinco minutos del paso del misterio con su banda de música. Un engorro, sí, pero me gusta.

Cuando ya en casa mi mujer me pregunta si he visto a la Virgen, me da la risa porque se me viene a la memoria la historia del "Molleto", un hombre basto de mi pueblo que fue de excursión en autobús a Pedrera en el tiempo en que se decía que se aparecía la Virgen en lo alto de una colina. A lo que se ve, él no subió al collado sino que prefirió quedarse abajo con lo que se dio el festín de verle el trasero a toda mujer que gateaba monte arriba. "¿Qué, Juan, tú también has visto a la Virgen?" -le preguntaban luego sus amigos en el pueblo. Y él, muy socarrón: " A la Virgen, no. Pero he visto un porte de nalgas..." Pues eso mismo le digo yo a la Peque: "A la Virgen, poco; pero he visto de tetas y de culos..."

Perdón por la irreverencia.

martes, 21 de marzo de 2017

Niñatos

Para la mayoría de nosotros en nuestros tiempos de seminario y luego de estudiantes nuestra beca era nuestro tesoro. Sin ella no hubiéramos concluido el bachillerato ni, mucho menos, la carrera universitaria. Yo presumo de haber gozado de beca en todos mis años de bachiller, y de beca salario en la universidad, beca, esta última, que ingresaba en mi casa más dinero que el sueldo anual de mi padre.

Bueno, no sé para vosotros, pero para mí resultaba mucho más engorroso completar los tropecientos documentos que se requerían en la solicitud de la beca que el hecho mismo de sacar buenas notas, pan comido. Hasta fe de bautismo, oye.

Los hechos que os relato a continuación tuvieron lugar en mi pueblo, Palenciana, en las vacaciones de Semana Santa del año del Señor de 1971, curso del Preu. Mi amigo Frasqui y yo preparábamos juntos el papeleo obligado para las becas del año próximo, él para COU, y yo para el primer año de Teología en san Telmo. Lo minucioso de Frasqui para estas cosas administrativas tranquilizaba mi ánimo temeroso, todo estaba en orden. Bueno, en realidad nos faltaba un asuntillo "menor", el certificado de buena conducta, documento del todo imprescindible y que habitualmente nos conseguían nuestros padres sin problema alguno en el cuartel de la Guardia Civil. Pero este año, nosotros ya mayorcitos, nuestros padres se hicieron los haraganes, y nos dijeron que si queríamos peces, que nos mojáramos el culo. Bah, dijimos con solvencia, vaya problema!...

Cosas de la edad, cuando quisimos acordar el Jueves Santo se nos echó encima, y los papeles sin arreglar. Sobre las cinco de la tarde de este día tan singular  -hay que ver nuestro tino- nos presentamos en el puesto de guardia del cuartel. Bien presentables; Frasqui, de barba espesa, bravía y contumaz, se había afeitado  dos veces ese día, una por la mañana y otra poco antes de la cita al cuartel; yo iba pasable, por entonces solo me afeitaba dos veces por semana. Ambos repeinados -¡ay!, ¿qué fue de aquel tupé mío, así, acortinado?-, vestidos de limpio y estrenando chaqueta para la procesión del Nazareno. Dos pimpollos. Que queríamos ver al comandante de puesto, así de sopetón, le soltamos al guardia de puerta.

-Será para algo urgente, porque un día como hoy... -protestó el guardia.
-Bueno, sí, es que necesitamos un documento con bastante prisa.
Por medio de otro número se dio aviso al cabo. 

-Buenas tardes -se presenta el hombre con sus ojeras de la siesta interrumpida-. ¿Qué se les ofrece a estos dos mozalbetes?
-A sus órdenes de usted, mi cabo -replica Frasqui más habituado que yo al trato con los civiles-. Verá usted... perdone que le molestemos en una tarde como la de hoy...
-Nada, nada, ustedes dirán.
-Es que para completar la documentación de nuestras becas necesitamos el certificado de buena conducta. Otros años nos lo ha firmado don Juan, el párroco, pero ahora tiene que ser usted... según pone aquí -me sale todo del tirón.
-Muy bien, ¿y con quiénes tengo el gusto de hablar, quiénes sois vosotros?
El cabo no nos conocía ni nosotros a él. Llevaba poco tiempo en el pueblo en sustitución de nuestro cabo de toda la vida, el cabo Rut.
-Yo soy Francisco García -se adelante Frasqui-, hijo de Blas García.
-Y yo, José María Rivera, hijo de Juan Rivera.
-Ahjaja -parece recrearse-, conque estas tenemos... Los amos de la Silera y de la Capilla...
-Bueno, verá usted, tanto como los amos... -replico yo.

El hombre, de pronto, cambió el gesto. No sé. Es posible que esperara otra cosa, quizás que le lleváramos algún presente de parte de nuestros padres con motivo de las fiestas, hecho que podría resultar habitual en aquellos años. Nunca fui testigo de tal cosa pero puedo imaginar que siendo Blas y mi padre los administradores de grandes fincas de Carreira pudieran eventualmente hacer algún regalo a la Benemérita en la persona del cabo. Sea como fuere, el caso es que aquel hombre parecía otro. De mala gana tomó la solicitud que yo le alargaba y leyó el párrafo donde ponía qué autoridad debía de elaborar el certificado de buena conducta, en nuestro caso, él mismo. Al cabo, salió refunfuñando:

-Sí, es verdad; aquí dice que debe hacerlo el comandante de puesto, sí; pero no encuentro que ponga en ningún sitio que haya de hacerlo el Jueves Santo por la tarde. El lunes próximo os pasáis por aquí y los recogéis.
-Con todos los respetos, mi cabo -me envalentono yo-, pero es que nosotros estudiamos en Córdoba y nos vamos el domingo por la tarde en la Graells... Habíamos pensado llevarnos ya toda la documentación completa, más que nada para ahorrarnos un viaje.
-Y yo he pensado que no, que hoy no es día de trabajo administrativo, ¡estamos de acuerdo?
-A lo mejor el sábado... -tercia Frasqui con timidez-. Mire usted mi cabo, usted no nos conoce, pero somos buenos muchachos, somos seminaristas ¿qué más le podemos decir? Somos, además, sobrinos del que fuera subteniente Rivera en la comandancia de Córdoba... Yo mismo tengo muy buena relación con el capitán de la Guardia Civil de Lucena...
-¡¡He dicho que el lunes, coño ya!!! -Y ahora el hombre se enfureció de una manera que nos pareció desproporcionada-. ¿Qué os habéis creído, que podéis codearos con la autoridad, así como así? Ni hablar, niñatos intelectuales, que eso es lo que sois, unos niñatos, que por estar estudiando en la capital os creéis algo. Tan estudiados como sois podríais haber considerado un poquito que no son éstos precisamente días para papeleos. A mí me importa un comino vuestro tío, el capitán de Lucena y el Obispo de Roma. Anda, anda, salid de aquí echando leches.

A media mañana del Viernes Santo, mi padre me cogió por banda.
-Mira, José María, no te doy un sosquín por ser hoy el día que es... Parece mentira... -Era una fiera mi padre cabreado, a mis dieciocho años yo aún le temía-. La manera de comportaros con el cabo... Tanto estudio pa esto, ¡hay que ver! Una cosa que os dejamos que hagáis por vuestra cuenta... Y mira tú por dónde... ¡Qué vergüenza! Nos ha llamado el cabo y nos ha contado vuestra... osadía, por decirlo de alguna manera.
-Pero papa, que nosotros...
-Ni papa ni mama, niñatos mocosos es lo que sois todavía. Sí, mu buenas notas, pero sin un dedo de frente. ¡Las horas de ir a molestar al cabo, y ¡¡¡el Jueves Santo!!! ¡como si no hubiera más días en el año!!

Filípica similar padeció Frasqui por parte de su padre, aunque Blas era hombre bastante más comedido y prudente que mi progenitor. De manera que ambos, Frasqui y un servidor, pasamos un Viernes Santo de verdadera penitencia y arrepentimiento. Al día siguiente, Sábado de Gloria, después de la siesta, mi padre, ya totalmente calmado y cuerdo, me aborda con extraña amabilidad.

-Pásate por la casa de Frasqui, y os alargáis juntos al Cuartel. Os volvéis a presentar al cabo con educación, que ya os tiene preparados los certificados de buena conducta. ¡Demasiado bueno es el hombre!

Dicho y hecho. El Sábado Santo nos hicimos con los dichosos papeles.

Debieron de pasar años, varios años, para que nos enteráramos, Frasqui y yo, de los turbios acontecimientos que debieron vivir nuestros respectivos padres durante aquellas veinticuatro horas para conseguir los certificados. Un día de chochez, Blas se lo contó a Frasqui. "Niño, pos ná, ¿qué íbamos a hacer? Lo que se hace en estos casos, por un hijo, lo que haga falta. Cogimos el primo Juanillo y yo y nos alargamos al Cuartel para volver a hablar con el cabo. Sabíamos que era un hombre de trato áspero. Vestido de paisano, nos lo llevamos de compadreo al bar de la "Chorro", y luego, al del "Gordito", y luego al del "Mellizo". Lo jartamos de tapas, lo emborrachamos y nosotros con él, claro está. Y ya está. Así es como los hombres de bien arreglamos nuestras diferencias".

Hombres recios y duros, hombres de campo, curtidos al sol de la siega y al frío de la aceituna, enérgicos, iracundos a veces, pero siempre, y por encima de todo, padres. Nuestros padres.


Sed buenos.