miércoles, 12 de octubre de 2016

Despedida

Como podéis comprobar, estoy perezoso. Pero no es exactamente eso. Es que, como buen jubilado, tengo tantos frentes a los que atender que no me centro en la escribanía, en el contacto con vosotros, mis fieles seguidores. Y es que, como decía Cicerón: "Escribendi otium non est". Para el escritor no hay lugar para el ocio. Si te pones a escribir, escribes y abandonas lo demás. Y no, no puedo hacer eso. Mi padre, mi suegra, mi Lucas... me necesitan cada dos por tres, o soy yo quien los necesita a ellos, no sé. Luego resulta que los pensionistas tenemos una serie de obligaciones ligadas a nuestro nuevo estado como son la de acudir cada mañana al gimnasio y a la piscina, a mediodía hacer la compra en el mercado de Triana, estorbar en la cocina -pero con gracia- aprovechando posturas de indefensión de tu santa para meter mano y no precisamente en el frigo sino en lo calentito, dormir mi siesta reglamentaria, sacar cada tarde  a pasear a la perrita, visitar a los amigos cercanos... Por si faltara algo, este año me ha tocado ser presidente de mi comunidad. Somos la friolera de cinco vecinos, pero las cuentas son las cuentas, tú. Y no os cuento, en lo que va de mes, la de veces de ir al Corte Inglés a probarme mi traje de padrino de boda -mi Meli se casa el día 22 de los presentes-, o de acompañar a la Peque a su modisto a lo propio. Este es el panorama de mi vida actual. Y yo tan contento.

Pero hoy sí os voy a contar que ayer tarde mis compañeros y amigos del hospital me dieron un almuerzo de despedida. Yo me emocioné mucho, claro. Tuve que parar el discurso varias veces porque me atragantaba, me temblaba la voz y me amenazaron varios extrasístoles, esos saltos de pecho que como ríos encajonados e impetuosos van a dar en el mar de las arritmias. Pero la cosa no pasó a mayores. Mi mujer disfrutó más aún al comprobar en directo y con tanta cercanía el cariño de verdad de que soy objeto por parte de mi gente.
Aún reconociendo que se trata de un formato de fiesta más funcional e interactivo, no acaba de convencerme lo que tanto se lleva ahora, esto es, toda la comida de pié, cambiando de sitio en sitio, ora con éstos, ora con aquéllos... y tomándose uno los canapés a salto de mata. Canapés, dicho sea de paso, de mijitas ricas de alto diseño culinario, justo lo que cabe en una cuchara de las de jarabe, y donde siempre en estos casos falta lo sustancioso, el jamón y las gambas. No me hallo del todo. Comer es comer, ¡coño!, en su mesa de uno, como se ha hecho toda la vida de Dios, con entremeses variados y ricos, y luego un buen plato de cualquier cosa güena. Y su postre. No sé para qué se inventa la gente cosas raras cuando lo de siempre funciona. Será la modernidad. Acabaré acostumbrándome.

Y luego, ya sentados, eso está mejor, la proyección de las fotos de mi vida médica y doméstica, y las cálidas y cariñosas palabras de algunos de mis amigos. Los más viejos, claro. Han sido treinta y un años juntos, que se dice pronto.

Sin ser yo muy inclinado a este tipo de homenajes "póstumos" -soy más partidario de las herencias en vida, cosa que yo he tenido con creces- he de reconocer que tanto mi mujer como yo lo pasamos muy bien. Incluso mejor de  lo que esperaba, porque uno es la primera vez que recibe en carne propia este tipo de festolines, e iba algo tímido por la incertidumbre de cómo fuese a resultar aquello. Muy bien. Me sentí muy cómodo, como yo he sido siempre con todos ellos, y muy arropado. Me gustó mucho ver allí a la vieja y nueva guardia de Infecciosos, unidad que se segregó de la nuestra con motivo del Sida hace ya años, a antiguos residentes nuestros, médicos prestigiosos ahora en otro hospital, a residentes de primer año que apenas me conocen, a compañeros de otras especialidades afines con quienes he tenido arduo contacto... Y, en fin, a los míos de siempre, tanto de Valme como del Tomillar. Los residentes, os diré para vuestro conocimiento, son lo más preciado que tenemos los médicos. Al contrario que los maestros, que tardan años y años en recoger el fruto de su esfuerzo, nosotros los médicos en muy poco tiempo podemos comprobar cómo la simiente que con tanto esmero y abundancia hemos abonado y regado germina, florece y fructifica en nuevos especialistas que se convierten en casi clones nuestros, sólo que mejorados, muy mejorados.

Todo fue tan de mi agrado que ni siquiera me resultaron empalagosos los elogiosos discursos que me dedicaron mis amigos, primero por su justa brevedad, cualidad siempre de agradecer, y luego porque todo lo que dijeron de mí era verdad, yo lo sentía y lo siento como real. Nadie infló más de la cuenta el globo de mis méritos. Lo que es, es. Quizás Grilo se pasase un pelín, pero es que me quiere mucho. Tanto ellos como vosotros, que ya me vais conociendo, sabéis que no soy un tipo engreído sino que sencillamente tengo mi autoestima donde tiene que estar. Sin embargo, no me gustó del todo mi propio discurso, lo encuentro ahora demasiado encorsetado en lo correcto, demasiado formal, cuando la cosa se prestaba a la espontaneidad, la soltura y la hilaridad. Lo escribí hace ya unas fechas -aunque luego lo haya retocado- en las que quizás por mi propia inseguridad sobre el evento me revestí de una seriedad que no me corresponde. Bueno... a lo hecho, pecho. Esto no va a cambiar para nada las sensaciones tan emotivas y agradables que disfrutamos todos, especialmente mi mujer y yo, en una ocasión especial y única.

De manera que ya sabéis lo que hay. Ahora os escribiré menos por los motivos antes expuestos y porque me he quedado apenas sin materia prima, que eran mis enfermos. Pero algo irá cayendo.

Quedaos con Dios.