sábado, 7 de mayo de 2016

Las apariencias engañan

Ahora que estoy ya metido en años comprendo mejor la resistencia de mi padre a sentirse viejo, a ser considerado como un anciano. "Papa, vamos a tener que ponerte un pañal por la noches, que se te escapa un poquito la orina" -le recomienda con mucha sutileza mi hermana-. "Ni hablar -replica guasón-, ni que yo fuera un viejo caucón".

Nos cuesta admitir la evidencia ante los demás, o incluso ante nosotros mismos, de nuestro propio deterioro. Creo.

Sin embargo, considero que éste no es exactamente mi caso, al menos hasta ahora. He aceptado con gallardía las limitaciones que mi cuerpo y mi edad me han ido señalando. En su momento dejé las guardias médicas cuando advertí que superaban mi capacidad de aguante; cambié el tenis por el carril bici cuando lo de la primera taquicardia; he superado sin trauma alguno la merma sexual, el quedarme sin hueso en el pinganillo; y ahora estoy dispuesto a jubilarme un año antes de la edad reglamentaria. Soy de la opinión -posiblemente interesada- de que uno de los factores para un envejecimiento saludable es éste, el de la serena aceptación de motor y carrocería tal cual, sin tuneos ni remiendos excesivos.

Aún  pensando así, no es menos cierto que, por otra parte, la imagen que ofrecemos al mundo importa mucho a nuestra propia estima. Uno no es como cree ser sino como lo ven los demás. O como decía Heidegger, la realidad es un ejercicio de interpretación subjetiva. En ese sentido me considero una persona afortunada. Antes y también ahora. Mis días de hospital -para hacer entrega de los partes y, de paso, visitar mi consulta y a mis compañeros- me colman de optimismo. "Qué bien lo vemos", "Qué bien está usted", "Qué relajao se te ve hijoputa", "Estás como más guapo y esclarecío"... son algunos de los piropos que recibo de la gente, enfermeras, auxiliares, celadores, médicos y hasta algún que otro paciente que me reconoce al paso.

Eso es por fuera, la carrocería, que, como digo, es importante. Pero no sabemos cómo andamos de motor, bielas y engranajes hasta que no nos examinan por dentro. Mejor no saberlo. Uno de esos días de hospital fui a Rayos a hacerme una radiografía de caderas porque llevo más de un año renqueando con tendinitis, cojeras intermitentes, bastante rigidez y dificultad creciente para flexionarlas y abrocharme los zapatos. Con la cosa cardíaca, bastante más seria, he ido dejando lo otro para mejor ocasión. Y la ocasión se presentó el otro día, como digo. Cuando vi la radiografía en el ordenador no podía creer que fuese mía. Fui a la consulta de traumatología y el compañero que la vio creyó que la radiografía sería de mi padre. No daba crédito cuando lo saqué de su error, que era mía. Me explicó que tengo una artrosis demasiado avanzada de ambas caderas y que, tarde o temprano, acabaré con sendas prótesis. ¡La madre que parió!...

Y otras cosas que el traumatólogo no vio, pero que a mí no se me escapan: las arterias femorales superficiales, las pudendas y parte de las iliacas externas con todas sus paredes calcificadas, como cañerías viejas.

Momentos éstos inesperados y algo abrumadores en los que piensas, "Joer, la edad se me ha echao encima de pronto".

Es lo que hay. Las apariencias son muy importantes, sí señor. Pero ya sabemos que engañan. 

miércoles, 4 de mayo de 2016

Decíamos ayer...

Decíamos ayer... que estoy saliendo del pozo. Lentamente, pero es que esto es así. Hace dos meses ya de la intervención y no ha habido incidencias de importancia desde entonces. Es poco tiempo. Los primeros tres meses son clave en la predicción de eventos futuros. Os parecerá que exagero y quizás sea así, pero yo necesito ganar confianza y seguridad. Y para ello nada mejor que el tiempo.

Y en eso me hallo, en pasar el tiempo. Reconozco que nunca había disfrutado de tanto tiempo libre ni de la liberación espiritual que significa la ausencia de obligaciones laborales, la ausencia de disciplina. Uno, que no ha hecho en su vida otra cosa que trabajar, madrugar, comerse el coco, comer a la carrera, estudiar... y volver a madrugar, se encuentra extrañamente contento por desocupación. Curiosamente, y contra pronóstico, no echo en falta el hospital ni a mis pacientes. Es algo que me ha sorprendido gratamente. Descubrir que hay vida más allá del hospital, que se puede vivir sin agobios y sin trabajo, que, incluso, se vive mejor así. Cierto que recibo correos lacrimosos que también a mí me hacen sorber para dentro, pero los pacientes entienden la situación y la aceptan. Es ley de vida, y alguna vez tenía que llegar nuestra separación. Por otra parte, Ester, la médico que me ha sustituido, es persona de garantía, muy bien formada y, sobre todo, cariñosa con ellos.

Pero también extraño la provisionalidad de mi situación. Tanto desde el punto de vista clínico como del laboral. No estoy seguro de si estoy curado o si sigo siendo un enfermo. No lo sé. Cuesta despojarse del rol. Ya os digo que hace falta más tiempo. Quizás cuando deje tanta pastilla me sienta un nuevo hombre, un hombre sano como antes. Puede ser. Por otra parte, no soy un jubilado sino un rebajado -como dicen en mi pueblo-. Estoy aún de baja laboral -mi primera baja en treinta y seis años de oficio-. Y me siento algo incómodo pensando que puedo ser un parásito del sistema, yo que tanto he desdeñado a los absentistas. En fin... La Peque me consuela piadosamente, claro, amontonando en mi conciencia merecimientos que ni yo mismo recordaba. Es muy de agradecer.

Sea como fuere, el caso es que os tengo abandonados. En este transitar en busca de la salud y de la estabilidad emocional y laboral no me siento hábil para contaros otras cosas. Y tampoco deseo ser un Jeremías, lamiéndose constantemente sus heridas.

Sé que lo comprendéis. Poco a poco iremos retomando el terreno.

Bueno, hasta más ver.