miércoles, 12 de octubre de 2016

Despedida

Como podéis comprobar, estoy perezoso. Pero no es exactamente eso. Es que, como buen jubilado, tengo tantos frentes a los que atender que no me centro en la escribanía, en el contacto con vosotros, mis fieles seguidores. Y es que, como decía Cicerón: "Escribendi otium non est". Para el escritor no hay lugar para el ocio. Si te pones a escribir, escribes y abandonas lo demás. Y no, no puedo hacer eso. Mi padre, mi suegra, mi Lucas... me necesitan cada dos por tres, o soy yo quien los necesita a ellos, no sé. Luego resulta que los pensionistas tenemos una serie de obligaciones ligadas a nuestro nuevo estado como son la de acudir cada mañana al gimnasio y a la piscina, a mediodía hacer la compra en el mercado de Triana, estorbar en la cocina -pero con gracia- aprovechando posturas de indefensión de tu santa para meter mano y no precisamente en el frigo sino en lo calentito, dormir mi siesta reglamentaria, sacar cada tarde  a pasear a la perrita, visitar a los amigos cercanos... Por si faltara algo, este año me ha tocado ser presidente de mi comunidad. Somos la friolera de cinco vecinos, pero las cuentas son las cuentas, tú. Y no os cuento, en lo que va de mes, la de veces de ir al Corte Inglés a probarme mi traje de padrino de boda -mi Meli se casa el día 22 de los presentes-, o de acompañar a la Peque a su modisto a lo propio. Este es el panorama de mi vida actual. Y yo tan contento.

Pero hoy sí os voy a contar que ayer tarde mis compañeros y amigos del hospital me dieron un almuerzo de despedida. Yo me emocioné mucho, claro. Tuve que parar el discurso varias veces porque me atragantaba, me temblaba la voz y me amenazaron varios extrasístoles, esos saltos de pecho que como ríos encajonados e impetuosos van a dar en el mar de las arritmias. Pero la cosa no pasó a mayores. Mi mujer disfrutó más aún al comprobar en directo y con tanta cercanía el cariño de verdad de que soy objeto por parte de mi gente.
Aún reconociendo que se trata de un formato de fiesta más funcional e interactivo, no acaba de convencerme lo que tanto se lleva ahora, esto es, toda la comida de pié, cambiando de sitio en sitio, ora con éstos, ora con aquéllos... y tomándose uno los canapés a salto de mata. Canapés, dicho sea de paso, de mijitas ricas de alto diseño culinario, justo lo que cabe en una cuchara de las de jarabe, y donde siempre en estos casos falta lo sustancioso, el jamón y las gambas. No me hallo del todo. Comer es comer, ¡coño!, en su mesa de uno, como se ha hecho toda la vida de Dios, con entremeses variados y ricos, y luego un buen plato de cualquier cosa güena. Y su postre. No sé para qué se inventa la gente cosas raras cuando lo de siempre funciona. Será la modernidad. Acabaré acostumbrándome.

Y luego, ya sentados, eso está mejor, la proyección de las fotos de mi vida médica y doméstica, y las cálidas y cariñosas palabras de algunos de mis amigos. Los más viejos, claro. Han sido treinta y un años juntos, que se dice pronto.

Sin ser yo muy inclinado a este tipo de homenajes "póstumos" -soy más partidario de las herencias en vida, cosa que yo he tenido con creces- he de reconocer que tanto mi mujer como yo lo pasamos muy bien. Incluso mejor de  lo que esperaba, porque uno es la primera vez que recibe en carne propia este tipo de festolines, e iba algo tímido por la incertidumbre de cómo fuese a resultar aquello. Muy bien. Me sentí muy cómodo, como yo he sido siempre con todos ellos, y muy arropado. Me gustó mucho ver allí a la vieja y nueva guardia de Infecciosos, unidad que se segregó de la nuestra con motivo del Sida hace ya años, a antiguos residentes nuestros, médicos prestigiosos ahora en otro hospital, a residentes de primer año que apenas me conocen, a compañeros de otras especialidades afines con quienes he tenido arduo contacto... Y, en fin, a los míos de siempre, tanto de Valme como del Tomillar. Los residentes, os diré para vuestro conocimiento, son lo más preciado que tenemos los médicos. Al contrario que los maestros, que tardan años y años en recoger el fruto de su esfuerzo, nosotros los médicos en muy poco tiempo podemos comprobar cómo la simiente que con tanto esmero y abundancia hemos abonado y regado germina, florece y fructifica en nuevos especialistas que se convierten en casi clones nuestros, sólo que mejorados, muy mejorados.

Todo fue tan de mi agrado que ni siquiera me resultaron empalagosos los elogiosos discursos que me dedicaron mis amigos, primero por su justa brevedad, cualidad siempre de agradecer, y luego porque todo lo que dijeron de mí era verdad, yo lo sentía y lo siento como real. Nadie infló más de la cuenta el globo de mis méritos. Lo que es, es. Quizás Grilo se pasase un pelín, pero es que me quiere mucho. Tanto ellos como vosotros, que ya me vais conociendo, sabéis que no soy un tipo engreído sino que sencillamente tengo mi autoestima donde tiene que estar. Sin embargo, no me gustó del todo mi propio discurso, lo encuentro ahora demasiado encorsetado en lo correcto, demasiado formal, cuando la cosa se prestaba a la espontaneidad, la soltura y la hilaridad. Lo escribí hace ya unas fechas -aunque luego lo haya retocado- en las que quizás por mi propia inseguridad sobre el evento me revestí de una seriedad que no me corresponde. Bueno... a lo hecho, pecho. Esto no va a cambiar para nada las sensaciones tan emotivas y agradables que disfrutamos todos, especialmente mi mujer y yo, en una ocasión especial y única.

De manera que ya sabéis lo que hay. Ahora os escribiré menos por los motivos antes expuestos y porque me he quedado apenas sin materia prima, que eran mis enfermos. Pero algo irá cayendo.

Quedaos con Dios.

martes, 13 de septiembre de 2016

En la piscina

Bueno, pues ya de vuelta de mis vacaciones os contaré una de éstas mis primeras anécdotas de jubilado. Por cierto, he descubierto que en el status de jubilado las vacaciones -al uso de antes- se hacen más duras y sufridas que cuando estaba uno en activo. Será que ahora ya no se cogen con las mismas ganas, claro, como estamos siempre tan descansados...

Como todo buen jubilado que se precie, por las mañanas tengo gimnasio, programado y ordenado por mi señora. No hay más que hablar: gimnasio. Incluye bici estática, pilates, aquayim y piscina, que se ha enterado ella que esas cosas son lo mejor para mis caderas. Creo que lo más adecuado en este nuevo estado de vida es dejarse hacer, dejarse llevar. Y yo así lo vengo haciendo.

En la sala de máquinas está uno más entretenido. Mientras pedaleas a tu ritmo te pierdes un poco y te distraes entre las noticias de las pantallas televisivas y los culos apretaos de las gachises -y señoras, eh- que se te ponen por delante.

La piscina es más aburrida. En mi hora no hay más que tullidos, calvorotas renqueantes (como servidor) y mujeres mayores acartonadas, amojamadas. Con todo, muchas de estas personas aparentemente limitadas nadan bastante más aprisa que yo. Naturalmente, me pongo siempre en el carril de lentos para no molestar. Allí tengo un rinconcito donde me refugio para realizar mis ejercicios en solitario: saltitos, flexiones de caderas, extensiones y abducciones, bicicletas... en fin, todo lo que me dicen.

Hoy, mientras me encontraba afanado en ello, una mujer, de éstas que digo mayores, me pide permiso para pasar a mi calle.
-¿Puedo pasar?
-Por favor, claro que sí, adelante -le respondo yo todo solícito y amable.
-No, lo decía -se pone la pobre- por si usted se pusiese a nadar, que no me pillara por medio.
-Ah, ¿por eso? No, mujer. Ya no es como antes. Aunque me tirara a nadar y le cayera encima hace tiempo que dejé de ser un hombre peligroso.

Y la mujer se echó a reír.
-Nunca se sabe - me decía mientras se iba para el Aquagym-. Con los hombres nunca se sabe.

domingo, 31 de julio de 2016

De vacaciones

Amigos: me despido de todos vosotros hasta septiembre.

Entre Sevilla, Palenciana y Benalmádena pasaré el tórrido agosto. Triana me ofrecerá tranquilidad y calor, muncho calor; el pueblo me va a dar familia y bullicio de feria; y en la costa me aguarda el don más preciado: mi Lucas con su media lengua.

Felices vacaciones a todos.

jueves, 21 de julio de 2016

... Y Yolanda

Lo de Yolanda es punto y aparte. 
Nunca he vivido una situación parecida: aguantar ocho largos meses sin poder aclararme con una enfermedad desconocida y tener el diagnóstico a una semana vista de la muerte de la paciente, cuando ya nada era posible. Puedo decir sin tapujos que mi querida Yolanda ha sido el fracaso más estrepitoso de mi vida profesional. Y también diré que, por contra, su marido me tiene en los altares, me wassaptsea y me felicita por Navidad.

Y ha tenido que tocarle a una mujer que era un ángel. Sí; una mujer joven (no llegaría a los cuarenta), tiposa, elegante y de trato agradable; de estas personas que no saben quejarse, que todo es agradecimiento y dulzura. Confiaba en mí por encima de todos y de todo, y eso duele más todavía. Durante uno de sus muchos ingresos, en octubre del 14, coincidió el nacimiento de mi Lucas. Me tenía preparado un pelele de punto que se había trabajado en las largas tardes de hospital. Agonizante, en los primeros días de enero del 15, aún sacaba fuerzas para sonreírme. Sinceramente, no creo ser merecedor de tanta confianza ni de tanto cariño por parte de alguien a quien has fallado. Y su marido otro hombre santo de los que pocos han de quedar en la faz de la tierra. Eran, ellos dos y un hijo de doce años, una familia feliz, como tantas otras. Hasta que sobrevino la desgracia.

Su enfermedad comenzó por mayo del 2014. Desde el primer momento de la primera consulta aquello olía a algo serio. Y, a fin de no perder tiempo, acordé con ella y con su marido ingresarla. Desde ese momento hasta su muerte, ocho meses más tarde, la pobre permaneció muchos más días en el hospital que en su casa, a lo mejor dos meses ingresada y dos semanas en casa, una proporción así. Yo podía explayarme con ella solamente cuando venía a la consulta; mientras estaba ingresada era seguida por otro compañero de planta con quien me reunía muy frecuentemente para consensuar juntos las actuaciones. Estábamos fritos. Achicharrados. Desde el principio sospechábamos ambos que Yolanda padecía un Linfoma gástrico muy agresivo y raro. Pero no podíamos demostrarlo. A lo largo de su enfermedad fue intervenida en dos ocasiones para manejar in situ el estómago y los intestinos: las biopsias fueron negativas. Se realizaron en ella tres endoscopias gástricas: las biopsias, negativas para tumor. Se sospecha más bien una forma rara de vasculitis sistémica. Se le realizaron sendas biopsias de ganglios linfáticos en el cuello: negativas para tumor y para linfoma. Tuvimos sesiones clínicas con los cirujanos -con nuestra intención de volver a operarla- y con los patólogos -a fin de que revisasen otra vez las distintas biopsias. Nada. Los cirujanos, con toda lógica, no creyeron oportuno someter a la paciente al riesgo de una tercera intervención cuando al parecer ya podíamos tener un diagnóstico alternativo, el de la vasculitis sistémica. Los patólogos revisaron las muestras, y no sólo éso, sino que las enviaron al departamento de Anatomía Patológica del Virgen del Rocío, por si allí veían algo más. Nada. Negativo para Linfoma. Desesperados por la ausencia de diagnóstico y por la mala evolución de la paciente, Carlos Alonso y yo decidimos poner tratamiento como si fuese una vasculitis sistémica, lo único que teníamos. Todos salimos contentos. Yolanda empezaba a mejorar. Eso le permitió estar al menos dos meses seguidos en su casa: Julio y Agosto. Respiramos todos, ojalá sea eso, una vasculitis; grave, pero curable. Falsa ilusión: volvió a ingresar en septiembre y ya no salió del hospital hasta el día 4 de enero del 2015, con los pies por delante. A últimos de diciembre presentó una hemorragia digestiva alta -una más-, y esta vez la endoscopia mostró un gran tumor cuyo diagnóstico fue terrible: Linfoma gástrico de muy alto grado.
Se nos vino el alma al suelo. ¿Cómo es posible que este hijoputa de tumor nos haya engañado todo el tiempo, que no haya salido antes en las distintas biopsias, que no se haya dejado ver en los TAC realizados...? Ya qué más daba; el daño estaba hecho. A la carrera, los hematólogos empezaron un tratamiento con quimioterapia muy agresiva, de perdidos al río. Pero ya no fue posible. Su estómago estaba destrozado y vimos, por primera vez, metástasis en el hígado. Alea jacta erat.

Y uno se pregunta luego una y otra vez qué podíamos haber hecho que no hiciésemos. Y se te ocurren barbaridades nacidas desde la frustración más absoluta: que tendríamos que haberla operado antes por tercera vez, o que hubiéramos iniciado tratamiento quimioterápico aún sin diagnóstico certero de linfoma, o que... qué sé yo. Eso desde el punto de vista médico-científico. Desde el punto de vista humano no tengo la más mínima queja de nuestro comportamiento con ella y con su marido. Todo fueron atenciones, mimos, consejos, información al detalle cada día haciendo partícipe al esposo de nuestras dudas y cuitas, y siendo él mismo consciente y testigo de nuestras dificultades y problemas en el manejo de su mujer, una mujer, como digo, única. Muchos días, muchos, casi todos, al terminar mi consulta subía a planta a ver a Yolanda. Yo sabía que solo con verme se le cambiaba la cara. Y solía canturrearle esa canción antigua de Luis Eduardo Aute que dice: Yolanda, Yolaandaaa... Eternamenteee Yolanda.

Yolanda querida: nunca olvidaré tus manos finas y cariñosas ni tu mirada azul esperanza.

Otras muescas...

Matilde fue la primera paciente de Valme cuyo diagnóstico y manejo se me resistieron largamente. 
Yo tenía entonces treinta y tres años, me encontraba pletórico de ganas, de energía, de autoestima profesional. Mis historias clínicas y mis diagnósticos producían admiración no sólo entre los miembros de mi servicio sino en todo el hospital. Un peldaño por debajo de Nicolás Peña, número uno indiscutible, me consideraba el médico más intuitivo y talentoso de Valme. Dicho sea con toda franqueza y humildad. Y me rebelaba contra la enfermedad de Matilde que se me escabullía una y otra vez.
Matilde era una mujer de unos cincuenta años por entonces, jovial, dicharachera y picante en cuya cara y ojos tan expresivos quedaban aún rescoldos de una belleza gitana muy sensual. Era viuda -su marido había muerto años antes de un cáncer de hígado- y tenía dos hijas y un varón.
Su enfermedad estaba siendo un auténtico rompecabezas para todo médico que se le acercara. Había visitado ya a otros internistas del Virgen del Rocío, del Macarena y a otros privados. No había diagnóstico. A lo más que se había llegado era a que tuviese una enfermedad auto inmune llamada síndrome seco. Pero eso no explicaba todo el complejo sintomático que ella presentaba. Necesariamente debería haber algo más que se nos ocultaba. Por aquellos tiempos todo lo raro acababa cayendo en mis manos. Y así fue con Matilde. Descubrí que tenía lo que entonces se denominaba una hepatitis crónica activa, posiblemente autoinmune, hepatitis lupoide (el virus de la hepatitis C, que era el suyo, no se descubriría hasta dos años más tarde, en 1988). Una vez que los clínicos, pasados varios años, nos familiarizamos con las distintas patologías que podía producir el dichoso virus de la hepatitis C pude terminar felizmente el diagnóstico definitivo: una infección crónica por el virus C que, además de hepatitis, se complicaba con una vasculitis crioglobulinémica afectando a la piel y a los riñones. Hasta hace muy poco, este síndrome era muy penoso de tratar.
Mi relación con Matilde se prolongó al menos diez años, éramos casi familia, sus hijos me trataban con total camaradería. Pero el curso de su enfermedad tan inexorable como impío nos iba agotando a todos. No había tratamiento eficaz. Empleaba corticoides e Interferón, lo protocolizado entonces. Desarrolló muchos efectos secundarios del Interferón, todos los posibles, de manera que fue necesario interrumpir el tratamiento en muchas ocasiones. Cogió una depresión de caballo y presentó crisis epilépticas. Las largas temporadas sin tratamiento le activaban la enfermedad en los riñones y en la piel...Volvíamos al Interferón... regresaban las complicaciones... Un sin vivir. Hasta que finalmente, hastiada ella misma de enfermedad y de hospital, le convino una hemorragia cerebral que resultó fatal.

Pobre vida y mala muerte la de Matilde. Para que veáis cómo son las cosas: años más tarde de su muerte he tenido a otra paciente, Rosa S.D., con la misma enfermedad. Durante mucho tiempo, Rosa rechazó el tratamiento por miedo a los efectos secundarios. Y la enfermedad fue progresando, en este caso, con afectación del sistema nervioso central, de manera que se estaba quedando paralítica, parecido a la esclerosis múltiple. Para Rosa y para tantas otras personas el descubrimiento del nuevo antiviral contra el virus C ha supuesto la salvación que a Matilde se le negó. Rosa está curada. Algo milagroso.
La ciencia, que avanza una barbaridad, tardó dos siglos en controlar la Tuberculosis. Y sólo treinta años en erradicar al hijoputa del virus C de la hepatitis. ¡Viva la Ciencia!



Luego vino Jerónimo Lozano, aquel hombre bondadoso y valiente cuya enfermedad evasiva y mortal os describí en el capítulo de "Arma virumque cano". Y luego Dolores Sánchez, una mujer a quien resucitamos de una parada cardíaca para que luego siguiera una vida de sufrimiento propio y de sus cercanos por mor de una enfermedad intratable. Y Rosario, una verdadera pena, una chica de apenas 19 años, guapísima, monísima, que tiene una enfermedad genética pero muy benigna. Y sin embargo, ella se empeña en seguir mala y mala, todos los días mala, sin que ni otros compañeros ni yo le encontremos nada. Es muy posible que tenga fibromialgia, esa enfermedad penosa y puñetera que fastidia tanto a algunas mujeres jóvenes y que tanto rechazo produce en el cuerpo médico, no se bien por qué.

Y luego, ya a lo último, Yolanda... eternamente Yolanda.

martes, 19 de julio de 2016

Algunas muescas en mi revólver

Es un hecho contrastado que la edad -la mucha edad- invita a fantasear con la historia propia. Normalmente, en positivo. La gente provecta gusta de contar triunfos, vamos, las famosas batallitas de la mili que todavía repite mi padre como si fuese la primera vez que nos las cuenta. Y los médicos no sólo no somos una excepción al respecto sino que probablemente seamos de los principales exponentes de tal costumbre. He tenido de pacientes a varios médicos ya mayorcitos que en cada visita nos amenizaban la consulta a mis estudiantes y a mí con sus historias de magia médica. Don Manuel Quintana, pediatra de toda la vida de la gente de Peñarroya, nos impresionaba a su hijo Paco y a mí, ávidos aprendices de tercero de medicina, todo el tiempo que hiciese falta con relatos épicos de niños salvados in extremis y otras heroicidades como requisito previo e insoslayable antes de soltarle a su hijo único y consentido la sustanciosa paga mensual, de la que yo -dicho sea en su desagravio- también me beneficiaba. Ni siquiera el gran don Ricardo López Laguna, mi primer gran maestro médico, podía sustraerse al poder de la autofantasía y la autoafirmación. Debe ser, pues, cosa de humana natura.

No debo ser yo viejo del todo aún, puesto que las "batallas" que se me vienen ahora a la memoria de una manera espontánea no son las bonitas ni las triunfales, que haberlas las ha habido, sino aquéllas otras malogradas. Es curioso. Me retiro del ruedo médico satisfecho con la labor realizada a lo largo de treinta y siete años muy productivos. He sabido, creo, manejar el capote para disuadir, la muleta para orientar y el estoque para convencer. Con una sabiduría muy particular, la mía. Mi parte, mi misión, la tengo por bien cumplida. La mayor parte de las veces mi revólver ha disparado con acierto abatiendo el dolor, el sufrimiento, la angustia y la incertidumbre de muchas personas. Ese don me acompañará hasta la tumba. Sin embargo, ahora, en esta transición larga a la jubilación, se me hacen muy presentes las muescas que veo en mi revólver por cada paciente en quien no supe o no pude conseguir el objetivo deseado, por cada uno de los enfermos que se me torcieron, por cada bala que se perdió fallida... Y os traigo a colación sólo aquellas muescas más significativas. No se trata de pacientes que acabaran falleciendo. La muerte natural por enfermedad avanzada o incurable es algo totalmente asumido por mí. No; se trata de enfermos a quienes, independientemente del desenlace final -algunos siguen vivos-, no he sabido darles con la tecla, no he podido diagnosticarlos adecuadamente o tratarlos con acierto. Y por ello han sufrido más de la cuenta. O han muerto antes de que les tocara.

Algunos pocos casos malogrados en toda una vida profesional no es ná, diréis algunos. Bueno, se agradece. Pero seguro que son más. Nuestro cerebro posee una habilidad protectora de nuestra autoestima para silenciar, esconder o justificar aquello que considera de difícil digestión. Pero aún siendo "solamente" ésos, siguen pareciéndome muchos. Se trata de vidas truncadas, de familias desgraciadas, de personas desheredadas de la fortuna, en las que yo he sido parte activa de su infortunio. Es inevitable, va en el oficio, ya lo sé; todo médico esconde más de un muerto en el armario de su conciencia. Todo eso es verdad. Pero pesa.






No puedo recordar su nombre. Era un hombre de mediana edad, congestivo y triponcete. Entra en mi consulta de urgencias en una camilla de ruedas empujada por un celador. Son las cuatro de la mañana. El hombre viene asfixiado vivo; Lucy, una enfermera lucentina la mar de despabilá, la que más trucos médicos nos enseñaba a los residentes primerizos, ya le tiene puestas las gafas nasales con oxígeno y le está cogiendo una vía venosa. Rápido, José Maria, me espeta, este hombre viene en edema agudo de pulmón, quizás deberías llamar a la UCI. Uno, residente de segundo año que ya se ha ganado una cierta vitola de médico resolutivo y eficaz, se resiste a pedir ayuda tan pronto. Para más inri, acababa de enviar a la UCI, minutos antes, a una chica joven con una meningitis de las graves, de ésas que cubren el cuerpo de moratones en nada de tiempo. Y no deseaba importunar otra vez, tan seguido, a Paco Dios, el intensivista de guardia. La chica se salvó, en parte por mi perspicacia clínica y haber iniciado de inmediato la administración de antibióticos. Pero este hombre las pasó canutas, quizás por mi demora en la petición de auxilio. A pesar del oxígeno, la morfina, el Seguril a chorros y la Nitroglicerina en perfusión, el paciente no mejoraba. Se nos moría en la consulta. Llamé entonces, urgente, al cardiólogo de guardia, a la sazón Suárez de Lezo. Éste, totalmente solícito conmigo, se encargó de meter al paciente en la UCI. Luego, vino a verme Paco Dios, a decirme que ambos pacientes, la chica y el hombre, iban evolucionando bien, y que en adelante no tuviera ningún reparo en pedir ayuda aunque fuera de madrugada y tan seguido, que las guardias son así, que las hay que no das palo al agua, y otras en que no paras.
Este caso me enseñó muchísimo. Hasta entonces yo me creía autosuficiente para resolver todo lo que cayera en mis manos. Comprendí de sopetón que la seguridad del paciente está por encima de mi pedantería o de mi bienquedar. Aprendí a aprender los consejos de las enfermeras viejas -no necesariamente de edad, sino de experiencia-, cosa a la que todavía hoy se siguen resistiendo los residentes de primer año, serán tontos! Y me empapé de la sabiduria reposada de aquellos médicos del Reina Sofía de los años ochenta.




Tampoco puedo recordar el nombre de este otro hombre de Alcaracejos que acudió por su propio pie a las Urgencias recién estrenadas del hospital de Pozoblanco para morir al poco rato. Uno de estos casos desgraciados que te impactan para toda la vida.
Hablamos del verano de 1985. Mi Meli aún no había cumplido un añito. Desde abril de ese mismo año un grupo compuesto por ocho médicos especialistas recién terminados y otras tantas enfermeras del Reina Sofía fue destinado a Pozoblanco con el objetivo de poner en marcha el hospital y que estuviera en pleno funcionamiento antes de las fiestas de septiembre, no fuera a repetirse lo de Paquirri un año antes. Aquello era una verdadera familia. El Director, mi amigo y compañero Laín; la Directora de enfermería... ¡la Peque! Hacíamos todos de todo, desembalamos mobiliario, habilitamos las consultas, transportábamos camas y enseres de habitaciones, ayudábamos a los carpinteros, fontaneros y electricistas... Como aún no había enfermos nuestra misión consistía en ayudar en todo lo que hiciese falta y en orientar en los aspectos decorativos y funcionales de consultas, Urgencias y plantas de hospitalización. Comíamos todos juntos en la fonda Damián, y, aunque teníamos pisos o apartamentos alquilados, en más de una ocasión nos quedábamos a dormir en el hospital. Unos meses maravillosos. Con treinta años uno puede con todo.
Por junio se abrieron las consultas externas y las Urgencias. Al segundo día de la apertura me tocó guardia. Para ser mi primera guardia resultó la mar de movida. Por la mañana vino un hombre con una hemorragia digestiva alta en muy malas condiciones. Antonio Naranjo, especialista de Digestivo, acudió enseguida a mi llamada, le hizo una endoscopia, le quemó cuanto pudo de sitios que sangraban en el estómago, y lo derivamos en ambulancia al Reina Sofía para que lo operaran. Nos enteramos luego de que todo fue bien.
El hombre del que os hablo llegaría sobre las cinco de la tarde. Entró en la sala por su pie, como perico por su casa. Aportaba un EKG y venía diciendo algo así como que me manda mi médico porque llevo tres o cuatro días con un dolor en el pecho, algo de destemplanza y tos. Me ha hecho este EKG y quiere que lo veáis. Veo el electro y me parece claramente una pericarditis aguda. José Miguel Laín, que aún andaba por allí, lo corroboró conmigo. Exploré al paciente y no encontrando nada que me llamase la atención lo derivé a la sala de rayos con un celador para que le hiciesen una RX de tórax. Estando en dicha sala desarrolló una parada cardíaca y se murió, el tío. Traído en volandas hasta las Urgencias, José Miguel, el personal de enfermería y yo nos empleamos hasta quedar exhaustos en las tareas de reanimación. No fue posible. Nuestra desesperación fue aún mayor porque tardamos más de lo debido en poner en marcha un desfibrilador nuevo, llegado el día de antes, cuyo funcionamiento aún desconocíamos. Fue un mazazo terrible. Segundo día de Urgencias y un muerto. Lo más probable sería que el paciente hubiese tenido un infarto de miocardio. En ocasiones es difícil distinguir en el EKG una cosa de otra. Otras veces, aún, se puede producir una pericarditis post infarto (se denomina síndrome de Dressler), o incluso, más raro, un derrame pericárdico por rotura del ventrículo.
Aunque impresionados por cómo ocurrió todo, este caso no hizo mella en nuestra estima profesional. Éramos conscientes de que en cualquier otro sitio en que hubiese sido atendido el desenlace hubiese sido idéntico. La familia así lo entendió e incluso nos expresó su agradecimiento por ver nuestro empeño y por considerar que al menos el paciente había muerto bien atendido. Si hubiesen decidido tirar para Córdoba hubiese muerto en el camino. Esa idea les consolaba algo.


Lo dejo aquí para no cansaros mucho. Seguiré más adelante con las otras muescas.








lunes, 6 de junio de 2016

Jubilación anticipada

Las reflexiones que siguen, mis queridos amigos, tienen en quien las escribe, un servidor, su primer y principal destinatario. Las comparto con vosotros con mucho gusto. Pero, insisto, necesito repensarlas y escribirlas para mí.

¿Por qué adelanta su jubilación el doctor Rivera?

La respuesta rápida -y quizás acertada- es: se ha acojonado tanto después de sus brotes de arritmia que no quiere someter a su corazón a la tensión que imprime a su trabajo ni echar más cal a la dureza de sus coronarias Otra, no menos cierta: sin deudas ni hipotecas y con su única hija trabajando y cobrando de la "Olla grande" no tiene necesidad de más dinero. Aún otra más: desea dedicar su tiempo a malcriar a su nieto Lucas.

Pues sí. Podríamos quedarnos ahí y ya está. Pero me gusta profundizar en las cosas. Antes que médico fui seminarista y estudiante de filosofía. Me gusta hurgar y rehurgar hasta llegar al tuétanos de los asuntos. Y aún a sabiendas que en nuestra conducta habitual y en la toma de decisiones manda más el sentimiento que la razón, el corazón que el cerebro, voy a intentar ordenar de una manera razonable mis criterios al respecto.

Hasta hace tres años la anterior pregunta carecería de sentido. Me sentía completamente identificado con mi hospital, mis pacientes y mi trabajo. A través de este blog vosotros habéis sido fidedignos testigos de lo que afirmo. Cansado, es verdad, me costaba echar abajo la jornada, pero contento y satisfecho. Cansado, es cierto, pero con tiempo vespertino para la recuperación completa. Cansado, no voy a negarlo, pero con ganas renovadas cada nuevo día. Quizás coincidiendo con la ampliación de jornada laboral -la maldita media hora de Rajoy- por la que debíamos trabajar una tarde a la semana, quizás porque los años no pasan en balde, quizás por... desde entonces, el cansancio, creo, ha ido pudiendo, hasta derrotarlos, con los otros factores compensatorios.

Por lo tanto, creo de verdad que el cansancio acumulado de tantos años de oficio ha podido ser un elemento de primer orden a la hora de hacer balance, de repasar los pros y los contra. De manera que antes del comienzo de la tormenta de arritmias acaecida en febrero de este año ya estaba barajando la posibilidad de jubilarme de forma anticipada. Esto último, lo de las arritmias, no ha hecho otra cosa que precipitar una decisión que venía madurando de un tiempo a esta parte.
Quiero entender que en la génesis de mi cansancio han influido diversos factores. Voy a intentar exponerlos con la mayor claridad que pueda.

La dedicación a mi trabajo ha sido absoluta. Desde chico, cuando abandoné Palenciana para irme a los Ángeles, no he hecho otra cosa que estudiar y trabajar. Alumno brillante y aventajado tanto daba en el seminario como en la Facultad, he ido ascendiendo por todo el escalafón médico posible -estudiante, alumno interno, médico general, residente, médico adjunto, jefe de sección, jefe de servicio y profesor universitario- sin otro aval que mi esfuerzo y, quizás, mi talento; he vivido el hospital como algo propio, me ha dolido, me duele mi hospital; me he implicado en cualquier nuevo proyecto de una manera personal, directa y ejemplarizante, esto es, dando yo el primer paso... y el segundo y el tercero; he tutorizado a muchas hornadas sucesivas de estudiantes de medicina y de residentes médicos que, ya hoy personas de bien, me alivian cuando me los encuentro por la calle recordándome casi de carrerilla mis cansinas recomendaciones de siempre, esto es, que no nos hacemos médicos para ganar dinero, hacer negocio, conseguir prestigio o posición social, ni siquiera tampoco para aprender mucho y ser unos cracks en determinada materia, sino justamente para servir y entregarnos a nuestros pacientes; he... qué sé yo. Echando ahora la vista atrás veo que mi vida de adulto ha pivotado sobre estos dos factores que la han impregnado de una manera transversal: estudio y trabajo.

No ha sido menos la implicación con mis pacientes. Mis propios compañeros me tachan de tratar a mis pacientes como si fuesen familiares míos. Es cierto. Siempre he perseguido ofrecer a los usuarios de nuestro sistema público una atención personal y personalizada, a decir de ellos mismos, como si fuesen a mi consulta privada, cosa que nunca he tenido. Es mi forma de vivir este bendito oficio. Hace unos días, estando en una de mis revisiones en el hospital, me tropecé en el pasillo con una paciente antigua. Estaba enterada de lo mío y de que me iba a jubilar. Después de darme un abrazo me suelta una frase que resume lo que quiero deciros: "Es que usted, doctor, se toma demasiado a pecho nuestras cosas". Tomarse a los pacientes demasiado a pecho. Siempre me ha pasado. No sé trabajar de otra manera. No sería capaz de ser un poco pasotilla, de dejar las cosas que sigan su curso natural, de pasarle el mochuelo a otro compañero, de hacer como quien no ha visto ná. Y no siempre el esfuerzo y el trabajo por denodados que sean garantizan el éxito. No todo son flores. Y menos en mi oficio. He tenido errores y sufrido grandes fracasos, como cualquier médico. Naturalmente, los que más me han afectado han sido las muertes de mi madre y de mi hermana Josefa, la una, natural por edad y enfermedad; la otra, inaceptable por injusta y precipitada. Pero soy un convencido de que cualquier trabajo realizado con dedicación y entrega engrandece a quien lo cumple. Si yo soy un tío grande sin duda alguna se lo debo a mi trabajo. Mi trabajo me engrandece, mis pacientes me engrandecen.

Y me siento cansado, más que cansado, exprimido. En estos meses que llevo de baja he tenido esa impresión: haber quedado exprimido, no poder dar más de mí. Han sido treinta y siete años a tope. Sí.

Luego están las circunstancias, que diría Ortega. A los que ya tenemos una edad el actual entorno laboral sanitario se nos atraganta. Ya hemos hablado en otras ocasiones de este tema. La gente nueva no ha conocido otra cosa que esto y, además, se encuentra presionada y obligada por la precariedad de los contratos. No tiene más remedio que aguantar. Y no sólo eso: posee mucho más dominio que nosotros sobre la tecnología, los medios audiovisuales y la informática que son los pilares, al parecer, de la medicina moderna y del conocimiento científico en general. Nosotros, los viejos, echamos de menos muchas cosas de la medicina que conocimos en nuestro esplendor. No aceptamos de buen grado pasar mucho más tiempo delante de un ordenador que a la cabecera del enfermo, aún reconociendo lo valioso de la historia clínica informatizada; nos sonrojamos de vergüenza ajena cuando el paradigma sagrado de la calidad se ha reducido a objetivos exclusivamente contables; nos rebelamos -aunque inútilmente- ante imposiciones, sinsentidos y arbitrariedades diversas; protestamos -para nada- cuando nos vemos obligados a realizar tareas administrativas o de otra índole no médica; denunciamos en los despachos de los gestores -sin éxito, naturalmente- la ampliación unilateral de la cartera de servicios sin el consiguiente aumento en el recurso correspondiente... Nada, al final entramos por todas. Muy lejos de lo que piensa la gente de a pie, los médicos somos muy poco corporativistas. Cada uno a lo suyo. Pero es preocupante esta situación. Los hospitales públicos mantienen en nómina a un montón de personas de mi edad que ya se encuentran, como servidor, agotadas, exprimidas. Contando los meses para la jubilación anticipada. Como en la mili. Y, por lo que yo conozco, quien aguanta hasta los sesenta y cinco o, incluso, pide prórroga -que los hay-, no lo hace, como uno quisiera imaginar, por amor al arte o a la profesión, sino por necesidad. Pura necesidad económica.

Por otra parte, está la visión optimista y positiva, que también la tengo. Esto es, se acaba un ciclo y empieza otro nuevo. Con los años uno aprende que es verdad esto de los ciclos. Y en mi caso yo encuentro que la época más productiva ha sido desde los treinta a los sesenta años. Y si el cuerpo no aguanta más al nivel acostumbrado, lo juicioso es abandonar. Nuestro cuerpo nos envía señales de una manera periódica, avisos en formatos diversos, que si mareos, dolor de cabeza, de espalda, desánimos, tristezas, malhumor, desgana, inapetencia... El caso es que, sometidos a la vorágine de nuestra vida hiperactiva, en muchas ocasiones no sabemos leerlas o no nos paramos a interpretarlas. Yo mismo me he mostrado ciego y sordo ante muchos de estos signos corporales. Y ha tenido que ser la Peque, cual fiel y sagaz Lazarillo, quien haya sabido guiarme en la toma decisiones muy difíciles para mi cerebro de piñón fijo, decisiones que, con el paso del tiempo, resultaron totalmente acertadas. Así ocurrió cuando dejé de hacer guardias, o cuando dimití de mi puesto de jefe de sección, o cuando, más reciente, hemos cambiado de residencia, por poner sólo ejemplos muy significativos. La señal de ahora, la de las arritmias, ha sido demasiado enérgica y clamorosa como para no escucharla.

Sí, se acaba mi ciclo de médico. Por agotamiento. Lo acepto. Sin mal rollo ni nostalgia. Creo haber cumplido mi doble misión, la de ser un buen médico y la de enseñar a otros a serlo. Me encuentro completamente satisfecho, sin petulancia. Y preparado y dispuesto a disfrutar de este nuevo y apasionante ciclo vital que me espera.

Un abrazo a todos.

sábado, 7 de mayo de 2016

Las apariencias engañan

Ahora que estoy ya metido en años comprendo mejor la resistencia de mi padre a sentirse viejo, a ser considerado como un anciano. "Papa, vamos a tener que ponerte un pañal por la noches, que se te escapa un poquito la orina" -le recomienda con mucha sutileza mi hermana-. "Ni hablar -replica guasón-, ni que yo fuera un viejo caucón".

Nos cuesta admitir la evidencia ante los demás, o incluso ante nosotros mismos, de nuestro propio deterioro. Creo.

Sin embargo, considero que éste no es exactamente mi caso, al menos hasta ahora. He aceptado con gallardía las limitaciones que mi cuerpo y mi edad me han ido señalando. En su momento dejé las guardias médicas cuando advertí que superaban mi capacidad de aguante; cambié el tenis por el carril bici cuando lo de la primera taquicardia; he superado sin trauma alguno la merma sexual, el quedarme sin hueso en el pinganillo; y ahora estoy dispuesto a jubilarme un año antes de la edad reglamentaria. Soy de la opinión -posiblemente interesada- de que uno de los factores para un envejecimiento saludable es éste, el de la serena aceptación de motor y carrocería tal cual, sin tuneos ni remiendos excesivos.

Aún  pensando así, no es menos cierto que, por otra parte, la imagen que ofrecemos al mundo importa mucho a nuestra propia estima. Uno no es como cree ser sino como lo ven los demás. O como decía Heidegger, la realidad es un ejercicio de interpretación subjetiva. En ese sentido me considero una persona afortunada. Antes y también ahora. Mis días de hospital -para hacer entrega de los partes y, de paso, visitar mi consulta y a mis compañeros- me colman de optimismo. "Qué bien lo vemos", "Qué bien está usted", "Qué relajao se te ve hijoputa", "Estás como más guapo y esclarecío"... son algunos de los piropos que recibo de la gente, enfermeras, auxiliares, celadores, médicos y hasta algún que otro paciente que me reconoce al paso.

Eso es por fuera, la carrocería, que, como digo, es importante. Pero no sabemos cómo andamos de motor, bielas y engranajes hasta que no nos examinan por dentro. Mejor no saberlo. Uno de esos días de hospital fui a Rayos a hacerme una radiografía de caderas porque llevo más de un año renqueando con tendinitis, cojeras intermitentes, bastante rigidez y dificultad creciente para flexionarlas y abrocharme los zapatos. Con la cosa cardíaca, bastante más seria, he ido dejando lo otro para mejor ocasión. Y la ocasión se presentó el otro día, como digo. Cuando vi la radiografía en el ordenador no podía creer que fuese mía. Fui a la consulta de traumatología y el compañero que la vio creyó que la radiografía sería de mi padre. No daba crédito cuando lo saqué de su error, que era mía. Me explicó que tengo una artrosis demasiado avanzada de ambas caderas y que, tarde o temprano, acabaré con sendas prótesis. ¡La madre que parió!...

Y otras cosas que el traumatólogo no vio, pero que a mí no se me escapan: las arterias femorales superficiales, las pudendas y parte de las iliacas externas con todas sus paredes calcificadas, como cañerías viejas.

Momentos éstos inesperados y algo abrumadores en los que piensas, "Joer, la edad se me ha echao encima de pronto".

Es lo que hay. Las apariencias son muy importantes, sí señor. Pero ya sabemos que engañan. 

miércoles, 4 de mayo de 2016

Decíamos ayer...

Decíamos ayer... que estoy saliendo del pozo. Lentamente, pero es que esto es así. Hace dos meses ya de la intervención y no ha habido incidencias de importancia desde entonces. Es poco tiempo. Los primeros tres meses son clave en la predicción de eventos futuros. Os parecerá que exagero y quizás sea así, pero yo necesito ganar confianza y seguridad. Y para ello nada mejor que el tiempo.

Y en eso me hallo, en pasar el tiempo. Reconozco que nunca había disfrutado de tanto tiempo libre ni de la liberación espiritual que significa la ausencia de obligaciones laborales, la ausencia de disciplina. Uno, que no ha hecho en su vida otra cosa que trabajar, madrugar, comerse el coco, comer a la carrera, estudiar... y volver a madrugar, se encuentra extrañamente contento por desocupación. Curiosamente, y contra pronóstico, no echo en falta el hospital ni a mis pacientes. Es algo que me ha sorprendido gratamente. Descubrir que hay vida más allá del hospital, que se puede vivir sin agobios y sin trabajo, que, incluso, se vive mejor así. Cierto que recibo correos lacrimosos que también a mí me hacen sorber para dentro, pero los pacientes entienden la situación y la aceptan. Es ley de vida, y alguna vez tenía que llegar nuestra separación. Por otra parte, Ester, la médico que me ha sustituido, es persona de garantía, muy bien formada y, sobre todo, cariñosa con ellos.

Pero también extraño la provisionalidad de mi situación. Tanto desde el punto de vista clínico como del laboral. No estoy seguro de si estoy curado o si sigo siendo un enfermo. No lo sé. Cuesta despojarse del rol. Ya os digo que hace falta más tiempo. Quizás cuando deje tanta pastilla me sienta un nuevo hombre, un hombre sano como antes. Puede ser. Por otra parte, no soy un jubilado sino un rebajado -como dicen en mi pueblo-. Estoy aún de baja laboral -mi primera baja en treinta y seis años de oficio-. Y me siento algo incómodo pensando que puedo ser un parásito del sistema, yo que tanto he desdeñado a los absentistas. En fin... La Peque me consuela piadosamente, claro, amontonando en mi conciencia merecimientos que ni yo mismo recordaba. Es muy de agradecer.

Sea como fuere, el caso es que os tengo abandonados. En este transitar en busca de la salud y de la estabilidad emocional y laboral no me siento hábil para contaros otras cosas. Y tampoco deseo ser un Jeremías, lamiéndose constantemente sus heridas.

Sé que lo comprendéis. Poco a poco iremos retomando el terreno.

Bueno, hasta más ver. 

sábado, 5 de marzo de 2016

Revisión ITV

No sin ciertas dificultades mi vieja carrocería ha pasado al fin la revisión técnica.

Como sabéis, la Peque y yo hemos pasado una mala racha por mor de la arritmia cardíaca que me amenazaba de continuo. Sin duda, de haber sido yo profano en la materia e ignorante de los potenciales peligros de la patología, lo habríamos sobrellevado mucho mejor, con otro distinto temple. Para según qué cosas, la ignorancia da seguridad y el conocimiento solo te ofrece dudas.

En fin... Gracias a Dios ya ha pasado todo, y con bien.

Aunque soy un crítico, educado y razonable, de la excesiva atomización de la asistencia clínica, y he apostado siempre -y así seguiré- por un poquito de troncalidad, que primero se es médico y luego se puede ser cardiólogo o cirujano o cualquier otro especialista, no tengo más remedio que reconocer la excelencia de estos profesionales en lo tocante a la materia que dominan.

Lo que han hecho con mi pobre corazón, sin más herida que un pinchazo en la ingle, es una obra de arte, en serio. Son artistas, nuevos artistas, gente que se ha hecho médico por tradición familiar, por gusto, por faldar o por verdadera vocación, pero que han descubierto luego, dentro de la medicina, un campo nuevo e inesperado donde explayar su verdadera afición. Es un nuevo concepto del arte médico, no ya del viejo y eterno arte de la interrelación afectuosa y empática con el paciente, sino de "manipularlo" por dentro -o por fuera, fijaros si no en los cirujanos estéticos- con la sola y sabia intención de curarlo, mejorarlo o ponerlo a punto.

Para que lo entendáis mejor, podemos decir que a mi corazón le han hecho como una especie de cambio de bujías. O del delco, que yo entiendo poco de eso, pero con el motor en marcha, a ver qué mecánico es capaz de hacer eso en un coche.

Es la Medicina que nos espera, la de la tecnología de cables, muelles y  microchips. Sin apenas darnos cuenta estamos entrando en el futuro, en la ciencia ficción que se hace realidad.

Bienvenidos seamos todos.

Un abrazo.

lunes, 15 de febrero de 2016

Desde la frontera

Ningún otro paisaje resulta más atractivo y seductor para un geógrafo que los llamados territorios fronterizos. Los estudiosos descubren en ellos verdaderos tesoros inmateriales, ocultos para la ceguera profana pero muy evidentes  para el ojo perito. Mi amigo Juan Francisco, experto entre expertos de Geografía Humana, y nuestro guía en los viajes de senderismo, nos tiene ya bastante amaestrados sobre el tema. Las tierras limítrofes y sus gentes, durante siglos, se han ido enriqueciendo de las interrelaciones de culturas, creencias, ritos, costumbres, usos civiles, agrarios, religiosos y militares... Y ello, con el poso del tiempo, ha repercutido no sólo en la idiosincracia de las gentes del lugar sino también en la fisonomía especial de sus terrenos: castillos derruidos, torres vigías, murallas vencidas y otros elementos de alarma y defensa.

Vivir en la frontera ha sido, de siempre, un ejercicio arriesgado pero también muy enriquecedor. Aunque sólo fuese por el hecho de comprender que el mundo, nuestro mundo, no es unívoco, ni dogmático, ni único, sino que es muy plural y donde los unos no somos ni más ni menos que los otros, donde el desconocimiento mutuo nos lleva a reacciones tribales, a sectarismos, independentismos y otras gaitas. Vivir en la frontera requiere un ejercicio de valentía y desposesión, un ejercicio de apertura de ideas y de pensamiento.

Pasando el testigo a mi mundo cercano, he tenido la ocasión de pasar solo unos días en un territorio fronterizo. No físico, sino intelectual y vivencial. He vivido dos días en mi hospital como paciente, como hombre enfermo. Y ello me ha permitido ver y experimentar ambos lados del campo sanitario: el del paciente y el del médico. La mar de interesante.

Para empezar, lo primero que debéis saber es que soy tan mal paciente como buen médico. Creo que lo comprendéis. Lo siguiente que he aprendido es que un médico, si quiere y se lo propone, puede y debe intentar ponerse en el lugar del paciente, pero es que muy difícil, casi imposible, que consiga penetrar en su alma, en su angustia, en su soledad, en su sufrimiento, en definitiva. Yo, actuando como médico, he creído hasta ahora que sí, que era posible; pero cuando me he visto de paciente con una enfermedad seria, de verdad, he comprobado en carne propia que no, que no es posible. Las únicas personas que han comprendido el sentimiento profundo de mi sufrimiento y miedo en toda su extensión han sido mi Peque y el doctor Beltrán, precisamente porque este compañero tiene la misma enfermedad que un servidor. Ni siquiera los amigos más allegados. Es lógico. Lo veo lógico. No os lo toméis a mal, por favor. Cuento con todo el apoyo y toda la energía positiva que recibo de todos vosotros. Pero el afecto íntimo de soledad interior , desesperanza y miedo es de de cada uno. Ha habido dos sentimientos que me han sorprendido en mi enfermedad actual: la soledad y la sensación de debilidad, de decadencia. Y creo que esto es algo tan profundo, tan recóndito y protegido que nadie puede llegar hasta ellos salvo la persona que te conoce mejor que tú mismo.  Te ves extraño, no parece que seas tú, no te encuentras a gusto en ninguna parte, no disfrutas ni del desayuno con dulces, fíjate cómo será la cosa, te ves "obligado" a disimular que estás bien. Ahora puedo entender mejor cómo habrán sufrido en silencio amigos míos muy íntimos que han padecido dolencias mucho peores que esto que me ataca a mí ahora. He percibido, como paciente, que los médicos tendemos a banalizar las distintas situaciones, restar importancia a síntomas sin gran repercusión fisiopatológica, quizás, pero muy fastidiosos para el enfermo. Seguro que con la mejor de las intenciones, esto es, quitar presión y dar tranquilidad. Pero no siempre resulta esto lo más adecuado. Como médico, he comprendido y asumido algunas deficiencias de personas y del sistema porque lo vivo a diario y entiendo nuestras limitaciones humanas, profesionales, técnicas y motivacionales.

La noche de autos, sobre las diez de la noche, me sentí mal. Ya llevaba dos días barruntando que algo así iba a suceder. Tenía una taquicardia arrítmica muy acelerada, me tomé el pulso, 130 por minuto. Empezó a dolerme el pecho. "Toñi, vámonos pal hospital". La Peque, nada más verme, lo comprendió. Deberíamos haber llamado al 112 y que me hubiese atendido una ambulancia de urgencia, eso hubiese sido lo suyo, pero yo, médico, no pienso en eso, sino en llegar lo antes posible. Es comprensible, pero erróneo. A esa hora, la avenida de la Palmera estaba congestionada de tráfico, lógico. Viendo mi estado, cada vez más angustiado, la Peque conducía a todo trapo, con un ojo pal frente y otro pa mí, saltándose semáforos casi como en las películas. Como pude, llamé con mi móvil al hospital para advertirles a los médicos de guardia de la UCI mi estado, y que iba para allá. "Estamos cenando -me respondieron con parsimonia- pero preparados". Nada más aparcar en Urgencias, la Peque cogió la primera camilla que vio y ordenó, manu militari, a la primera celadora que pilló al paso que me subiera a la UCI, "pero ya". "¿Pero sin pasar primero por triaje? "Te he dicho que ya, ¿no ves cómo viene?". "Mujer es que estoy sola, no puedo dejar la puerta sin nadie..." Yo no lo pude ver pero la mirada de la Toñi debió se más convincente que cualquiera otra consideración. El caso es que la celadora lo dejó todo y entre ambas empujaron mi camilla hasta los ascensores, y luego, hasta las dependencias de la UCI. Yo llegué muy nervioso e hiperventilando. Notaba un intenso dolor opresivo en el pecho, me costaba respirar y tenía todo el cuerpo entumecido y adormilado por la hiperventilación. Todo el personal se volcó sobre mí; en un periquete las auxiliares y los enfermeros me asignaron un box, me llevaron en volandas a una cama, me desnudaron -teniendo la consideración de mantenerme los calzoncillos para no exponer mi pollilla, en ese momento lo más parecido al nudo de un globo-, me cogieron una vía venosa... Y sin embargo, eché de menos a los médicos. Nada, quizás dos minutos, pero a mí me parecieron muchos más. Llegados a mí y observando el monitor bromearon conmigo. "No te asustes, tío, que no es pa tanto". "Ya -les dije-, pero esta vez lo estoy sintiendo mucho más fuerte". "Venga, tranquilidad, que empezamos". Y ya, sintiéndome seguro y en buenas manos, saqué mi dosis de humor: "Me ponéis un cuarto de fentanilo, y 30 mg de propofol. Y para el choque eléctrico, con 100 julios será suficiente, no me vayáis a achicharrar". "Duérmete de una vez" -fue lo último que sentí decir riéndose a mi colega mientras me endilgaban los narcóticos.

La mañana siguiente la pasé en la UCI, pero ya sin cables ni sueros. Sólo de vigilancia. Pasaron a visitarme mis compañeros e, incluso, algunos médicos de la UCI, no sé si de broma o en serio, me plantearon preguntas acerca del manejo de otros enfermos que ellos llevaban allí, y creo que mis respuestas les fueron de ayuda. De manera que actué de médico incluso siendo un enfermo.

Por la tarde me pasaron a la planta de cardiología. Ahí sí que me pude explayar tal como soy yo: conocía a todo el personal, pasé de toda norma, rechacé la monitorización y el oxígeno, me coloqué mi bata de casa, paseé por el pasillo, por entre los ascensores, recibí visitas de mis amigos y me los llevé a donde me pareció estar más cómodo, me metí en los despachos de otros médicos y husmeé, aprovechando mi clave personal de ordenador, lo que los intensivistas y cardiólogos habían escrito sobre mi caso, repasé mi propio tratamiento por si algo se les hubiese pasado por alto... Y no rectifiqué nada porque no fue necesario. Pero no me gustó algo que vengo criticando desde hace tiempo entre mi gente: todos los informes sobre la actuación conmigo estaban escritos y firmados por el residente. No me gusta eso. Debe firmar también el adjunto. En fin, me comporté como un mal paciente, como un mal médico que no se fía más que de sí mismo.

Mi compañero de habitación -un hombre algo mayor que yo- se tiró toda la tarde tosiendo. De esas toses perrunas y molestosas que no dejan descansar a nadie empezando por el propio paciente.
-Amigo, ¿desde cuando tiene esa tos? -le pregunto un poco por cortesía y un mucho por curiosidad médica.
-¡Bueno!... -contesta con espíritu de desahuciado- meses y meses, ni me acuerdo.
-¿Y qué te dicen tus médicos?
- Que es una especie de asma rara. Llevo tomados de antibióticos y de ventolines... Pero nada.
-¿Recuerda usted si toma entre su tratamiento una pastilla que se llama Ramipril? -le pregunto con toda intención.
-Claro, aquí la tengo, todas las mañanas, una.
-Pues que sepa usted que la culpa de esa tos es del Ramipril. Usted deja el Ramipril y dentro de una semana está limpio.
La Peque, a mi lado, se reía de mis cosas, y el hombre y su mujer no sabían si dar crédito a mis imprudentes palabras.
-¿Qué médico lo ve a usted aquí?
-El doctor Beltrán -me contesta sin dudarlo un segundo. Un hombre bueno, bueno de verdad.
-Pues mañana mismo le dice usted al doctor Beltrán que le retire el Ramipril.
-Pero -balbucea el hombre-, yo... ¿cómo voy a decirle algo así?...
-Pues entonces, se lo digo yo, ea.

Casualidades de la vida. Estábamos en ésas cuando me llama alguien al móvil. No identifico el número y lo abro. Es Juan Beltrán, el cardiólogo responsable de ese paciente y de mí mismo a partir de mañana, que se ha enterado de mi ingreso y que me llama para interesarse por mí.
-Oye Juan, que estoy bien, que mañana tienes que venir dispuesto a darme el alta, eh.
-Pero si todavía no te he visto, hombre -me responde con su bonhomia habitual-, deja que me entere de tu historia por lo menos.
-Bueno, verás que es muy fácil. Y otra cosa tío -le digo ya en plan cachondo-, haz el favor de quitarle a este hombre de al lado el Ramipril, joer, que lo tenéis tosiendo tó el santo día.

El compañero de habitación y su mujer alucinan y no saben para donde mirar, avergonzados.
-Es verdad, oye. Ya hoy le hemos dado media dosis, pero es cierto, mi intención es retirárselo.
-Pues eso.

Ya de noche, el pasillo se alborotaba algo con cada gol del Sevilla al Celta. No me dio tiempo a mucho más. De la cena, insípida, nos comimos la Peque y yo sólo el arroz con leche. Luego, tratamiento obliga, me tuve que tomar un hipnótico y pasé la noche de un solo tirón.

A la mañana siguiente, naturalmente, mi amigo y compañero Juan Beltrán, me dio el alta.

Y ya está bien de lloriqueos. Ahora toca hacer caso al médico y superar todo esto con bien. Y jubilarse, coño.



sábado, 6 de febrero de 2016

Cierre temporal por descanso del personal

Muchachos, como veis, llevo un tiempo perezoso. Con mal ánimo nada me sale. Los que me conocéis sabéis lo cagueta que siempre he sido para esto del enfermar. ¡Parece mentira!, siendo uno médico, ¿verdad?

Este Enero pasado, tan tibio y reconfortante para la gente del campo -¿qué ha sido del "Aceituneros del pío pío, cuántas fanegas habéis cogido, fanega y media porque ha llovido"-, conmigo, sin embargo, se ha empleado dura y fríamente. He reproducido antiguos, ya casi olvidados, ataques de arritmia, me han vuelto a visitar viejos fantasmas, tan malvados que me han metido en la UCI por dos veces y ha habido que expulsarlos a base de candela, esos chispazos eléctricos que queman el pecho por dentro.

Ya llevo dos días en casa y me encuentro bien. Con más susto que vergüenza, pero bien. Esto mío es un poco impredecible. Lo mismo te tiras dos años sin nada, que luego te dan varios ataques seguidos. Lo que os decía: todavía no tengo la suficiente presencia de ánimo para escribiros las cosas que he vivido en el hospital como médico impaciente o como paciente médico. Esperad a que me recupere.

Un abrazo para todos.

miércoles, 27 de enero de 2016

Miedo a la oscuridad

Seguramente yo tendría la misma cara de alelado por aquel entonces. Si no la misma, parecida. También yo, con catorce años, era un muchacho despistado y tímido, como parece éste que tengo delante.
Acompañado por su madre, apenas levanta la vista de la mesa un mozarrón largo y encorvado de ojos tristes y caídos, bigotillo de pelusilla, flequillo de cortina (como el mío de antes) y voz corta y aflautada. Me he visto a mí mismo con esa edad.

Su médico del pueblo cree que le falta vitamina K porque le salen cardenales con mucha frecuencia. Su analítica, sin embargo, lo desmiente. Es un chaval que, como servidor antaño, combate su timidez jugando al fútbol a lo bestia, sin reparar en carreras alocadas, tropezones, golpetazos, rodillazos o saltos de cabeza acrobáticos. Y así está su cuerpo, como estaba el mío: hecho un Ecce Homo -un "seomo", se dice en mi pueblo.

Leyendo su historial me entero de que está siendo tratado, además, en la unidad de salud mental infantil. Pienso en un Asperger, una especie de autismo menor, síndrome éste más frecuente de lo que parece entre la población escolar. La madre, solícita a mi pregunta, lo niega. No, no se trata de eso. Al parecer, el chaval padece de un trastorno que consiste básicamente en miedo a la oscuridad y a la noche. No puede dormir solo ni a oscuras. 

¡Joder, igualito que yo! -pienso, sorprendido por tantas semejanzas.

Siendo, como era, un vicioso empedernido de la calle, adicto a la pelota, a los sables y a las flechas, me recogía el primero de todos mis amigos en cuanto venía la luz a las casas, al filo del anochecer. Llegado a la casa de mi abuela con el corazón en el gaznate, no me atrevía a entrar si no estaba la luz encendida, y aún así, si nadie me respondía desde dentro. "¿Mama?... ¿abuela?... ¿chacha Bibi?... ¿niña? (mi hermana mayor)..." Y permanecía en la gradilla esperando respuesta. Si no había nadie en mi casa o, si habiendo, se hacía el remolón por ver mi cobardía simplemente no entraba. Y esto siendo ya grandecito, vaya, para irme al seminario. Hasta los trece o catorce años me acostaba con mi abuela, y con la luz encendida. Ya dormido a base de un centenar de letanías y jaculatorias, mi abuela apagaba la bombilla y alumbraba el cuarto con la llama mortecina de una mariposa de aceite al pie de un cuadro siniestro y tenebrista del Señor con la Cruz ayudado por el Cirineo. Mi primera polución nocturna me avergonzó tanto que ya desistí de compartir sábanas con ella. Asimismo, una de mis grandes zozobras en los primeros meses de los Ángeles fue precisamente tener que dormir a oscuras. Ya sabéis, nunca me ha gustado la noche.

Sólo que yo no precisé de terapias psicológicas ni de otras gaitas, como sucede ahora. Este chico lleva cinco o seis años de psicólogos, de charlas y de medicamentos ansiolíticos, cuando a un servidor el seminario lo curó de todo. O por lo menos, me proporcionó el hervor que me faltaba. 

Mi primer dormitorio en los Ángeles fue el de san Tarscicio, el más alto de todos cuyas ventanas daban a la huerta de naranjos y al salto del Fraile, por el Este, y al Bembézar, por el Sur. Tal como lo pinto yo ahora. ¡Menuda diferencia con el cuarto de mi abuela! La lluvia, el viento y la tormenta, cual jinetes malvados del Apocalipsis, se afanaban allí más que en ningún otro sitio, sabedores de la indefensión y el canguelo de aquellas pequeñas e inocentes criaturas. Ahora pienso que las cosas que me salvaron del pánico en las primeras noches fueron el miedo visceral a la figura hierática y enérgica de don Antonio Jiménez -el cuarto jinete-, más poderoso aún que mi pavor a la noche, y la tierna cercanía tan gratificante como salvadora de mis primeros vecinos de cama, amigos ya para siempre.

No voy a hacer, desde luego, una apología de los internados, y menos en el siglo en que vivimos. Pero sí considero que una adecuada terapia para las fobias de este chaval, posiblemente las mismas que las de cualquier adolescente imberbe en cualquier tiempo, será siempre la compañía, la camaradería, la amistad en definitiva, junto a la necesidad de solventar los asuntos propios por imperativo personal.

Ésta es la cuestión, creo. Gran parte de la devoción nostálgica que profesamos al seminario -Los Ángeles, san Pelagio, san Telmo- todos los que allí hemos vivido y crecido no es tan deudora del cuidado de nuestros curas ni de la bondad de nuestra formación académica o espiritual, cuanto de los hondos sentimientos de solidaridad y amistad brotados de la absoluta necesidad de afecto. Eso creo.  

lunes, 11 de enero de 2016

Una noche en el hospital

No había más candidatos que yo. Hasta última hora estuve esperando con cierto anhelo a que se presentase algún otro. Sin suerte. Lógico, por otra parte. Todos mis hermanos y cuñados trabajaban al día siguiente; la Ana María se había quedado la noche pasada; mi sobrina María José, la de antes; la Peque, con un brazo escayolado, y yo, sin embargo, disfrutaba aún de mis vacaciones. El único candidato posible. Lo acepté, es más, me ofrecí al no ver ninguna otra alternativa. Esa noche, sin remedio, había que pasarla en el hospital cuidando de mi padre, ingresado de nuevo con otra pancreatitis.

La noche se ha hecho para dormir. Eso dice mi mujer, y eso mismo digo yo.
En mis lejanos tiempos de estudiante, ni en el seminario ni en la universidad, nunca he trasnochado para estudiar. En san Pelagio me quedaba como mucho hasta las doce, haciendo como que estudiaba, pero en realidad lo hacía para poder compartir con mis amigos las trepidantes e inocentes aventuras de entrar en la cocina a oscuras, sustraer de las neveras unos pocos de filetes de cerdo para  achicharrarlos sobre un infiernillo que tenía Pedro Soldado en su cuarto, y darnos luego nuestro pequeño festín con el añadido aliciente de la transgresión, no ya dietética sino disciplinaria. Siempre he considerado que el día tiene suficientes horas para todo. Estudiar sí, pero de día y con sol. En los distintos pisos de estudiante en los que he sobrevivido era el primero en irse a la piltra. Ni que decir tiene que una de las cosas que he sobrellevado mal de nuestras guardias de médico en el hospital ha sido ésa, la de pernoctar fuera de mi casa, la de no dormir en condiciones o no dormir nada. Y mis amigos son conocedores de que cualquier reunión doméstica, cena casera o festolín callejero toca a su fin a las doce, cual Cenicienta.

Con semejante espíritu, la noche entera en el hospital se me presenta larga, muy larga y penosa. Me había preparado una siesta preventiva que duró hasta donde mi nieto Lucas propuso: paseando por el pasillo a voces con su particular jerga de cabrero, eeehhhh, eehhhh... me despertó enseguida. Alargué la tarde en Antequera todo lo que pude, hasta me compré pantalones en las rebajas, como si haciéndome el remolón pudiese despertar sentimientos lastimeros en mi Juan, mismamente, que ya se paseaba nervioso por la habitación esperando mi relevo. A las ocho de la noche partía, por fin, hacia el hospital de Cabra, y a las nueve menos cuarto estaba listo y preparado para afrontar este formidable reto.

Como nos sucede a los cobardes tantas veces en la vida que imaginamos más peligros y precauciones de los que realmente son, luego la cosa no fue tan insufrible. Para empezar, la cama vecina se encontraba vacía, desocupada. Me faltó tiempo para poner un wassapt al grupo de mi familia para darles envidia de la cómoda noche que me esperaba, dando por hecho que yo iba a hacer un buen uso de esa cama. Tonterías, al cabo de media hora se ocupó la cama con un hombre de Rute, acompañado por su mujer.

Hasta las doce de la noche hay vida en los pasillos del hospital, y el tiempo pasa rápido. A las nueve, la cena; en el caso de mi padre un zumo de pajita chupada y un caldito aguado sin estrellitas. Para el vecino de Rute, sueros, dieta absoluta le llamamos. Mi padre se queja: "¡Qué ganas tengo ya de menear la barba!" -protesta exagerando el gesto de masticar con esa boca suya tan cómica y desdentada. A continuación, un paseíto y ponerlo a sus necesidades. Tengo que entrar con él al wáter, claro. Con mi mano izquierda sujeto el suero en alto para que no refluya la sangre por la gomilla, cosa intrascendente pero que asusta mucho al personal; con la derecha lo sujeto a él. Primero, de pié, como hacen los hombres, orina en la taza; rebusca entre la portañuela del pijama y se saca la churra; orina dentro y gotea fuera, como Dios manda. Luego, se la esconde, se da la vuelta y se sienta a dar de cuerpo. "Joer, papa, ¿no lo puedes hacer tó junto?" -le reclamo. "No, niño, cá cosa requiere lo suyo". Luego, sobre las once, viene la auxiliar de enfermería a ponerle el pañal. Tumbado en la cama en pelotas se deja hacer. Es muy buen paciente. Hay que ver, me dice la chica, con lo mayor que es y lo bien que está de su cabeza. En un santiamén lo tiene envuelto y arropado. A las doce pasa la enfermera, les cambia el suero a ambos pacientes, regula el ritmo de paso calculando que dure toda la noche, y se va. "Señorita, no me ha traído la pastilla de dormir", lugar común en todos los hospitales. "No se la tiene puesta el médico, dígaselo usted mañana". 

A partir de ahora el hospital dormita. Las habitaciones quedan silenciosas y alumbradas solamente por una bombillita enrejada en lo hondo de la pared de entrada, la luz de alarma. Como por arte de magia se hace el silencio en los pasillos a medida que se van ahogando las últimas toses, cada vez más espaciadas. Mi padre se ha dormido sin dar tiempo a que le traigan su lorazepam, y va a resultar ahora que es el hombre de Rute, Francisco, quien me va a fastidiar la noche con sus sonoros ronquidos y gorgorteos. Su mujer, Antonia, se extraña del sueño plácido de mi padre "Con lo mayor que es y ni un ruido, oye". Aún es pronto para sentarme en el sillón de escay. Me asomo al ventanal que da al sur para ver las luces de la urbanización cercana, para adivinar en la noche oscura la Fuente del Río, otrora famoso y concurrido parque donde los forasteros que venían al médico se reunían a almorzar con sus horteras y sus hules extendidos sobre mesas de piedra, para vislumbrar en cercana lontananza la cumbre iluminada de la vecina ermita de Lucena, esta noche arropada su desnudez por una nube lenticular que promete tormenta para mañana. Pese a la tranquilidad que se respira en la habitación, estoy temeroso, queda toda la noche, y he sido advertido por mis hermanos de lo farruco que se pone mi padre cuando se desorienta.

Mientras, el gota a gota del suero se me antoja un reloj de agua en lugar de arena, cada gota un segundo, más o menos, click, click, click... Mirando el goteo tan rítmico me da sueño. Coloco el sillón paralelo a la cama de mi padre para poder cogerle la mano útil, la mano con la que acostumbra a arrancarse la vía venosa en sus delirios oníricos. Aún dormido, enseguida lo nota, abre los ojos y me sonríe. Son ásperas las manos de mi padre. Ásperas y lisas como leña de encina aserrada, como tronco de olivo desmochado. Y fuertes, más fuertes que las mías. Hace tiempo que no echamos un pulso, pero siempre me lo ha ganado. Recuerdo ahora esas manos empuñando el hacha para la tala, arañando el frío y duro suelo para amontonar las aceitunas, escarbando más hondo que lo hiciera un almocafre para arrancarle al campo patatas o remolacha, batiendo con fuerza inusitada pero también con delicadeza la vara sobre el olivo, agarrando con firmeza y pericia la hoz, el hocino o la guadaña... No ha habido apero o instrumento de labranza en el que mi padre no haya sido el mejor, el más intenso, el más afanoso, Juanillo afán, le llamaban en el cortijo. Las mismas manos con las que ahora es incapaz de teclear sin equivocarse los números de su móvil, demasiado dedo para tan poco número, le sobra dedo o le falta número.

Francisco, el vecino de Rute, se despierta varias veces, cada cierto tiempo, pidiendo la botella para mear. Su mujer, siempre solícita, se levanta una y otra vez, le coloca el artilugio de plástico sobre el aparato, espera a que termine y luego se va al cuarto de aseo para verter la orina en un bote más grande donde debe recolectarse toda la orina de veinticuatro horas. No sé para qué querrán los médicos tanto orín. Mi padre, no. Él se orina libremente en el pañal. O, al menos, eso es lo que se espera que haga, porque en su casa, pese al pañal, amanece empapado cada día. Él y las sábanas. Y me admiro, de verdad, de ver la entrega abnegada de tantas mujeres, de tantas esposas añosas y desvencijadas, como esta Antonia, que, sin poder, sacando energía de donde no hay más que huesos hueros, grasa apelotonada y piernas varicosas, pasan tantas malas noches en los hospitales cuidando de sus maridos. Es curioso que cuando el paciente es un hombre mayor, su cuidadora en el hospital es su mujer, y si la paciente es ella, entonces son las hijas o los hijos los que se quedan de noche, nunca el marido. Otra lección de las muchas que recibimos a diario del sexo débil, fijaros qué incongruencia. Y fijaros también en el ahorro de recursos y de trabajo que tiene nuestro sistema público con la labor gratuita y generosa de estas mujeres en todos nuestros hospitales.

Lenta avanza la noche aunque sin sobresaltos. Algún quejido aislado a lo lejos, quizás en las primeras habitaciones. Se perciben los pasos rápidos de las enfermeras llevando algún alivio, un Nolotil pinchado o algo parecido. Mi padre no se despierta, menos mal. De vez en cuando intenta zafarse de mi mano para rodearse y cambiarse de lado, algo que tanto acostumbra. Lo dejo, pero enseguida vuelvo a cogérsela. Sueña, sueña mucho y habla en sueños. Y gesticula. Hay ruidos que no se entienden pero otros sí, perfectamente: "Niño, esta tarde partimos un plato jamón y nos lo comemos". Y se ríe solo. "¿De qué te ríes, papa?" Y se despierta un poco. "¿Qué estabas soñando?". "No me acuerdo, quiero mear". "Tienes puesto el pañal, méate encima". "Vale". Pero se mete la mano por dentro del pañal como queriendo sacarse la pinga. "¿Dónde vas con esa mano, hombre?". Lo sujeto y se queda tranquilo. Y vuelve a dormirse.

Ya recuerdo poco más. Desde las cinco a las siete de la madrugada me dormí yo también. Con su mano cogida, como él hacía conmigo en las noches de tormenta y en las de anginas.

A las siete, el hospital se despereza, se encienden las luces, las enfermeras arrastran los carritos de las curas, se cambian los sueros, se les saca sangre a los enfermos... Se da por terminada la temida y penosa noche.

Como veis, al final no ha sido para tanto.