martes, 22 de diciembre de 2015

Regalos por Navidad

Tengo dos amigos, muy buenos amigos, ella y él, a quienes les sobra la Navidad. Les viene larguísima. Sencillamente les gustaría desaparecer del mapa durante este mes, pongamos del 15 de diciembre al 15 de enero, y lo harían si las condiciones económicas y laborales se lo permitieran "No sé, a Hawái, a Japón, a China... quitarnos de en medio de tanta superficialidad y despilfarro". Y yo, de broma, les digo "¡Coño!, no hace falta alejarse tanto, irse a Marruecos mismo, a Tánger, que está a quince kilómetros, joer". Son personas en quienes se juntan el hambre y las ganas de comer, la carencia de vivencias infantiles mágicas en torno a la Navidad y la visión actual de unas fiestas orientadas casi en exclusiva para el consumismo más brutal e innecesario. Y de todo, lo que peor llevan es la necesidad perentoria y obligatoria de tener que hacer regalos por Navidad. Sobre todo, él. Tanto, que desde hace años y por imperativo interno de su propia coherencia no le compra regalos navideños ni a sus propios hijos, "A partir del 8 de enero, lo que queráis: Es todo más barato y seguramente serán cosas más útiles". Sin embargo, en este ejercicio de este año uno de ellos, ella -¿cómo no?, la Eva pecadora-, ha mordido la manzana. He sido testigo directo de unas compras "in extremis" para sus nietecitos y para sus amigos invisibles. Y hasta aquí puedo decir.
Tiene un mérito enorme sustraerse al entorno navideño de nuestras ciudades, pasear por calles y avenidas abarrotadas de gentes y rebosantes de colores y luces, de tiendas, tenderetes y puestos, de abuelos, padres y niños de leche en carritos molestosos, de reclamos fosforescentes, de grupos tamborileros y de turba mareante... como si tal cosa, como si nada de ello fuera a ser capaz de perturbar el ánimo ni la voluntad decidida de pasar olímpicamente del tema, como quien dice. Yo no podría.
Hay una cosa, sin embargo, que sí comparto con estos amigos: el rechazo a regalar por obligación. Lo llevo mal, la verdad sea dicha. De siempre he sido muy malo para esto de los regalos, tanto para hacerlos como para recibirlos. Si quitamos los dulces -cosa con la que siempre acierto y acertarán conmigo-  tengo muchos problemas para escoger un regalo. Ha sido un tormento para mí, la algarabía navideña que siempre he llevado a gala se ha visto perturbada muchos años por esta espinita de las compras navideñas. Mis cercanos me lo achacan a mi consabida racanería. No digo que no, pero eso no es todo. Tened presente que hasta la invención afortunadísima del amigo invisible había que regalar a los amigos, uno por uno, a los hermanos, a los cuñados, a los sobrinos, a los ahijados, a algunos compañeros del trabajo y, por supuesto, a la Peque, a la Meli y al Pepe. Demasiado. No sólo por el dineral, que también, sino por el tiempo y el esfuerzo mental que supone. Ahora la cosa es más llevadera, tres regalos para tres amigos invisibles, uno entre los amigos, otro entre la familia de sangre y otro entre la familia política. Siempre cae alguno más, claro está, pero ya no es lo mismo.

Ha habido, sí, tiempos heroicos en los que me he batido el cobre como un valiente en busca del regalo ideal para la Peque. Ella -¡qué facilidad la suya para encontrar de todo para todos y para el manejo de la tarjeta!- se sobraba para agenciar los suyos y los míos, cosa de mucho agradecer por mi parte. Pero, claro, el mío para ella no era cosa de que también lo comprara ella misma. Y ahí me tenéis desde muchos días antes de Nochebuena serio y avinagrado, mascullando perrerías y rebanándome los sesos, a ver con qué cosa novedosa iba a sorprender a la Peque. Porque ésa era otra, mi mujer no es, ni por asomo, melindres ni finolis, ni nunca ha pretendido presentes caros, pero sí que ha dejado entrever su gusto por la originalidad, por el detalle, por ese toque especial del que yo carezco por completo y que atesora sin límite mi amigo Jaime, por ejemplo.

En los primeros tiempos nos íbamos Jaime y yo al Corte Inglés y pasábamos allí toda una tarde. Él ya tenía agenciado un viaje a Canarias o a Berlín o a un hotel de ésos con encanto para su Paqui. Pero, claro, yo no podía hacer lo mismo, me faltaría originalidad, sería un plagio de mi amigo. En esa época nos dio por los pijamas. Y las batas. Los escogía él, naturalmente. Durante años, cada Navidad, pijama nuevo. O una batita celeste. Almacenó unos cuantos: cortos, de fantasía, largos de dos cuerpos, pijamas de blusa larga hasta los pies, otros de camisa corta, de tentación...

Luego, ya me solté yo solo. Mi técnica consistía en hacerme el despistado, poniendo cara de bobo, por los largos pasillos de la planta de regalos para mujeres, la planta baja donde se exponen pañuelos finos, perfumes, relojes, carteritas, sombreros, complementos y demás perifollaje femenino. Hasta que se me acercaba una dependienta. Me encandilan esas señoritas tan estilosas que gasta El Corte Inglés, con sus faldas tan prietas y sus camisas holgadas de canalillo generoso. "¿Puedo ayudarle, caballero?" "Naturalmente -respondo yo campechano-. Mire, es que soy un negao para esto de los regalos, y estoy buscando algo apropiado para mi mujer". Y entonces ella me convencía de cualquier cosa; un año era tal perfume; otro, tal colonia, unos zarcillos de piedras, un bolso -a la Peque le encantan los bolsos-, un reloj... En una ocasión, ya medio experto, me atreví por mi cuenta sin consultar con ninguna dependienta y me lancé a por un collar de perlas. Carísimo. Con dos cojones. Para que luego digan. Fracaso estrepitoso: mi mujer lo devolvió y lo canjeó por un cheque regalo. Pero me agradeció mucho la intención, eso sí.

Hubo luego otro tiempo en que me dio por los bodys, ya sabéis, aquellos corpiños picantes y calientanabos. La verdad, que a la Peque le sientan muy bien esas prendas, siendo, como es, mujer menuda y de formas abarcables. "¿Qué talla usa su mujer?" -me preguntaba la señorita. Y yo, ni idea de tallas, claro. "Un poquito, esto de poquito -le señalaba yo acercando paralelos mis dedos pulgar e índice- más delgada y más bajita que usted". Y así, entre ambos, decidíamos la talla. No sabría deciros el destino definitivo que la Peque haya procurado para aquellas prendas -alguna sin estrenar-  que tanto juego nos dieron en el tálamo, ¡Oh témpora!, y  ya desahuciadas para tan arduas bregas.

Pero pasan los años y uno va menguando en ideas nuevas y en ganas, y creciendo en pereza. Además, pasa un poco como con los niños de hoy: tienen de todo. Eso dificulta mucho más la operación. Mi mujer no es de joyas ni alhajas, menos mal, ¿qué le compro que no tenga? Un año, ya desesperado de rondar por todos los pasillos y tenderetes, y echándoseme encima la Nochebuena, decidí comprarle una prenda de vestir que, por aquel tiempo, se había puesto de moda entre el personal femenino de mi hospital: calcetines de colores. No os riáis. Yo estaba convencido del acierto. Eran unos calcetines rayados con bandas de distintos colores que resaltaban mucho en las piernas bonitas de las enfermeras bonitas de las Urgencias. Como la Peque. La verdad, no sé si acerté. Pero os aseguro que fue la Nochebuena que más nos reímos de todas las que recuerdo de adulto.


Y ya en la actualidad ¿cómo te las arreglas?, me preguntaréis. Bueno... hemos perdido un poco la magia. Yo la he perdido. Mi mujer sigue en lo suyo, con la misma facilidad e ingenio de siempre, con idéntico afán por sorprender y agradar, blandiendo tarjetazos en cajeros y en operadoras para que nadie se quede sin regalo y, de paso, sacar a España de la crisis. Y yo directamente le pregunto "Toñi, no me digas lo que quieres que te regale, pero por lo menos dame una pista, una señal". Y entonces ella me habla con mucho énfasis y me dice que, como yo bien sé, está pintando pañuelos de seda, su vocación artística la ha llamado por esa vertiente, faceta en la que es alumna destacada en su escuela de arte, que todos los amigos y cercanos están contentísimos con sus productos y sus acabados... Y que se ha quedado sin existencias de unas pinturas muy especiales para esa tarea. Pinturas que son caras -te lo advierto- y que hay que encargarlas con tiempo a una empresa de Barcelona. Ea, y yo ya, más o menos, me quedo con la copla. Así se las ponían a Fernando VII.

¡Ah la Navidad! Me gusta la Navidad. Aunque reniegue de regalos y del consumo superfluo, me gusta la gente en la calle, la alegría, las iluminarias, los villancicos callejeros, los belenes, las reuniones familiares... Es algo emocional, de esas cosas que no se pueden ni se quieren remediar.

Felices Fiestas para todos. Y que acertéis en los regalos.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Mi primera Navidad

Debió ser la de 1956 la primera Navidad de la que yo guarde algunos recuerdos sueltos. Con 4 añitos recién cumplidos.
 
Nunca me ha dado por estudiar por qué no recordamos nada de los primeros años de nuestra vida. Lo más fácil es achacarlo a la inmadurez de nuestro cerebro infantil. Pero le preguntaré al Pintor, que sabe mucho de esas cosas.

Almaceno en mi cabeza ramalazos de vivencias, quizás más sentimientos que verdades contrastadas.

La eterna congoja de mi madre por la muerte de mi primer hermanito Manolo, a los ocho meses de vida, me ha perseguido muchos años. Aquél era un querubín grande y orondo, más hermoso, si cabe, que mi Manolo el de ahora. Aquella tristeza, creo, la marcó para siempre. Nunca he visto a mi madre reírse a carcajadas. Yo tenía tres años, y me entristecía mucho viéndola triste a ella. Su mirada lánguida y su sonrisa tristona han sido testimonio vitalicio de aquella pérdida.

Por ese tiempo, más o menos, mi padre me llevó al Convento, una especie de centro de preescolar adelantado a su tiempo. Además de cuidar de nosotros, las monjas nos enseñaron las primeras letras, a leer y a escribir. Yo sabía leer y escribir antes de ir a la escuela. Imborrable en mi memoria la imagen del primer día cuando mi padre, vestido de limpio para la ocasión, me presentó a sor Josefa y me dejó a su cuidado. La misma cancela, la misma campanilla que mi padre tocó aquel día permanecen inalterables en el zaguán del Convento. 
 
Recuerdo también un viaje a Córdoba, a visitar a mi chacha Josefa, que vivía en una casita baja, en todo lo hondo de lo que hoy es la Avenida de Vallellano. Por donde el antiguo cementerio de la Salud. Fijaros qué nombre para un Camposanto. Creo. Mucho antes de que se trasladaran a la Comandancia de la Guardia Civil. Es tontería preguntarle a mi padre, se inventa lo que no recuerda. Me veo yo sólo con mis padres, sin mi hermana, yendo a pie a todos lados -mi chacha era una andadora maratoniana, "Niño, eso está ahí mismo"-, cansado y con muchas ganas de volver al pueblo. Para que veáis que no es coña, que mi desapego a los viajes viene desde chico. El único consuelo era a la hora del almuerzo, nunca ha catado mi exquisito paladar el sabor y la textura, únicos, que le daba mi chacha a las papas fritas de entonces. Pasado el tiempo, ya en el seminario, esta misma chacha Josefa era quien me surtía de chucherías en la talega de la ropa limpia. Cosa de más que eterno agradecimiento; pero por muy goloso que uno fuera -y sigue siendo-, si me preguntan por ella siempre la asociaré con aquellos rebosantes platos de papas fritas con huevos. ¡La necesidad que uno ha pasado!...

Recuerdo -esto con más nitidez- una noche en La Capilla durmiendo en las cuadras de las mulas con mi abuelo Manolo. Lo más parecido a un portal de Belén. Mi abuelo vivía todo el tiempo en el cortijo, era "El Pensaor", nunca he sabido si por su memoria prodigiosa y su ingenio o si por ser el encargado de echar el pienso a los animales. Da igual. Era un figura. Un hombre alto, algo cargado de chepa -como servidor-, nariz de Cívico y mirada amistosa; un hombre bondadoso e inteligente que, sin agenda ni papeles, llevaba en su cabeza la genealogía de todos los cuadrúpedos del cortijo: acémilas, borricos y hasta cochinos. Sin televisión ni isobaras ni Mariano Medina, era el predictor oficial del clima, el referente del tiempo. Interpretaba las señales del firmamento según una antigua ciencia -las cabañuelas- heredada de su padre, Manolo "Piriles". Y debía de acertar porque la gente se fiaba de sus veredictos. "Manolo -le preguntaban en las noches inciertas- ¿saldremos mañana al campo?" Y según dijera, así hacían. Mi padre me llevó un fin de semana al cortijo a ver a mi abuelo. Y sin duda, la experiencia de dormir entre la paja rodeado de mulas debió ser más intensa que la de vagar por Córdoba porque mis recuerdos son más cercanos. No tuve miedo. Los animales respetaban tanto a mi abuelo que jamás se me hubiesen acercado lo suficiente como para asustarme. Cada uno en su pesebre, diez a cada lado de un pasillo central apenas tristemente iluminado por un par de bombillas mortecinas por la pátina de polvo y telarañas de tiempo inmemorial. Tuvimos la suerte de que no se fuera la luz, cosa frecuente, y no necesitamos usar los carburos. Fue una experiencia muy placentera, y si tardé en dormirme no fue por aprehensión o incomodidad sino por la cháchara interminable de mi abuelo, que no era de jaculatorias ni de rosario sino de historias del cortijo y los amos.
 
En mi primera Navidad recordada sí que está presente mi hermana, claro. Siendo un bicho, como era, y dos años largos mayor que yo,  no conocía todavía, sin embargo, lo de los Reyes Magos, lo del engaño piadoso e inocente. Ella creía en los Reyes a pies juntillas y me transmitía esa fe con una vehemencia de catequista. Pero también con la ilusión y el misterio que sólo puede desprenderse del alma de un niño. Por entonces la Navidad de los pobres consistía en pedir el "aguilando" canturreando villancicos en las casas de los parientes la tarde- noche del 24 de diciembre, la Nochebuena, y la mañana, la más deseada de todo el año, del 6 de Enero, el día de Los Reyes Magos. Mi hermana era un demonio y yo un tontorrón asustadizo. Se iba con sus amigas, en pandilla, a pedir el aguilando con panderetas y zambombas casa por casa, sin ningún reparo. Era la jefa, la mandona, la avalaban su descaro, su frescura, su voz y su alegría natural. Así la recuerdo de niña. Yo, sin embargo, me juntaba, creo, con Juan el de Chaparrito y con "El Botón", a cual más corto de ánimo, y pedíamos solamente en las casas de nuestros chachos y padrinos portando por todo instrumental un almirez con su maja y una carraca de platillos. Ella se recogía a las nueve de la noche con un montón de pesetas y de reales, y yo estaba en  mi casa al anochecer con cuatro perras gordas. Mi día bueno de Navidad, de verdad, era el de Reyes: ese esmero en preparar bien limpitas las botas y alinearlas detrás de la puerta; esa botella, ya empezada, de aguardiente de Rute, seco, "pa la garraspera", con sus tres copitas... Ese no querer dormirte para escuchar los cascos y el rebuzno de los camellos al paso por tu calle, por tu puerta... y finalmente ese caer rendido en la cámara de mi abuela atendiendo los consejos de mi hermana, que no se me fuera a ocurrir despertarme antes que ella y bajar solo a la puerta... ese salir corriendo escaleras abajo nada más despuntar el día con mi hermana por detrás gritando "primero yo, primero yo"... Y llegar, con la respiración entrecortada... para comprobar que habían estado allí los Reyes, que era verdad, que las copitas tenían aún un culillo de aguardiente, que la botella estaba menos que media, que en las botas habían dejado cucuruchos de merengue, zambombitas de dulce, chupa chups y roscos de vino de la Antequerana, y que al lado de las botas de mi hermana había una muñeca rubia con pecas -como ella misma-, y que en mi lado había un tambor de verdad con sus palillos de verdad y con su cinturón, nada que ver con mi tambor casero de lata de atún... El éxtasis. Mucho más, muchísimo más de lo que uno esperaba. Ese año fue el tambor; los siguientes serían la pistolita de mixtos, el arco y las flechas de indios, una cartera nueva para la escuela... Lo que fuera. Siempre la misma ilusión...

No tendríamos que haber crecido. ¡Se vivía tan bien de niño!...