domingo, 29 de noviembre de 2015

El hospital de Cabra: paisaje y paisanaje

No me gustan los hospitales. Está feo que lo diga yo, que llevo más de treinta años viviendo en ellos. Pero tiene su explicación. En el trabajo no soy consciente del todo de que estoy pisando suelo sanitario, tierra santa como quien dice, no vivo el hospital tal como se entiende desde fuera. Estoy en la sesión clínica, en el laboratorio, en rayos o en mi consulta, en mi currelo en definitiva. Y se me pasa el tiempo en un soplo. Sin embargo, cuando tengo que ir al hospital "de visita" o "de acompañante" la cosa cambia. Una cosa es el hospital sitio de trabajo, y otra el hospital lugar de compromiso social.

Este último, el hospital-patio de vecinos, es un coñazo. Huele a química mala, a saturación, a humanidad o, incluso, a cocinilla y a fritanga. Algunos de mis amigos detestan ese tufillo que parece consustancial en cualquier ambiente hospitalario. Los entiendo. El tiempo -ésa es otra- parece detenerse, sobre todo por la noche, interminable. Hastío.
 
Por fortuna, pocas veces me he visto en esta tesitura tan cansina de "acompañar" a un familiar doliente. Mi madre -la pobre- murió en un plis -plas, ni siquiera una mala noche hospitalaria, y mi hermana vivió su enfermedad y, desde luego, sus días postreros en su casa, rodeada de todos los suyos, como Dios manda. Con mi suegro  estoy salvado, no aguanta dos días ingresado, tenemos que abandonar el hospital por cataplines. Pide el alta voluntaria. Una bendición, no todo van a ser rarezas.
 
Las estancias hospitalarias de mi padre, sin embargo, merecen una atención aparte; son tan divertidas que no se hacen enojosas. Por lo menos hasta la presente: hace amistad con los vecinos de habitación y con sus familiares respectivos, intercambia con ellos teléfonos y wassapts, recaba vida y milagros de todo quisque con la misma espontaneidad que él mismo cuenta sus historias de siempre, le gusta pavonearse de sus hijos, de sus nietos y bisnietos, se hace el interesante leyendo el periódico a sus noventa y dos años ante los ojos incrédulos y maravillados de los circundantes, piropea sin recato alguno a las enfermeras y a las doctoras jovencitas y no tiene reparo en cantarles sus "defectillos" que él, con su humor tan propio, convierte en virtudes, "Mira qué lunar tan gracioso, oyes", le dice a la verruga oscura como garbanzo negro, tan poco afortunada, que afea la barbilla de una auxiliar. Ya sabemos que es un caso. Como es tan cotilla, tiene su teoría para averiguar si tal o cual enfermera es soltera o casada. Para él, si la ve seria y circunspecta es que es soltera. Las risueñas son todas casadas. Si le cabe alguna duda les pregunta directamente: ¿señora o señorita? Ahí no falla. Las casadas le contestan ufanas que casadas; y las solteras, simplemente, no contestan. Así se pasa los días. Mientras le den de comer a sus horas, tan contento. Las noches son otra cosa, claro está. Su dichoso reloj prostático le suena cada dos horas para ponerse la botella en su pingajo -que aún tiene presencia, eh- y orinar cuatro gotas de nada, mitad dentro, mitad fuera, cagarse en la puta que parió al demonio y arrollarse las sábanas a los pies. Si, como ahora, debe permanecer en dieta absoluta por dos días, durante la noche tiene ensoñaciones con la comida y delira. Mi hermana Carmen, mi sobrina María José y mi cuñada Sam -sufridoras nocturnas- cuentan que, dormido, se sienta de pronto en la cama y hace como si se estuviera zampando un potaje de garbanzos: en la mano izquierda sostiene algo, que será el plato, y con la mano derecha coge la cuchara y se la va llevando a la boca de manera repetida. Otras veces lo han visto hacer el gesto de partir el pan a pellizcos y llevárselo a la boca. Él, de siempre, arregla cualquier mal comiendo.
 
Días atrás ha estado ingresado en el hospital de Cabra por una pancreatitis aguda. Ha podido ser una cosa seria, pero se ha quedado en nada, gracias a Dios. "Niño -nos dice-, tranquilidad. Mientras tenga estos apetitos y cague así de duro no hay problema". Ése es su espíritu. Y así ha sido. Ya está en su casa tan ricamente.
 
No sé por qué pero el hospital de Cabra me infunde sensaciones distintas al resto de los hospitales. Esto de lo que hablamos sobre el rechazo o aversión a los centros sanitarios no me ocurre en Cabra. Es un hospital moderno, amplio, muy limpio y muy bien cuidado. No huelo a cosas raras quizás por su enclave en el campo. Quizás. Bien ventilado. Y son varios factores los que, creo, lo hacen atractivo para mi gusto. El hecho de estar asentado en la falda de la sierra ya es empezar bien: luminosidad, frescura, ventilación y paisaje por todos sus costados son cosas que a mí, en particular, me abren el espíritu, me animan y me sirven para distraer ese tiempo infinito del que antes hablábamos. Asomarse a cualquiera de sus ventanales y ver a gente paseando por la vía verde, la vegetación frondosa del campo o los chalecitos espolvoreados por las laderas es muy de agradecer para los cuerpos cansados de esos sillones incómodos y pegajosos. El otro elemento que resulta muy agradable a mi forma de ser es el paisanaje, tanto el sanitario como el de los enfermos y visitantes. Será, seguramente, porque la mayor parte de esas personas han nacido y se han criado, como servidor, en la Sub-bética -la Soviética, la llama mi suegra-, que me gusta todo lo que veo a mi alrededor. Me gusta esta gente. No sé. Me resulta un hospital amigable. No hablo de la calidad humana o profesional de los trabajadores sanitarios. No, ésa la considero adecuada en cualquier hospital andaluz. Me refiero al paisanaje en general. Hablo del carácter, del léxico, del espíritu abierto y campechano, de sencillez, de cultura campestre... De otra educación, de otra manera de hablar y decir. Algo realmente distinto a lo que vivo a diario en mi hospital. Ni mejor ni peor, distinto. Y a mí me gusta más, ea. No hay pecado en ello. Me gusta, me encanta, el "hasta luego, pae", la cercanía afectuosa del personal, el trato delicado a los abuelos, la antigua solidaridad familiar en el cuidado de los ancianos enfermos que alcanza hasta los nietos, las historias de aceitunas y de molinos y de gentes que han saltado desde el cortijo a la industria o al negocio familiar, que se han redimido del campo... ¡Coño!, hasta me gusta el bigotillo facha que adorna a la vieja Filomena, la mujer pegada a la cama de su marido moribundo, vecino de cama de mi padre.
 
Paisaje y paisanaje. Elementos que interaccionan y que son clave para entender la vida, el carácter y la filosofía de nuestras gentes. Eso dice mi amigo Juan Francisco.

 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Eneida

El primer nombre del listado de mi consulta de hoy es Eneida Gómez Silvestre.
Las cuatro o cinco personas primeras de la lista son pacientes nuevos, no conocidos por mí, gente que viene por primera vez a mi consulta. El resto, hasta completar catorce, lo componen personas que acuden a revisión.
Sentado en mi mesa de trabajo frente al ordenador y estrenando bata nueva sin mi nombre cosido en el bolsillo -están ahorrando hasta en costurera-, estoy preparado para afrontar una nueva jornada. Antes de hacer pasar a Eneida reflexiono un rato. Medito. Me gusta empezar la dura mañana meditando. Al estilo del seminario. Es algo simple, pero muy conveniente. Es conveniente centrarse en lo que vamos a hacer. Estas personas que esperan verme lo hacen desde hace un mes por lo menos, han tenido tiempo de enterarse acerca de quién soy yo, han madrugado aún más que yo, vienen en ayunas desde lejos, desde Morón o Pruna, o desde aquí más cerca, Alcalá o Dos Hermanas, en coches particulares conducidos por sus hijos o nietos o en ambulancias colectivas donde departen impresiones y emociones "A mí me va a ver don fulanito o don perenganito". "Pues a mí me ha tocado el doctor Rivera". "Ah, ¡qué suerte!... No puedo permitirme un mal día. Los médicos no deberíamos tener nunca un mal día, no podemos defraudar a nuestros pacientes, criaturas frágiles por lo general, que llegan a nosotros con unos sentimientos mezclados entre el miedo y la esperanza. Aún perdura en mi dura sesera el cabreo que pillé ayer tarde en el Tomillar con un compañero. No estoy fino. Hoy podría ser un mal día. Y no lo va a ser precisamente por este rato de meditación que me lo recuerda. "Ni Eneida, tu primera paciente, ni ninguno de los demás tiene nada que ver con eso. Céntrate en lo tuyo".
 
Por su nombre tan especial y raro espero que Eneida sea una jovencita de éstas que me consultan por ganglios o por lipotimias. Poca cosa, pienso. Al salir a la puerta y llamarla por su nombre levanta tímidamente su mano una ancianita dulce y delicada, sentada ella en su carrito de ruedas empujado por su marido. Con sus chapetas en las mejillas, su cara orondita y su cabello de plata recogido con horquillas en un moño de algodón me ha recordado un montón a nuestras abuelas antiguas. Y ya, una vez entrado en harina, se me olvida todo y me vuelco con ellos. Me desangro.
 
El marido me cuenta la historia. Tiene un Alzheimer muy avanzado. En realidad la mujer viene por un problema menor ya resuelto. Ha tenido una anemia que ha mejorado rápidamente con tratamiento de hierro. Sólo tengo que certificar en su historia clínica los datos últimos de laboratorio, darle de alta y cerrar este episodio. Pero me resisto a pasar de manera tan fugaz por la vida de esta ancianita tan tierna.
- Pero bueno... -me encaro con ella riéndome-, yo me esperaba una chavalita guapa y mire usted lo que me encuentro, a la abuela de Caperucita.
Por toda respuesta, abre muchos sus ojillos brillosos a punto de brotar y me regala una sonrisa suave, larga y plácida.
-Ella... -tercia el marido-, ella no se entera de nada, la pobre, no está en este mundo...
-Sí que se entera. Mire usted cómo me ha sonreído. Con intención.
 
Y no apartaba su mirada de mí. Esperanzada. Agarré mi silla y me senté a su lado. Le cogí una mano y le conté todo lo que en ese momento se me vino a la memoria de viejo. Que su nombre, tan requetebonito, Eneida, procede de una obra literaria escrita hace muchos, pero que muchos años, por un escritor muy antiguo, más antiguo todavía que Jesucristo, que se llamaba Virgilio. Y que narraba un popurrí de guerras navales y terrestres entre tirios, troyanos y griegos, la famosa Guerra de Troya, y luego, como consecuencia, la trágica historia de un héroe llamado Ulises que tuvo que huir de su patria perseguido por sus enemigos, abandonando a su mujer y a sus hijos, pasando miles de aventuras , conociendo a gentes  y tierras extrañas... hasta que luego de pasados muchos años pudo al fin regresar a su casa con los suyos. Le revelé -viendo la atención que prestaba- que esa obra, la Eneida, fue nuestro libro de texto de Latín de sexto de bachiller y de Preu en el Séneca, y le hablé de nuestro inefable profesor don Rogelio "El Chino", tan bueno como rígido, enjuto y malhecho. Y ya puestos, me puse a hablarle del Griego, con nuestra profesora, la tímida y recatada doña Nemesia, que ése sí que era un  nombre feo donde los hubiera. Y le hablé de la Ilíada y la Odisea, que también tradujimos íntegras...
 
Y ella, Eneida, embobada conmigo. Me pareció interesada en que continuara relatándole cosas, como el niño que no se cansa de escuchar los cuentos de  su abuelo. No pió en ningún momento. Pero al terminar mi perorata levantó su brazo derecho para posar su mano sobre mi cara, apenas rozándola con sus dedos sarmentosos y delicados. Como cuando Platero rozaba las amapolas gualdas con su hocico de plastilina negra. Como queriéndome decir: "Gracias, doctor".
 
Ha sido, sin duda, una buena manera de empezar la mañana. La mejor.
 

jueves, 5 de noviembre de 2015

Elogio de la decadencia

Debe ser fastidioso que un día de fiesta, muy tempranito, te pare la Benemérita a la salida de tu ciudad. De acuerdo. Pero casi peor, que no te pare.

No hace tanto era motivo de mofa por parte de mis hermanos recordar la de veces que la Guardia Civil me ha parado para soplar, a mí precisamente, en la salida de Torreblanca hacia la carretera de Málaga cuando en un convoy de tres o cuatro coches volvíamos al pueblo luego de una madrugada de desenfreno en la Feria de Sevilla. Qué tino, tío. Me paraban a mí, el último coche, que llevaba en el estómago media garrafa de Coca Cola, y dejaban pasar tranquilamente  los coches de mi Manolo y de mi Juan, que habían acabado con las existencias de manzanilla. Y de Tío Pepe. Y mi padre, copiloto mío, afeándoles la conducta a los civiles: "Hombre, no paréis a éste, si este hijo mío no bebe ná, son los otros, los que van delante..." ¡Qué "pechá" de reír nos pegábamos cuando parábamos a desayunar en el Nueva Andalucía!
 
Eran tiempos en los que uno era joven e incluso podía dar la imagen de alocado o extravagante a los mismísimos agentes del Cuerpo, peritos los que más en la captación de borrachines y maleantes. Tiempos pasados.
 
El caso es que uno se sigue sintiendo, no diré que igual, pero casi. Es verdad que  me canso más que antes en el trabajo, soy más gruñón, tengo muchas menos ganas de salir de noche -si es que alguna vez las tuve-, me sienta mejor la comida de casa que la de restaurante... signos todos inequívocos de senectud. Y sin embargo, me miro al espejo desnudo y todavía me veo bien, no tengo arrugas, ni panza, ni carne muy descolgada, aún me brilla la mirada verde y soñadora de siempre..., y paso por alto, si os parece, comentario alguno sobre los habitantes de la entrepierna. Mejor no meneallo. Pero, amigo, ya no eres como tú que crees ser, sino cómo te ven los demás. Y, a lo que parece, la Benemérita me considera un viejo.

El pasado lunes, último día del puente de los Santos, la Peque y yo salimos muy de mañana al pueblo. Debíamos pasar primero por Gines para recoger a mi cuñada Miki... Y en esto que en una de las rotondas de la SE 30 nos topamos con un control de la Guardia Civil. Macho, las 7,30 de la mañana. No recuerdo cuándo fuera la última vez pero sí que fue de noche y que nos pararon, me preguntaron si había bebido, les contesté que veníamos de cenar en casa de unos amigos y que algo de cerveza había bebido, sí. "Ande, siga usted". Y no me hicieron soplar ni nada. Y ya aquello me mosqueó un poco. "¿Por qué no me han hecho soplar?" -le comenté a la Peque. "Te han visto sobrio y muy educado" -me respondió para conformarme. Pero es que ahora, este lunes pasado, ha sido ya demasiado. Veo el control a la salida de una curva, freno delicadamente, sigo charlando con la Peque como si nada, llego a la altura del agente, y antes de terminar la frenada éste me indica que continúe: "Siga usted caballero, buenos días".

-Qué lástima de hombre -se cachondea la Peque de mí-, ya no engañas a nadie, ¿eh? Te ha tratado de caballero y todo... En fin, que eres un viejo.
-Es verdad, me cachis... ¡Con la ilusión que me hubiera hecho soplar el pitorro ese...!

Es lo que hay. Tempus fugit. Y lo voy aceptando como natural. A fin de cuentas debo prepararme para mi pronta jubilación. Envejecer con gallardía no es mala cosa. En mis clases de Geriatría les insisto a mis alumnos que una de las recetas del envejecimiento exitoso consiste en saber aceptar de buen grado las limitaciones fisiológicas que nos marca nuestro tiempo, el tiempo de cada uno que no es el mismo para todos los de idéntica edad, no. Cada quien es cada cual. Limitaciones en el plano físico, el psicológico o el conductual. Y otra pócima tan valiosa como la anterior es saber aprovechar las ventajas residuales a tales limitaciones. El hecho fastidioso de no poder jugar al tenis como antes, por ejemplo, me ofrece más tiempo para leer, para escribir, para pasear con la Peque y la Pelu... Si ya no soy capaz de mantener dos horas seguida de estudio puedo emplearme en la cocina o en hacer las camas, con gran contento de mi compañera... Si sé que no me va a parar la Benemérita puedo saborear mejor mi tintito caro en casa de Tomás o en la de Jaime... No todo va a ser hándicap. Las canas y las arrugas nos dan otro aire, otro caché, nos permiten opinar con un poso de serenidad y sabiduría, sin tanta vehemencia como los jóvenes a quienes toleramos piadosamente sus osadías porque también nosotros lo fuimos. Ganamos arrobas de ternura para compartirla con nuestros nietos. Nos enorgullecemos de los años vividos en un siglo en el que todavía pudimos cultivar la magia, la inocencia, la utopía, la esperanza de una vida mejor, la ideología, la filantropía, si queréis. Conocimos cosas, personas y hechos que nadie nunca nos podrá arrebatar. Hemos vibrado de emoción con los Beatles, los Brincos, Simon and Garfunkel, el Dúo Dinámico, admirado a Alain Delon, Sofía Loren, Liz Taylor o Richard Burton, aprendido de Tierno Galván, de Carlos Castilla del Pino, de Garrido Luceño, de Cela y hasta de Amancio y de Pirri, que no todo era Franco. Supimos convertir el sacrificio en diversión, sacamos provecho del esfuerzo, disfrutamos de esos pequeños placeres que, por clandestinos, eran mucho más intensos: los ligues, los guateques, los besos, los magreos con nocturnidad, los pisos de estudiantes como coartadas para vivir en pareja... En fin, ¿para qué más? Hemos sido hijos de nuestros padres y nietos de nuestros abuelos.

Sí, es verdad, todo eso está muy bien. Lo cual, sin embargo, no es óbice para que uno sienta un pelín de nostalgia. Más que nada por los alicaídos habitantes de ahí abajo, los de la entrepierna. Sobre todo el larguirucho, los gordinflones ni pían ni paulan, nunca lo han hecho, siguen igual, colgones y peludos, pero el de en medio... ¡con lo que ha sido! Me da un poco de penilla. Está perezoso y cabizbajo, como harto de vivir, depresivo; a veces se esconde entre la mezquina greñura púbica y cuesta dar con él. Hace tiempo que no se yergue, tieso y altivo, a mirarme a la cara con su ojo ciego como antaño; pase que no se interese ya por mí, pero que ni siquiera se inmute viendo a la Peque en bolas salir de la ducha... Y para colmo está perdiendo aquel brillito acharolado que tan atractiva hacía su calva. En fin...

Es verdad, siento cierta nostalgia de todo ello. Más, incluso, que de la soplada del pitorro de los Civiles.