miércoles, 28 de octubre de 2015

El sol por Antequera

¡Qué sabia la Naturaleza!
 
Mi amiga Paqui suele referirse a esto cuando vuelve a su casa después de un fin de semana en Lucena con su nieta. "Es agotadora" -dice con dulzura melosa de abuela chocha.
Nuestra madre Naturaleza ha previsto que la prole sea criada por los padres, y que los padres sean gente nueva, fuerte y animosa. Y también que los abuelos seamos eso, abuelos, gente mayor sin tanta gana de jaleo, como fueron en su día nuestros abuelos, personas muy allegadas al niño, muy cariñosas, la abuela que lo mismo te cuece unas migas o unos maimones que te hace monaguillo a fuerza de llevarte cada tarde al rosario de la iglesia; o el abuelo, que te lleva al cortijo a dormir con los mulos, o que te trae ciruelas despachurradas en la capacha.
 
Pero ahora ya no es así. Nos hemos empeñado en corregir a nuestra Madre sabia. Ahora los abuelos somos gente aparentemente entera, preparados y capaces de bregar con cualquiera de estas fierecillas; y algunos, no sólo los fines de semana, sino a diario. Aunque nuestros padres han sido verdaderamente los protagonistas de la operación "visagra", los intermediarios entre lo antiguo y lo moderno, nosotros, la gente de nuestra edad, somos los primeros humanos a quienes nos ha tocado la china de ser los cuidadores de dos generaciones al mismo tiempo; la de por arriba, nuestros padres; y la de por abajo, nuestros nietos. Asumiendo -y en ocasiones es mucho asumir- que nuestros hijos no precisan de cuidados.

La boda reciente de Miguel, el de Natalita y José Antonio, con su novia, celebrada en Barcelona, ha sido el motivo para un fin  de semana deliciosamente "agotador" de la Peque y de un servidor al servicio de nuestro nieto Lucas. Sus padres han volado a la República catalana y nosotros hemos viajado en coche hasta Antequera. Como tiene que ser.

La primera vez que se queda tanto tiempo sin su "mammu" ni su "papuuu" nos temíamos un recital de rabietas, llantos y malas noches. Para nada. Es un crío buenísimo que se lo come todo, que canta y baila y ríe a carcajadas al son y aspavientos de su "abuela-espectáculo", que duerme religiosamente sus horas y que no ha tenido la dicha de emitir ni un sólo quejido, vamos, como si supiera que no somos sus padres sino sus abuelos, como con deferencia, vaya. Eso sí, todo el santo día bregando, intentando andar solo, cayéndose de bruces, gateando, persiguiendo a la Pegui, echándote los brazos, hartándose de un juego antes de empezar y exigiendo otro de inmediato, nada de aburrirse, siendo más rápido que el rayo en tirar un plato o un vaso de la mesa antes de parpadear, dejando caer de su mano, como a lo tonto, cualquier cosa que ha dejado de interesarle, manoseándolo todo y esparciendo lo más lejos posible todos los juguetes a su alcance, forcejeando con coraje y haciendo el puente con la espalda para no sentarse en el carrito reglamentario del coche, no consintiendo que sus cuatro abuelos, reunidos para la ocasión, podamos comer con tranquilidad en un restaurante... En fin, un crío de un año recién cumplido. Y por la noche, cuando cae rendido en la cuna y él solito se pone de lado y se duerme sin rechistar... ¡qué paz!, ¡qué sosiego!, qué plenitud!

Quizás no llegamos a comprender el amor que nuestros padres nos han regalado hasta que no tenemos un nieto. Con la misma edad de mi Lucas yo estuve a punto de morir por un tifus exantemático, enfermedad mortal en los años cincuenta. Y ahora mi hija Meli preocupada porque el niño tose y tiene mocos. ¡Qué no sería el sufrimiento y el pesar de mis padres en aquellos años por mi culpa! Una de las aventuras que contaba mi padre con más énfasis y vehemencia era cuando tuvo que ir en bicicleta desde Antequera a Lucena en busca de Cloranfenicol, un antibiótico nuevo y escasísimo que curaba el tifus.

De un tiempo a esta parte, pues, va a ser cierto eso de que el sol sale por Antequera. Un sol de despertar risueño y feliz, que derrocha energía para despabilar a sus padres, a la monitora de la "guarde", a sus abuelos y a todo quien se le arrime; un sol de Nenuco y de ojos vivos, un sol de simpatía, soliloquios y balbuceos, un sol alegre y comilón, un sol travieso y juguetón, un sol de ternura y cariños. Un sol que, al fin, se pone, exhausto, a las nueve de la noche para soñar, digo yo, con sus migajas de pavo frío, sus papas fritas, las teticas de su mama, otrora ubérrimas y ahora extintas, o quien sabe si ya con alguna amiguita de la guarde, o si con su pilila que tanto le gusta pellizcarse... Tan pronto, tío. Algo bueno tenía que sacar de su abuelo. 

Mi sol de Antequera. Mi Lucas.