domingo, 29 de marzo de 2015

Pretérito perfecto

El ilustre profesor don Carlos Castilla del Pino, de imborrable recuerdo para mí y para todos quienes lo disfrutamos en la Facultad de Medicina de Córdoba, escribió en su día sus Memorias. En el tomo I, al que tituló como Pretérito imperfecto, narra las muchas imperfecciones vitales con las que se crió y creció, desde la vivencia en directo de la matanza de parte de su familia por "los rojos", a continuación la sangrienta ocupación de su pueblo, san Roque, por los moros, su experiencia como niño requeté, su conversión al otro bando, sus estudios en Ronda y luego en Madrid, su vida universitaria... hasta la amarga decepción de la traición por parte de su maestro a la hora del "reparto" de las cátedras de Psiquiatría. En el segundo tomo, La casa del olivo, relata su vida desde que se apeó en la estación de Córdoba, allá por primeros de los 50.
 
Y resulta que cada vez que intento encontrar un título para escribir sobre mi infancia y mis vivencias del seminario tropiezo siempre en el mismo nombre: Pretérito perfecto. Perfecto, sí. No imperfecto como el de don Carlos.  Perfecto. Porque, aún pudiendo parecer pedante o incluso estúpido, pienso, de verdad, que hasta el presente mi vida ha sido perfecta. Admito opiniones contrarias, desde luego. Admito errores, defectos e imperfecciones, meteduras de pata de índole diversa. Admito haber hecho daño a personas concretas, daños directos y otros colaterales, posiblemente daños no intencionados. Admito sufrimientos corrosivos y auto inculpatorios por las muertes de mi madre y de mi hermana Josefa... Admito cuanto queráis. Pero la emoción interna y reflexiva que surge cuando analizo mi vida es de haber sido un afortunado. Desde la cuna hasta el primer púlpito. Desde el seminario a la Facultad. Desde La Capilla a Triana.

No pretendo escribir mis Memorias, no soy hombre de relevancia social alguna. Simplemente tengo el gusanillo de escribir sobre nuestra vida en el seminario.
Si os parece, voy a ir entremetiendo en el blog, entre casos de la consulta, relatos sueltos, posiblemente inconexos,  sobre determinados aspectos de aquella adolescencia tan peculiar.

Empezaría así, más o menos:

A lo largo de los años sesenta del pasado siglo sucesivas camadas de niños cordobeses, la mayoría de origen humilde, ingresaron en el seminario de Hornachuelos para proveerse de un futuro mejor, quitarse del campo y, quién sabe, hacerse curas y así, de paso, poner contentas a sus abuelas. Sin que ellos -ni siquiera sus padres- lo llegaran a sospechar esa decisión tan arriesgada como audaz será determinante en su vidas.

En la actualidad, la mayoría de ellos ha pasado de los sesenta -nacidos entre 1951-1955-. Y muy pocos son curas, se pueden contar con los dedos de una mano. Algunos son amigos de a diario. Hay camarillas en Córdoba, en Sevilla, en Málaga, en Madrid... Muchos se reúnen una vez al año, por primavera, para comer, recordar y reírse una jornada juntos. Con sus santas respectivas.

A fin de meterse mejor en el relato sería muy interesante que usted, desconocido lector, se llegase a visitar lo que hoy queda del antiguo seminario un sábado por la mañana. Si lo hace, hágase acompañar por su pareja y por sus hijos. Echen una mochila con un táper de tortilla y chorizo -el agua sobra por allí-, disfruten del paseo de ribera por la orilla derecha del Bembézar hasta subir a la fortaleza derrotada. De una manera aséptica, sólo verán ripios y maleza. Los que vivimos allí cuatro preciosos y tiernos años de nuestra adolescencia vemos mucho más. Y esto, oculto e ignoto para los demás, es lo que pretendo mostrarles con estos relatos. A la vuelta, quédense a almorzar en la Fuente de los tres caños. Aparte de una jornada muy sana y agradable en familia comprenderán un poquito mejor el valor o la necesidad de aquellos padres para dejar a sus inocentes criaturas en sitio tan inhóspito.

Bueno, más o menos.

 

Carta abierta al Pintor y a María Victoria

Mis queridos Antonio y Victoria: Hoy, Domingo de Ramos, os supongo en el campo disfrutando de un día tan soleado y radiante. Y hoy mismo, Domingo de Ramos, a las seis de la tarde, yo os echo de menos. Me gustaría teneros a mi lado esta tarde tan festiva y bulliciosa aquí en Sevilla, quizás la más bullanguera del año.
 
He salido a la calle. Solo. Mi Meli y mi nieto Lucas partieron al mediodía hacia Antequera. La Peque está en el currelo -alguna cosa no hemos hecho bien del todo cuando una mujer como ella, a sus cincuenta y... muchos años, tiene que trabajar en un día como el de hoy-. En fin... He dejado a mi Pelusa dando teta a sus cachorritos y me he echado a la calle. "Voy a ver a La Estrella pasar por el puente de Triana" -he pensado para mí, total, está aquí mismo, desde mi casa oigo los tambores-. ¡Que te lo crees tú!
 
Tú, Antonio, ya conoces algo las calles próximas a la nuestra. He cortado por Pelay Correa, donde comimos el otro día. Abarrotá. He retrocedido por Luca de Tena para salir a la calle Betis. Petado todo de gente. Vuelta patrás. Lo he intentado por Pureza, he conseguido avanzar hasta casi, casi el Altozano. Pero a la altura de la pastelería Marujana me he quedado atrapado entre la muchedumbre. Y ya no me he vuelto sino que me he puesto a observar y analizar, eso que tanto te divierte a ti.
 
Ya te lo dije el otro día, Antonio. La Semana Santa tendrá todas las connotaciones religiosas, fundamentalistas, sectarias, tendenciosas, alienantes, iconólatras... que queramos. De acuerdo. Pero, para mi forma de ver, posee unas cualidades que también vale la pena resaltar. La primera que se me viene al pensamiento es que no es exclusivista, sino universal. En la calle hay cabida para todo quisqui que se arme de paciencia. Por contra, la famosa feria de Sevilla es muy exclusiva. Unida a ésta, otra cualidad sería la de intentar comprender la verdadera y sentida devoción de los creyentes. Otra de esas cualidades es la fiesta pura en la calle, lo puramente lúdico, algo que tanto gusta a los sevillanos en particular y a los andaluces en general. La tercera, sería la admiración del arte escultórico al aire libre, la salida a la calle de los Museos eclesiásticos. Y otra, la última y para mí la más importante, la emoción de contemplar un espectáculo de una estética global sin igual, difícilmente superable en cualquier teatro de alto cartel. La conjunción armoniosa de un arte escultórico ad hoc, la música acompasada, ahora suave y apagada, ahora fuerte y estridente, que lo mismo te amansa el alma que te retumba en el estómago, el colorido y virtuosismo del paso, el contraste con la sobriedad y oscuridad en las calles, el olor penetrante a azahar que todo lo impregna, el rumor apagado del bullicio... todo ello crea un ambiente y una estampa de un barroquismo tremendamente emotivo. Yo creo que eso precisamente, la estética emocional, es lo que nos cautiva a los andaluces. Y yo, defensor absoluto del laicismo, sigo fiel, sin embargo, a ese gusto popular.
 
A lo que vamos, queridos míos: lo que yo he visto esta tarde en el Altozano es lo más parecido a una boda de dimensiones estratosféricas. Sabéis cuánto disfruto en las bodas cuando asisto a ellas de puro espectador, sin pagar, vaya. Más que nada por la vista de tanta mujer joven y tan bien ataviada. Pues lo mismo. Con barba de dos días y con ropa corriente y mal averiguada -camisa de verano y pantalones de pana-, desentonaba en medio de un bullicio tan selecto. Me fijo, naturalmente, en las tías; los hombres -incluso los chaveas- van de traje azul marino riguroso. No he visto aún transparencias en los vestidos -lo que más me atrae-, pero sí escotes más que generosos, dadivosos, cachas de todo perímetro, cachas gordas que se rozan, cachas delgadas y de a kilómetro, cachas bien contorneadas y prietas, cachas que no acaban nunca, cachas  de culos regordetes y bajos, cachas embutidas en seda, cachas de carne fresca...
 
Pero hasta el jamón cansa, dice el refrán. Después de media hora de pié y la Virgen sin pasar me he vuelto a mi casa para escribirles esta carta a mis amigos Antonio y Victoria y para todos vosotros. No es mi deseo, desde luego que no, trivializar los sentimientos religiosos de nadie. Mi respeto por los creyentes es máximo. Yo mismo, ateo confeso, me emociono contemplando el Nazareno de mi pueblo. Hay cosas tan metidas en la fibra última del Paleoencéfalo que no es posible erradicar. Pues muy bien que está.
 
Y termino con una sentencia del Molleto, (q.p.d), un hombretón basto de mi pueblo que en su día fue a Pedrera a ver si veía a la Virgen que por aquellas fechas se le aparecía a las gentes de bien. Cuando volvió, y preguntado por sus amigos en el bar del Mellizo, dijo: "Yo a la Virgen no la he visto, pero he visto un porte de nalgas... "
 
Esta tarde yo puedo decir lo mismo.

lunes, 23 de marzo de 2015

Fiebre trianera

Casi un mes alejado de vosotros, mis fieles lectores. No tengo perdón de Dios. Y ahora sin excusas. Antes me era casi imposible escribir con cierto sosiego viviendo en un recinto de 40 metros cuadrados y sin ordenador. Lógico. Pero ya llevo un mes largo viviendo en nuestro pisito de Triana. Y con todos mis aperos disponibles.
 
Cierto que aún estamos de mudanza y nos falta asentarnos en la nueva casa; más cierto que andamos mangas por hombro sin el asiento necesario para la meditación y la reflexión, yo tan obsesivo del orden desordenado de mis cosas... Pero no pudo engañaros ni engañarme: la verdadera razón de mi abandono literario es, simplemente, la calle.
 
Parece que hubiese regresado a la infancia, "este niño está soseído con la calle" -refunfuñaban nuestras abuelas. Se me van las horas cadenciosas de estas tardes ya luengas reconociendo a pie mi nuevo barrio, escudriñando rincones ocultos, afanado en el feliz y casual encuentro con tantas pastelerías que abundan por doquier, a ver cual huele mejor, "Qué le pongo, dígame" -se ofrece rápida la dependienta-. "Ah perdone -balbuceo yo-, no, nada, sólo quiero ver y oler..." Acortijado en el Aljarafe durante treinta años, ahora todo me parece nuevo, toda una ciudad por descubrir, me da igual el tiempo, si amenaza lluvia salgo con mi paraguas, preciosa la vista del río lluvioso y neblinoso desde el puente al atardecer, "Toñi, la casa que compremos tiene que estar cerca del río" -fue quizás el único requisito que yo había interpuesto a la hora de las prioridades-, si hace bueno paseo a mi perrita Pelusa conmigo, me la llevo por el mismísimo borde del Guadalquivir a pique de resbalarnos, nos reconforta el colorido del agua profunda y el de los piragüistas que surcan solos o en comparsa el cauce, pasamos por praderitas verdes salpicadas de turistas y vecinos ávidos de sol que ya en marzo se tuestan en bikini delante nuestra mesma para mayor regocijo de nuestros ojos; de grupos grandes y pequeños de gente menuda que se trae la merendola y la esparcen en manteles en el suelo; de parejitas acarameladas que se meten mano de la manera más natural; de perritos como ella y otros perros más grandotes que corretean y juegan al pilla pilla y que en viendo a mi Pelusa se aprestan enseguida a olisquearle el culo, ella los incita con movimientos sensuales y cuando se ve agobiada me echa las patas; de magnolios, sauces y acacias que guardan la ribera, árboles  majestuosos de espesísimo plumaje y de troncos tan vencidos que sus hojas y ramas parecen beber del río, árboles en alguno de cuyos cobijos furtivos urde su camastro un mendigo que perdió su portal... Y continuamos luego por un carril bici, siempre fieles y pegaditos al río hasta llegar al puente  del Alamillo. Y regresamos.
 
Ha sido un acierto el cambio. Difícil, como toda tarea gloriosa, pero ha valido el esfuerzo. En mí, ya lo veis, es notorio. La Peque aún no lo ha saboreado del todo entre sus tardes de trabajo y los afanes de preparar y decorar la casa, lástima para ella que yo no sea un Frasqui o un Sebastián o mi hermano Juan mismo, gente que se entretiene y anima con los pasos sucesivos e indescifrables necesarios para el montaje de los muebles de Ikea, cosa imposible del todo para mí. No olvidemos que yo soy un intelectual. Cuenta, no obstante, con la ayuda bendita de su hermana Miki, un manitas en mujer. Pero es hambre que espera hartura. Y sin el más mínimo sentimiento de nostalgia de nuestra antigua casa. Nada. Se diría, con toda propiedad, que para nosotros ha sido una liberación todo este proceso de venta y compra. El chalet nos venía grande. En el mantenimiento y en lo económico. Y para dos criaturas solas y prácticamente aisladas del mundo. Hemos sido muy felices allí, allí hemos criado a nuestra hija y a nuestras dos sobrinas, treinta años hermosos y productivos. Pero la vida va por ciclos. Ese tiempo ya pasó. Ahora toca un tiempo nuevo. Cada edad requiere su cosa. Y ahora, al atardecer  de nuestra vida, la cosa es la ciudad, la cercanía con la gente, la bulla, los bares llenos en la misma plazuela, los despertares de los domingos con las campanadas de la iglesia de santa Ana, el asomarse a la misa de doce, el jolgorio lúdico-erótico de las bodas de los sábados y ahora, en Cuaresma, los tambores, las trompetas y las procesiones. Vamos, en tó el bebe.
 
De manera que perdonadme esta licencia. Prometo que en cuanto se me pase algo esta fiebre trianera vuelvo a frecuentaros con la misma prestancia de siempre.
 
Un abrazo para todos.