domingo, 3 de agosto de 2014

El péndulo escatológico

Sabéis que soy de la opinión de que las cosas que pasan son para contarlas, que para nosotros, criaturas del Señor, la realidad es tal en cuanto que puede ser compartida, que no existe aquello que no se pueda relatar. Y a mí, en particular, me gusta contar lo de divertido y gracioso que tienen nuestros pasos por este valle donde me siento bien intentando cambiar lágrimas por alegrías. De unos o de otros escucharéis lo que mis amigos han escrito en sus cuadernillos de diario o lo que pregonarán por ahí: que si la iglesia rupestre de Mave o de Olleros del Pisuerga, que si la iglesia de san Martín, en  Frómista, considerada como el Vaticano del Románico, que si la villa romana de la Olmeda, en Saldaña... que si otros muchos ignotos encantos que guarda celosa la montaña palentina. Pero solamente de mi puño y letra podréis ser afortunados conocedores de algo realmente singular, una historia breve y desenfadada, quizás frisando lo indecente, lo incontable, tal vez retando vuestra capacidad digestiva y -seguro- enfrentándome a la censura castradora de mi mujer. Va por vosotros.
 
Estamos de regreso por la Ruta de la plata. Aún vamos frescos. A media mañana paramos en un bar de carretera -ahora con el eufemismo de área de servicio- para que las mujeres alivien sus impertinentes vejigas por tercera vez y los hombres estiremos las piernas y  rotemos en el volante. Jaime y yo, los chóferes, por delante; Paqui y la Peque, en los asientos de atrás. En el otro coche, los Palancos y María Jesús, nuestra viuda alegre. Los Ojeda y los Pozuelo han preferido bajar por Madrid. No necesitamos la radio para mantenernos alerta, nuestras mujeres se bastan. Ya sabemos todos qué es conducir con una mujer al lado, mucho peor con dos por detrás. La una es temerosa de la carretera, un pelín más de lo justo; la otra, una hipocondríaca del coche que visualiza mentalmente todo mal antes de que ocurra, que maximiza los riesgos, que ve inminente la colisión cuando aún tenemos cincuenta metros para frenar, que vive el supuesto peligro con una intensidad cuasi patológica convirtiendo en real y patente un riesgo fútil. "Jaime, el cruce; Jaime, no te pegues tanto; Jaime, deja los botones de la radio; Jaime, por aquí no corras tanto..." Se conoce que yo conduzco mejor porque a mí no me dedican tantas precauciones. "¿Josemari vas bien?, tienes sueño?" -es lo más que me dicen. Jaime dispersa su atención al volante porque tiene que llevarlo todo palante, desde la mosca que se ha colado por una rendija de la ventanilla hasta mira, cuál será aquel pueblo de la izquierda a lo lejísimos, y yo qué sé, tío, será Hervás o Baños de Montemayor. Mi problema es que si hablo levanto el pie del acelerador y me tachan de lento. No combino bien la conversación con la conducción. Lo tengo casi conseguido con el invento éste del automático de velocidad, pongo el botoncito a 120 y ya está. Casi. La mar de distraídos, ya os digo.

Entro en el wáter y saco la churra por si sale algo, más vale prevenir, la próstata te la juega si te tiras más de tres horas sin orinar.  En esto que siento ganas de dar de cuerpo, de estas veces que se te viene la carga atrás de momento, casi sin aviso. Menos mal que me ha pillado aquí, pienso. Entro en el habitáculo mientras escucho medio avergonzado el sermón de Mercedes en el pasillo de las féminas: "Qué pestazo a orina, qué vergüenza, esto es para denunciarlo..." Y me río por dentro pensando que lo normal es que un urinario jieda a orín, no a perfume. Quizás distraído en ese pensamiento y en la intensidad del torrente  de mi amiga no eche nada en falta y me siente cómodo a defecar. Ha estado bien. Creo que una buena almorzada. Me he entretenido jugueteando con la luz porque era de estos sistemas automáticos que obedecen al movimiento: si estás quieto un rato se apaga sola, si te mueves vuelve a encenderse. Me quedaba quietecito y se apagaba, levantaba un brazo y se encendía... Así, todo el rato.

Echo mano al papel higiénico. El expendedor está vacío. Frente a mí, una papelera medio llena de papeles usados. Ha habido papel pero ya no hay. No sería un gran problema si la caca hubiese salido, como en otras ocasiones, dura y enteriza, ésa apenas mancha, ésa limpia por donde pasa; o si hubiese sido -caso frecuente en mi padre- en forma de pequeñas "cocletitas". Pero no ha sido el caso. No. Ha sido caquita pegajosa. Y mucha. Muncha caca. Todavía no estoy preocupado. Acostumbro a llevar en el bolsillo del pantalón trozos sueltos de papel higiénico del que me sobra cuando salgo a pasear con mi perrita, muchas veces lo confundo con billetes y me llevo la sorpresa desagradable de que no son tales sino papel higiénico. Esta vez ha sido al revés, en vez de papel lo que llevo en el bolsillo son billetes de cincuenta euros, qué putada oye. Todavía si fuesen de cinco o de diez euros... pero tampoco, porque necesitaría varios para una toillete completa. Empiezo a agobiarme. Ya no se escucha a Mercedes ni a ninguna otra de nuestras mujeres. Entreabro un centímetro la puerta por ver si Jaime, el Palanco o alguno de sus hijos andan meando por ahí... pero nada, nadie. Tampoco le voy a pedir a un extraño que me traiga papel, digo yo, pero quizás lo hubiese hecho. Nadie. En una ocasión parecida, hace ya muchos años, me limpié con los calzoncillos y los dejé asquerosos en la papelera. Lo he pensado, pero me he echado atrás porque me escocería luego las ingles yendo sentado tantos kilómetros sin calzoncillos y porque se me notaría de todas formas el lamparón en el trasero del pantalón. Aunque os repugne la idea, me rozó el pensamiento de usar los papeles tirados en la papelera, algunos se veían aprovechables, hay gente que se rebanea tanto el ojete que los últimos papeles apenas se manchan. No, no puede ser, cuando se lo cuente luego a la Peque se tira una semana sin tocarme.

Como siempre, las soluciones están en la cabeza. Me echo mano  a la mía y descubro que llevo la gorra encima, que no la he dejado en el coche sino que la llevo puesta. Mi gorra, la que ha sufrido conmigo los avatares de tan dura travesía por las "Tuerces", cinco horas de caminata errática al sol de los pinos, muerta de frío la gente en las playas nuestras y nosotros abrasados de sol en el norte de Palencia; mi gorra, la que ha soportado con dignidad el chaparrón de granizos de la otra tarde, la que me ha acompañado extasiada en los variados y fértiles valles que traza el Pisuerga o en el sendero del cañón de la "Horadada", la que se ha descubierto tan educadamente en las visitas a la catedral de Santander y al resto de las iglesias románicas; mi gorra, que ni siquiera es mía sino que me la prestó para siempre Jaimillo viéndome tan desprotegido de sesera... Mi gorra va a ser mi solución, mi salvación. Cada refregón, un doblez; y así hasta cuatro veces. Y toda empercudida, a la papelera. No creáis, hay que ser un poco manitas para aprovecharla al completo sin mácula delatora para los dedos. Ya, con lo más gordo retirado, pude vestirme sin ajustar mucho los calzoncillos, ir al bar, recoger un montón de servilletas de papel y regresar al lugar del crimen para rematar la faena.

Sin daros cuenta acabáis de asistir a un péndulo escatológico: de lo sublime a lo abyecto. De las visitas a iglesias románicas a los wáteres asquerosos de los bares de carretera que apestan a orín y carecen de papel higiénico. De casi tocar la divinidad con los dedos a tenerlos tan cerca de la porquería. Es nuestra condición de humanos, capaces de lo mejor y de lo peor, preparados para la espiritualidad y para la obscenidad. En el propio arte románico se da esa paradoja. Hemos visto iglesias en cuyos capiteles exteriores aparecen escenas de sexo explícito, hombres masturbándose con unos falos de envidia o parejas haciendo la felación-cunilingus, el clásico 69. Y en el interior, capiteles adornados con pasos del vía crucis o de la vida de nuestro Señor. Como queriendo dar a entender que fuera de la Iglesia está el pecado y dentro la virtud.

He descubierto en este viaje que mi personalidad, mi perfil personal, se asemeja mucho al arte románico. No soy barroco, desde luego que no, no me gustan los adornos ni los perifollos. No soy clásico, la elegancia y el porte no son lo mío. Tampoco soy gótico, tan alto ni tan espiritual ni tan fino. Desde luego, no soy modernista, me parece un arte ñoño. En adelante voy a considerarme románico porque me atrae la idea del contraste, la de hacer bonito lo rústico, la de embellecer lo feo, la de dignificar incluso lo abyecto, la de acercarse a Dios desde lo humilde, la de engrandecer lo sencillo, la de combinar de manera proporcionada y justa la materia y el espíritu. Me gusta eso, vaya que sí. Va conmigo.

Soy un románico y un romántico. Ea. Y también un poco guarrillo, vaya.