domingo, 13 de julio de 2014

Un picha brava

Este hombre es un caso. Me cuenta una historia bastante inverosímil para mis conocimientos médicos. Que desde hace dos meses tiene unos mareos rarísimos, ¡coño! tan raros que se tira media hora o más inconsciente y luego se despierta como si tal cosa. Y sigue a lo suyo como si nada hubiera pasado. Tienen estos mareos otra curiosidad: siempre le dan en su parcela, solo, sin testigos. Y otra más: nunca se ha hecho ni un rasguño. Todo muy extraño. Cuando una criatura tiene un síncope, una lipotimia o una pérdida de conciencia más prolongada lo normal es que alguna vez haya testigos que nos ayuden a recomponer la escena, que alguna vez el sujeto se lastime, un coscorrón, un hematoma, una herida en la frente... un algo, que alguna vez se produzca un poco de mal cuerpo, quizás un vómito, una mala cara, un morderse la lengua o escapársele el pipí... Nada, este hombre, nada.
 
Hay que ahondar. Cuando una cosa no cuadra con la lógica ni con el conocimiento de uno es necesario escarbar un poco en el terreno del paciente: irse con él, meterse en su cuerpo. Y eso es lo que hago. "Venga, Manuel, vámonos a tu parcela que yo vea lo que haces". Y el pobre Manuel se queda atónito creyendo que nos vamos de verdad. "Pero ahora?" "Ahora mismo"-insisto yo-. "¿Y deja usted la consulta abandonada?"
 
Manuel es un labriego tosco e inocente de esta marisma estancada en el siglo pasado o más allá, casi sacado de alguna de las películas de Berlanga. "No, hombre, que no, que lo que quiero es que me cuentes al por menor tu vida, desde que te levantas hasta que te acuestas, qué desayunas, qué comes, qué haces en el trabajo, con quién te juntas, con quién vives, qué problemas tienes... joer, que en cinco minutos me pongas al corriente de toda tu vida, como si yo fuera un antiguo amigo tuyo que ha se ha ido a Cataluña y ha venido de vacaciones".
 
¡Amigo, cómo cambia la cosa! Desde hace tres meses este hombre no vive. Ha perdido unos cuantos de kilos de peso y unas pocas arrobas de ilusión. Y ha ganado toneladas de disgustos.
 
Tiene Manuel 46 años mal llevados por el sol y el salitre de los humedales, parece de mi edad, bueno, yo estoy bastante más esclarecido. Vive solo y se las apaña solo, ya os podéis imaginar la calidad de sus comidas y de su manejo personal, como si me pasara a mí, no hay que ir más lejos. Todo esto desde hace tres meses. Antes no, antes vivía con su novia.
Lleva Manuel diecisiete años separado de su mujer, y se llevan bien. Tienen un hijo de dieciséis y, en fin, que entre ellos tres no hay problemas. Hace unos diez años tuvo una relación prolongada con una novia, de la que fructificó un niño que ahora cumple diez años pero a quien el padre, Manuel, no conoce porque la madre se fue del pueblo con el niño recién nacido. Cree que viven en Madrid pero él nunca ha hecho nada por encontrarse con ellos porque teme la reacción de la madre. "Pero Manuel, por qué huyó esa mujer de ti" "Porque tengo mucho torrente, dice la gente. Pero luego no soy naiden". Y más tarde, se echó otra novia que llegó al pueblo desde Alicante cargada con tres hijos para trabajar en el arroz. Y con esta novia ha estado viviendo más mal que bien hasta hace tres meses en que se han peleado con juicio de por medio y todo.
 
Y en este contexto ocurren los episodios referidos. No creo que sean síncopes histéricos, éstos suelen ocurrir en presencia de público para llamar la atención. No. Tampoco se trata de un manipulador, lo mismo, el manipulador necesita escenario. Creo que se trata de somatizaciones por la ansiedad y el estrés actual. Eso creo.
 
-De manera Manuel que en diecisiete años has tenido relaciones con tres mujeres, bueno, eso que sepamos, has tenido dos hijos y otros tres postizos.
-Vaya -se pone orgulloso.
-Ya sé lo que te pasa.
-¿El qué?
-Tú lo que eres es un picha brava -Y se ríe azorado como quitándose importancia.
- No hombre... la vida, que viene como viene y ya está. Yo hubiera seguido con mi primera mujer tan requetebién pero... en fin, cosas que pasan.

Me parece que no debo insistir. Hay estudios por ahí que sostienen que los hombres que viven solos duran menos tiempo, están expuestos a un mayor riesgo de accidentes, de enfermedades cardiovasculares, de demencia y de depresión. Conforme vamos cumpliendo años vemos más creíbles estos datos ¿verdad?

De todas formas, por la trayectoria de Manuel hasta ahora lo más probable es que pronto encuentre otra novia. "Parece que este año van a venir mucha gente del Este para la campaña del algodón, igual cae algo" -me guiña el ojo al despedirse. 
 
 
Ya veremos en qué queda todo.

sábado, 5 de julio de 2014

Al rescate de nuestra esencia

Ayer tarde, saliendo del hospital, me topé con Manolo Castro, un compañero digestólogo de la vieja guardia. Lo diré así, vieja guardia, en vez de la vieja casta, por las actuales connotaciones políticamente negativas, pero a mí me gusta lo de casta. En sentido positivo de pertenencia, de implicación con el trabajo y con la empresa y no de sentimiento de privilegio o de élite. Vale, pues.
 
Médicos como éste fuimos los primeros en llegar a ocupar nuestras plazas por oposición en el hospital de Valme allá por enero-febrero del 86, fijaros si hace tiempo, la edad de mi Meli, médicos con quienes he compartido media vida de sesiones, discusiones, reuniones, guardias, peleas por los turnos de vacaciones, asistencias a congresos, mesa y mantel... e incluso dormitorio. Recién llegado de Córdoba y de Pozoblanco, donde dormíamos separados médicos y médicas de guardia, recuerdo la mal disimulada vergüenza que pasé mi primera noche de guardia aquí en Valme con Inmaculada Alfageme, a quien yo veía tan fina, por una parte, y tan suelta y liberal, por otra. Desde luego que yo no me desnudé -ni ella tampoco, menos mal-, pero temía no poder controlar medio dormido esa debilidad tan mía del ventoseo porculero. Ése era mi problema pero cada cual tenía el suyo, que si fulanito ronca, que si a perenganito le jieden los pinreles, que si el otro sueña a  voces, que si mal aliento... Por comparación a su extremada prudencia, a Paco Lozano le hacía mucha gracia mi insólita desvergüenza gaseosa y cada vez que, durmiendo juntos en la guardia, escuchaba algún ruido sospechoso proveniente de mi lado sentenciaba con alegre contundencia: "Toma follón" y se jartaba de reír solo.
 
-¿Qué llevas ahí? -me pregunta señalando la cosa enorme que transporto en mi mano derecha-. ¡No será un regalo!
-No te lo vas a creer Manolo. Sí, es un regalo pero no te imaginas qué.
-Parece como si fuera un cuadro...
-Así es, un cuadro.
 
Resulta que una paciente mía es artista, como la Peque, y hace tiempo que me tenía prometido pintarme un cuadro. Ea, y hoy se ha presentado con él acuestas. Lo trae, es verdad, muy bien preparado, con su marco y envuelto todo él, primero con ese plástico de burbujitas y luego, por fuera, con papel grueso. No he querido descubrirlo para no ir paseando el cuadro por todo el vestíbulo así en crudo y, además, por compartir la sorpresa con la Peque una vez en casa. Uno, como marido de artista, ya va entendiendo algo, a mí me ha gustado mucho. Es un paisaje urbano de Lebrija, un viejo caserón medio derruido con un patio de palmeras tan altas que parece que le hagan cosquillas a las panzas de las nubes. A mi mujer,  más perita, le ha encantado. Dice que tiene trazos de impresionismo moderno, vete tú a saber.
 
-Siento nostalgia de antes -me dice Manolo-, cuando regalar a los médicos era una cosa como de costumbre. Eso se ha perdido.
-A mí me siguen regalando -respondo con toda naturalidad-. Y cosas más normalitas que esto, hombre. Se ha corrido la voz de que soy un goloso y me regalan dulces, pastas, aceitunas, tomates de Los Palacios...
-Bueno... tú... -se queda dubitativo-, tú porque todavía eres de los que te mantienes cercano a la gente ¿verdad?
-¿Tú no, Manolo?
-Psss, no sé qué decirte. Yo me encuentro cómodo haciendo endoscopias con el paciente medio adormilado, lo hago bien, eso creo al menos, emito mi informe mientras las auxiliares lo despabilan... y al siguiente. En la consulta, en cambio, no. Yo puedo tener citados veinticinco pacientes por día, ¿tú te crees que así puede uno intimar lo más mínimo?
-Es una verdadera pena, Manolo. Los de nuestra edad hemos aprendido una medicina distinta a ésta de hoy, primaba mucho más el buen trato, el roce, la relación humana. Hoy son todo prisas y técnicas. Vosotros, los especialistas de órgano, corréis el riesgo de convertiros en técnicos super cualificados. Y dejaréis de ser médicos.
-Desde luego, por ese camino vamos.
-Yo gestiono mi propia consulta. Nunca me pongo más de quince o dieciséis pacientes, y ya me están pareciendo muchos.
-Claro, pero a nosotros no nos dejan. Tienen que cuadrar los números. Además que también es cierto que la consulta del internista es mucho más compleja que la de cualquier otro especialista. Es normal que le echéis más tiempo.
- En fin, Manolo, hasta mañana.
 
Y para despedirse me suelta una de las suyas. Este Manolo es un hombre de seria apariencia, alto, corpulento, hosco el gesto, de negrísima y cerrada barba, de estas barbas que pretenden avanzar, si se les dejara, hasta las mismas cuencas de los ojos de sus dueños. Echa patrás a la gente que no lo conoce. De tan circunspecto que parece. Pero luego es cachondo. Y me dice:
 
-De todas maneras a mí, como me ven tan serio, ¿quién me va a regalar? Dirán: a este hombre le llevamos tomates y es capaz de tirárnoslos a la cara.
 
Y nos vamos  riéndonos a los coches.
 
Lo vengo advirtiendo desde hace tiempo. Tenemos una medicina de vanguardia, unos medios técnicos de primer orden, unos especialistas cojonudos, un aparataje y unos quirófanos de lujo, unos cirujanos robotizados, unas resonancias de última generación... pero estamos perdiendo la esencia. Deben de ocuparnos elementos nuevos que han irrumpido con fuerza en nuestro quehacer diario, tales como las estancias, los pactos de consumo, el gasto farmacéutico, los tiempos de demora, la historia clínica informatizada... La gestión clínica lo requiere. Pero no hasta el punto de perder el norte médico que no es otro que atender e intentar solucionar los problemas de salud de tus pacientes. Mi impresión al respecto es que el macro sistema sanitario  nos chantajea a los médicos pretendiendo que cada uno de nosotros considere en su práctica diaria no sólo los problemas de este paciente concreto sino de la globalidad de sus posibles pacientes potenciales, es decir, el sistema se deja suplantar, relaja sus propias responsabilidades sobre las espaldas de los médicos de a pie. Quizás por ello, sólo quizás, quizás por la modernidad y los derechos laborales y el estigma negativo del funcionariado que persigue la igualdad falsaria de todos sus componentes, tal vez por comodidad, el caso es que el médico de vocación, el hombre bueno experto en curar (vir bonus melendi peritus), el que sabe escuchar y consolar se nos está yendo, no encuentra aquella antigua condición de mago, de chamán, forma parte de una especie amenazada, en peligro de extinción. Como el lince ibérico. Me temo.