domingo, 28 de diciembre de 2014

Cuento de Epifanía

Marina es una jovencita de 18 años, jovial y ensoñadora, de esas niñas que encandilan con su mirada inocente y a la vez audaz. Y digo niña a conciencia porque su síndrome de Down no le permite pensar -ni actuar- aún como adulta del todo. Aunque ella no opina lo mismo. Ella pretende actuar para según qué cosas como cualquier chica de su edad. Conoce su enfermedad pero nunca se ha rendido a sus eventuales limitaciones.
Hace pocas fechas su madre ha recibido una carta de la Diputación referente a cierta ayuda por la discapacidad de la chica. Leída por ella, inquiere a su madre:

-Mamá, ¿por qué nos ofrecen esa ayuda?
-Mujer -le responde la madre con toda la ternura posible cogiéndole la cara con sus dos manos-, es por lo de tu pequeña discapacidad.
-¿Y desde cuándo tengo ya esa cosa? -pregunta con incredulidad.
-Pues... verás Marina... en realidad desde siempre, de nacimiento. Ya sabes, lo del síndrome.
-Pues ¿sabes, mamá, lo que te digo? La única dificultad que yo noto es el resfriado este que no me deja desde hace un mes.

Marina no padece de ninguna patología en especial. Hace unos años tuvo una neumonía grave. Se curó, pero desde entonces coge catarros muy frecuentes. No, no es paciente mía. Conozco la vida y milagros de este pequeño diablillo por cuestiones de familia.
Es lista, mucho. Y la mar de despabilada. Ha terminado la EGB y luego ha completado dos módulos, uno de encuadernación y otro de serigrafía. Su tardía pubertad se ha llevado por delante las ganas de estudiar y, por contra, le ha despertado un apetito sexual  bastante desinhibido. Cosa muy frecuente ésta de la desinhibición sexual.

Hace pocos días la he visto en el pueblo. Alegre y sonriente como de costumbre. Me cuenta que este año espera un regalo muy, pero que muy, especial de sus Majestades los Reyes Magos.

-A mí me lo puedes confiar -la camelo con lisonjas-, yo soy como tu confesor, secreto, secretísimo. Ten en cuenta que soy médico.
Como si estuviera deseándolo se me acerca al oído:
-Un novio!!!! -me dice con apenas un hilo de voz.
Y antes de que yo pudiera expresar cualquier sorpresa dice ya en alto, sin importarle ser oída por su madre o por mis suegros:
-Mu guapo. ¡¡¡Guapísimo!!!!
-¡Toma ya, qué bien! -me río y nos reímos todos de la ocurrencia tan espontánea.

Más tarde, la madre me cuenta esta historia más propia de un verdadero cuento de Navidad. Sólo que a la moderna.

Días atrás una vecina previene a la madre acerca de la conducta poco adecuada de Marina. Según cuenta, ella misma ha presenciado una escena muy poco edificante entre Marina y su "novio" en el autobús. "Se estaban morreando de mu mala manera -había explicado a la madre con detalle-, casi metiéndose mano en público, ya me entiendes". Esta acongojada madre llama al orden a la pequeña. Que debe tener más precaución, ser más prudente, que hay cosas que deben reservarse para la vida privada, que la ha defraudado un poco... aunque por dentro le reviente la discriminación y la doble moral que nuestra hipócrita sociedad emplea para con estas personas, tal conducta en el autobús hubiese sido considerada como "normal" entre dos jóvenes "normales". No hay derecho. Marina ha pasado unos días muy apesadumbrada y cariacontecida. "Mamá, siento una pena mu grande", "Hija, por favor, no hay para tanto", "Sí mamá, porque pienso que te he fallado". Tanto, que ya la madre se puso seria:

-Vamos a ver Marina, ya está bien. Todos hemos sido jóvenes y hemos pasado por esto. A tu edad, también mi madre me tuvo que llamar a capítulo en más de una ocasión. Yo no tuve un novio fijo sino que mariposeaba con unos y con otros enrabietando a mis amigas porque me veían más coqueta que ellas. Y mi madre me lo advirtió: "Inmaculada, cuando menos acuerdes te vas a quedar sin novio y sin amigas". Para eso estamos los padres, para aconsejar... Y se acabó. Te has dado cuenta de que hay que ser más prudente para ciertas cosas, ya está. Olvidado por mi parte.
-¿De verdad, mami?
-De verdad, te lo prometo.
-Vale, mami, me quedo tranquila. Ten por seguro que nunca más tendrás que avergonzarte por mi culpa -y esa mujer esforzada y acostumbrada a pasarlas canutas en todos estos años de crecimiento de su hijita no sabe cómo tragarse el nudo y ocultar las lágrimas.
-De eso nada. No me avergüenzo ni me avergonzaré de ti nunca, ¿lo oyes?. Nunca. Ahora, eso sí, te llamaré la atención en cosas que yo crea que debes de corregir. Y ya está.
-Mu bien, mami, así me gusta. Pero... prométeme sólo una cosa más.
-¿El qué?
Marina baja la mirada, se achucha a la madre y balbucea, ahora sí que avergonzada:
-Que no le dirás nada de esto a los Reyes Magos.
 
¿Cabe más inocencia?



miércoles, 17 de diciembre de 2014

Van llegando los relevos

Decíamos ayer... que la vida sigue.
Todavía falta un mes para poder disfrutar de nuestra nueva casa pero he encontrado un atajo, si no para acortar ese tiempo, sí al menos para disponer de Internet y retomar así nuestro perdido contacto. Nuestro rollito. Como muy bien ha definido mi amigo Pepín, ya podréis volver al buen dormir con vuestro "Orfidal literario". He conseguido montar mi viejo ordenador en la casa de mi cuñada Miki donde pienso acudir casi a diario para satisfacer el "mono" de la escribanía, entre otras cuestiones.
 
La vida sigue, vaya que sí... Y tanto. Lo más sobresaliente que ha acaecido en la mía desde la última vez que nos escribimos ha sido el nacimiento de mi primer nieto, Lucas que se llama.
No me pondré ñoño ni baboso. Muchos de vosotros ya sois abuelos y, por ende, conocedores de la desmesurada ternura que estas pequeñas criaturas son capaces de despertar en nuestros ya viejos y remendados corazones. Todos conocemos de amigos sesudos, fríos de pecho y ásperos de trato que se han ablandado como gachas con el primer mohín de su nietecillo. Es la vida. Es la edad. Así ha de ser.

Consideraré, sin embargo, con vosotros una dimensión distinta de la puramente emotiva acerca de nuestros nietos. La llegada de mi Lucas a este nuestro mundo me lleva a una reflexión digamos que filosófica. Desde este punto de vista, el objetivo prioritario de las distintas clases de vida sobre la Tierra es la supervivencia, no ya de las criaturas individuales, que también, cuanto que de la especie. Es más que plausible la idea de que en un mundo de recursos finitos no quepan expectativas de vida infinita. Para que unos vivan otros han de morir. Es así en todas las especies. Y además de necesario es hasta bonito. Nos aburriríamos de contemplar siempre los mismos árboles en idéntico estado en Cazorla y, por contra, nos emocionan con sus increíbles tonos otoñales. Lo mismo ocurre en Doñana con las sucesivas generaciones de flamencos o de patos de agua, cada año los mismos, pero cada año distintos. O aquello otro más poético si queréis, lo de las oscuras golondrinas que cada primavera alegraban las plazas y calles de nuestros pueblos con sus renovadas algarabías o inspiraban los poemas de Gustavo Adolfo. Abedules, flamencos o golondrinas que han de morir para dejar paso a sus retoños, idénticos a ellos pero distintos. Lo mismo de bellos, pero diferentes.

Entendida desde este prisma ontológico, la muerte tiene sentido. No necesito la vida eterna de los creyentes para comprender mi vida finita ni  mi muerte segura. No espero nada después de ésta, nada que no sea la felicidad de mi nieto Lucas, herencia dichosa de la que han disfrutado sus abuelos en este valle de más alegrías que lágrimas.
Los abuelos somos de utilidad biológica solamente en los primeros años de las vidas de nuestros nietos, les proporcionamos ese plus de cariño y ternura que quizás echen en falta en unos padres agobiados por quehaceres domésticos y laborales, o celosamente preocupados por los cuidados higiénicos y sanitarios de la prole. La incorporación de la mujer a la vida laboral activa ha acarreado como efecto colateral la utilidad social imprescindible de los abuelos como "cuidadores". Esa es otra historia.
¿Cuántas veces hemos oído esto en boca de padres y de abuelos? "Dios mío, lo que sea, que me pase a mí, pero preserva a mis hijos (nietos) de todo mal". Es lo natural.
Uno se da por satisfecho sabiendo que la vida va a continuar en su nieto, que de alguna manera uno mismo va a seguir viviendo, que mi Lucas sorberá mocos como yo -espero que no tenga que pasar el tifus-, quizás se opere de las anginas fastidiosas, tendrá sus amiguitos en la escuela, se topará con alguien parecido a mi amigo Agundo que le enseñará a pelear y a defenderse y juntos serán los amos de la calle, se saltará a piola mi fase de monaguillo -lástima que así haya de ser-, en lugar de espadas de madera y trampas para los gorriones los Reyes Magos le echarán una play station y un Samsumg de ésos, no irá a ningún seminario ni internado -eso sí que se lo va a perder, muy a mi pesar-, pero intimará con un Antoñillo, un Frasqui, un Jaime, un Luna, un Pintor... estudiará Medicina o Historia del Arte y en la universidad conocerá a su Peque particular y se enamorará perdida y fatalmente...
Decidme, ¿no vale la pena morir por esa causa? Yo digo que sí, aunque sin prisa, claro está.

Ya van llegando nuestros relevos. Bienvenidos sean. Hay que ir preparándose.

sábado, 4 de octubre de 2014

A nuestros años

A nuestros años la Peque y un servidor estamos viviendo de alquiler. Ya sabéis, hemos comprado un pisito en Triana que va a necesitar dos meses de reformas. Hemos calculado que hasta la Navidad no nos mudaremos. Vivimos, como digo, en un pequeño apartamento a las afueras de Bormujos. En la gloria, oye. Hace falta -tiene cojones la cosa- que pasen 62 años y que vivas desposeido de bienes superfluos para darse uno cuenta de lo poquito que se necesita para vivir digna y sencillamente. No recuerdo haber vivido de adulto una vida tan "libre" como la de estos días pobres -que no pobres días-. Apenas una buena cama, un baño aseado, un sofá, una miniatura de cocina, un angosto armario donde ha de caber todo... bueno, y mi televisión, claro está, ¿quién puede vivir hoy sin televisión? Tan a gusto me hallo que no he dudado en confesarle a mi mujer -quizás con la boca chica- que no me importaría vivir así para los restos.

Pero... -qué imperfecta la vida- me he quedado sin línea telefónica y sin Internet. De ahí el descuido al que os tengo sometidos. Puedo leer mi correo medio a hurtadillas en minutos sueltos del hospital. Y poco más.

Hoy, de fin de semana en la casa de nuestra hija, mientras las mujeres gastan en Ikea y yo me quedo cuidando de las perritas, os escribo precipitadamente estas líneas para daros cuenta de mis últimas cuitas. No tengo mucho tiempo, los animalitos han de salir a sus necesidades y luego "a las once y media tienen cita en la peluquería, no se te vaya a olvidar con la cosa de la escribanía" -me han sentenciado.

Mientras, la vida pasa y también la consulta. Se me están acumulando casos y cosas. Ya os los contaré cuando escampe.

Un abrazo a todos.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Calle Alfarería, 77

En Sevilla ha hecho mucha calor estos últimos días pasados de agosto. No descubro nada. Pongo énfasis en ello porque la Peque y un servidor nos la hemos comida toda. Enterita para nosotros dos. "¿Cómo estás tan moreno si todavía no te has ido de vacaciones?" -se extrañan mis colegas en el hospital-. Será de mis tardes placenteras en la piscina de mi patio -pensaréis vosotros-. Ni hablar. De la calor que he pasado aperreado por esas calles de Triana. 
 
Hemos vendido nuestra casa. Después de veintinueve años en ella se nos ha quedado grande. O nosotros chicos para ella. Mucha casa para dos criaturas añosas, mucho trabajo de jardín, excesivo gasto de mantenimiento. Y sólo para dos. No.  Nuestra casa ha sido siempre generosa  posada para hermanos, sobrinos y amigos. Y ahora... casi desierta. Los nuevos moradores van a ser una pareja joven con sus cinco hijos. Es lo suyo. Es lo que su duende desea. Gente. La Peque, por otra parte, añora ahora conocer la ciudad, vivir Sevilla, sentir el pálpito de sus calles, perderse en sus rincones, tener a mano sus talleres y escuelas de arte, visitar exposiciones, "culturizarse" un poco luego de tantos años de sana rusticidad, relacionarse con la gente en plan pueblo. Y, sobre todo, anhela liberarse del pesado fardo del coche para todo. Y yo le sigo la corriente. Porque en el fondo -y pese a la lástima que infundo entre mis hermanos y amigos que creen que me voy a disgusto- me interesa el cambio. "A nuestra edad -sentencia Juan Francisco Ojeda- todo cambio es revitalizador". Estoy de acuerdo. Por lo pronto esta tentativa ya ha conseguido dos cosas positivas en mi persona: la una, sentir en carne propia y de cerca algo que tenía medio olvidado, esto es, la liberadora sensación del desapego a lo material. Siento que no me importa abandonar mi casa. Y la otra, romper con mi rutina.
 
El plazo acaba el 30 de septiembre. La nueva familia necesita la casa en esa fecha para poder iniciar el curso escolar ya instalada en ella. Lógico. La Peque y un servidor hemos tenido un mes para buscar piso. El mes de agosto. Este hecho tan singular explica, por una parte, el aparente abandono de mi blog y, por otra, mi llamativo bronceado craneal y facial. Bueno, tranquilidad. Gracias a la incansable y agotadora colaboración de mi cuñada Miki que se ha pateado toda Sevilla por Internet y a nuestras siestas callejeras hemos encontrado piso en Triana. No creáis que nos hemos hecho ricos. Lo comido por lo servido. Parece mentira que un caserón tan hermoso como el nuestro valga, más o menos, lo mismo que un pisito de 85 metros en Sevilla. Da lo mismo.
 
Una de esas tórridas tardes de agosto me tocó ir solo a visitar un piso porque la Peque estaba trabajando. La casa en cuestión no pertenecía a ninguna inmobiliaria sino que era una operación privada de particular a particular. Mi mujer había obtenido la información por Internet y yo me encargaría de acordar con el dueño una cita. Hablamos por teléfono. Tal día, a las seis de la tarde nos veríamos en la puerta de la casa en venta, calle Alfarería,77. Muy bien. A las cinco y media y cuarenta grados a la sombra puedo aparcar el coche en lo hondo de la calle Castilla, más allá aún de la iglesia del Cachorro, un kilómetro de cansina caminata hasta el destino. Llego bien, incluso dándome lugar a entretenerme a ratos en las sombras de los naranjos, apartando mis ojos adrede de los anuncios de venta colgados de algunos balcones, tal es el hastío. A la altura del número 77 la calle Alfarería es todo sombra. Menos mal. Me hago el distraído dando pasos para allá y para acá, como haciendo tiempo. Las seis. Ni un alma en la calle. Natural. Las seis y diez. Nadie, naiden opá, diría un gitano. A las seis y cuarto pasa un paisano. "Perdone, ¿usted es Miguel Torrico?" -lo abordo. "No, ni sé quién es". "Es que he quedado con él aquí mismo. Por lo que me ha dicho vive aquí". "Yo llevo veinte años viviendo en este bloque y aquí, le puedo asegurar, no vive ningún Miguel Torrico". "Y no sabrá usted si hay aquí algún piso en venta"? "Seguro que no, yo soy el presidente de la comunidad y le digo que no". Busco en el registro de mi móvil el número del teléfono  de este hombre tan informal.
 
-Sí, dígame.
-¿Es usted Miguel Torrico?
-El mismo.
-Ya, verá, ¿no quedamos aquí a las seis de la tarde? Es que llevo ya un rato esperándole.
-Anda, pues yo digo lo mismo. Aquí estoy en la puerta de mi casa esperando.
-Pero... -me doy la vuelta mirando en todas direcciones-. Pero si no lo veo.
-Ni yo a usted tampoco. ¿Qué cachondeo me trae usted?
-Qué va, ninguno, pero es que no lo entiendo. He preguntado a un vecino y no lo conoce a usted, que dice que usted no vive aquí...
-Pero vamos a ver, ¿usted dónde está?
-Pues donde quedamos, calle alfarería, 77.
-Ea, bien, aquí en Pilas, ¿no?
-¿Cómo que en Pilas? Yo estoy en Triana.
-Me cachis en la mar salá! Yo vivo en Pilas y la casa que vendo está en Pilas, calle alfarería. Yo creo que en el portal de Internet lo pone, que es en Pilas y no en Triana.
-¡Vaya por Dios! Usted perdone hombre, yo entendí que era en Sevilla.
 
¿Cómo se le queda a uno el cuerpo? Pues nada, me lo tomé a guasa, me jarté de reírme de mí mismo y me faltó tiempo para contárselo a la Peque y a la Paqui de Jaime.
 
Esto sí que es salir de la rutina. ¡Con dos cojones! 

domingo, 3 de agosto de 2014

El péndulo escatológico

Sabéis que soy de la opinión de que las cosas que pasan son para contarlas, que para nosotros, criaturas del Señor, la realidad es tal en cuanto que puede ser compartida, que no existe aquello que no se pueda relatar. Y a mí, en particular, me gusta contar lo de divertido y gracioso que tienen nuestros pasos por este valle donde me siento bien intentando cambiar lágrimas por alegrías. De unos o de otros escucharéis lo que mis amigos han escrito en sus cuadernillos de diario o lo que pregonarán por ahí: que si la iglesia rupestre de Mave o de Olleros del Pisuerga, que si la iglesia de san Martín, en  Frómista, considerada como el Vaticano del Románico, que si la villa romana de la Olmeda, en Saldaña... que si otros muchos ignotos encantos que guarda celosa la montaña palentina. Pero solamente de mi puño y letra podréis ser afortunados conocedores de algo realmente singular, una historia breve y desenfadada, quizás frisando lo indecente, lo incontable, tal vez retando vuestra capacidad digestiva y -seguro- enfrentándome a la censura castradora de mi mujer. Va por vosotros.
 
Estamos de regreso por la Ruta de la plata. Aún vamos frescos. A media mañana paramos en un bar de carretera -ahora con el eufemismo de área de servicio- para que las mujeres alivien sus impertinentes vejigas por tercera vez y los hombres estiremos las piernas y  rotemos en el volante. Jaime y yo, los chóferes, por delante; Paqui y la Peque, en los asientos de atrás. En el otro coche, los Palancos y María Jesús, nuestra viuda alegre. Los Ojeda y los Pozuelo han preferido bajar por Madrid. No necesitamos la radio para mantenernos alerta, nuestras mujeres se bastan. Ya sabemos todos qué es conducir con una mujer al lado, mucho peor con dos por detrás. La una es temerosa de la carretera, un pelín más de lo justo; la otra, una hipocondríaca del coche que visualiza mentalmente todo mal antes de que ocurra, que maximiza los riesgos, que ve inminente la colisión cuando aún tenemos cincuenta metros para frenar, que vive el supuesto peligro con una intensidad cuasi patológica convirtiendo en real y patente un riesgo fútil. "Jaime, el cruce; Jaime, no te pegues tanto; Jaime, deja los botones de la radio; Jaime, por aquí no corras tanto..." Se conoce que yo conduzco mejor porque a mí no me dedican tantas precauciones. "¿Josemari vas bien?, tienes sueño?" -es lo más que me dicen. Jaime dispersa su atención al volante porque tiene que llevarlo todo palante, desde la mosca que se ha colado por una rendija de la ventanilla hasta mira, cuál será aquel pueblo de la izquierda a lo lejísimos, y yo qué sé, tío, será Hervás o Baños de Montemayor. Mi problema es que si hablo levanto el pie del acelerador y me tachan de lento. No combino bien la conversación con la conducción. Lo tengo casi conseguido con el invento éste del automático de velocidad, pongo el botoncito a 120 y ya está. Casi. La mar de distraídos, ya os digo.

Entro en el wáter y saco la churra por si sale algo, más vale prevenir, la próstata te la juega si te tiras más de tres horas sin orinar.  En esto que siento ganas de dar de cuerpo, de estas veces que se te viene la carga atrás de momento, casi sin aviso. Menos mal que me ha pillado aquí, pienso. Entro en el habitáculo mientras escucho medio avergonzado el sermón de Mercedes en el pasillo de las féminas: "Qué pestazo a orina, qué vergüenza, esto es para denunciarlo..." Y me río por dentro pensando que lo normal es que un urinario jieda a orín, no a perfume. Quizás distraído en ese pensamiento y en la intensidad del torrente  de mi amiga no eche nada en falta y me siente cómodo a defecar. Ha estado bien. Creo que una buena almorzada. Me he entretenido jugueteando con la luz porque era de estos sistemas automáticos que obedecen al movimiento: si estás quieto un rato se apaga sola, si te mueves vuelve a encenderse. Me quedaba quietecito y se apagaba, levantaba un brazo y se encendía... Así, todo el rato.

Echo mano al papel higiénico. El expendedor está vacío. Frente a mí, una papelera medio llena de papeles usados. Ha habido papel pero ya no hay. No sería un gran problema si la caca hubiese salido, como en otras ocasiones, dura y enteriza, ésa apenas mancha, ésa limpia por donde pasa; o si hubiese sido -caso frecuente en mi padre- en forma de pequeñas "cocletitas". Pero no ha sido el caso. No. Ha sido caquita pegajosa. Y mucha. Muncha caca. Todavía no estoy preocupado. Acostumbro a llevar en el bolsillo del pantalón trozos sueltos de papel higiénico del que me sobra cuando salgo a pasear con mi perrita, muchas veces lo confundo con billetes y me llevo la sorpresa desagradable de que no son tales sino papel higiénico. Esta vez ha sido al revés, en vez de papel lo que llevo en el bolsillo son billetes de cincuenta euros, qué putada oye. Todavía si fuesen de cinco o de diez euros... pero tampoco, porque necesitaría varios para una toillete completa. Empiezo a agobiarme. Ya no se escucha a Mercedes ni a ninguna otra de nuestras mujeres. Entreabro un centímetro la puerta por ver si Jaime, el Palanco o alguno de sus hijos andan meando por ahí... pero nada, nadie. Tampoco le voy a pedir a un extraño que me traiga papel, digo yo, pero quizás lo hubiese hecho. Nadie. En una ocasión parecida, hace ya muchos años, me limpié con los calzoncillos y los dejé asquerosos en la papelera. Lo he pensado, pero me he echado atrás porque me escocería luego las ingles yendo sentado tantos kilómetros sin calzoncillos y porque se me notaría de todas formas el lamparón en el trasero del pantalón. Aunque os repugne la idea, me rozó el pensamiento de usar los papeles tirados en la papelera, algunos se veían aprovechables, hay gente que se rebanea tanto el ojete que los últimos papeles apenas se manchan. No, no puede ser, cuando se lo cuente luego a la Peque se tira una semana sin tocarme.

Como siempre, las soluciones están en la cabeza. Me echo mano  a la mía y descubro que llevo la gorra encima, que no la he dejado en el coche sino que la llevo puesta. Mi gorra, la que ha sufrido conmigo los avatares de tan dura travesía por las "Tuerces", cinco horas de caminata errática al sol de los pinos, muerta de frío la gente en las playas nuestras y nosotros abrasados de sol en el norte de Palencia; mi gorra, la que ha soportado con dignidad el chaparrón de granizos de la otra tarde, la que me ha acompañado extasiada en los variados y fértiles valles que traza el Pisuerga o en el sendero del cañón de la "Horadada", la que se ha descubierto tan educadamente en las visitas a la catedral de Santander y al resto de las iglesias románicas; mi gorra, que ni siquiera es mía sino que me la prestó para siempre Jaimillo viéndome tan desprotegido de sesera... Mi gorra va a ser mi solución, mi salvación. Cada refregón, un doblez; y así hasta cuatro veces. Y toda empercudida, a la papelera. No creáis, hay que ser un poco manitas para aprovecharla al completo sin mácula delatora para los dedos. Ya, con lo más gordo retirado, pude vestirme sin ajustar mucho los calzoncillos, ir al bar, recoger un montón de servilletas de papel y regresar al lugar del crimen para rematar la faena.

Sin daros cuenta acabáis de asistir a un péndulo escatológico: de lo sublime a lo abyecto. De las visitas a iglesias románicas a los wáteres asquerosos de los bares de carretera que apestan a orín y carecen de papel higiénico. De casi tocar la divinidad con los dedos a tenerlos tan cerca de la porquería. Es nuestra condición de humanos, capaces de lo mejor y de lo peor, preparados para la espiritualidad y para la obscenidad. En el propio arte románico se da esa paradoja. Hemos visto iglesias en cuyos capiteles exteriores aparecen escenas de sexo explícito, hombres masturbándose con unos falos de envidia o parejas haciendo la felación-cunilingus, el clásico 69. Y en el interior, capiteles adornados con pasos del vía crucis o de la vida de nuestro Señor. Como queriendo dar a entender que fuera de la Iglesia está el pecado y dentro la virtud.

He descubierto en este viaje que mi personalidad, mi perfil personal, se asemeja mucho al arte románico. No soy barroco, desde luego que no, no me gustan los adornos ni los perifollos. No soy clásico, la elegancia y el porte no son lo mío. Tampoco soy gótico, tan alto ni tan espiritual ni tan fino. Desde luego, no soy modernista, me parece un arte ñoño. En adelante voy a considerarme románico porque me atrae la idea del contraste, la de hacer bonito lo rústico, la de embellecer lo feo, la de dignificar incluso lo abyecto, la de acercarse a Dios desde lo humilde, la de engrandecer lo sencillo, la de combinar de manera proporcionada y justa la materia y el espíritu. Me gusta eso, vaya que sí. Va conmigo.

Soy un románico y un romántico. Ea. Y también un poco guarrillo, vaya.

domingo, 13 de julio de 2014

Un picha brava

Este hombre es un caso. Me cuenta una historia bastante inverosímil para mis conocimientos médicos. Que desde hace dos meses tiene unos mareos rarísimos, ¡coño! tan raros que se tira media hora o más inconsciente y luego se despierta como si tal cosa. Y sigue a lo suyo como si nada hubiera pasado. Tienen estos mareos otra curiosidad: siempre le dan en su parcela, solo, sin testigos. Y otra más: nunca se ha hecho ni un rasguño. Todo muy extraño. Cuando una criatura tiene un síncope, una lipotimia o una pérdida de conciencia más prolongada lo normal es que alguna vez haya testigos que nos ayuden a recomponer la escena, que alguna vez el sujeto se lastime, un coscorrón, un hematoma, una herida en la frente... un algo, que alguna vez se produzca un poco de mal cuerpo, quizás un vómito, una mala cara, un morderse la lengua o escapársele el pipí... Nada, este hombre, nada.
 
Hay que ahondar. Cuando una cosa no cuadra con la lógica ni con el conocimiento de uno es necesario escarbar un poco en el terreno del paciente: irse con él, meterse en su cuerpo. Y eso es lo que hago. "Venga, Manuel, vámonos a tu parcela que yo vea lo que haces". Y el pobre Manuel se queda atónito creyendo que nos vamos de verdad. "Pero ahora?" "Ahora mismo"-insisto yo-. "¿Y deja usted la consulta abandonada?"
 
Manuel es un labriego tosco e inocente de esta marisma estancada en el siglo pasado o más allá, casi sacado de alguna de las películas de Berlanga. "No, hombre, que no, que lo que quiero es que me cuentes al por menor tu vida, desde que te levantas hasta que te acuestas, qué desayunas, qué comes, qué haces en el trabajo, con quién te juntas, con quién vives, qué problemas tienes... joer, que en cinco minutos me pongas al corriente de toda tu vida, como si yo fuera un antiguo amigo tuyo que ha se ha ido a Cataluña y ha venido de vacaciones".
 
¡Amigo, cómo cambia la cosa! Desde hace tres meses este hombre no vive. Ha perdido unos cuantos de kilos de peso y unas pocas arrobas de ilusión. Y ha ganado toneladas de disgustos.
 
Tiene Manuel 46 años mal llevados por el sol y el salitre de los humedales, parece de mi edad, bueno, yo estoy bastante más esclarecido. Vive solo y se las apaña solo, ya os podéis imaginar la calidad de sus comidas y de su manejo personal, como si me pasara a mí, no hay que ir más lejos. Todo esto desde hace tres meses. Antes no, antes vivía con su novia.
Lleva Manuel diecisiete años separado de su mujer, y se llevan bien. Tienen un hijo de dieciséis y, en fin, que entre ellos tres no hay problemas. Hace unos diez años tuvo una relación prolongada con una novia, de la que fructificó un niño que ahora cumple diez años pero a quien el padre, Manuel, no conoce porque la madre se fue del pueblo con el niño recién nacido. Cree que viven en Madrid pero él nunca ha hecho nada por encontrarse con ellos porque teme la reacción de la madre. "Pero Manuel, por qué huyó esa mujer de ti" "Porque tengo mucho torrente, dice la gente. Pero luego no soy naiden". Y más tarde, se echó otra novia que llegó al pueblo desde Alicante cargada con tres hijos para trabajar en el arroz. Y con esta novia ha estado viviendo más mal que bien hasta hace tres meses en que se han peleado con juicio de por medio y todo.
 
Y en este contexto ocurren los episodios referidos. No creo que sean síncopes histéricos, éstos suelen ocurrir en presencia de público para llamar la atención. No. Tampoco se trata de un manipulador, lo mismo, el manipulador necesita escenario. Creo que se trata de somatizaciones por la ansiedad y el estrés actual. Eso creo.
 
-De manera Manuel que en diecisiete años has tenido relaciones con tres mujeres, bueno, eso que sepamos, has tenido dos hijos y otros tres postizos.
-Vaya -se pone orgulloso.
-Ya sé lo que te pasa.
-¿El qué?
-Tú lo que eres es un picha brava -Y se ríe azorado como quitándose importancia.
- No hombre... la vida, que viene como viene y ya está. Yo hubiera seguido con mi primera mujer tan requetebién pero... en fin, cosas que pasan.

Me parece que no debo insistir. Hay estudios por ahí que sostienen que los hombres que viven solos duran menos tiempo, están expuestos a un mayor riesgo de accidentes, de enfermedades cardiovasculares, de demencia y de depresión. Conforme vamos cumpliendo años vemos más creíbles estos datos ¿verdad?

De todas formas, por la trayectoria de Manuel hasta ahora lo más probable es que pronto encuentre otra novia. "Parece que este año van a venir mucha gente del Este para la campaña del algodón, igual cae algo" -me guiña el ojo al despedirse. 
 
 
Ya veremos en qué queda todo.

sábado, 5 de julio de 2014

Al rescate de nuestra esencia

Ayer tarde, saliendo del hospital, me topé con Manolo Castro, un compañero digestólogo de la vieja guardia. Lo diré así, vieja guardia, en vez de la vieja casta, por las actuales connotaciones políticamente negativas, pero a mí me gusta lo de casta. En sentido positivo de pertenencia, de implicación con el trabajo y con la empresa y no de sentimiento de privilegio o de élite. Vale, pues.
 
Médicos como éste fuimos los primeros en llegar a ocupar nuestras plazas por oposición en el hospital de Valme allá por enero-febrero del 86, fijaros si hace tiempo, la edad de mi Meli, médicos con quienes he compartido media vida de sesiones, discusiones, reuniones, guardias, peleas por los turnos de vacaciones, asistencias a congresos, mesa y mantel... e incluso dormitorio. Recién llegado de Córdoba y de Pozoblanco, donde dormíamos separados médicos y médicas de guardia, recuerdo la mal disimulada vergüenza que pasé mi primera noche de guardia aquí en Valme con Inmaculada Alfageme, a quien yo veía tan fina, por una parte, y tan suelta y liberal, por otra. Desde luego que yo no me desnudé -ni ella tampoco, menos mal-, pero temía no poder controlar medio dormido esa debilidad tan mía del ventoseo porculero. Ése era mi problema pero cada cual tenía el suyo, que si fulanito ronca, que si a perenganito le jieden los pinreles, que si el otro sueña a  voces, que si mal aliento... Por comparación a su extremada prudencia, a Paco Lozano le hacía mucha gracia mi insólita desvergüenza gaseosa y cada vez que, durmiendo juntos en la guardia, escuchaba algún ruido sospechoso proveniente de mi lado sentenciaba con alegre contundencia: "Toma follón" y se jartaba de reír solo.
 
-¿Qué llevas ahí? -me pregunta señalando la cosa enorme que transporto en mi mano derecha-. ¡No será un regalo!
-No te lo vas a creer Manolo. Sí, es un regalo pero no te imaginas qué.
-Parece como si fuera un cuadro...
-Así es, un cuadro.
 
Resulta que una paciente mía es artista, como la Peque, y hace tiempo que me tenía prometido pintarme un cuadro. Ea, y hoy se ha presentado con él acuestas. Lo trae, es verdad, muy bien preparado, con su marco y envuelto todo él, primero con ese plástico de burbujitas y luego, por fuera, con papel grueso. No he querido descubrirlo para no ir paseando el cuadro por todo el vestíbulo así en crudo y, además, por compartir la sorpresa con la Peque una vez en casa. Uno, como marido de artista, ya va entendiendo algo, a mí me ha gustado mucho. Es un paisaje urbano de Lebrija, un viejo caserón medio derruido con un patio de palmeras tan altas que parece que le hagan cosquillas a las panzas de las nubes. A mi mujer,  más perita, le ha encantado. Dice que tiene trazos de impresionismo moderno, vete tú a saber.
 
-Siento nostalgia de antes -me dice Manolo-, cuando regalar a los médicos era una cosa como de costumbre. Eso se ha perdido.
-A mí me siguen regalando -respondo con toda naturalidad-. Y cosas más normalitas que esto, hombre. Se ha corrido la voz de que soy un goloso y me regalan dulces, pastas, aceitunas, tomates de Los Palacios...
-Bueno... tú... -se queda dubitativo-, tú porque todavía eres de los que te mantienes cercano a la gente ¿verdad?
-¿Tú no, Manolo?
-Psss, no sé qué decirte. Yo me encuentro cómodo haciendo endoscopias con el paciente medio adormilado, lo hago bien, eso creo al menos, emito mi informe mientras las auxiliares lo despabilan... y al siguiente. En la consulta, en cambio, no. Yo puedo tener citados veinticinco pacientes por día, ¿tú te crees que así puede uno intimar lo más mínimo?
-Es una verdadera pena, Manolo. Los de nuestra edad hemos aprendido una medicina distinta a ésta de hoy, primaba mucho más el buen trato, el roce, la relación humana. Hoy son todo prisas y técnicas. Vosotros, los especialistas de órgano, corréis el riesgo de convertiros en técnicos super cualificados. Y dejaréis de ser médicos.
-Desde luego, por ese camino vamos.
-Yo gestiono mi propia consulta. Nunca me pongo más de quince o dieciséis pacientes, y ya me están pareciendo muchos.
-Claro, pero a nosotros no nos dejan. Tienen que cuadrar los números. Además que también es cierto que la consulta del internista es mucho más compleja que la de cualquier otro especialista. Es normal que le echéis más tiempo.
- En fin, Manolo, hasta mañana.
 
Y para despedirse me suelta una de las suyas. Este Manolo es un hombre de seria apariencia, alto, corpulento, hosco el gesto, de negrísima y cerrada barba, de estas barbas que pretenden avanzar, si se les dejara, hasta las mismas cuencas de los ojos de sus dueños. Echa patrás a la gente que no lo conoce. De tan circunspecto que parece. Pero luego es cachondo. Y me dice:
 
-De todas maneras a mí, como me ven tan serio, ¿quién me va a regalar? Dirán: a este hombre le llevamos tomates y es capaz de tirárnoslos a la cara.
 
Y nos vamos  riéndonos a los coches.
 
Lo vengo advirtiendo desde hace tiempo. Tenemos una medicina de vanguardia, unos medios técnicos de primer orden, unos especialistas cojonudos, un aparataje y unos quirófanos de lujo, unos cirujanos robotizados, unas resonancias de última generación... pero estamos perdiendo la esencia. Deben de ocuparnos elementos nuevos que han irrumpido con fuerza en nuestro quehacer diario, tales como las estancias, los pactos de consumo, el gasto farmacéutico, los tiempos de demora, la historia clínica informatizada... La gestión clínica lo requiere. Pero no hasta el punto de perder el norte médico que no es otro que atender e intentar solucionar los problemas de salud de tus pacientes. Mi impresión al respecto es que el macro sistema sanitario  nos chantajea a los médicos pretendiendo que cada uno de nosotros considere en su práctica diaria no sólo los problemas de este paciente concreto sino de la globalidad de sus posibles pacientes potenciales, es decir, el sistema se deja suplantar, relaja sus propias responsabilidades sobre las espaldas de los médicos de a pie. Quizás por ello, sólo quizás, quizás por la modernidad y los derechos laborales y el estigma negativo del funcionariado que persigue la igualdad falsaria de todos sus componentes, tal vez por comodidad, el caso es que el médico de vocación, el hombre bueno experto en curar (vir bonus melendi peritus), el que sabe escuchar y consolar se nos está yendo, no encuentra aquella antigua condición de mago, de chamán, forma parte de una especie amenazada, en peligro de extinción. Como el lince ibérico. Me temo.

sábado, 28 de junio de 2014

¡Hoy he ligado!

La travesía del bulevar de Bellavista hasta el hospital es de apenas un kilómetro. Sin embargo, tiene catorce semáforos y tres rotondas. Los he contado a conciencia. Una barbaridad. Medio adormilado y distraído por las mañanas con las cosas de Javier Cárdenas en la radio, no echo cuentas. Hoy -lo que son las cosas- me han parecido pocos. Los semáforos.
 
Parado en el primero de ellos, miro con cierto disimulo hacia mi flanco izquierdo para asegurarme privacidad en este gesto tan nuestro y a la vez tan clandestino de hurgarse las narices. En el coche de al lado van dos jovencitas, la una, la chofer, la otra, su acompañante. Abandono enseguida mi napia para centrarme en ellas. Ese primer semáforo me garantiza un minuto largo.

Estaréis conmigo en que a estas horas, las siete y cuarto de la madrugada -bueno, y a cualquiera otra-, es más agradable a la vista toparse con dos nenas guapas que, por poner un ejemplo corriente, con el Benítez o con Grilo, compañeros tan madrugadores como un servidor. Salta a la vista enseguida que las chicas vienen de marcha y seguramente más tomadas de la cuenta. Sueltas de manos en sus asientos bailotean y se contornean de manera graciosa, gitana y pelín provocativa. Y más entusiasta aún cuando advierten mi sorpresa. Están bonitas las puñeteras y muy bien arregladas para ir de recogida, claro que sólo les veo la cara y el pelo, recogido en ambas dos en sendas colas que se mantienen tan sujetas y elegantes como anoche al salir de sus casas. Me hacen señas para que baja la ventanilla. Y obedezco.

-¿Dónde vas tan temprano? -me suelta desvergonzadamente la copiloto.
-Po a trabajar ¿dónde voy a ir? Y vosotras ¿de dónde venís tan marchosas?
-De una despedida de soltera.
-Vale -les digo paternal-. Cuidado con la carretera.

Me las compuse para que nadie me adelantara y así asegurarme una paradita con ellas en cada uno de los siguientes trece semáforos. Seguían a lo suyo, canturreando, bailando y ya a lo último hasta tirándome besitos virtuales, de ésos que se soplan desde la palma de la mano.

"Esto tiene que ser ligar" -me ufano engreído. Yo, que nunca he ligado, que no sé lo que sea ligar, que solamente he tenido una relación espiritual, digámoslo así, con una amiga muy especial hasta que un día me arrimé a la Peque para dejarme recoger por ella y ya está.

Y entra uno en el hospital de otra manera, con más ganas, oye, convencido de que le han alegrado el día, con un subidón de autoestima.
Decidme, por favor, la tropa masculina que no soy el único, que comulgáis conmigo, que formo parte de una gran mancomunidad hormonal que se vanagloria con fútiles halagos provenientes de la parte contraria... 

¡Seremos tontos los tíos! 

miércoles, 18 de junio de 2014

El cielo puede esperar

Hoy quiero contaros una historia tierna. De ésas que tanto me gustan.
 
Hará cosa de un mes, más o menos, que tropecé en los pasillos de las urgencias con la hija de una paciente mía. Una clásica. Juana Ruiz Gómez para más señas. Fue ella, la hija, quien me abordó. Hago el recorrido a diario, al final de la mañana, pero paso por allí, por las urgencias, mirando al infinito, sin posar la vista en nadie, temiendo ser reconocido y abordado por tanto familiar sufriente que, seguro, va a demandar mi ayuda. Y entonces habría de entretenerme más de la cuenta. Ya se sabe, los médicos vamos siempre de prisa.
 
-Doctor Rivera, un momento... haga usted el favor -se detiene enfrente mía mesma.
-¡Anda, Juanita! ¡Qué haces aquí? -me quedo sorprendido.
-Mi madre -se pone a gimotear-. La han ingresado aquí en observación.
-¿Qué ha pasado?
-Se ha caído y se ha roto algo, nos han dicho. Yo la veo muy mal. Entre usted, haga el favor.
 
Los compañeros de la observación me cuentan lo ocurrido. Ha tenido una hemorragia cerebral y está casi en coma.
 
Juana tiene 88 años muy bien llevados. Su corazón tiene unas paredes de papel de fumar y bombea menos que el motor de mi piscina, siempre gripado, y sus riñones filtran lo mismo de malamente que mi depuradora. Y es una mujer muy miedica, siempre pensando en morirse, "No me alargue mucho la cita, vayamos que me muera antes". Pero aguanta, digo que si aguanta.
No me reconoce. Está despierta, con los ojos abiertos, chapurrea algo pero no responde a mis preguntas ni dirige la mirada. Respira con dificultad. Está muriéndose de una hemorragia cerebral. "Éste sí que es el fin, Juana" -le digo. Le doy dos besos en la frente y me despido de ella.
-La vamos a ingresar en el Tomillar, que muera allí con más y tranquilidad -me comentan mis colegas-. ¿Te parece?
-Vale.
 
Ya en el pasillo, vuelvo a la familia. En el rato que he permanecido en observación se han juntado siete u ocho más, después nos quejamos de los gitanos, nosotros somos lo mismo. Casi.
 
-Mal, la cosa está  muy mal. Fijaros cómo estará que ni siquiera me ha reconocido -les voy poniendo sobre aviso.
-A nosotros tampoco -me responden. Y entonces saco mi guasa particular para distender.
-Bueno, que no os reconozca a vosotros tiene un pase, pero que no me reconozca a mí...
Y se tienen que reír llorando y todo.
-Se va a morir -sigo ya serio-. La van a trasladar al hospital del Tomillar para que podáis estar con ella todos. Allí hay más espacio y más tranquilidad. Yo ya me he despedido de ella.
 
Hace un mes de todo esto.
 
Ayer me tocó ir al Tomillar a recuperar una de esas tardes tontas de Rajoy, lo del exceso de horas. Voy dos tardes al mes. Distraído por la planta, me aborda sorprendida una chica joven.
 
-Doctor Rivera, ¿qué hace usted aquí?
-Trabajando, ¿qué quieres que haga?
-¡Usted no sabe quién soy yo?
-No, perdona, no caigo.
-¡Soy una nieta de Juana!
Por un momento y medio atontolinado por falta de mi siestecita habitual me cuesta reconstruir el momento.
-¡Juana, Juana Ruiz Gómez?
-¡¡¡Sííííí!!!, ¡la  misma! ¡Que nos la llevamos hoy a casa!
-No es posible. Pero si estaba muerta hace un mes...
-Pos ha resucitao -se pone con todo el desparpajo.
-¡Dónde está, que no me lo creo.
-En la 218.
 
Y me encuentro a Juana sentada en un sillón charlando con locuacidad con su vecina de cama. Sus dos hijas ponen el grito en el cielo al verme entrar "¡Ay Dios mío, quién ha venido a verte, momá!" Cuando Juana se da cuenta casi le da un patatús. Me extiende sus brazos para que yo me incline hacia ella y le dé un abrazo apretado "Ayyyyyy, doctor Rivera, yo no me esperaba esto, qué alegría..." "Ni yo tampoco, Juana, ni yo tampoco".
Una vez recuperados de nuestras emociones respectivas empiezo con mis bromas.
 
-Pa mí, Juana, que te habías muerto aquel día, el mismo día que te trajeron aquí. Fíjate. ¿Y por qué no me habéis dicho ná? -les espeto a las hijas.
-Porque queríamos darle una sorpresa cuando fuera  a su cita normal de la consulta.
-¿Y usted creyó de verdad que yo me iba a morir? -se pone la paciente.
-Seguro. Me despedí de ti y todo, mira, te hice con mi dedo gordo la señal de la cruz en tu frente y luego te di dos besos.
-Pues entonces, si el doctor Rivera dice que me he muerto es que estoy muerta y esto es el cielo.
-Calla mujer, no inventes ruinas ¿qué quieres llevarnos a todos contigo?
 
Está claro, la gente se muere cuando le llega su hora, no cuando lo dice el médico. Por muy doctor Rivera que uno sea.

miércoles, 4 de junio de 2014

El árbol del Bien

La Peque está que trina. El coche arrancado, la Pelusa y ella dentro ya preparadas y yo que, a ultimísima hora, me acuerdo de algo, abandono el volante, entro en la casa, salgo raudo con una bolsa en la mano y, ante la atónita mirada de ambas, Peque y perrita, trepo a mi ciruelo a llenar la bolsa de fruta tan melosa.
 
-¡Es que no me lo puedo creer! ¿No has tenido tiempo en toa la mañana, joer ya tío!
-Perdona Peque, es que queriéndolo dejar pa lo último se me ha pasao.
-¿Y por qué pa lo último?
-Pa que vayan más fresquitas.
 
Ciruelas para mi padre.
 
La Peque, aún conociéndome mejor que nadie, no alcanza a comprender gestos míos como éste. "Te pasas media tarde encaramao en el ciruelo, tío" -refunfuña. Quizás no pueda. Solamente quien haya vivido de niño una experiencia tan particular sepa encajarlo. En nuestra infancia tres años eran mucho tiempo. Ella, tres años más nueva, tuvo al alcance de dos perras gordas pipas, martillos de caramelo, chupa chups y chicles de sabores. Mi hermana Josefa y yo, en nuestros años más tiernos, no conocimos más chucherías que las ciruelas. Y las brevas. El ciruelo y la higuera son nuestros árboles sagrados, los bíblicos, árboles del Bien.

Por este tiempo de primavera, cada jueves por la tarde nos dábamos un festín. Sólo los jueves. Nos apostábamos en las Eras Bajas a esperar a mi padre y a mi abuelo Manolo, jinetes cada cual en su jumento, que venían del cortijo a vestirse de limpio. Desde lo alto de sus monturas nos aupaban, mi hermana, con mi padre, yo, con mi abuelo. Arrecife arriba. Con nuestras zancas al aire ni siquiera nos lastimaba el roce áspero con el esparto de los  serones. "Ahí llegan Juanillo y Manolo "el Pensaor" -decían las mujeres sentadas ya al fresco-. Lo bien que se llevan, oye". Y nosotros dos, la mar de anchos. A la altura de nuestra casa nos apeaban junto con sus capachas y ellos dos seguían hasta la casa de Carreira para dejar los borricos en las cuadras. Luego, mientras estos dos hombres recios y esforzados se lavaban en el patio a gafadas en un lebrillo de cinc, nosotros dos y mis primos "los Polis", más chicos, nos disputábamos las ciruelas de las capachas. ¡Qué delicia de manjar! ¡Qué poquito hace falta para llevar la felicidad a un niño! Cariño y ciruelas. Mi abuelo, más ordenado, las traía colocadas en lo alto, sobre un papel grande de estraza para que se mantuvieran más o menos enteras. Pero mi padre era un desastre, las echaba al tum tum, donde cayeran, y luego teníamos que rebuscarlas por entre la hortera, la botella del aceite y el pan sobrado. Nos las comíamos despachurradas y rebozadas en migajas. Mejor sabían.

Hasta ahora, mi ciruelo se había comportado como un árbol florero, sólo de adorno. Mucha flor, mucho cortejo de insecto volador, mucho perfume dulzón en las tardes tan cortas de febrero. Pero a la hora de la verdad, diez ciruelas. Como mucho. La mitad, la parte alícuota para los pájaros milanos, esos pajarracos negros que cualquier día habrá que invitarlos a la mesa, de tanto como se acercan. Pero este año se ha desquitado. Miles de ciruelas, ramilletes enteros de ciruelas colorás, un árbol rojo en lugar de verde. Ha habido ciruelas para todos los amigos. El que más las ha disfrutado, lógico, Agustín. Y luego, los pájaros negros.

-Papa, mira el regalo que te traigo -le digo enseñándole la bolsa.
-¿Qué son, dulces? -responde el muy glotón.

Abre la bolsa y se le ponen los ojos como platos:
-¡¡¡Ciruelaaasss!
- Pa que veas, papa, los papeles cambiaos. Ahora soy yo quien te las trae a ti. Pero limpitas y curiosas, no como tú, so adán.
-Siempre me pasaba lo mismo, nene. A la carrera. Algunas tardes me tenía que volver desde "Saballo" para echarte las ciruelas en la capacha. A tu abuelo se lo llevaban los demonios. "Pero Juanillo, por los clavos de Cristo, ¿no has tenido to el santo día?"

¿Os suena? Bendito quien a los suyos se parece.

 

sábado, 24 de mayo de 2014

¡Qué ricura de hijo!

Dos hombres solos en la consulta me sigue resultando lioso. Mucho más acostumbrado, dos mujeres: madre e hija, hermanas, incluso vecinas. Es... bueno, más normal. O bien un hombre y una mujer, el matrimonio de toda la vida. Me resulta más fácil adivinar la relación entre dos mujeres que entre dos hombres, ya está. ¡Qué cotilla!, diréis, a ti qué más te da. Pues sí da.
 
La manera de comportarse estos dos me huele a pareja de hecho. Pero como son tantas las veces de metedura de pata me callo. Por ahora. El que hace de paciente rondará los sesenta, de mi edad, más o menos. Es chiquitete, recortao y de contenta barriga cervecera, de éstos que se abrochan en cinto en el primer agujero. Pero lo que más destaca en él es su cabellera cana y espesa -envidia de quien escribe- recogida toda en una graciosa cola de caballo a lo Steven Segal. O mejor y de más actualidad, a lo Pablo Iglesias. Un hombre añoso pero moderno. El otro, el que viene de acompañante, es bastante más joven, pongamos que treinta como mucho. Y ya va uno pensando "Qué viciosillo, a éste le gustan jovencitos..." No me juzguéis mal todavía. Si, invisibles por magia, pudierais entrar en mi consulta -una cosa parecida a cuando de chaveas  deseábamos la invisibilidad para colarnos de balde en el cine- comprobaríais lo que digo.
 
Todo el rato riñendo, media hora provocando, recomendando y reprochando. Ése era el jovencito. El paciente -fidelísimo al nombre-, paciente. Circunspecto, como si no fuera con él. A lo más, una sonrisa de disculpa.
"Doctor, dígale usted que tiene que andar más, que no puede picotear tanto, que la sal es mala y la cerveza también, que tiene que ponerse la mascarilla del oxígeno para dormir, que no sabe usted la manera de roncar que tiene... un animal, doctor, dígaselo, por favor, que no puede estar toda la tarde sobando en el sofá, que se tome la tensión de vez en cuando, que ya le ha dao un aviso, un amago de trombosis el año pasado, pero, mire usted, ni caso, hace lo que le sale de sus... pelotas, en fin, doctor, que luego soy yo quien carga con las consecuencias, quien tiene que aguantarlo si se queda pa echarle azúcar a los dulces... Dígaselo, por favor."
 
Anda, valientes, ya no está tan clara la cosa, eh. ¿Quién coño es éste tío coñazo? Con mi guasa habitual me dejo caer:
 
-Amigo -me dirijo al paciente, al hombre mayor-, ¿éste quién es?
-Mi hijo -responde con toda naturalidad-. Mi hijo mayor.
-Ah, na, que yo pensaba que sería su mujer.
 
El hijo se quedó sorprendido, normal, pero al paciente le pude ver hasta la muela del juicio. De la carcajada que pegó.

jueves, 15 de mayo de 2014

La auténtica enfermedad primaveral

Por expresa y multitudinaria petición popular, transcribo -sé que cuento con el permiso de su autor- el escrito ganador de Antonio Estepa Romero, nuestro querido y entrañable Bronco Ley.
 
 
 
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En aquel tiempo, hace cincuenta años, yo era como Platero, "pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no llevaba huesos". Ahora podéis observar que "todo cambia, nada es", como decía Heráclito de Éfeso.
 
Mi vida transcurría en un ambiente de sosiego y de levitación interior. Era un ser etéreo, frágil, transparente como las alas de una libélula. Poco a poco esa transparencia se fue sombreando al contacto con estos merluzos. Junto a ellos, fui cambiando inexorablemente hacia una adolescencia convulsa. Dejé atrás la pubertad para entrar de lleno en una amalgama de sentimientos, deseos y actos que me atormentaban de continuo.
 
Me acuerdo de aquel día. Había estallado la primavera y estos parajes se llenaron de color, aromas e insectos. Yo me encontraba enfermo en la camarilla. La camarilla era un cuarto de 3 x 2 con una cama individual y armarito empotrado. Entró una de las chicas a limpiarla. No me acuerdo de su nombre. Tenía otra hermana. Yo creo que eran gitanas, dada su piel aceitunada y sus carnes prietas como melones de Montalbán. Decidme plebeyos, ¿las recordáis? Todavía se fregaba el suelo cuerpo a tierra. Me hice el dormido, lo que facilitó a la trabajadora su tarea. Busqué un ángulo óptimo con la precisión de un artillero y, ávido y sudoroso, enfoqué la mirada hacia aquella ninfa que se movía como una barca en la bahía de Cádiz con viento de poniente. Yo parecía una leona entre los matorrales esperando paciente la llegada a la charca de una grácil cervatilla. La respiración era de taquicardia sinusal. La joven se alarmó al observar mi extrema sudoración. Creí tener una hiperpirexia. Como un oblato benedictino me puse en oración y luego de una ardua lucha interior conseguí que todo mi cuerpo alcanzara su estado natural de reposo. Una buena confesión hizo el resto.
 
Me resisto a omitir que a partir de aquel día el concepto que tenía sobre la mujer alcanzó una inmejorable puntuación, porque aquélla me hizo ver que no todo se basaba en ora et labora.
 
Gracias hermanos por vuestra generosa atención.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Mal de amores a los ochenta

Hoy os voy a contar una historia increíble. Y tierna también.
 
En la consulta tienes que andar muy listo y rápido de reflejos. El tiempo es finito y debes exprimirlo hasta la última gota. Un gesto, una mirada, un lapsus, un acto fallido... pueden darte la clave de lo que buscas. ¡Ni que fuera tu consulta una sala de interrogatorio policial!, pensaréis. Pues, casi. La mayoría de las veces el motivo de consulta o estudio es claro y explícito: hay gente que viene por anemia, por hipertensión, porque le ha salido un bulto aquí o allí o porque está perdiendo peso sin proponérselo. Pero hay otras situaciones menos claras, digamos que los motivos son más difusos, nada concretos. Esta mujer.

Esta mujer ha pasado ya de los ochenta pero se le ve la mar de pizpireta. Al pronto, extraña el motivo por el que la manda su médico: "cansancio extremo", pone en el volante.

-Amos a ver señora, ¿por qué viene usted a mi consulta?
-¿Por qué va a ser? -responde con cierta altivez-, porque me ha mandao mi médico...
Mal empezamos, me río por dentro.
-Ya, vale. Me refiero a que qué es lo que le pasa.
-Ah. Bueno... pues es que llevo como un año más o menos que me siento muy cansada. Un poner, estoy fregando los platos ¿no?, pues tengo que dejarlo, voy por la calle paseando con mi marido, me tengo que parar... en fin que no vale una pa ná.
-¿Y tendiendo la ropa? -le pregunto no porque eso tenga algún valor clínico añadido sino porque para mí es la tarea más penosa de las casas, la que más esfuerzo requiere, agáchate a coger los calcetines o las bragas del barreño de plástico -¿cómo es posible que una mujer sola gaste tantas bragas?-, levanta los brazos hasta el tendedero, ponle las pinzas, corretea un rato detrás de la perrita que se lleva en la boca un calzoncillo, repítelo todo treinta veces... ¡qué hartura!
-No, en eso no me he fijado, yo creo que no, que eso no me cansa.
Buena pista.
Repaso su historial en el ordenador, la exploro a conciencia, veo su analítica, un poquito de falta de hierro, la radiografía, la última ecocardio que le ha realizado su cardiólogo, los tratamientos que toma... La verdad, no encuentro el motivo de este raro cansancio que no le permite fregar los platos pero sí tender la ropa. Rendido, me vuelvo a dirigir a ella:

-Señora, yo no encuentro la causa de lo que le pasa. Mire que llevamos media hora, que he repasado todo lo suyo, que la he registrado de arriba abajo... -Y ya uno tiene que echar mano de experiencia-. A usted le pasa algo que no me ha contado -le espeto de pronto, como tirándome un farol-. ¿A que sí?
La mujer cambia de color, mira a su hija como diciendo ya me ha pillado, me vuelve a mirar a mí extrañándose de mi atrevimiento y de mi perspicacia, al fin suspira. Un largo suspiro.

-Mamá, no pasa nada. Estamos aquí para eso. Desahógate de una vez, mujer -es la hija quien toma ahora la palabra, una mujer serena y apacible.
La señora se ha derrumbado, dos chorreras de lágrimas brotan de pronto, casi a borbotones, de sus ojos, antes vivos, ahora melancólicos. El nudo de su garganta no le permite articular palabra.
-Mamá, por favor...
-Déjala -corrijo a la hija.
La mujer llora largamente. Le cojo sus manos con las mías. Al cabo, se enjuga con su pañuelito, se rehace y se disculpa. Pero no habla.
-Cuéntemelo usted -le digo a la hija-, a ver.

¡Qué cosas le pasan a las criaturas del Señor! ¡Con lo simple que es la vida en mi casa! Hará un año, más o menos, que regresó al pueblo una anciana viuda de la edad de esta mujer que en su día emigró a Cataluña. Y resultó que esa anciana fue la primera novia de su marido allá por los años cincuenta. Y que su marido -¡qué calientes y salidos los hombres, todos- se ha encaprichado con ella y ella con él -¡anda que también la señora catalana...!-. Pero, nada de nada, nada pecaminoso, sólo charlar, verse un poco a escondidas, llamarse por el móvil, algún beso -sin lengua desde luego- de despedida o de saludo y ya está.
-Y está bien, y a mí no me hubiera importado -salta al fin desgarrada la anciana mujer-, lo hubiera comprendido. Lo que me ha matado es la mentira, la ocultación, "Oye Manuel, aquí hay una llamada de Angelines", "No, no, ése será un número equivocado", "Oye niño, ten cuidado que me han dicho que ayer te vieron con Angelines, ya sabes cómo es la gente", "No, qué va, ayer estuve toa la tarde en el hogar de los viejos jugando al dominó", eso es lo que no he podido soportar. Y me ha acarreado, es verdad, una depresión.
-Lleva usted razón. Yo creo que la base de una relación de pareja debe ser la sinceridad y la lealtad. Ni siquiera la fidelidad, sino la lealtad. Así que la comprendo a usted perfectamente. Pero ya está todo aclarado. Su marido le ha pedido perdón. Pelillos a la mar.
-Sí, pero cuesta.

Puede creer erróneamente la gente nueva que este tema del desamor sólo les atañe a los jóvenes. La vida nos va enseñando cosas, cosas impensables a ciertas edades, cosas como que el amor no entiende de años ni de arrugas. Quien bien te quiere te hará llorar. A cualquier edad.

Y entonces se me viene al pensamiento cómo se puede enterar el médico de cabecera de todas estas historias si sólo dispone de diez minutos por paciente. Imposible. A mí me ha costado casi una hora. Y son historias relevantes, que te dan la clave del diagnóstico en muchos casos, que de su conocimiento, a la postre, se deriva el ahorro de pruebas molestas, caras e innecesarias. Sin la última confesión, esta mujer posiblemente se hubiese ganado dos endoscopias y un TAC. Por lo menos.


Saber escuchar, ese arte que debe poseer todo médico, que nunca podemos perder. 

domingo, 11 de mayo de 2014

Enfermedad primaveral

Amanece fresquita y soleada esta mañana de domingo, la mar de tranquila. ¡Todo el santo día por delante para descansar! Falta hace.
 
Ayer fue un día intenso. Siempre lo son los días -una vez al año- en que nos reunimos en familia los antiguos seminaristas. Ayer, más. No en vano celebrábamos los 50 años desde las primeras pisadas en aquellos otrora sagrados lugares. El seminario nos sigue reclamando algo, oye, va a ser verdad lo de la vocación, lo de la llamada; la magia de los Ángeles nos imanta al terreno y entre nosotros mismos. Siempre acudimos más gente cuando la reunión se organiza en Hornachuelos. Por algo será. Lo sé, es la enfermedad primaveral, esa mezcla embriagante de color, fragancia salvaje y naturaleza que, por este tiempo, nos trastorna el sensorio y nos impele a nuestros orígenes. 
 
Cada año reclutamos tropa nueva. Ayer nos sorprendieron con su fresca presencia aquellos chaveas de Palma del Río que formaron parte del mítico grupo de los "Pigmeos", de inagotable resonancia, otro chaval del curso del 63, Rafael Raya, acompañado por Elena, su simpática y dicharachera esposa ucraniana, y mi antiguo amigo de Dos Torres, Manuel Muñoz Medrán. El resto, los habituales de todos los años. Cincuenta y cinco criaturas conté, así a ojo. Bastantes más hubiéramos sido de no ser mayo, mal mes para estas cosas por mor de compromisos otros tan vinculantes e influyentes en nuestra sociedad como son las comuniones. Y este año, además, feria en Sevilla.
 
Os traigo este artículo porque para mí todo lo que tiene que ver con el seminario es algo muy especial, me siento heredero de una suerte de privilegio exclusivo para unos pocos elegidos. Un estigma positivo. Quizás este sentimiento de pertenencia, de "clase", no pueda comprenderlo del todo nadie que no haya sido seminarista. Vosotros, sin embargo, conocedores afortunados de mi pensamiento transparente "como alas de libélula" (sic), os estáis acercando bastante al calor del mismo y compartiréis conmigo esta emoción de hoy.
 
Porque es algo admirable ¡verdad? que alguien se encuentre con otro alguien a quien no ve desde hace cincuenta años, que si se cruzan por la calle no se reconocerían, un tercero les miente sus nombres respectivos y se fundan en un abrazo sentido tal como si se conociesen de toda la vida. Y no sólo eso, sino que a continuación, repasándose de arriba abajo, se mientan cariñosamente "Pues estás igualito... si no fuera por la barriguita cervecera", y el otro "Y tú lo mismo, pero dónde ha ido a parar tu famoso flequillo?" ¿Por qué a nuestra edad importa tanto aquello que nos unió en tiempos tan pretéritos? No lo sé. Será nostalgia, será chocheo, será preludio de vejez... Es bonito, sea lo que sea.
 
El grueso del grupo prefirió lo cómodo -tenemos ya una edad- y se embarcó con un capitán de mentirijilla en un catamarán de gasoil pestoso para llegar, río arriba, a la altura del seminario. Y vuelta "patrás" sin pisar tierra. Dicho personaje no sólo dice ser capitán retirado, sino que es, además, el dueño del bar, del embarcadero y el guía turístico de la travesía. Les relató a todos su historieta de siempre, los orígenes del monasterio, las visitas reales que tuvo, las divertidas y deslizantes vidas de la "Penitenta" y su compadre el "Fraile santo", cada uno en su cueva, haciendo de confesores y proveyendo alivio a las necesidades espirituales y carnales, pongamos énfasis en estas últimas, de su respectiva clientela, la trágica muerte por precipitación del Fraile, arrepentido de tan ardua provisión, las contingencias finales de los monjes, el apostolado de los mismos en California, el transporte famoso de cepellones de naranjos desde el seminario hasta tierras indígenas y salvajes cruzando el Atlántico, el presunto gentilicio de la ciudad de los Ángeles y de las naranjas de California como originario de nuestro seminario... Aunque sea ficción casi todo, nos gusta creérnoslo. Yo lo cuento como verdad bíblica.
 
Otros pocos fuimos más esforzados. Por un sendero ribereño de cuento alcanzamos el seminario tras una larga hora de paradas, fotos, disparates y charlas animosas. No comprendo bien el gozo de la Iglesia de Córdoba porque la justicia le haya devuelto la titularidad del seminario y su terreno. La letra menuda del testamento de la duquesa de Peñaflor, al parecer, le ha favorecido. ¿Para qué? Aquello es un enorme edificio en ruinas, todo comido por maleza, sicomoros, escombros, crías de almezos y algarrobos. ¡Qué lástima! Lo que fuera en su día nuestro glorioso seminario devorado hoy por la montaña, convertido, casi, en un accidente del monte. Fortaleza rendida a la devastación, al saqueo y al abandono más absoluto. Como si fuésemos una pandilla de rateros saltamos la gran cancela de abajo. Aquello es nuestro, nos pertenece por historia, por memoria, por devoción y por insistencia. Nosotros y sólo nosotros le damos consistencia. Y sin embargo nos vemos obligados a comportarnos como salteadores de caminos. Al pasar por la sala de juegos me acuerdo siempre de mi paisano Manuel Gámez Rivera, un as en el ping-pong. Fue luego todo muy divertido porque Ginés, uno de los "pigmeos", a la vuelta del "Salto del Fraile", nos enseñó caminos y vericuetos próximos que ellos frecuentaban y que nos eran totalmente desconocidos para el resto. Lo más llamativo fue cuando nos condujo a una cueva secreta, descubierta por ellos mismos, en pleno precipicio, donde escondían su armamento de lanzas, navajas y demás enseres bélicos y de caza e, incluso, nos decía, manjares perecederos provenientes de la talega de la ropa limpia para ponerlos a salvo de la posible requisa de los curas, que la humedad del sitio los protegía. Ginés es un tío gracioso, conserva su cara de pillo, su genio vivo y su sentido del humor. Nos contó que, siendo sus padres analfabetos, al recibir las primeras notas del trimestre su madre se pavoneaba ante las vecinas del pueblo pregonando que su niño era el número uno en matemáticas... porque había sacado eso, un uno.
 
Luego, en la casona que alquilamos para el evento, el cortijo de "Las Piedrecitas", tuvo lugar el macro encuentro y el ágape-comilona. La sobremesa fue muy entrañable. Muchos de nosotros leímos en público unas breves cuartillas relatando algún episodio, vivencia u anécdota curiosa de aquellos tiempos. Y así nos enteramos todos que el Luna había sido presentador de una especie de escala en hifi que se hacía en el entorno de la piscina, y que un día le llamó hijo puta al médico del pueblo como acto reflejo al recibir el pinchazo de éste en su rodilla inflamada; o que Manolo Cosano fue cesado ipso facto como sacristán de la capilla por haber hurtado algunas magdalenas del comedor de los curas; o del  jueguecito sensual que se traía el Jaime  con la leche condensada en tubo; o del acto de insubordinación, rebeldía y soberbia que protagonizaron Montes Santiago y otros de su curso entregando en blanco un examen como forma de protesta; o del estómago de camello que debía de tener Paco Moreno Osuna, capaz de tomarse una sopera entera de sopa de estrellitas en la cena; de la desdichada e inmerecida fama de vago que los curas atribuyeron al bueno de Luis Enrique; de la gripe tan rara y delirante de Miguel Estepa, o de los intentos virtuales de escarceos eróticos de José Pablo, el Barona y el Fili con la Isabelita.

Sin que de ninguna manera fuera ése el propósito, el caso es que se estableció de una forma espontánea una especie de concurso, de manera que parecía que el relato que más aplausos y risas consiguiera fuera el ganador. No hizo falta la mano alzada. De corrida ganó la redacción de Antonio Estepa. ¡Que tío más gracioso! ¡Y lo fino y certero de su pluma! Tituló el relato como la enfermedad primaveral. Se describió a sí mismo, por aquellos entonces, como un ser blando, peludo... como Platero, y transparente como alas de libélula y que fue el contacto con nosotros, sus compañeros, el que lo volvió opaco y adiposo. De eso nada, ya nos lo entregaron gordo desde Montalbán. El estallido de la primavera embriagada de colores, olores e insectos le pilló a él encamado en la enfermería. Y cuenta con una gracia insuperable sus artimañas de enfermo para enfocar, con precisión de artillero, el ángulo más favorable de visión de la muchacha que fregaba el suelo cuerpo a tierra. Un figura.

Entramos en los Ángeles con once años, tenemos ya sesenta y uno. Hemos sufrido, sí, algunas bajas irreparables. Es la vida. Los demás, ahí seguimos. Y cada año sumamos gente. Se dice pronto. 
 
 

martes, 29 de abril de 2014

Esto era una vez una gallega y una andaluza

Juzguen ustedes mismos: dos situaciones idénticas, dos respuestas distintas.
 
Esta mujer debe de ser gallega, los apellidos la delatan, más todavía sus gestos, su pose, sus respuestas secas, sobrias, cortantes y ásperas.
-Usted es gallega, eh señora -me adelanto nada más sentarse delante mía.
-Sí, de Porriño, en Pontevedra; pero llevo más de veinte años aquí, en Alcalá.
-Pero no ha perdido usted ni acento ni carácter, por lo que veo.
-Así será.
 
Viene acompañada por una mujer joven, su hija. A ninguna de las dos la imagino con traje de farándula ni con castañuelas. Frías y serias. Y aún así, me atrevo a meter la pata.
 
El problema que la trae a mi consulta es que ella cree ser alérgica -o al menos intolerante- a algunos medicamentos, en concreto a uno que le tienen mandado como necesario e imprescindible. "Lo será, pero yo llevo ya dos meses sin tomarlo" -sentencia con cierta insolencia.
-Pues muy bien, bueno... muy mal, pero vamos a ver cuál es ese dichoso medicamento -y me quedo expectante esperando su respuesta. Ella se ruboriza un poco, mira a su hija, rebusca en el bolso, se vuelve hacia mí...
-El caso es que... me parece que no me lo he traído, yo juraría que lo había echado al bolso... -está claramente azorada-, bueno pero a lo mejor puede usted verlo en el ordenador.
-Si estuviera prescrito en el ordenador no tendría necesidad de preguntárselo, pero no lo está.
-Pues... entonces, es que no lo sé.
-¿Ni se acuerda usted del nombre?
-No, la verdad.
 
No me altero ni me irrito, podéis creerme. Antes, sí. Abroncaba a los pacientes olvidadizos afeándoles su conducta indolente. Las canas me han vuelto más comprensivo e indulgente. Y más todavía, la próxima abuelidad.  Pero le hago ver el sinsentido de esta consulta si no sabemos contra qué fármaco nos enfrentamos.
-Vamos a ver: esta cita conmigo la conoce usted desde hace un mes. No ha sido de un día para otro ¡verdad que no? Tiempo sobrado para que usted se hubiese acordado de meter la pastillita en el bolso.
-Es verdad, no sé cómo he estado, le pido disculpas doctor.
 
Al final, juntando cabos, uno lo averigua todo. Me imagino cuando yo voy a un taller de coches y le cuento al dueño la de tironazos o chirridos que le noto al coche de la Peque, una birria de coche, y él enseguida se va derecho a las bujías, a la correa de distribución o al radiador sin necesitar de mis torpes explicaciones. Pues lo mismo. Pero no puedo dejar de caer alguna de mis perlas, a modo de desahogo.
-Usted señora, lo que tiene es un coño que se lo pisa, vaya.
 
No estuvo bien, ya lo sé. Primero porque no y segundo porque tampoco. La mujer es un extraña para mí, no hay confianza ni feeling para una estolidez como ésa, pudo pensar, con razón, en que vaya médico con menos educación, esas no son formas de comportarse.
Se produce un silencio eterno en la pequeña salita.
-Ésas no son palabras propias de un doctor. Está muy feo -responde lacónica la señora.
-Es verdad, he pretendido hacer una broma rápida y alegrar un poco el ambiente, pero lleva usted razón, me he pasado; le pido disculpas.
La mujer, menos mal, reaccionó bien.
-Vale, olvidado, empecemos de nuevo...
 
 
Una muchacha de 30 años, de Morón, viene con su pareja porque su médico le ha dicho que presenta una calcificación en el tiroides, que la ha visto en una radiografía. A ver qué opino yo.
-Muy bien, ¿dónde está la radiografía? No la encuentro en el ordenador.
-¡Ay qué tonta...! Me la he dejado en casa.
 
Advertido por la experiencia anterior, me lo pienso antes de lanzarme. Pero esta chica es andaluza, entiende mucho mejor nuestras formas y nuestras bromas.
-Perdóname, pero tú lo que tienes no es una calcificación en el tiroides, sino un coño que te lo pisas.
 
Y ambos dos se partían de la risa.
 
De todas formas, lo admito: me paso en muchas ocasiones.
Total, para un año que me queda... ¡para jubilarme! 

sábado, 19 de abril de 2014

El milagro de san Lucas

Las once de la noche, san Lucas en la calle y yo agazapado y acobardado en la casa de mis suegros, a punto de irme a la piltra. Todo, por aislarme al máximo, por no tener noticia alguna del partido, como tantas otras veces del Madrid-Barsa. Al final, me acuesto sin saber si hemos ganado o hemos perdido, que pase la mala (o la buena) hora, mañana será otro día, o dentro de un rato, cuando la Peque, piadosa o malvada, según se dé el caso, cambie de canal sólo para enterarse del resultado y se meta en el tálamo. Me haré el dormido. Si me susurra cosas bonitas al oído y la veo con ganas de guerra es buena señal. Si, por el contrario, no pía y me echa el culo, mala cosa.

En esta ocasión, sin embargo, he sido yo quien he sorprendido a mi mujer esperándola bien despierto y debidamente preparado para un eventual ataque.
 
-¡Qué haces despierto?
-Ea... esperándote -le contesto sonriente-. Por si hay batalla.
-Tú te has enterao ya de algo, eh.
-Será que he escuchado cohetes.
-Pero podían ser del Capi o de Lorenzo o de cualquiera del Barsa.
-Sí, pero ha habido también una musiquilla...
 
Entre la zozobra por el partido y los tambores y trompetas de la procesión no había conseguido aún adormilarme. De pronto, algo me alarma. Entremezclados con los sonidos propios de la banda de música de san Lucas oigo, además, un estribillo trompetero inequívoco de himno madridista: "ta, ta, tatatá, tatatata, tatá," Hemos ganado, no puede ser otra cosa, todo coincide: la hora, los cohetes, las trompetas merengues... Los del Barsa, cuando ganan, dan pitorrazos con sus coches pero sin ritmo ni gracia algunos.

Y muchos de vosotros, leales lectores, os preguntaréis algo descolocados cómo es posible que un afamado doctor, un hombre a quien se le supone todo inteligencia y virtud, pueda tener un comportamiento tan extraño e irracional. Es la pasión, nada que ver con la razón, lo opuesto, quizás. La pasión anida en el árbol oscuro de las emociones y los instintos, en el paleoencéfalo o cerebro primitivo, la hemos heredado de nuestros ancestros antiquísimos neandertales y se alimenta de vivencias y sentimientos. Y es más poderosa que la propia razón. Si tuviéramos la curiosidad de analizar con un poquito de profundidad nuestros actos cotidianos nos daríamos cuenta de lo mucho que influye la emoción en ellos, más que la razón. En la película -estupenda- "El secreto de sus ojos" le dice un amigo a Ricardo Darín: "Un hombre puede cambiar de todo, puede cambiar de trabajo, de mujer, de casa y de ciudad, de amigos y de política... hasta de religión. Pero hay algo de lo que no cambiará jamás: de pasión." Y se estaba refiriendo al fútbol, a su equipo. Pues eso.
 
Es ésta de san Lucas una procesión muy singular en mi pueblo. No es reconocida oficialmente por la Iglesia de Córdoba. Ermita, Santo, ropajes, banda de música y demás pertrechos procesionales corren al cargo de su dueño, José "El Bolo", y de sus socios a fuerza de sacrificios personales, rifas, cuotas y algunos donativos. Y así, sobrevive por más de diez años ya. Y va a más y a mejor. A lo primero la tomábamos con un poquito de cachondeo, la verdad. Pero todos, eh, su dueño incluido. Quizás porque se corrió la voz de que san Lucas era el patrón de los borrachos, falacia seguramente malintencionada y extraída de una información de Wikipedia barata. Que yo sepa, san Lucas es el patrón de los médicos, mi patrón. El de los borrachos es un tal san Urbano I, papa de la Edad Antigua. Recuerdo tambores hechos de latas grandes de tomates en conserva o de atún en aceite, o un trono de parihuelas de palés de las obras, algo de irreverencia, es verdad, una cierta indisciplina en las filas al estilo semanasantero de Puente Genil... Pero con los años, la cosa se ha formalizado hasta el punto de convertirse en una procesión más, seria y ordenada, y cada año más acompañada. Es cierto, creo yo, que la mayoría de sus acólitos son, o somos, gente descreída, que no frecuenta mucho la iglesia, lo justo, y que desea de verdad que se la equipare  a las otras procesiones "oficiales".
 
A la mañana siguiente, Jueves Santo, me he enterado del milagro de san Lucas, artífice, sin duda, más que el propio Bale, de la sufrida victoria madridista. Resultó que yendo la procesión por la esquina que tuerce desde la calle Estepa hacia la calle Donantes de sangre y llegando a oídos de los costaleros y los músicos los "huy" y los "ay" procedentes del bar cercano del "Gorri", prolongaron un poquito el descansillo habitual de descarga  para dejar plantado al santo y salir en estampida hacia el bar para ver los postreros y agónicos momentos del partido. Fue en ese instante cuando san Lucas, agradecido por el descanso inesperado y poder echar un cigarrillo, hizo que el balón envenenado de Neymar tropezara con el poste y volviera, manso, a las manos de Casillas. Un milagro, no me digáis que no.
 
Se conoce que san Lucas es del Madrid.