domingo, 25 de agosto de 2013

Confianza sí, pero no para tanto.

No me cuesta nada ganarme la confianza de mis ancianos enfermos. Nada. Una caricia en la nariz porretuda, un pellizquito en la oreja colgona, casi simiesca, un beso tierno en la frente acartonada, un chiste corto y picante... y los tengo en el bolsillo. Nada tan eficaz como el afecto para que un viejo te abra la puerta de su alma.
Pero esta vieja no es lo mismo. Ésta tiene un Alzheimer con bastante deterioro mental, no se entera de la misa la media y, adormilada en la cama, no parece muy receptiva a mis halagos. En casos como el de esta mujer hay que intentar motivar con referentes muy cercanos.

-¡Carmen! -la despierto mientras le aprieto un poco con mis nudillos en la tabla del pecho.
-¡Eh, que eso duele so coño! -y me retira mi mano con fuerza-. Joer ya con las tonterías -pero he conseguido despabilarla.
-Carmen, mírame, ¿quién es esta mujer de aquí? -le señalo a una chica sudamericana, su cuidadora.
-Esta es mi niña, que la quiero mucho.
-¿Cuántos años lleva contigo?
-Pssss... yo no me acuerdo, muchos ¿no verdad? -sonríe a la muchacha.
-Seis años mamita -replica la joven-, día y noche contigo.
-Eso.

Ya la tengo medio engatusada.
-Carmen, dime, ¿tú de qué pueblo eres?
-Yo?, del Viso.
-¡Vaya hombre, del Viso! -hago como que me extraño-. Supongo que habrás probado el menudo de Capote -y ahora se me queda mirando con los ojos muy abiertos como diciendo y éste de qué conocerá estas cosas de mi pueblo.
-Pues vaya que sí, pero hace mucho, cuando era más nueva -se queda un ratito pensativa o quizás absorta intentando encontrar el oremus extraviado-. De mocita yo vivía puerta con puerta con el bar de Capote, fíjate.
-¿Y las magdalenas de san Blas? ¿Qué me dices?
-Que me gustan más las de Riaño.
-Tampoco están mal.

Ya la tengo preparada. La mujer ha ingresado por una sospecha de hemorragia digestiva y debo de comprobar el color de las heces y la normalidad del canal anal. En las personas mayores un cáncer de recto puede manifestarse así. Total que tengo que hacerle un tacto rectal, meterle mi dedo índice por el culo. Cualquier vieja de nuestro entorno te pone mil entrepuestas, "A mí ni pensarlo", "Desde que murió mi marido nadie me ha visto a mí eso", "¡Qué barbaridad!"... Muchas, no obstante, se resignan, "Mujer -les digo-, yo estoy casado y además llevo casi cuarenta años de médico, he visto tantos culos por delante y por detrás que para mí es algo natural". Veremos cómo reacciona ésta.

-Carmen, verás, ahora tengo que hacerte una exploración por abajo, por ahí detrás.
-Bueno -responde tranquila sin darse cuenta del todo a lo que yo me estoy refiriendo.
-Sí mamita -ayuda su cuidadora-, es para averiguar por qué te duele la tripita ¿vale?
-Que sí, que vale.

La rodeamos en la cama, le despegamos las amarras del pañal y ya, su culo expuesto hacia mí, guantes y vaselina preparados, le meto el dedo con toda la delicadeza que puedo.
-Carmen, que voy.

Notar un cuerpo extraño en su salva sea la parte y volverse airada hacia mí fue todo uno.
-¡Pero chiquilloooooo!... ¿qué es lo que haces? -y enseguida, sin darme tiempo a responderle y tranquilizarla, mira furibunda a la muchacha-. ¡Niñaaaaaa!, ¿has visto?, ¡a este hombre no se le puede dar confianza! 

¿Tienen gracia o no tienen gracia mis abuelas?

viernes, 23 de agosto de 2013

Yerbas del cementerio.

A todo esto, la mujer, pobrecita, casi entregando la cuchara.
 
Salgo con su hijo al pasillo de la planta y me lo llevo a un despacho cercano para hablar con él en privado. Es un joven que no debe llegar a los cuarenta (para nosotros, los carrozas, cualquier persona por debajo de los cincuenta es joven), un tipo bien fornido, pecoso y caoba, copia fiel de su tataratataratatarabuelo, seguramente uno de los primeros vikingos con los que el rey Carlos III repobló nuestra tierra hace tres siglos. Brutote el muchacho, que no desmerezca su estirpe.
 
La mujer, la madre, tiene un cáncer muy avanzado. No vivirá más allá de un par de meses, menos aún. Está amarillo-verdosa porque el tumor ha obstruido la salida de la bilis. No puede ingerir ni  agua porque el puto tumor ha invadido el duodeno y lo ha taponado no permitiendo siquiera el paso de una sonda. Se morirá en unas semanas si no hacemos algo. Y así se lo planteo al hijo.
 
-¿Y qué cree usted que podemos hacer? -inquiere curioso una vez oídas mis explicaciones.
-Debemos de hacerle una pequeña intervención quirúrgica, mínima, para darle paso a la comida -y le pinto en una cuartilla unos garabatos que pretenden ser el estómago, el duodeno y el yeyuno-. ¿Ves? -le explico-. Se le agarra esta parte del estómago y se le pega al yeyuno sorteando el duodeno; así el alimento pasa directamente desde el estómago al yeyuno y ya sigue al resto de la tripa -y me quedo yo tan pancho y admirado de mi dibujo.
-¿Y esto para qué, si de todas formas no hay salvación? Yo, doctor... casi que prefiero no hacer nada y llevármela a casa, la pobre lo está deseando.
-Es verdad, no creas que andas descaminado. Yo tengo mis dudas. Lo que pasa es que da mucha grima tener a una persona en casa sin poder alimentarla, sin poder darle agua siquiera, fíjate qué tragedia y más ahora con cuarenta grados a la sombra. Aunque tuviera los sueros puestos no podría disfrutar del agua fresquita, enseguida vomitaría mucho más de lo ingerido... Morirse, se va a morir igual, pero al menos que pueda comer y beber ¿no te parece? 
 
Y se queda un rato pensativo, agachado, los codos apoyados en sus rodillas y la cabeza encajonada por ambas manos. Creo que lo he convencido. Y de pronto, como si se le hubiese encendido una bombilla en su cerebro, saca de su bolsillo una bolsita de plástico llena de algo y me suelta:
 
-Doctor, a ver si sabe usted lo que es esto -y me alarga la bolsita. La destapo y veo un manojo de yerbas secas-. Huélalas usted, haga el favor -me las acerco a mi napia y huelen bien, parecido a la yerbabuena.
-¡Uhmmm! huele muy bien, ¿qué son?
-No lo sé, creo que se llaman extractus no sé qué, son unas yerbas curativas, yo las esparzo en mis corrales y en mis perreras y desaparecen las garrapatas al instante, tengo mis perros siempre limpios. En mi casa no hay resfriados, al menor síntoma doy a oler a mi gente estas yerbas y se acabó, tienen propiedades contra los gérmenes, de verdad doctor.
-Y no sabes cómo se llaman?
-No; a mí me las enseñó un pastor hace ya más de veinte años. Crían solamente en un lado del cementerio, nada más que ahí. Muy poca gente lo sabe... -y se detiene un momento para continuar con voz más queda, como si confesara un secreto-, ¿y si le diera a mi madre infusiones y vapores con ellas?
-Vapores, infusiones no porque las vomitaría. Mira, yo no creo en estas cosas, pero daño seguro que no le hace. Si ella y tú tenéis fe en las yerbas por mí que no quede. Pero la intervención debería seguir adelante ¿no?
-De acuerdo.
 
Y vuelvo a pensar en lo mismo. Cuando nos vemos perdidos, cuando la ciencia nos abandona, echamos mano de la magia, llámese ésta el santón de Arcos, el escapulario de la Virgen del Carmen o esas yerbas cerca del cementerio. "Semos" así las criaturas del Señor. 
 
 

viernes, 16 de agosto de 2013

Melones de los de antes.

A las once de la mañana el sol ya aprieta lo suyo en la vega antequerana. No sé si temo más por mí o por este anciano de noventa años que me acompaña y que me lleva varios pasos por detrás. Es increíble este hombre. Los sombreros de paja que  deberían cubrir nuestras despobladas cabezas nos sirven mejor de sopladores. A la dureza de los terrones por donde pisamos y a la ardentía que respiramos sirven de contrapunto -menos mal- dos amplias lagunas milagrosamente húmedas en pleno agosto  habitadas por familias de flamencos, y la fresca y verde fragancia del melonar de enfrente.
 
En el pueblo se ha corrido la voz de que los melones de "Ponferrá", el de Benamejí, el marido de la Benilde, son buenísimos. Y baratos. Un euro y medio por melón, más o menos. "Papa, ven conmigo a por melones" -le digo este domingo pasado después de que desayunara-. "¿A dónde quieres ir"? -me contesta dispuesto-. "A la Sartenea, que me lo ha recomendado Pepe El Tomate". "A las doce estaremos de vuelta, ¿no?, lo digo por la misa" -es el único reparo que me pone-. "Ende luego que sí" -remato yo.
 
He dejado el coche bajo un sombrajo con pretensiones de carpa, amplio y algo zarrapastroso cuyo armazón lo conforman antiguas tuberías de riego burdamente ensambladas y cuya cubierta es un cañizo pasado de fecha. Pero da de sí lo que se espera de él: ¡sombra! Nuestra intención es cargar dos espuertas de melones y volver al pueblo. Pero en reconociéndonos enseguida, a mi padre y a mí, Frasquito "Ponferrá" se empeña, con redobladas muestras de agradecimiento por antiguos favores, en llevarnos hasta un huerto cercano para agasajarnos con tomates, berenjenas, pimientos y calabacines. A pleno sol. Él, a sus setenta años; mi padre, con noventa. Y yo, por vergüenza torera, agachado entre los matojos llenando las bolsas con las hortalizas. "Si lo sé, no vengo" -piensa uno agobiado con la calor.

Una vez recuperado el tono, sacudidos los calzones del polvo y de la tierra del huerto y a salvo del sol bajo el gran toldo, la vista del melonar me reconforta un montón. ¿Cuánto tiempo hace que no has pisado uno? Ni me acuerdo.

Frasquito no se va a conformar con despacharnos un género que, por bueno que sea, lleva allí apalancado horas o incluso días. Para Juan Rivera, lo mejor. Y manda a su hijo a una corta rápida y de urgencia, "Niño, anda, termina el bocadillo y córtale a Juanillo doce o catorce melones de lo mejorcito que veas". Y el chaval, con esa docilidad propia de los hijos del campo, da un brinco en lo alto de un tractorcillo y se mete en faena.

Y yo, a pique de derretirme todo, me dejo llevar y echo a andar por entre las camadas para sorprenderme con esas matas desparramadas y verdes como la albahaca que arremolinan sus largos tentáculos para  proteger  sus frutos del rigor del cielo, para deleitarme con el rastro de melones recién cortados que va dejando el muchacho por las hileras y para, en fin, volver a sentir aquella emoción infantil de tropezar con un melón hermoso escondido y camuflado, un melón de los de antes, emoción parecida a la del feliz hallazgo de un pajarillo preso por mi trampa.

El melonar de "Ponferrá", en la Sartenea, está frente por frente a "Pozo Ciego", una estacada de tierra calma perteneciente a "La Capilla", donde nosotros fuimos meloneros hace ya muchos años. Demasiados años. Y uno no tiene más remedio que echar la vista atrás y recordar con alegría historias que hoy nos parecen tercermundistas. Y no sólo recordar, sino agradecer por haber sido  protagonista de las mismas. Ninguno de mis amigos de la capital, ninguno de mis compañeros médicos puede presumir, como yo, de haber vivido en una  choza, de haber dormido tantas noches de verano al relente contando estrellas, de haber desayunado medio melón fresquito recién cortado, de ésos que oyes crujir al alba mientras se raja él solito de pura salud, ni de saber sopesar ahora la calidad de un melón del Mercadona sólo con palparlo.

El verano del 65 lo vivimos en una choza melonera en "Pozo Ciego", aquí el tío con doce añitos, mis primeras vacaciones después del primer curso en los Ángeles. Regalo por haber sido alumno predilecto y Diploma de honor. Componíamos el "apartamento" mis padres, mi hermana Josefa, mocita de catorce años, mi  Manolo, con ocho, mi Juan, con cinco y mi Frasco con apenas quince meses. Y un guarro blanco de cinco a seis arrobas que cebábamos para la Navidad. La cosa debió de ocurrir más o menos así: una mañana de agosto mi padre tocó a rebato porque llegaba el camión y no teníamos la pila montada sino un porte de melones desperdigados por las camadas. Dio órdenes tajantes: todo el mundo a rejuntar melones. "Chiquillo -se queja mi madre-, alguien se tendrá que quedar aquí con el Frasquito". "Que se quede el Juan , ya es grandecito". Y todos al melonar. No habría llegado a la media hora cuando escuchamos los alaridos de mi Juan. Llegué el primero a la choza, que se noten los partidos del seminario. Y nos contó asustado cómo nuestro guarrillo intentando arrebatarle la tostada de la mano a mi Frasco lo tiró al suelo y luego parecía que se lo iba a comer enterito. Y que él, antes que nada, cogió un palo y logró apartarlo del hermanito y luego se  puso ya a gritar.

-Papa, ¿te acuerdas? -le digo ya de vuelta.
-¿El qué?
-Estamos al lado de "Pozo Ciego", ¿no te dice nada?
-Sí, aquí tuvimos nosotros melones varios años.
-¿Y no te acuerdas de lo del guarro?
-Ah sí, ¿a quién fue, al Juan?
-No, fue al Frasco. El Juan fue quien lo salvó.

Y se ríe así como él sabe, socarronamente.
-¡Qué cosas me han pasado!...
-Desde luego que sí.

¡Qué crianza la nuestra, eh muchachos! ¡Y qué orgullo!

  

viernes, 9 de agosto de 2013

El culo del mundo.

Cuando yo era chico Palenciana era el culo del mundo. Ahí se acababa todo, el omega griego, el fin de cualquier mala carretera. No pillaba (ni pilla) de paso para ninguna parte, había (y hay) que venir ex profeso al pueblo. Aparte del Correo y de las furgonetas corsarias de Frasquito Gloria sólo había los coches de Carreira y de Joseíllo El Carrero. Dos. El día que un vehículo forastero entraba en el pueblo era fiesta para los chaveas, íbamos a su encuentro y lo seguíamos en pandilla corriendo por detrás hasta que paraba, normalmente en la puerta de la casa Carreira o en la plaza.
 
Esta idea de pueblo minúsculo y ausente en cualquier mapa de la época se vio agrandada cuando llegué al seminario. La mayoría de los nuevos compañeros eran de pueblos mucho más grandes e importantes que Palenciana. Salvo los muchachos de Benamejí y de Encinas Reales, nadie más había oído antes el nombre de mi pueblo. Claro que yo tampoco sabía nada de Belalcázar, de El Guijo, de Añora, de Fuente Tójar, de Castíl de Campos o de la Granjuela, por ejemplo, y a lo mejor eran tan chicos o más que el mío. Difícil que así fuera, pero bueno... Era un pequeño hándicap esto de ser de pueblo chico. Nos tenían por más catetos de la cuenta. Incluso los curas. Y es verdad que éramos unos palurdos, pero casi todos, no sólo nosotros. Pero será aquello de que la necesidad obliga, despabilamos enseguida, mucho antes que otros de pueblos grandes.
 
Hoy no tiene demasiado interés lo de qué pueblo seas. En quince minutos estás en Antequera o en Lucena. Al menos aquí en Andalucía. Pero en Galicia sí que lo tiene.

Acabamos de regresar mis amigos los rocieros, la Peque y un servidor, sanos y salvos, de unas vacaciones "rurales". Pero de verdad. Hoy en día ya nos hemos acostumbrado a lo rural y lo rural se ha adaptado a nuestros gustos modernos, de manera que normalmente una casita rural se sitúa en un entorno agradable, pintoresco, cercano a la urbe o a la playa, cómodo de acceso... y, además, se nos ofrece con detalles ornamentales que serían más adecuados en un hotel que en un sitio rústico. En el fondo, seguimos siendo urbanitas. Pues nada, allí no, en Galicia aún existe lo rural auténtico.

Hemos estado en un lugar de Los Ancares de Lugo que tiene por gracia Robledo de Cervantes. El topónimo cervantino le viene porque por allí se presume del origen lucense de los ancestros de don Miguel. Muy bien. Bien que hicieron dichos antecesores en salir de allí, de otra manera nunca hubiésemos conocido El Quijote. Robledo es un poblado de catorce casas labriegas (contadas una a una desde lo alto de una loma cercana) perteneciente a la parroquia de San Román. El culo del mundo. Es como todo, acostumbrarse, cuando llevas tres días allí ya te parece tu propia casa.

Animan el campamento todo el año tres familias, seis criaturas mayores y desgastadas a quienes es imposible echarle años, que viven del humilde huerto de patatas y de coles y de la generosidad sin límites del ingente castañar circundante. El resto de las casas son ocupadas temporalmente por nativos emigrantes a Cataluña que vuelven por el estío. Naturalmente no hay tiendas ni bares, dos días en semana se acerca una furgoneta con el pan, la fruta, chacinas y latas variadas. En lugar de calles, rampas empinadas de hormigón o senderos de tierra asentada. El culo del mundo. No creo que exista en toda Andalucía un poblado parecido.

Hay cuarenta kilómetros desde Becerreá, en la autopista, y tardamos una hora en llegar. La carretera es de buen piso pero estrecha y sinuosa, de montaña, con cruces mal señalizados cada poco y sin indicadores de distancias. Nos dicen los lugareños que allí no se estila hablar de kilómetros sino de tiempo, quince minutos desde Quindós a Castelo. Vas con la sensación de perdido. Según te acercas al destino final la cosa se pone fea. El camino se angosta, no hay quitamiedos laterales, por la izquierda monte, por la derecha precipicio infinito. Precioso el paisaje si alguien tuviera cojones de mirarlo, Jaime, tú no mires, tú siempre palante, que si aquí nos pasa algo no nos encuentra ni el Lobatón. Y yo pensando para mis adentros "como me dé la taquicardia cuando me lleven al hospital del Bierzo llego ya oliendo y todo".

Es un lugar fantástico, paradisíaco, si queréis, pero demasiado aislado. Gracias a Dios, todo ha salido a pedir de boca. Hemos visitado lugares y pueblecitos increíblemente bellos y pintorescos, antiguos poblados celtas, antiguas casas chozas, las Payosas, con todos sus enseres tal y como si estuviesen habitadas, hemos pateado senderos boscosos de cuento, solitarios y umbríos, con el acompañamiento permanente de robles, acebos, castaños y guindos y de riachuelos y regatos por doquier, hemos conocido una Galicia primitiva, virgen y auténticamente rural.

Al anochecer, sentados en el porche de nuestra casa, el monte de enfrente nos da compañía. Grandioso. Y nos ofrece su verde oscuro, abarrotado de helechos, brezos, retamas y tarajes, sin una pizca de tierra visible. Una cuña de sol resiste en el último nevero. Es un momento mágico. Se está haciendo la noche alrededor, pero aquel pico sigue tibiamente iluminado. Al fin, la negrura del crepúsculo dibuja sus perfiles ondulados sobre el firmamento. El bronco ladrido de Lin, un mastín pulgoso que nos ha cogido afecto, nos distrae de nuestro embeleso. Ea, se acabó la tontería, a poner la mesa, ¿a quién le toca hoy? Y nos ponemos a cenar. Caldo de yerbas y de puchero, ensalada de tomate y filetitos de lacón asado. Y los huesos pal Lin.