lunes, 29 de abril de 2013

Durmiendo con la Peque.


Este artículo lo dedico a mi amigo Antonio Luna, sufridor como yo de las más severas e inhumanas restricciones en el tálamo conyugal.




No voy a negar lo que es evidente. Que el plomo de los años ha mitigado los excesos pasionales de antaño. De religiosa comunión diaria, la Peque y un servidor hemos pasado a un revolcón por semana si es que no lo estropea algún "me muero de sueño, Sema" o "¡para eso estoy yo esta noche!". No carguemos, empero, toda la tinta en ellas, las mujeres. También existe la andropausia, que, a mi entender, no es otra cosa sino que el instrumento viril pierda el hueso de por dentro, una suerte de alquimia inversa que transforma la piedra en goma. Menos el Palanco, pichabrava del grupo, todos mis amigos confiesan lo mismo, que su hueso se ha convertido en ternilla. Algo consuela.
Pese a ello, sigue siendo muy divertido acostarse con la Peque. Al menos para mí. Para ella, no tanto. Le ha dado por decir que mis manías de viejo en la cama no la dejan dormir. Desde hace un tiempo me tiene recetada una especie de decálogo de instrucciones que, de incumplirlas, me llevaría irremisiblemente a dormir en mi "media camita" de soltero. "Como sigas en este plan te mando a tu media camita". Y yo, zumbón, me parto de risa. Pero por dentro. Si me lo llegase a notar me echaría del lecho ipso facto.

Veamos:

1.- Hay que dormir con pijama. Hasta en agosto. En el verano me gusta acostarme en pelotas. Ni hablar. "Pero Peque ¿qué te molesta?" "Que no, que tienes "eso" siempre húmedo, como el hocico de un perro, y me rozas y me da no sé qué". Pijama que te crió.

2.- Hay que dormir con calcetines. Hasta en el verano. "Sema, por favor, que me da mucha dentera que me arañes con las uñas de tus dedos gordos, que parecen conchas de almeja". Calcetines. Y negros, que se noten.

3.- ¡Esas manos, joer!!! Para dormirme bien necesito cogerle cosas a la Peque, ir pasando la mano por las tetillas, la barriga, el culete, un pellizquillo de ná en el torrezno...Y vuelta a empezar. Hasta que me quedo dormido. Eso era antes. Ahora me suelta un "jarpío" que se mea  la Pegui.

4.- Dos almohadas. Tenemos que dormir con almohadas individuales. Dice que si no, empiezo a tirar y tirar sin darme cuenta y la dejo sin almohada. "Y además, que echas babilla".

5.- Postura. De siempre mi postura preferida (para dormir) ha sido acoplar a la Peque de espaldas haciendo yo la figura del cuatro o de la sillita. Me permitía maniobrar con ambas manos fijándola a ella por el trasero. Eso se acabó. Resulta que sin querer la empujo para arriba con mis piernas y choca con el cabecero de la cama. "Ponte bocaarriba". "Vuélvete para aquel lado". "Vente para mí". Y así me tiene hasta que se duerme. La gracia es que cuando me pone bocaarriba gusta ella de echarme su muslamen por encima. Nene, visto y no visto, antes de ponerlo ya lo ha quitado, como si le quemara el suave pálpito de mi morcillona. "Niña, que no te va a comer". "Joer, es que no puede una ni rozarte, vaya".

6.- Soplidos. Otra de sus mojigangas es que ya soy un viejo porque emito soplidos y pompitas con la boca mientras duermo. Y me despierta. "Vuélvete para el otro lado que me estás soplando en to el cogote, un vendaval vaya".

7. Ruídos. Variante de la anterior. A lo que parece, me duermo tan a la pata suelta que cada vez que me rodeo en la cama exhalo una sarta ininteligible de paladeos sonoros, una onomatopeya placentera de ñamayamañau, guaum, guaum, guaum o algo parecido. Y eso le molesta un montón porque "chiquillo, estoy cogiendo el sueño y me despabilas". Prohibido también ese pequeño regusto, oye.

8.- Ropa de cama. "Joer Sema, es que me dejas sin ropa, cada vuelco que das te llevas todo el "arropío". Y aún en sueños, en duerme vela, tengo que tener mucho tiento para no desarroparla.

9.- Las "fogarás". No sé por qué se queja de la ropa. Cuando a ella le da uno de sus muchos bochornos menopáusicos no tiene miramientos con nadie. Pega un tironazo y...a tomar por culo el edredón de plumas. "Perdona Sema, es una fogará, un subidón terrible, si te pasara a ti..."

10.- El agua. "Ay Sema qué tonta estoy, claro, como lleva una tantas cosas palante..." "¿Qué pasa ahora Peque?" "Que me he olvidado mi vaso de agua". "Bebe a chorro, en el grifo del cuarto de baño". "¿Tú no sabes que no, que me gusta que me lo traigas?" Y me levanto, bajo a la cocina y le subo su vaso de agua. No os riáis, que vosotros, lo mismo.

Pensaréis, lo sé, que me estoy olvidando de la censura más severa a que nos someten nuestras santas en la cama, aquella relacionada con aires y vientos hipo huracanados. No, no me olvido. Ese tema merece un capítulo aparte.



Y así, como veis, son de divertidas  mis noches con la Peque.  

miércoles, 24 de abril de 2013

Escrúpulos.

Ha sido la primera vez.

Nunca antes recuerdo haber sentido escrúpulos comiendo fuera de casa. Yo me lo como todo, como Agustín, como Jaime, como el Pintor. Delante de un buen plato no me afectan comentarios maliciosos o paranoicos acerca de posibles manipulaciones en las cocinas, sabe Dios qué le habrán echado a esto o dónde se habrán posado antes los dedos que lo han manoseado. Padentro. Sin problemas por mi parte, lo que no mata engorda.

Ha sido ésta la primera vez, os digo. Y la culpa, de Victoria.

Como es tan intensa para todo se ha tenido que atrancar con el camarero. Por una tontería. Algo le ha visto que no lo traga. Intuición femenina, quizás. Mujer, si estamos fuera de nuestra tierra, si ajenos a ciertas costumbres, a ciertas cosas... pues se amolda uno a lo que hay y ya está. Pero ella no. No puede. Lo lleva en la masa de la sangre. Todo muy clarito en la carta, los entrantes, la carne, el pescado, los postres..., todo.

-Vamos a pedir unos entrantes al centro y luego cada uno un plato -me adelanto yo. ¡Qué ganas de sentarme, oye! Nos preparamos para almorzar en el mejor restaurante de Arenas de san Pedro luego de haber visitado la cueva del águila en Ramacastañas y de haber paseado muy placenteramente por la orilla de un río Tiétar bravo y arrollador como joven que es aún. Llegamos cansados a la plaza del pueblo, es dura la vida del turista rural, no creáis, todo el tiempo tirados por esos montes de Gredos como cabras silvestres. Pero mucho menos llevadero sería otra tarde en la Feria. Tanto es así, que nos hemos traspuesto a quinientos kilómetros de Sevilla. En una confitería del centro, visita obligada, una guapa pastelera nos indica dónde comer bien. Y en ello estamos.

-Muy bien -dice el camarero-, les puedo ofrecer fuera de carta...
-Con la carta tenemos suficiente, no se moleste -así de cortante es la puñetera. Mal empezamos. Antonio y yo nos miramos como diciendo qué tía, veremos a ver cómo acaba esto...Y la Peque, tal para cual, se tapa la cara con la carta abierta para que nadie note su risita cómplice. Y el camarero, circunspecto.
-Como quieran ustedes.

El segundo encontronazo se produjo cuando el camarero, al uso por aquellos lugares serranos, interpretó que los entrantes eran primeros platos y que el plato individual sería el segundo. Y, seamos justos con nuestra amiga, ahí se emperró más de la cuenta. Es verdad, mostraba sin disimulo un cierto aire chulesco, las cosas como son.

-De ninguna manera -salta mi amiga-, los entrantes son entrantes y ya está, y luego cada uno pide un plato, ni primero ni segundo: entrantes y plato único -pero todo esto dicho con un poderío que te cagas.
-Como diga la señora, muy bien.

El tercero fue el definitivo. Victoria había elegido de plato único judías verdes salteadas con jamón. Por aquello de la dieta. Los demás habíamos pedido ya. Ahora era su turno.
-La señora ¿qué va a ser?
-Habichuelillas -se pone muy suya ella.
-¿Perdón?
-Habichuelillas he dicho.
-No la entiendo, por favor, ¿qué es eso?
-Habichuelillas verdes hombre, ¿no sabe usted lo que son? -Al camarero que hasta ahora había mostrado temple se le nota nerviosillo. Y tiene que mediar Antonio.
-Judías verdes. Es que en Córdoba las llamamos así. -Antonio, tío pachorra donde los haya, siente especial debilidad por los camareros, le disgusta que la gente se meta con ellos. Será porque en su familia todo el mundo es o ha sido camarero. Él mismo lo fue en el bar de su padre.
-¡Ah, muy bien. Perfecto. -Y se va el hombre con la comanda.
-No me digáis que no es un capullo el tío -se enfurece Victoria-, amos, que no va a saber lo de las habichuelillas...Capullo, eso es lo que es.
-¿Y tú? ¿Qué eres tú? -la reprendo-. Una quisquillosa y una impertinente. Con lo bien que lo estamos pasando y tienes que endemoniarte por nada. Déjalo ya, coño, y vamos a disfrutar de este momento.
-Es verdad, perdonadme, pero el tío es un sieso.
-Vale, pero ya está.
Y entonces fue cuando me invadió la zozobra. Verás tú -pensé- si este hombre cabreado se va  a desquitar de nosotros haciendo cualquier marranada en nuestros chuletones. Pero si es justo lo hará sólo en las habichuelillas de Victoria ¿no?


PD: Vaya paliza que le han dado al Madrid. Y yo aquí escribiendo tonterías.

sábado, 20 de abril de 2013

El oficio más duro del mundo.

Dos kilómetros y medio a pie a las tres de la tarde desde la facultad de Química, donde al fin encuentro aparcamiento, hasta "mi" caseta de feria es casi tanto como un maratón. No voy corriendo, imposible, marcho a paso ligero, como me tiene acostumbrado la Peque en el carril bici. Debo procurar, pese a ello, que no se me noten mucho las sobaqueras cuando llegue, está feo entrar en la caseta con tales lamparones. No voy ataviado al uso de la feria, traigo ropa de calle, corriente, unos pantalones vaqueros fresquitos y una camisa de cuadros toda sacada por fuera. Y mi calva, al aire. No sé si llegaré con hora, me retrasa el paso tanta mocita con su culo apretado por la falda flamenca. Mis cosas. 

A estas horas el sol de Sevilla te derrite los sesos y uno añora largamente las lluvias de marzo, ¿cuánto hace que no llueve?, tres días y ya ni me acuerdo, la acera de la avenida de la Raza te caldea desde los zapatos hasta la cabeza. Tanto calor y sobrevenido tan de repente me tiene medio anestesiado. Y en ese medio sopor me da por pensar en tonterías, a ver si así se acorta algo el camino. Y se me viene a la memoria una sentencia del padre de Jaime a todos sus hijos con ocasión de alguna reunión o fiesta familiar: "hijos míos", les decía, "podéis ser en la vida lo que queráis, menos dos cosas: picador de toros o linier de fútbol". Para él, éstos serían los oficios más duros del mundo. Por todos los insultos, referidos a las madres respectivas, que tienen que soportar estos sufridos currantes. Y riéndome estaba de tan acertada ocurrencia cuando me topé con Espartero 75, la caseta de Tomás y de Beni, la mía por esta tarde.

-Buenas tardes -se me enfrenta amablemente el portero-, ¿con quién viene usted?
-Hola, vengo de parte de Tomás -cada caseta tiene tantas contraseñas como socios que te puedan invitar.
-Pase.

Poca gente aún, desde luego ninguno de mis amigos. Desde un rincón me hace señas la Peque, sentada en una mesita con la Miri, dando ambas buena cuenta de sus cañitas y de un plato de tortillitas de camarones. Allí que me pego entre mi mujer y mi sobrina, una buena moza que con su tipo, su guapura y su vestido de gitana de lunares rojos luce como una amapola en un trigal. En oleadas sucesivas va llegando mi gente: los anfitriones los primeros, luego el Jaime con su media cojera, el Palanco, la Pepa de Benamejí, Jesús, Begoña y una amiga de ambos. Y ya más tarde, la Paqui, que venía de soltarse de sus amigas de colegio. Echamos mucho de menos a María Jesús, la más juerguista de todos y de todas, y a Juan Francisco y Mariqui, estrenando su condición de abuelos novatos. Y a comer, a beber rebujito, a contar chismes y a bailar. Eso es la feria. Eso multiplicado por el número resultante de tantas casetas como visites. Un coñazo cuando ya vas por la tercera. Esta vez ha habido suerte. La cojera del Jaime me ha venido como agua de marzo, mejor que de mayo. "Tengo que llevar al cojo a su casa, se siente", me excusaba. Con todo, no me libraré de tres casetas al menos, la de Tomás, la del Gálvez y la de un sobrino del Palanco. Ea, un día de feria, misión cumplida y hasta el año que viene.

En la variada, bulliciosa y alegre panorámica que ofrece la caseta de Tomás me da por fijarme, mira tú qué cosa, en el portero. Con la de tías güenas que pasan por detrás de uno rozándose culo contra culo por mor de las estrecheces, con la de mocitas guapas y apretadas que transitan sin cesar por la calle Espartero, con la cantidad y variedad de canalillos y canalones sentados frente por frente de uno..., voy y me fijo en el portero. No me reconozco. El rebujito. Y ya no pienso sólo en ese portero, sino en todos y cada uno de los porteros de casetas de la feria. Doce horas aguantando el tirón, tú. De pie, jugando al escondite con el sol y embutido en su uniforme, se carga primero sobre esta pierna, luego en la otra, luego se abre un poco para despegarse los calzoncillos de los güevos sudosos. A ver ahora cómo se rasca la entrepierna con disimulo. Y vuelta a empezar. No le vendría mal una sillita a su vera, pero no sobran. Todo lo que le rodea es fiesta, algarabía y desenfreno. Y él, en cambio, impertérrito, aparentando indiferencia, "impasible el ademán". Ya lo creo que le entrarán ganas de meterse con alguna de las tropecientas tías que han pasado a su lado y que le han dejado embelesado con sus perfumes y  sus aires provocativos. Cuánta saliva tragada en balde en viendo y olfateando las raciones de jamón del bueno, de choco frito, de gambas, de lomo con pimientos, de carne en salsa...Menos mal que algún socio caritativo le alarga de vez en cuando una cervecita y un pincho de tortilla. Parece, lo es, un invitado extraño a quien nadie conoce y a quien sólo se le permite disfrutar con la vista.

-¡Qué oficio más duro, eh! -me acerco a él en una de las levantadas para mear.
-Sí, es verdad -me confirma-, pero ojalá durara todo el año-. Y me hizo irme al baño dubitativo con semejante paradoja. Abrazarse a un clavo ardiendo. Más vale duro que ninguno.

-Jaime, pos que sepas que yo no estoy de acuerdo con lo que os decía tu padre -se me nota ya la disartria en la segunda botella de rebujito.
-¿El qué?
-Eso de que los oficios más duros fueran el de linier o el de picaor.
-Oye, que no escarmentamos, que no podemos dejarte beber más de dos copitas que enseguida desvarías, ¿a qué viene eso ahora, hombre?
-A que yo creo que el oficio más duro del mundo es el de portero de caseta de feria -y les referí luego mis profundas reflexiones realizadas al respecto mientras desaguaba el rebujito y la cerveza.

Pero no me tomaron en serio. Porque me creyeron mamado. ¿No hemos quedado en que los borrachos dicen la verdad?

domingo, 14 de abril de 2013

No es vagancia.

Queridos todos: seguramente en los días y semanas venideros notaréis cierto retraso en mis artículos. No os quejéis tíos, os tengo saturados. No es vagancia. Resulta que el ayuntamiento de mi pueblo y mi amigo Antonio Pintor, a la par, me han pedido publicar un libro con una selección de mis relatos más leídos. La gestión y financiación se van a realizar a través de la Diputación de Córdoba y la recaudación será íntegra para una ONG cordobesa. Y, claro está, ando liado adaptando los artículos al formato requerido, quitando alguna inconveniencia..., en fin, revisándolos de pe a pa.
 
Pero, tranquilos, no os voy a abandonar.
 
Si  esto acaba bien estáis todos invitados a la presentación del libro en Palenciana. Ya os tendré informados. 

Curiosidad.

Mi cuenta de estadísticas me dice que tengo bastantes seguidores españoles. Más o menos, os tengo identificados, lo que no quita que, de vez en cuando, me lleve una sorpresa. En estos días pasados de Semana Santa me he enterado que mis amigos Rafalín y Araceli me leen desde Cerdanyola, por ejemplo. Así mismo, tengo conocimiento de lectores asíduos en Alemania, en el Reino Unido y en México, y de otros esporádicos en otros países sudamericanos. Les sigo la pista a través de mi blog. Y sé quienes son. Sin embargo, no tengo remota idea de quiénes sean quince o veinte norteamericanos y cuarenta rusos que me leen a diario. A éstos les rogaría que me enviasen algún comentario. Sólo por curiosidad.

el whatsapp no es para el hospital.

Iuiuiu...Iuiuiu...Iuiuiu. Es el silbido de mi whatsapp. Se me está haciendo ya cansino, que lo sepáis. Sobre todo desde que hace unas semanas la Peque inventó el whatsapp familiar. Y nos metió, a la Meli y a mí, en el grupo de sus hermanos y sobrinos. Ea, y ahora cada vez que mi cuñado Antonio, el más adicto, envía un mensajito a su hermana Conchi, otra que tal baila, suena en mi móvil el dichoso iuiuiu. Y voy y lo abro: "Conchi, que la María irá hoy a comer a tu casa, que nosotros estamos en Alameda". Y a los pocos segundos, otra vez el silbidito y, tonto de mí, vuelvo a abrirlo: "vale, pero que no se le ocurra encajarse aquí a las tres. A las dos estamos comiendo". Iuiuiu..."Vale".

Así no hay forma de trabajar, oye. Estoy auscultando a un paciente, mi móvil en el bolsillo de la bata...Iuiuiu..."Sema, (mi sobrina Miri) que voy para tu casa a sacar a la Pegui de paseo". Imposible. Me quejo ante mi familia que no aguanto tanto reclamo. "Pero ponlo en silencio, hombre, me dicen". "A mí me borráis, se acabó". No me han borrado, pero ya he aprendido a ignorar el silbido. Y luego, si  abro el móvil en casa, me abrumo al ver el icono de la pantalla que delata los mensajes pendientes: veintisiete. Al final es como si no tuviera whatsapp porque termino antes no leyéndolos.

Tiene actualidad el tema, ya sabéis. Esta mañana en la consulta una mujer joven (y un poquito cascarrabias) se  quejaba del especialista que había visitado recientemente a su madre. "La verdad es que no sé para qué la mandó usted al cardiólogo, se tiró todo el rato escribiendo mensajitos en el wasa ése del móvil".  A lo mejor no fue tanto, de acuerdo. A lo mejor esta mujer es de ésas hipermegaexigentes. A lo mejor...Pero no podemos, nosotros los médicos, dar pie a una imagen semejante. Es éste otro signo de los tiempos: vayas donde vayas, estés donde estés, te encontrarás rodeado de personas, jóvenes y menos jóvenes, tecleando sobre la pantallita de un móvil. Como los viejos no tenemos amaestrados a nuestros dedos para tarea tan moderna, algunos (la Peque, por ejemplo) se han agenciado un pequeño artilugio parecido a un lápiz para una mayor destreza. No me meto con la ortografía, es de risa ver las letras que nos comemos, los apócopes fallidos, la confusión entre letras vecinas...Vale que sea en la calle, sea en un centro comercial o deportivo, pero no es decoroso su uso en una iglesia, por ejemplo, ni en los espectáculos, ni en clase. Ni en la consulta.

miércoles, 10 de abril de 2013

Desvergüenza.


Esta vez no he sido yo. Tengo testigos. No he sido yo quien ha atizado el fuego. Ha sido ella, la viejita inocente y arrugada.

Viene con su nuera. Tiene setenta y seis años y una cara en la que el sol salitroso de la marisma  ha desparramado marcas de ocre y cartón. Pero es muy graciosa. Mientras escribo en el ordenador  la evolución clínica le voy pregonando algunos de los resultados de sus análisis.

-¿Cómo tengo esta vez la creatinina? -Veréis lo instruídos que están mis pacientes, eh.
-Bien, ha bajado un poquito.
-¿Y eso es bueno?
-Uummh -asiento con la cabeza y sigo escribiendo.
-¿Y el potasio? -No me digáis que no tiene arte: una vieja de esa edad  preguntando por su potasio.
-El potasioooo..., pues ha subido un pelín, tienes ahora 5,6.
-¿Y qué tengo que hacer para bajarlo?
-Vamos a ver -y repaso la medicación por si alguna pastilla le perjudicara al dichoso potasio-, no, nada, puedes seguir con el mismo tratamiento. Lo único, que debes de evitar ciertos alimentos que son muy ricos en potasio.
-¿Cúales?
-Sobre todo los plátanos. No debes comer plátanos. -Y sigo en lo mío. Pero alcanzo a escuchar algo que dice con media voz a su nuera y a mi estudiante.
-Yo, plátanos no como nunca...Bueno, el de mi marido quizás, pero muy de tarde en tarde.
-¿Cómo has dicho, María?
-Ah! ¿Pero se ha enterado?
-Pues claro que lo he oído.

Nos reímos todos y al final remata:
-Es que con la edad, una pierde...
-Memoria -me adelanto yo.
-Y vergüenza -se ríe ella.
-Pues que sepas una cosa, María: no todos tenemos la suerte de tu marido. Ni siquiera de tarde en tarde.

Ea, yo no podía dejar escapar una ocasión como ésta.


sábado, 6 de abril de 2013

La disautonomía de los ancianos.

Uno de los derechos "modernos" que asisten a los pacientes es el llamado principio de autonomía. Y digo modernos porque en mis tiempos de residente y primeros años de adjunto el paciente se limitaba a cumplir calladito y obediente las instrucciones del médico. Era la antigua medicina paternalista. La cosa ha cambiado para bien, ahora médico y paciente "acuerdan" o pactan las actuaciones pertinentes. El enfermo, aún confiando plenamente  en el médico, tiene su criterio propio que expone con total libertad. El médico tiene la obligación de conocer las distintas patologías, enfermedades y remedios mejor que su paciente, pero también de atender las preferencias, las ideas y las creencias de aquél. Es lo que hay. A fin de cuentas, el paciente es el dueño de su vida. No hace falta irse a casos extremos (afortunadamente infrecuentes) del testigo de Jehová que no permite sangre de otro en sus venas, no; los hay, cristianos viejos, que no aceptan una endoscopia, una resonancia o, incluso, una intervención quirúrgica salvadora. Por miedo, por prejuicios, por antiguos...Por lo que sea. Acordaros de aquella mujer con el cáncer de mama que no consintió operarse. Tiempo y esfuerzo nos han costado a los médicos pasar por ese aro de la autonomía del paciente que venía a zaherir nada menos que al principio de autoridad.

Pero ahora va y resulta que los familiares del anciano enfermo, por lo general, le arrebatan tal derecho. La actitud paternalista del médico antiguo ha sido copiada por nosotros, los hijos de las personas mayores. No hablo por mí, mi padre hace su santa voluntad y yo procuro, conociendo sus querencias, no contrariarlo en demasía en sus cuidados médicos. Cuento, es verdad, con la ventaja de que sea muy aprensivo y me deja hacer. Los viejitos de mi consulta me quieren un montón, entre otras cosas, porque les permito elegir. Los hijos son unos tiranos, "papá, haz el favor de no decir más tonterías, aquí se hace lo que diga el médico. Y punto". No tenemos remedio las criaturas del Señor, cuando somos padres martirizamos a nuestros hijos violentando su voluntad para alejarlos, por ejemplo, de una amistad no recomendable, o inducirlos a estudiar Biología en vez de Veterinaria; y cuando somos hijos les devolvemos la moneda a nuestros mayores sometiéndolos a nuestro criterio exclusivo. Y todo en nombre del bien ajeno, "hijo, aunque aún no lo entiendas, es por tu bien"; o esto otro: "papá, créeme, es lo mejor para tí".

Seguramente ya habréis olvidado a aquella pareja de argentinos, madre e hijo, que padecieron mil desventuras en su último viaje a Buenos Aires. Sí, cuando la anciana madre cogió una pulmonía nada más poner pie en el aeropuerto. De esto hace ya cinco meses. De nuevo hoy en mi consulta, la madre, una respetable y espetada mujer de ochenta años, (ochenta y uno cumplo el mes que viene, doctor) me expresa su deseo de volver a la Argentina para visitar al último de sus hermanos, achacoso del corazón y con ganas de entregar la cuchara. Parece como si me pidiera permiso. A todo esto, el hijo, aquel tiarrón parlanchín y cansino, por detrás, a espaldas de la madre, haciéndome aspavientos negativos con su dedo índice y gesticulando con la boca un mensaje mudo de "dígale que no, por favor". Desde luego, me puse del lado de la mujer.

-Vamos a ver: ahora mismo, su corazón anda mejor que nunca, su aspecto es inmejorable, la analítica la firmaría una chica de veinte años...Por mi parte, ningún problema. -Tendríais que ver los gestos del hijo contrariado, mascullando para sus adentros algo así como "me cago en la puta, con el doctorcito..."
-Pero doctor, allí ahora comienza el otoño, hay mucha humedad, puede agarrar otra pulmonía...¡qué sé yo! Y además, sin necesidad.
-¡Hombre! -me pongo provocador- mucho tiene que llover allí para que tu madre enferme después de haber aguantado nuestro mes de marzo, ¿no te parece? -La mujer se ríe furtivamente y el hijo se descompone.
-Usted no lo comprende doctor, mi madre, aquí como la ve, es muy cabezona y caprichosa. No tiene ninguna necesidad de pegarse tal paliza arriesgando, incluso, su salud.
-Ea -respondo tan pancho- salgamos de dudas: señora ¿siente usted la necesidad de ir a visitar a su hermano? Responda sin miedo y con franqueza.
-Por supuesto que sí. Si no fuera así ¿para qué me iba a poner a mal con mi hijo? No me he podido despedir de ninguno de mis otros hermanos. Y quiero, de corazón, despedirme de éste.
-Está claro -me dirijo al hijo-, existe la necesidad.
-Pero...es que si después le pasa algo ¿qué?
-¡Qué, de qué?
-Hombre, doctor, que es mi responsabilidad...
-La responsabilidad es de ella. Ella conoce y decide. Sabe los riesgos que asume. En el caso de que tu madre no estuviera capacitada para decidir lo harías tú, por supuesto, entonces sí que sería tu responsabilidad. Pero...no es el caso.
-Hay que ver, se pone usted de su lado y no echa cuentas de mí.
-En efecto -le espeto ante la sorpresa de mis estudiantes-, no considero tu interés ni tu deseo, sino la necesidad de mi paciente. Mi obligación es mirar por sus intereses.

Y vosotros pensaréis ¿por qué se mete este hombre en asuntos particulares de familia? Vaya usted a saber los conflictos, filias y fobias que hay en cada casa como para que un médico, ajeno a todo eso, entre a saco con voz y con voto. Y yo os digo: porque me llaman. Tocan a mi puerta y abro.

-Esta vez me ha fallado usted, doctor -se despide el hijo ahora risueño con un apretón de manos.
-Se siente.

Al final no sé qué hará la señora. Entre mis estudiantes hubo apuestas. Yo creo que no irá. Por no molestar. ¡Las madres! Prefieren perder autonomía antes que fastidiar a los hijos.