domingo, 31 de marzo de 2013

El sermón de las tres horas.


En boca de don Juan González el sermón de las "Siete Palabras" duraba tres horas largas. El sermón de las tres horas. Pobre dominador del escenario, ataviado simplemente con la sotana y un roquete blanco, atemorizaba al pueblo desde lo alto del púlpito. De justicia es reconocerle su capacidad de amedrentar, de representar un dramatismo doloso. De acongojar. Para él, la exégesis de las últimas palabras del Señor era tan simple como demoledora. Implacable. Directa al alma. Todos somos culpables.
Días graves aquéllos. De colas en el confesionario, de rodillas acorchadas ante el Monumento, de rezos y genuflexiones a las Ánimas Benditas, de cabezas cabizbajas y avergonzadas. De abstinencia y de rechazo de la concupiscencia. ¡Aparta de mí, Satanás!

Hoy, en cambio, "Las Siete Palabras" dan de sí una hora corta. Son comentadas, con brevedad justa y con sentida devoción, por feligreses beatos y rematadas por don Lorenzo. La iglesia se llena, es cierto, pero no atiborrada como antaño, y la gente va más preparada a escuchar los cánticos del coro que a recibir reprimendas del cura. Tiempos.

Sea como fuere, antes y ahora, la tarde del Viernes Santo se aprovecha entera en el templo hasta el anochecer: Los Santos Oficios, Las Siete Palabras y por último, algo de la modernidad, un teatro religioso interpretado por algunas de nuestras jóvenes promesas, centrado en el plañir de las santas mujeres ante el Cristo yacente, rudo y feo nuestro Cristo, las cosas como son. Desde lo alto del coro sólo veo viejos y viejas que han cogido  su asiento en el banco para pasar toda la tarde la mar de entretenidos con estas funciones sucesivas. Como en un patio de butacas. Ellos, arregladitos con el traje de los domingos; ellas, con sus permanentes plateadas o cenizosas. Lo digo sin mala fe y con todo mi respeto para los creyentes: me parece una obra de  teatro. Un auto sacramental. Cada cual interpreta su papel, el oficiante principal, el protagonista, es el cura; los actores secundarios son la centuria romana y los que cantamos en el coro; hay también figurantes de relleno, los fotógrafos; y luego está el público, representado en su mayoría por el colectivo de ancianos, entregado e incondicional, que hace vísperas para la vida eterna. Módico, muy módico es el precio de la entrada: la voluntad, en el platillo del acomodador.

Entre todos hemos convertido la liturgia en un espectáculo. No soy quien para reprochar nada a nadie, quizás sea sólo un desagradecido, un hijo pródigo de la gran familia de la Iglesia. Escribo lo que veo. Ni siquiera digo que esté mal; es más, afirmo que me parece bien. Sin el boato estético las celebraciones religiosas resultarían aburridas y cansinas. Las palabras del cura, así en crudo, pueden resultar insípidas. El vasto recinto, el oropel de los retablos, los suntuosos ropajes, la pomposa prosodia, el órgano y el coro...se comportan como aditivos para una mejor digestión del mensaje. Para crear la magia. Por otra parte, la gente está recogida en un lugar sagrado sintiéndose bien y en paz consigo misma. Es posible que a cada cual se le extravíe el pensamiento de vez en cuando, pero el hilo conductor del cura, la música y los soldados lo traen, de nuevo, a esta realidad virtual y fantástica que, por la gracia sacerdotal, nos convierte a todos en santos por una tarde.

Por supuesto que no descubro nada nuevo, las procesiones en las ciudades son verdaderas exhibiciones públicas de un arte complejo que mezcla en proporciones desiguales devoción, colorido, olores, estética escultórica, música...hasta producir el efecto de cualquier obra de arte: la emoción del público. Que no siempre es canjeable por devoción religiosa. No solamente emociona la devoción. La emoción es una condición del sentir humano ante lo bello, lo grandiosos, lo sorprendente o lo desconocido. Me emociono en un teatro de manera parecida a como lo hago cada Viernes Santo ante el tronar de los tambores al rasgarse en dos el velo del templo.



Cristo ha muerto. Vana es nuestra fe si no resucita hoy, domingo. Y lo hará, digo que si lo hará...

jueves, 28 de marzo de 2013

Afición.

Jueves Santo. Segundo día más grande en mi pueblo después del día de la Virgen. Comienza la Semana Santa de verdad.

Chicos y grandes toman las calles esta mañana afortunada en que parece que la lluvia nos dará un respiro. Acompañan, acompañamos, a la centuria romana que, con estruendo de tambores y trompetas, va sacando de sus casas a los distintos mandos, tenientes y capitanes. En cada parada, el anfitrión ofrece su casa al pueblo con unos aperitivos típicos de borrachuelos (de miel y de azúcar) y de aguardiente dulce de Rute. Los más fervientes acólitos (y el que más mi Manolo) llegan a las doce del día contentos, contentos. Sobre el medio día, el pueblo entero se congrega a lo largo y ancho de la antigua calle Sol (hoy calle de Carmencita de Santiago), para el  acto culmen  de "sacar la Bandera". Es una liturgia laica, pero con idénticas solemnidad y devoción de cualquiera otra de las funciones religiosas del día. Sólo que más emotivo aún. Dispuesta  y alineada la compañía de cara a la casa de las "Pirilillas", el teniente abandaredo, con paso y gesto marciales y flanqueado por el comandante en jefe, asoma lentamente el gran estandarte al ritmo cadencioso del himno nacional. Silencio y recogimiento por un minuto. Igual que cuando esta tarde salga de la iglesia el Nazareno preso. Enseguida, las marchas militares y los aplausos encendidos del público. La calle es una fiesta de música y de colorido. Nadie puede perderse tal ceremonía. Me acuerdo de Frasqui, de visita a su hijo en Escocia. Y de mi hija, de turismo en Barcelona. Los hijos y nietos de nuestros emigrantes a Cataluña acuden al pueblo para comprobar en directo las nostalgias contadas mil veces por padres y abuelos.

Siendo éste el acto nuclear de la mañana, quiero, no obstante,  destacar hoy  la figura del más viejo de los soldados. Por veteranía ya debería ser  capitán por lo menos. No lo sé. Creo que es soldado raso. Su nombre es Juan Nepomuceno Hurtado Antequera, "Pauseno" para el vulgo, que somos todos. Tiene 83 años y es corneta. Su casa ha sido la primera en ser asaltada, a las 8,30 de la mañana. No por ser él ningún mando, sino por veterano. Todo han sido agasajos por parte de los paisanos, "éste es el día más grande del año", se pone emocionado. Está flamante el tío. Su traje reluciente y planchadito. Calzones rojos y casaca azul turquesa rematados por un gorro de ferroviario con su rojo penacho. Nuestros "soldados romanos" no gastan uniforme al uso, sino una vestimenta calcada  de la antigua guardia real del siglo dieciocho. "Niño, tómate algo", me dice alargándome una botella de anís. Y allí, en medio de la calle Arrecife, y delante de Lorencito el cura y de mi amigo Rafalín, tuve que darle un trago a la botella y limpiarme en la manga, como en las películas del oeste. Y disimular la carraspera.

Pauseno lleva toda su vida con la corneta. En la mili fue corneta y ya se enganchó en el pueblo con los soldados romanos. "Nadie ha aguantado tanto como yo con la trompeta. El Chicuelín y Navarro eran más viejos incluso, pero ellos llevaban el sable, no es lo mismo". Desde luego que no. Es admirable ver a este hombre desfilando con la gallardía de un nuevo, enjuto, sin la más mínima joroba. Todavía se atreve a hacer  "solos" con su trompeta, sin perder el paso y con unas venas del cuello como morcillas. "Niño", dice a la concurrencia, "estoy que no quepo en mi pellejo, pero no quiero ni pensar cómo aguantaré hasta la noche". Pero no sólo hasta la noche. Aguantará todo lo que resta de semana. Afición.

Esta tarde-noche procesionarán el Nazareno y la Virgen de los Dolores; de madrugada tendremos "Los Pregones"; mañana, viernes, más procesiones, cantaré en el coro "Las Siete Palabras"...Todo muy bonito y emotivo. Pero hoy mi  admiración y mi cariño van para Pauseno, el corneta más viejo y más flamenco del pueblo.

jueves, 21 de marzo de 2013

Amistad en stand-by.

No fueron pocos los días que Javier y yo salíamos pitando del hospital a las tres de la tarde con el último bocado para liquidar los calamares con mayonesa a fuerza de raquetazos. Tal era el vicio. En bastantes ocasiones nos acompañaban Manolo Baena y Paco Quintana, otros aferrados del tenis. Y echábamos un dobles. Jugábamos dos horas en las pistas desiertas de la Arruzafa y luego, sobre las cinco, bajábamos a mi casa a tomar el cafelito con la Peque.

Los ochenta; años cruciales en mi vida familiar. Nuestra década prodigiosa, si es que no lo han sido todas. Mi Meli nació en el 84; terminé la residencia en el 85; nos trasladamos a Sevilla en el 86. Dicho así, parece que la vida entonces hubiese transcurrido con celeridad. Pero no. Nuestra vida en Córdoba, desde el 74 al 86, desde que inicié la carrera hasta el definitivo traslado a Sevilla, ha estado colmada de pisos de estudiantes, de estudio y exámenes, de buenísimos profesores, de trabajo, de oposiciones, de sustos por vivir juntos mi novia y yo a escondidas de nuestros padres, de boda por fin, de casa familiar llena de inquilinos, de traslados, de la puta mili...Y de amigos. Muchos amigos. Amigos medio olvidados. Menos con Frasqui y con el Pintor, con todos los demás he perdido el contacto.

He tenido que echar cuentas con los dedos para averiguar cuántos años llevaba sin hablar con Javier Cosano. ¿Veinticinco? Seguramente más, porque mi Meli tiene ya veintiocho y nos mudamos a Sevilla teniendo ella año y medio. No sé. Es posible que a lo largo del año 1992, coincidiendo con la ampliación de nuestra casa, de cuya obra su hermano Enrique fuera el arquitecto, intercambiáramos algunas palabras por teléfono. Ni siquiera estoy seguro de ello. Y hoy, casualidades de la vida, me he tirado media hora de cháchara telefónica con él. Naturalmente, me ha preguntado por la Peque. Y por mi hija. Se ha alegrado de verdad cuando le he contado la proeza de mi Meli de sacar su plaza en propiedad a la primera. "Como su padre", me refriega.

No; no es Javier un amigo del seminario. A nadie le extrañaría que lo fuera. Es como nosotros; quiero decir como yo, un sesentón calvorota y con gafas. Y...muy buena gente. Es un amigo del hospital. Siendo él de un curso por debajo, apenas coincidimos en la carrera. Nuestra amistad nació y creció en el Reina Sofía. Él residente de Respiratorio; yo, de Medicina Interna. Entramos en la misma promoción al librarse él de la mili por cegatón. Hubo flechazo desde el primer momento. Ambos éramos algo mayores que el resto de residentes del año correspondiente. Los dos larguiruchos e inocentes, él más pánfilo que yo. Porfiábamos por alopecia, a ver quién se quedaría antes calvo. Nos gustaban Sabina y el tenis a partes iguales. Y salir de viaje con la Peque. Hasta que encontró en Paqui su media naranja (era ya mocito viejo), cuidamos de él como de un hermano, si no gemelo del todo, mellizo.

Cualquiera que no haya sido residente médico en un hospital nunca entenderá bien la especial relación de amistad y complicidad que se entabla entre compañeros del mismo año. Salvando las distancias, era algo parecido a la amistad en los primeros años de seminario. Era una necesidad afectiva y un mecanismo de defensa y seguridad. Hacer piña con los colegas. Sentirse uno seguro y arropado. Y luego, te aunan más que nada las vivencias compartidas de todo tipo, alegres, esperpénticas y dramáticas, a lo largo de pocos, cuatro o cinco, pero intensísimos años de aprendizaje. Sobre todo en las guardias. Pocas cosas ligarán más a la gente que sacar adelante a un paciente con un edema agudo de pulmón a las tres de la mañana. Solitos. Quizás las fatigas compartidas aglutinen más que las alegrías. Yo creo que los amigos de la etapa de residente perduran para siempre, como los de la mili. O como los del seminario. Es una suerte de amistad latente que sale a relucir ante la mínima ocasión que se presente. Como si no pasaran los años por ella. Sólo que en stand-by. Inactivada por desuso. Hablando esta mañana con Javier parecería que estuviésemos quedando para salir este próximo fin de semana.

De Córdoba a Sevilla y viceversa hay media hora de AVE o una hora de coche. ¿Cómo nos las apañamos las criaturas para alargar tanto esa distancia? ¿Por qué en estos años tanta ausencia de un amigo del alma? De verdad que no sabría decirlo. Y, para más abundancia, compañero de oficio con cantidad de cosas en común. Es ésta una espinita clavada. La rutina diaria, me excuso.  De otros igual de allegados, Paco Quintana y Arcen llevan años separados, más dificultad para el reencuentro. De Juan Tormo, ni idea; ni siquiera sé si vive en Córdoba. Otras veces me justifico alegando para mí que no puedo dar abasto a tantos amigos. Entre el trabajo, las obligaciones familiares en el pueblo y la dedicación a los amigos de aquí me quedo exhausto. Tonterías. Y será verdad, tonterías. Pamplinas, como dice Frasqui. Debería de hacer propósito de enmienda. Y empezar por Javier y por Paqui. Tienen un hijo de catorce años a quien no conocemos. Nuestra hija, la Meli, no conoce a ninguno de mis antiguos y queridos amigos. No puede ser.

Javier, ¿cuándo quedamos?

martes, 19 de marzo de 2013

Tiempo de espárragos.

He aprendido de mi amiga Victoria a valorar la artesanía rural, lo hecho a mano por las gentes de nuestros pueblos, con lo que intentan mitigar la penuria. Desde luego que no llego a tanto como ella. No es capaz de pararse delante de un tenderete en cualquier plaza y no comprar algo. Le puede. Los negros del paseo marítimo de Garrucha, donde veranea, la saludan con familiaridad. De tanto como les compra. Láminas, dibujos, collares de semillas, zarcillos, pañuelos...Aparte de su apego a las pequeñas manualidades su criterio es que ese dinero siempre estará mucho mejor empleado que si compramos en las tiendas de marca. Porque comprando en estos tinglados humildes ayudamos al vecino, y porque no alimentamos a la bestia  lucrativa de las grandes empresas a expensas de la explotación infantil y de otros abusos laborales.

Quizás haya sido por ese machaqueo de mensaje que el pasado sábado, en mi pueblo, le compré dos o tres ristras de números a un paisano que pregonaba por la calle la rifa de un brazo de espárragos. A mi suegra se las dejé, por si le tocara el domingo.

Porque yo no soy de filigranas artesanas como Victoria o como mi Peque, a mí lo del campo me llega más, me acerca a mis orígenes. Me quedo embobado delante de los puestos callejeros de frutas. En otros pueblos, en los de la Sierra, la gente sale a por setas; en Palenciana, a por espárragos. Es el último vestigio, éste de buscar espárragos y venderlos por la calle, de lo que en su día fuese una plaza de mercado atestada de productos del campo. Apenas quedan ya cuatro huertas para uso particular, han desaparecido las viñas y se han diezmado las higueras. Los niños de hoy no saben de melonares, de matalauva, de remolacha ni de campos de garbanzos. En mi pueblo casi todo el campo es olivar. Será por las subvenciones. No sé. En el recreo los maestros nos daban permiso para subir a los cuatro cantillos a ver los puestos de hortalizas y frutas. Venían hortelanos del "Lislón", del huerto de los Pajaritos, del huerto del Mono, de la huerta del "recreo", de la Barca, de la Herradura; hortelanos también de Benamejí, de Alameda y de Cuevas Bajas, todos ellos ribereños como los nuestros. Me atraían, más que nada, los membrillos, con ese pajizo brilloso debajo de  la pelusilla, tan duros y correosos de comer, antídotos naturales contra la caries. Y luego, por ese orden, las brevas y los chumbos tapaculos. Ahora me paro a comprar papas o naranjas en las rotondas. Naranjas de la Algaba, o de Palma del Río, dicen estos clandestinos, vete tú a saber de dónde las habrán agenciado. Pero me da igual. Todos tenemos derecho a comer. Nadie nos preguntaba ni a mi cuñado Frasco ni a mí la procedencia de los melones que vendíamos a los turistas en un sombrajo de la carretera de Málaga. Pues lo mismo.

Está bonito mi pueblo estos días de espárragos. La lluvia generosa y el viento de poniente han limpiado el cielo de malos humos llevándoselos hacia Benamejí. El campo muestra su estampa más auténtica. Frío, húmedo, encharcado. Y Florido, muy florido. El Genil baja soberbio, enfurecido, amenazando a Écija desde tan lejos. Echo de menos, es verdad, las antiguas señas de pueblo chico. Las subvenciones, los dineros del PER, las ayudas por el asunto de las termitas o cualquier otra cosa de la modernidad le han dado a Palenciana hechuras urbanísticas de pueblo grande. Ya no huele a chimenea en las casas ni a cagajones de borrico en las calles. El pavimento hormigonado  no cría charcos. Los postigos se han transformado en cocheras y los pajares en áticos. Cuesta encontrar una casita humilde con su puerta de madera carcomida, su ventanuco y su cenefa de tinte colorado o de azulillo. No es queja. Sólo nostalgia. Menos mal que todavía siguen luciendo  jaramagos en sus tejados.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Arte efímero.

Este artículo, os lo advierto ya, no es apto para almas melindrosas y sensibles. Quien avisa...
Quiero dedicarlo a nuestro amigo Antonio Estepa Romero como reconocimiento a su condición de experto en escatología y para que sienta cercano el calor de nuestra amistad. Va por tí, Antonio.
Las doce del mediodía. El Ángelus. Hace tiempo que he perdido la costumbre de santiguarme. Mi padre lo sigue haciendo. Como en el cortijo. Producía emoción en un crío ver a los hombres rudos del campo en actitud de recogimiento al son de  las campanadas de las doce. Muchos años ya de eso. Me levanto y salgo de la consulta con prisa. Todos los días lo mismo. Las enfermeras ya me tienen cogida la hora: "ea, la próstata". No es que sea la hora de rezar. Es mi hora de mear.

Quince o veinte metros hasta los servicios. Me parece mentira que pueda llegar antes de que se me escape algo. ¡Hay que ver! ¡Con lo que uno ha sido..! Un wáter y un lavabo para los hombres y otro igual, frente por frente, para las mujeres. Pero da igual, me meto en el primero que pillo.
Hoy me dirijo al de los hombres. "No, doctor Rivera, ahí no", me avisa una celadora. Pero ya es tarde, ya estoy dentro. Con la premura urinaria cierro la puerta, saco la churra...y se me corta el chorro en seco. ¡Dios bendito! Vuelve el pájaro a la jaula y con la portañuela medio abierta salgo al medio del pasillo.
-¿Quién ha sido el guarro? -grito alarmado.
-No lo sabemos doctor Rivera. Ya le dije que no entrara -me contesta guasona la misma celadora.
-Bueno, ahora seguimos, que me meo encima. -Y entré en el de enfrente a aliviar mi vejiga. Una vez repuesto del susto, empezamos las averiguaciones.
-Pero  ¿quién habrá podido ser? Vosotras que estáis por aquí habréis visto algo -les espeto a las auxiliares.
-Qué va, qué va, nada. Hace un rato vino a orinar el doctor Nieto y descubrió el pastel.
-¿Habéis avisado a la limpiadora?
-Sí, claro, estará al llegar.
-¿Y Eduardo?
-¿El doctor Rejón?
-Sí, ¿no está en su consulta?
-Creo que sí. Llame usted.
-¿No habrá sido él, verdad que no? -por un momento sospecho de mi amigo porque vive en la consulta de al lado, pared con pared, y porque sé bien de sus ocurrencias.
-Eduardo! -llamo y entro en su consulta. Está atareado haciéndole una ecografia del hombro a una mujer. -Perdone usted señora, un minuto nada más. Eduardo ¿tú has visto lo del wáter?
-No, no. ¿qué es lo que pasa?
-Asómate un momento, hal favor. -Y ahora entramos los dos al servicio de hombres.
-¡La Virgen Santa! -se le escapa a este tío más ateo aún que yo.
Muy pronto un cónclave de médicos y enfermeras se arremolinan en el pasillo ante las risas y aspavientos de todo el que ha entrado al wáter y ha visto lo que ha visto. Nuestra suerte es que los servicios están en un pasillo interior al que sólo tenemos acceso los sanitarios y no el público general. La cosa, por tanto, queda en casa. En esto que llega la limpiadora con su cubo y su fregona. Adecentar guarrerías en los wáteres. Algo rutinario para ella. Sin embargo, en doce años que lleva aquí en Valme no recuerda tanta expectación como hoy.
-Eduardo, yo no me pierdo esto. Quédate un momento conmigo.
-Ni yo tampoco.
Alguien ha tenido la delicadeza de cubrir la taza con la tapadera. Cuando la limpiadora la levanta casi le da un pasmo. ¡Ofú qué cachondeo, tío! Un pedazo de "zurullo" de por lo menos dos cuartas se ha quedado atrancado en la primera curva del sifón. Una cuarta, bajo el agua; la otra emerge poderosa taza arriba amenazante, como si te quisiera morder. Se conoce que su desconocido dueño ha hecho intentos de desprenderse de tal prenda ya que el agua de la taza está limpia de tantos tirones de cisterna. Pero nada. Si lo miras con atención, resulta hasta bien parecido. Nunca mis ojos se habían depositado en una cosa tan espectacular, en una verdadera obra de arte espontáneo, l´art trouvé, el arte encontrado. Aparte de largo, es moñigo gordo, pero gordo; y negruzo. Recuerda algo a una berenjena de las de simiente. Pero no es liso; es rugoso. Seguramente se ha formado por la aposición y posterior pegamiento de otros moñiguillos más pequeños porque se le notan las juntas y las soldaduras. Tiene  una textura sólida, muy sólida. Sería menester tocarlo para saber si incluso pétrea. Remata su cabeza un gracioso penacho en forma de pico. Alguien entendido podría haberle tomado una foto y luego retocarla con el fotoschop ése hasta darle un aspecto artístico, de más lustre aún.
-¡Qué descanso le habrá entrao al tío merdellón! -protesta la limpiadora. Y entonces entro con mi teoría particular.
-¿Por qué al tío? Yo no creo que un tío sea capaz de echar un mojón como ése. Tengo la intuición de que su dueño es una mujer, fíjate.
-Vamos a coger una muestra y le hacemos el ADN -se pone el Eduardo. Sus cosas de él.
-Es de una tía, seguro -me aferro yo.
-¿Por qué? - pregunta la celadora.
-Porque las mujeres tenéis todos los orificios de ahí abajo más relajados. Lo mismo por delante que por detrás.
-A lo mejor es de un mariquita -guasea el Eduardo- que ésos también tienen los esfínteres relajados.
-Que no, que no. Es más, me voy a  atrever a decir que ha sido una mujer..., una tía "visiosa".
-A ver, argumenta eso -dice Eduardo ante las risotadas del personal.
-Tiene que haber sido una mujer de las que se meten bolas chinas por los bajos. Me han dicho algunas de mis amigas que esa práctica ejercita y fortalece los músculos perineales. Y, ya lo véis, hace falta mucho músculo para amasar semejante pieza.
En fin, que nos reímos un rato; la limpiadora, haciendo de tripas corazón, asestó unos cuantos golpes y refregonazos de escobilla a aquel amasijo fecal, hace nada obra de arte y ahora feo y deforme, hasta hacerlo desaparecer bajo el agua. Y nos fuimos cada uno a nuestro sitio sin saber quién fuese el autor de tal monumento. Y tan contentos, tú. 

domingo, 10 de marzo de 2013

Mi beca salario.

Hoy me he acordado de mi beca salario. Gracias a ella pude estudiar Medicina. En el seminario me las aviaba muy bien con una beca de las normales. Los curas se quedaban con todo, a la buchaca comunitaria, pero yo vivía a gastos pagados, con la pulserita del todo incluído. Claro que sin cubatas. Una vida sencilla. Con los dineros sobrantes de las distintas becas se financiaba, en parte, la manutención  de otros seminaristas. Hermandad. Siempre me ha gustado esa palabra. Luego, ya en la Facultad, el alojamiento en Córdoba, los libros, las matrículas, la novia...exigían un bolsillo mucho más abrigado que la simple beca. Sin problemas; disfruté de beca salario durante toda la carrera. No sólo cubría mis gastos, aún quedaba para la economía familiar. Me parece que eran unas ciento cincuenta mil pesetas por año. Hoy no es nada, pero en los años setenta era un sueldazo. Más que lo que ganaba mi padre.

 Mi beca ayudó a mis padres, por supuesto; pero no fue el único sustento de mi familia. En mi casa nunca ha faltado un jornal. Aún así, de niños, siempre tuvimos, mis hermanos y yo, la ayuda del resto de la familia. La casa de mi abuela, el bar de mis padrinos y las cabras de mi chacha Chiquita tienen la culpa de que vosotros, ahora, podáis reiros de mis ocurrencias. Sin televisor ni radio, mis padres se cargaron de hijos enseguida: uno cada dos años. Era algo natural, mi padre venía del cortijo nada más que los jueves. A vestirse de limpio y a limpiar el sable, es de suponer. Y, claro, pasaba lo que tenía que pasar. Un montón de hermanitos. Menos mal que uno de cada dos se iban muriendo, los pobres. Y así pudimos sobrevivir los demás. Mi hermano Juan rompió el malfario. A él le tocaba morirse, pero se libró. Ha sido siempre un glotón. Cuando una tos ferina estaba a punto de llevárselo, mi abuela le dió a probar una compota de membrillo. Y resucitó. Tiempos. Tiempos que creíamos olvidados, superados para siempre por nuestra tan cacareada sociedad del bienestar. Y ahora...¿quién lo diría?

Traigo esto a vuestra consideración por las penurias y miserias que me ha contado esta mañana mi paciente Francisco Aguayo, quien, en el paro, sin prestación económica alguna y un negocio familiar totalmente en quiebra, embargado por sus acreedores y por el Banco, sostiene a su familia con la beca salario de su hijo mayor. Apenas hemos hablado de su enfermedad, ¿para qué? La depresión que arrastra lo condiciona absolutamente todo. Se ha negado a tomar las pastillas del psiquiatra; se ha tirado un mes entero sin pisar la puerta de la calle, avergonzado; se confiesa acorralado, sin salida. Y uno llega a ponerse en lo peor. "¿Se ha enterado usted de lo del hombre ése de Bilbao"?, me dice. "Sí, claro que sí". "Pues en eso pienso yo todos los días".


¡Santo Dios! Y ahora, después de tanto conseguido, vamos camino de avanzar sesenta años para atrás. No puede ser. Todavía no acabamos de creérnoslo, pero ya está pasando. Hay muchos más Aguayos. Gente corriente que aún puede pasear por la calle disimulando su precariedad gracias a la pensión de los padres o a las becas de los hijos. Pero más pronto que tarde caerá la espada de Damocles sobre sus cabezas. Uno se cree a salvo. Uno se cree intocable. Yo, con mis años de experiencia, mi plaza en propiedad, mi prestigio profesional...A mí no me va a tocar. Cuando los chupasangre vengan a por mí me pillarán desprevenido. Y a vosotros, también.

sábado, 2 de marzo de 2013

Hoy, tortilla de papas con pimientos.

El anciano que está entrando en mi consulta se llama Manuel Lobato y viene de El Viso del Alcor, pueblo del mejor menudo del mundo y de las mejores magdalenas borrachas. Cogido a su hija por la mano izquierda, la derecha la ha reservado para sostener en bandeja, al uso de los camareros, un paquete envuelto en papel de aluminio. Podría ser cualquier cosa, pero salta a la vista que es un regalo, un obsequio para su médico. Soltándose ahora de su hija lo deposita con ambas manos y exquisito cuidado encima de mi mesa. 

Esta mañana se ha levantado temprano. Sus hijas se han extrañado. Aunque  tiene cita con su médico del hospital, no es hasta las once, no tendría por qué tanto madrugón. Chochea. Oyéndolo trastear en la cocina las hijas se desvelan y van a ver qué pasa. No sería la primera vez que se rajara la yema del dedo gordo cortando el pan de la tostada. O que se achicharrara la mano al apoyarla inadvertidamente en la vitrocerámica traicionera. Que quema aunque parezca apagada. Los viejos prefieren la antigua hornilla de butano de toda la vida. Parece enfadado. Cuando acuden sus hijas ya está desayunado y todo. Pero postrado de hinojos frente al frigorífico abierto no encuentra lo que busca.
 
-Pero papá ¿qué estás haciendo?
-Nada. Que no hay pimientos.
-¿Pimientos a estas horas? ¿pero, para qué?
-Tú déjame, que el que la lleva la entiende.
 
Y así, a las nueve de la mañana esta hija resignada tiene que alargarse, en bata y todo, a la tienda de detrás de casa para comprarle pimientos a este padre tan impertinente.
 
Manuel va a cumplir setenta y ocho años. Pero tiene su cabeza en su sitio y se maneja la mar de bien para sus cosas. Vive con sus dos hijas, ambas solteras, que han dedicado sus vidas a cuidar a este hombre. Así lo tienen, como un  san Luis Gonzaga. Es paciente mío. Y hoy le toca visitarme.

A las nueve y media ya dispone de todos los avíos: medio kilo de papas terrosas, cuatro huevos y los dichosos pimientos. Manuel ha sido de siempre el cocinero de su casa. Como mi cuñado Cipri. Como mi amigo Frasqui. Hombres que los hay hacendosos. Ya no está para guisos ni se fía de las modernuras de ollas a presión ni entiende la termomix. Pero no consiente abandonar su especialidad: la tortilla de papas. Presume de haber ganado concursos populares, ha hecho tortillas (ay! aquellos años...) a los niños de sus vecinos para el bocata del recreo, a sus hijas para las reuniones parroquiales, al cura, al médico del pueblo...Y ahora, ya de viejo, hasta para sus colegas del hogar del pensionista.

-Manuel, ¿qué traes ahí?
-¿Usted qué cree?
-¡Una tortilla de papas!
-No.
¿Que no? ¿Entonces..?
-Una tortilla de papas con pimientos.

No me digáis que no es enternecedor. En muchas ocasiones tengo que esforzarme en disimular las emociones. Y necesito carraspear o sonarme las narices o salir del aprieto con una broma. Es muy fuerte que un anciano se pegue el madrugón y se afane en llevarle calentita una tortilla de papas a su médico.

-Joer, Manuel, no te puedes imaginar el acierto que has tenido hoy.
-¿Por qué?
-Pues porque mi mujer está trabajando hasta las ocho de la tarde y no tenía nada preparado para el almuerzo. Pedazo de tortillón.

Y Manuel no cabe en su pellejo. Ni yo en el mío. 

viernes, 1 de marzo de 2013

Gitanada rociera.

Juan Francisco Ojeda nos lleva a Doñana en gitanada. Casi siempre. Nada de dos parejas de amigos a pasar el finde en su casa del Rocío.Veinte criaturas. Del tirón. Para nosotros esa casa es como nuestra segunda vivienda, pero sin hipoteca. Tanto es así que cuando a sus dueños, Juan Francisco y Mariqui, se les plantea la posibilidad de alquilarla para el verano o para la semana del Rocío nos convocan en sesión extraordinaria para someter el caso a nuestra consideración. Como si fuésemos una multipropiedad. Poca gente ganará a estos dos en generosidad y desprendimiento.
En mi caso particular, ya lo sabéis, desdeño la parafernalia de la fiesta rociera en igual medida que anhelo las visitas al entorno de Doñana. Jamás mis ojos se acostumbrarán a tal belleza natural. Dice Juan natural, que no vírgen. Dejando aparte el espectáculo tan relajante de la horizontal infinita de aguas someras con sus patos y sus flamencos, para mi gusto los elementos paisajísticos más notables son el fenómeno increíble de las dunas móviles, el mar de pinos desde la playa rompeculos y el ocaso del sol de poniente desde lo alto de la playa de Maneli. Cosas dignas de verse.

Hemos aprendido todos de Juan Francisco que éstos y otros paisajes del coto, más propios de cuadros impresionistas o de fotografías de cine que de una realidad visual cuasi onírica, son el producto de unos cambios geomorfológicos inducidos por el mar y los vientos marinos. La erosión eólica, dice él. Nos sabemos ya de memoria hasta dónde cubría el mar de Tetis (Mediterráneo) y cuál era la ubicación del lago Ligur (marisma del Guadalquivir). Catedrático de Geografía Humana, es un guía ambiental y cultural de primer nivel y a nuestra medida. Y gratuito. Y heterodoxo. Muy heterodoxo. No se casa con nadie. Critica duramente el discurso oficial. No lo quieren en ninguno de los foros de trabajo o de debate sobre el Coto porque acostumbra a sacar los pies del plato. No se calla una. Que lo sepáis todos: aunque no salga en la tele hablando de Doñana es el mejor doñanista.

Veintidós criaturas estábamos convocados este finde pasado en la casa de Juan y de Mariqui. Al final fallaron cuatro. Dieciocho es un número más redondo, vale. Nada extraño para nosotros, como digo. Esta vez nos han acompañado como invitados mi Meli y su Pepe y unos amigos de Jaimillo y de Tere. De Málaga. Maestros también. Y homeopáticos, para colmo. La Peque y yo, sanitarios, siempre nos encontramos en desventaja en nuestro grupo. Todos maestro escuela. Y todos homeopáticos. Mercedes estaba en su salsa; ha intercambiado recetas y mejunjes con los nuevos fieles. Por enésima vez he tenido que soportar lecciones sobre las propiedades curalotodo del ajo crudo, del zumo de limón con una pizca de bicarbonato, de un brebaje de aloe vera o de una infusión con hojarascas de acebuche. Lo llevo bien. Cuando me jarto de tanto caldibache les cuento chistes verdes y anécdotas picantes del seminario para cambiar de tercio. Pero ha salido todo a pedir de boca.  Hemos congeniado. En el campo y en la casa, tan acogedora con la mesa siempre puesta y el chubesqui humoso. Todos revueltos. Agitanados. Ya se sabe, si las mujeres se entienden entre ellas los hombres entramos por todas. De mención, la valentía de José Antonio, el maestro malagueño. Ha venido él solito al cargo de cuatro mujeres. Con dos cojones.

-Pero José Antonio, entre nosotros, -le azuza Juan- con cuatro siempre en la reata algo caerá, ¿no?
-Mí éste, ni un refregón siquiera. Éstas son unas mojigatas. Cinco años viajando juntos por tos laos y boquerón boquerón.
-¡Vaya hombre, igual que todos!

El Rocío encierra muchas cosas de muy distinto pelaje: para unos será la religiosidad, el  recogimiento y la devoción mariana; para otros, la diversión y el turismo; para otros, en fin, una oportunidad de lucimiento y de negocio. Para nosotros, Rocío es igual a reencuentro. De amigos y de emociones.

Ahora pegaría aquello de ¡Viva la Blanca Paloma! Pero no me sale. Prefiero aquella estrofa primera de una sevillana rociera: qué bonito el Rocío al amanecer el día.