jueves, 31 de enero de 2013

C.S.I. en mi consulta.

Hoy he escuchado en la consulta una historia insólita. Casi sin querer, de estas cosas que ocurren por sí solas, como dejándose caer.

La mujer en cuestión, una anciana respetable de setenta y seis años, me cuenta un relato muy raro para ser encajado como un proceso clínico, como un síntoma de enfermedad. Uno difícilmente se extraña ya de nada, pero esto no me cuadra. Una de las cosas buenas de la experiencia médica es ésta, la de olerse uno cuando algo no va como debiera. Que días pasados se ha perdido en las calles de su pueblo, que se ha extraviado sin ser capaz de dar con su casa. Una hora y media dando bandazos por ahí.
-¿Pero usted reconocía a la gente por la calle?
-Sí, claro.
-¿Y entonces por qué no les preguntó por dónde llegar a su casa?
-No se me ocurrió, mire usted.
-A lo mejor es que le daría vergüenza ¿verdad?
-Bueno...Puede ser, sí.
Existe un trastorno parecido a esto que se llama amnesia global transitoria, síndrome que consiste en que durante un tiempo corto el paciente está confundido, no conoce a nadie, a veces ni a sí mismo y es consciente de lo que le está ocurriendo. Y se agobia, claro. No sabemos la causa que lo produce, no siempre es por "falta de riego" y desaparece en minutos habitualmente. Es raro que sobrepase una hora. Podría ser el caso. No digo que no. En esto estaba yo, dilucidando conmigo mismo si sí o si no, cuando su acompañante, una mujer joven que resultó ser su sobrina política, vino a echarme un cable.
-No le de usted muchas vueltas, doctor. Está así de nerviosa desde que la guardia civil vino a por ella.
-¿La guardia civil? ¿pero qué ha hecho usted, criatura?
-Nada, nada -vuelve a intervenir la sobrina- ya está todo aclarado y ella se encuentra más tranquila. Pero ha pasado unos días muy malos. Los nervios, ya sabe usted...
Y me cuenta la historia. La anciana es mocita y entera (bueno, supongo), vecina, casa con casa, de su hermana; de estas hermanas que han estado siempre juntas, muy parejas por la edad, que una se casa, que la otra no, pero que no se separan; casa arriba, casa abajo. Herencia de los padres, se le echa un tabique por medio y sacamos dos casas de una. Muy bien. Y, como es natural, la soltera está incordiando de contínuo y metiéndose en cualquier cuestión de la otra casa con derecho propio. Esto es algo consuetudinario, tan habitual que no se vive ya como un problema sino simplemente como la cruz que todos y cada uno de nosotros tenemos que soportar. A mí, mismamente, me ha tocado aguantar año tras año a un vecino que es culé, con eso está todo dicho. Ahora viene lo peor: ambas hermanas tienen una cuenta bancaria en común que heredaron de sus padres. Treinta mil euros. Joder con las ancianas. No es un depósito, es una cuenta corriente, pero ellas han acordado no tocarla, una reservita para cuando envejezcan, cosas de viejas. Y ha resultado que un día de éstos han recibido un aviso del banco informándoles de que la cuenta va ya por dieciocho mil euros, que, de un tiempo a esta parte, un señor desconocido para el bancario se viene presentando con una autorización firmada supuestamente por mi paciente y saca hoy trescientos, anteayer quinientos, la semana pasada otros tantos...Y así, en unos pocos meses, hasta doce mil euros distraídos de manera tan tonta. Y, claro está, todas las miradas apuntan a la hermana soltera, mi paciente. La firma es suya. O muy parecida.
Y nadie sabe quién sea el susodicho afortunado. Al parecer la cámara de vigilancia lo ha capturado varias veces, pero siempre de espaldas o con la cara tapada, como si el mangante se ocultara a conciencia. ¡Hay que ver! El caso es que las hermanas han denunciado al banco, el banco a ellas y ellas entre sí. ¡Vaya follón!

-Pero bueno -me invisto ahora de policía, el de Castle, que es la serie que me gusta- es de suponer que el de la ventanilla le pidiera el carnet al ladrón ¿no?
-Sí, ya lo creo que sí, pero le presentaba un documento falsificado. Por lo visto ese número de carnet no existe, pertenció a un fallecido.
-¡Estamos apañados!

Y curioseando me pongo a indagar, a hacerles a ambas preguntas capciosas, así a lo tonto, como el teniente Colombo.

-¿Y cómo ha podido este hombre conseguir su firma de usted?
-Yo qué sé, es que no me lo explico.
-Puede, entonces, que sea alguien cercano a la familia ¿no?
-Pero si fuera así lo hubiera reconocido el del banco...No sé, no sé...Y me echan a mí la culpa por lo de la firma, qué vergüenza doctor. Vinieron a por mí y tuve que ir a declarar al cuartelillo, a mis años..., con lo maliciosa que es la gente... -Y amaga con unos cuantos pucheros. Entonces me doy cuenta de que no debo insistir más. Pero ahora es ella la que no para. -Pa que usted vea, andan diciendo que es un querido mío que tengo escondido por ahí. ¡A mis años! Yo, que no he conocido hombre alguno...
-¿Y la firma es suya auténtica?
-¡Qué va! La han analizado unos especialistas de la policía y han dicho que es una imitación.

En fin, doy por sentado que los síntomas de esta buena mujer corresponden a algo que nosotros llamamos somatizaciones, es decir, trastornos y disfunciones mentales y emocionales que repercuten de una manera notoria en distintos órganos corporales, hasta el punto de simular un enfermedad de esos sistemas o aparatos. La mujer ha perdido apetito y peso, se la ve triste y ajada, cuenta esa historia rara de perderse por la calle...Su médico, lógicamente, piensa que puede tener "algo malo". Pero no, su cuerpo no alberga ninguna enfermedad aparente, las pruebas (como dice la gente) han salido bien. Incluso los marcadores tumorales, tan de moda, han sido negativos. La enfermedad de esta mujer habita en su mente. Pongámonos en su lugar. Se ve en el punto de mira de todo el pueblo; hasta su propia hermana, su única familia directa, la ha repudiado. Ha de venir al médico acompañada por una sobrina política, alguien que no es de su sangre. Y quién sabe si lo hace por el interés.

Con bastante frecuencia el manejo de determinados pacientes complejos requiere de nosotros una verdadera labor de investigación y estudio. Tienes que rebuscar en el historial detalles antiguos que han podido pasar desapercibidos, analíticas añejas y olvidadas, antecedentes de hábitos que nadie ha recogido...A veces, uno de esos nimios detalles te ilumina el camino del diagnóstico. Y desde luego siempre en estos casos difíciles has de repasar tus conocimientos en tu casa, a la luz solitaria del flexo, fisgoneando en Internet cualquier cita bibliográfica que relate casos parecidos al tuyo. Todo esto, como digo, forma parte de nuestro trabajo. Estamos acostumbrados al estudio y a la investigación clínica.

Lo que ya no es habitual es lo de esta paciente, que la consulta se convierta en una sala de interrogatorio policial ni yo en un agente del C.S.I.

jueves, 24 de enero de 2013

Palabras que curan.

No hace mucho se ha creado en mi hospital una comisión cuyo principal objetivo es la mejora en la humanización de la asistencia clínica. Me gusta. Me gusta mucho. Creo que ha sido una buena idea y deseo de corazón que funcione. El gran problema de las comisiones hospitalarias es que sirven de muy poco. No poseen capacidad ejecutiva ni carácter vinculante, sino que, en el mejor de los casos, se limitan a dar recomendaciones de buena práctica clínica. Algo es algo. Uno de los productos finales de esta comisión ha sido la elaboración de unas pancartas alusivas al buen trato sanitario, que se han colocado en sitios estratégicos del hospital, tales como la puerta de entrada, la entrada a Urgencias, el pasillo de las consultas externas..., sitios habitualmente bastante concurridos cuando no saturados. Una de esas pancartas tiene escrito en grande, en grafismo periodístico, el siguiente titular: PALABRAS QUE CURAN.

Oye, parece que me lo hubieran plagiado. Vosotros ya me lo habéis leído en más de una ocasión. El personal sanitario, en general, debe de poseer el don de la palabra. Una palabra tuya bastará para salvarme, le dijo una de las hermanas de Lázaro a Jesucristo. No llegamos a tanto, pero casi. He necesitado muchos años de oficio y muchas reprimendas de mi Peque para aceptar esa realidad: nuestras palabras tienen algo mágico, algo espiritual, algo capaz hasta de curar. Y nuestros gestos también. La palabra y la mirada. No sé si os he contado que una de las cosas que al final hizo que me decidiera por Medicina en vez de por Historia (que también me atraía) fue la mirada azul profunda de don Segismundo Menchero, un traumatólogo egabrense que me operó del menisco en el hospital de san Juan de Dios de Córdoba. Me cautivó. Quise ser y mirar como aquel hombre. Lo malo es que, seducidos por la tecnología al uso, los propios médicos estamos menospreciando la palabra como vehículo de curación. Casi sin darnos cuenta. El personal de enfermería cuida más que nosotros el lenguaje verbal y el gestual. "¿Qué te ha dicho el médico?", preguntan los familiares al paciente. "Nada; ni me ha mirado". Esta conversación que parece un chiste es en muchas ocasiones la pura verdad. Y es una lástima. Y una frivolidad. No tenemos derecho a desperdiciar algo gratuito y tan eficaz. Es nuestra obligación recuperar la palabra. El verbo cercano y amable.

Algunos días atrás he visto en la consulta a una mujer de setenta y tantos años. Viene acompañada por su hija a quien se le ve la mar de solícita y cariñosa con la madre. Su médico la envía porque, a lo que parece, la paciente está perdiendo memoria. Desde que enviudó, hará cosa de tres años, la mujer preside la asociación de familiares de Alzheimer de su pueblo como perita en la materia luego de larguísimos años de lucha y briega con su propio marido afectado por tal enfermedad. Y al final le ha cogido miedo. Está asustada, angustiada, por el temor a coger la enfermedad de tanto rozarse con ella.

-Doctor, es que lo  mío es demasiado. Voy por la calle y me da fatiga tropezarme con alguien que me salude porque no me acuerdo de su nombre.
-Y cuando ese alguien ha doblado la esquina va y se te viene de pronto ¿verdad?, cuando ya no le hace a usted falta -apostillo.
-Vaya, eso es.

La encuentro perfectamente. Charla con coherencia de cualquier asunto de actualidad; lleva su casa ella sóla, hace los mandados, maneja el dinero y, como os he dicho, hasta preside una asociación de familiares de enfermos, con lo coñazo que tiene que ser eso. Me parece que no hay tema. No obstante le realizo un test rápido psicométrico que nos sirve como despistaje para la demencia. Y me saca un sobresaliente. Definitivamente nada de qué preocuparse. Se trata, y así se lo explico a ambas, madre e hija, de una cosa muy corriente que se llama pérdida benigna de la memoria. Un fenómeno biológico asociado a la edad. Sin más. Y miedo. Mucho miedo. Pero ella, la madre, como que no acaba de creérselo del todo.

-Mire, mujer, - y le cojo su mano mientras le hablo-  verá que yo estoy bien ¿no? Yo me considero sano. Si estuviera un poquito demente no podría pasar la consulta ¿no le parece?
-Sí, sí, claro.
-Pues por las noches cuando estoy viendo una película en la tele no me sale el nombre del protagonista. Y sé quién es, pero no me sale. Pero es que a mi mujer le pasa lo mismo. Y nos retamos el uno al otro a ver quién lo acierta primero. Casi siempre ella, claro. Tiene tres años menos que yo -me río- y además que de siempre las mujeres han visto más películas que los hombres y casi se las saben de memoria. ¡Nicole Kidman, joer!, lo tenía en la punta de la lengua.
-Ya, pero es que yo voy a la tienda a comprar un kilo de chirimoyas y tengo que señalarlas con el dedo.
-Mujer, deje las chirimoyas para los granaínos. Lo que tiene que pedir son naranjas de la Algaba. Verá, le voy a hacer la prueba definitiva. Si la hace bien, se acabó la polémica ¿vale?

Y le pedí que pintara un círculo grandecito en un folio en blanco. Perfecto. Ahora, que pinte las horas como si el círculo fuese un reloj. Perfecto. Traza las doce, las seis, las tres y las nueve. Y luego, sin mediar ninguna otra orden mía, entremezcla el resto de las horas con una pulcritud y minuciosidad de una maestra escuela. 

-Muy bien, Manuela. Son las doce menos veinte. Pinte ahora las agujas del reloj para que marquen la hora actual. -Y sin despeinarse pone cada aguja en el sitio correspondiente. Hasta se ocupa de rematar cada aguja con una minúscula flechita, al estilo de los Dogmas antiguos. Las doce menos veinte. -Ea, hemos acabado. Un viejo de setenta años que sea capaz de hacer esto tan requetebién no tiene Alzheimer. -Y cuando creí tenerla ya entregada, se pone la puñetera:
-Eso no tiene chiste ni mérito alguno, doctor.
-Pero por qué no?
-Porque yo he sido maestra de infantil y he hecho este ejercicio millones de veces a los niños.
-No tantos millones, señora maestra; ni tantas veces como chirimoyas ha ido a comprar. Sin embargo, no le sale la chirimoya y sí  el reloj.
-¿Y eso qué quiere decir?
-Fácil. Está usted perdiendo memoria, por eso se le olvidan cosas, palabras, nombres...Pero conserva intactos el cálculo, la orientación, el entendimiento, los conceptos, la capacidad de abstracción, la inteligencia en definitiva. O sea, señora maestra: usted no tiene Alzheimer.

Le cambió la cara. La propia hija se lo notó.
-Hay que ver doctor, en media hora ha conseguido usted lo que nosotros llevamos meses y meses intentando. ¿No ha visto la cara que se la ha puesto? Si parece otra, por Dios.
-Doctor -se despide emocionada la maestra jubilada- no sé cómo agradecerle esto; sus palabras me han dado la vida.

Y podéis estar seguros: nada tan gratificante como eso para un  médico.

sábado, 19 de enero de 2013

Teoría general del enfermar.

Uno, como médico, debería ser más estricto y estar mejor documentado a la hora de emitir opiniones y juicios de valor sobre temas relacionados con la salud. Naturalmente esto es así en el contexto de nuestras sesiones clínicas matutinas en las que, como ya sabéis, discutimos el manejo más adecuado de determinados pacientes complicados. Ahí uno se posiciona con argumentos sólidos. Ocurre, sin embargo, y es algo natural, que en las reuniones informales con los amigos, estando yo presente y obligado, por tanto, el tema sanitario, cada uno suelta por su boca lo último que ha escuchado en la tele o que le han enviado por e mail otros amigos desocupados. Teorías e historias de lo más peregrino cuando no pintoresco que adquieren rápidamente el refrendo universal de irrefutable verdad. Pasó (y volverá a pasar) con la combucha de Mercedes; ocurrió lo mismo con la dieta de sirope de la Peque; sucedió tal que así con las pastillas Árnica curalotodo del Palanco; ahora, la moda es el agua diamantina de la Paqui, lo mejor para el cutis femenino... Y entonces, metidos en harina dicharachera, yo mismo, liberado por el entorno de todo rigor científico, pontifico como un profano más. No está bien, ya lo sé, pero es divertido.

Claro que cuando yo teorizo y suelto mi versión de cualquier asunto médico en argot coloquial estoy extrayendo, sin darme cuenta, de una manera implícita, cosas y conceptos inadvertidos procedentes de ese poso de conocimiento y experiencias asentado de años y años de viejo en el oficio. Igual que cuando saco expresiones de mi pueblo que nadie entiende pero que para uno son de lo más normal del mundo porque lo llevas codificado desde chico. "Macho, el otro día subí la cuesta de mi calle atarragando, oye". Y mis amigos se meten conmigo por no saber qué sea eso de atarragar. Culpa de ellos. Que lo averiguen.

No sé si estaréis al tanto de que mi amigo Jaime se pone malo sistemáticamente los primeros días de sus vacaciones de verano. En alguna ocasión hasta nos ha hecho retrasar el viaje a los Pirineos. Costumbre, diréis. Bien, puede ser. Quizás sea para vosotros más conocido el hecho constatado de que muchas personas enferman de gravedad o incluso mueren al poco tiempo de su jubilación. Y nos lamentamos ¿verdad?; pobre, apenas ha podido disfrutarla, con lo bien que aparentaba...
Hoy he visto en mi consulta a  un paciente, compañero médico, que a los pocos meses de la jubilación ha presentado una cascada sucesiva de achaques menores y mayores que lo traen en un sinvivir. "Coño", se me quejaba, "si lo sé no me jubilo".

A raiz de éste y otros casos de la consulta distraigo a mis amigos con mi teoría particular del enfermar. Consiste tal hipótesis en considerar a la enfermedad como un sujeto activo huérfano de cuerpo, una suerte de alma errante, que busca denodadamente dónde alojarse de balde y calentito. Algo parecido a lo de aquel perro sin amo de nuestros pueblos que, al tufillo del puchero, se colaba en la primera casa que veía entreabierta y, sigiloso, se cobijaba a escondidas bajo las enagüillas al ladito de la copa de picón. O a lo de estas gitanas de negro, eternas pedigüeñas, que se asoman a la puerta de mi suegra y, en viéndola distraida o que haya salido un momento a por los mandados a la tienda de manolillo, son valientes para enfilarse directamente a la cocina y dejar la alacena esquilmada. Vista la cosa así, la enfermedad sorprende a aquéllos que dejan resquicios en sus puertas, a aquéllos que se relajan en la custodia de su hacienda. No creáis que es invento mío. En realidad se trata de una teoría antigua que pretendía explicar el fenómeno biológico universal del envejecimiento por descuidos repetidos en la vigilancia inmune del organismo. Los animales, en general, poseemos un sistema de alerta y de defensa contra cualquier elemento externo al que no se reconozca como propio. Poseemos nuestra propia contraseña. Y los agentes nocivos que pretendan atacarnos desde fuera tienen que presentar el salvoconducto que les solicitan nuestros linfocitos, células sanguíneas que hacen de porteros, guardianes y soldados. Si dichos linfocitos se duermen en su turno de vigía estamos perdidos. O si, por el contrario, algún elemento pernicioso se camufla como espía y aprende la contraseña, entonces hace correr la voz...Y la hemos jodido.

Bueno, pues esto es lo que yo digo, que mientras estamos trabajando, ocupados con afán de nuestras cosas, de nuestros pacientes, del papeleo, de los niños, del recreo, del despertador, de la disciplina, en fin, que nos impone nuestra actividad diaria, nuestro cuerpo entero está en alerta. No hay lugar para una relajación prolongada. Una pequeña siestecita y ya está. Y este estado de excitación es beneficioso para el organismo. Un poquito de estrés nos mantiene vivos y expectantes. Sin pasarse, claro está. Si el exceso de estrés nos produce ansiedad y depresión, la ausencia del mismo nos lleva a la adinamia y a la apatía. In medio virtus. La jubilación (y las vacaciones) comporta el riesgo de una relajación excesiva, una despreocupación tal que pueda alterar el normal funcionamiento de nuestros sistemas de alarma; que nuestros linfocitos se contagien del feliz estado de su dueño y creerse que a ellos mismos también les ha tocado jubilarse. Y que en lugar de hacer sus rondas de vigilancia se echen a la bartola. Estamos jodidos.

Creo, de verdad, que un jubilado debe imponerse algunas obligaciones. No ha de bastar con leer, escribir sus memorias, hacer dos veces la ruta del colesterol de su pueblo o visitar museos y exposiciones. Tiene que ser algo que obligue, que requiera atención, disciplina y sacrificio. Un poquito. Cuidar de los nietos puede ser una de estas tareas, sí. O de los padres, que yo estoy viendo que el mío aguanta todavía lo que haga falta. O matricularse, de nuevo, en la universidad de adultos. Lo suyo sería que cada cual buscase una actividad placentera y útil relacionada con su oficio de siempre. Mi amigo Ángel, por ejemplo, lleva la contabilidad de una comunidad de hermanitas de la caridad; nuestro amigo el Luna asume ciertas tareas de dirección en su escuela de toda la vida como asesor del actual equipo directivo; al Palanco, una vez recuperado del susto, le hemos asignado la misión de organizar nuestras escapadas de "aprieta el culo"; Jesús Cantarero sigue de maestro mamporrero de yeguas frígidas y de caballos torpes. ¡Qué oficio más excitante, tú! Escuchando a Jesús contar pormenores del procedimiento de cópula entre équidos me pregunto si no habré yo equivocado mi profesión... En fin, no nos distraigamos ahora con guarrerías, que conviene al jubilado afanarse en algo productivo que lo mantenga con ese cierto grado de tensión vital necesaria.

Al final va a ser verdad aquéllo de que la pereza es el origen de todos los males. ¿O era la lujuria?

martes, 15 de enero de 2013

Aceitunas con jamón.

En mi pueblo los recién casados siguen recibiendo regalos y dinero corriente hasta varios meses después de la boda. Gente que no pudo acudir al fasto en el día señalado cumple con los novios con el detalle de un sobrecito discreto más o menos abrigado. No hace tanto era costumbre que la pareja hiciera su viaje de novios por tierras catalanas (no era entonces preciso el pasaporte) para así recoger las dádivas de amigos y familiares asentados en la comarca del Vallés y en Tarragona.

Algo parecido ocurre en mi consulta con los regalos de Navidad. Que hay pacientes que, al no coincidir las fechas, se presentan un mes más tarde con la cajita de perrunas o con un belencito de mazapán hecho a mano. Lo que me gusta me lo llevo a casa y lo que no se lo dejo a las enfermeras para sus desayunos.

Esta vez he sabido contenerme. Me refiero a ese impulso mío tan espontáneo (en ocasiones temerario) de soltar lo primero que se me viene a la boca. Un paciente me trajo ayer mismo un bote de plástico rebosando de aceitunas negras rebujadas con no sé cuántas especies de yerbas y tomillos. Y apestando a demonios encendidos.

-A usted le gustan mucho las aceitunas, eso me han dicho. -Y uno tiene que hacer de tripas corazón, a ver.
-Bueno..., no; a quien le chiflan las aceitunas es a mi mujer. Yo me las como sin más. -Mentira podrida, yo las aborrezco desde niño. Herencia de mi abuela Josefa.
-Pues éstas las he aliñao yo mismo. Buenísimas. A lo mejor las nota usted un poco fuertes; no las deje mucho tiempo. Pero buenas buenas. -Y yo ahí contemporizando y poniendo cara de interés.
-Vale, muy bien, muchas gracias.
-Ah!, una cosa, -me dice ya para irse- estas aceitunas pega comérselas con jamón.

Y estuve en un tris de responder: pues para la próxima ocasión usted traiga el jamón que yo pondré las aceitunas.  Pero me contuve.

Voy aprendiendo, eh

jueves, 10 de enero de 2013

La puerta del futuro.

Discutiendo con mi hija y con mis sobrinos mayores de cuestiones relacionadas con el estudio y el esfuerzo personal como herramientas las más poderosas para el éxito profesional futuro, suelo pavonearme con una afirmación tan rotunda como falsa: yo no le debo nada a nadie; todo lo que tengo lo he conseguido sólo con mi trabajo y mi sacrificio de años. Naturalmente, no es verdad. Nadie puede sostener tal sofisma. Todos interactuamos con todos. Les arengo así  para abundar  lo más posible en el hecho cierto de que las cosas no caen del cielo sino que hay que trabajarlas con incansable denuedo.
Creo ser hombre agradecido. Me siento deudor de muchísima gente. Personas sin cuyo concurso y ayuda jamás hubiese salido de mi pueblo; otras que supieron conducirme con sabiduría y paciencia en mis años de seminario; otras, en fin, que me orientaron y enseñaron el mejor oficio del mundo. En estos escritos he hecho reseña en más de una ocasión de mi consideración y afecto por muchas de estas personas: la familia Carreira, por haber sido el sostén económico de mi casa paterna; mis maestros de escuela; mis amigos, los del pueblo y los del seminario, los curas, mis profesores de medicina...
Hoy quiero haceros partícipes de mi sentido agradecimiento a gente desconocida para vosotros hasta ahora. Personas de mi pueblo que tuvieron una decisiva intervención para que yo acabara en el seminario: los seminaristas mayores.
En mi época de monaguillo don Juan González Prieto, el párroco, no las tenía todas consigo. Dudaba muchísimo de mi capacidad y de mi vocación. Vamos a ver, con once años ¿qué sabía yo de vocación? Él prefirió siempre a otros monaguillos más formalitos, más educados, menos primitivos; niños que dirigían divinamente el rosario desde lo alto del púlpito sin limpiarse los mocos en las mangas del roquete; niños que no veían las películas censuradas en el cancel de la iglesia; niños que no iban al río a bañarse en pelotas (en pelotillas quiero decir) con sus amigotes; niños que, más que niños, parecían querubines. Yo no podía competir con ellos, claro está. De hecho, en septiembre del 63 uno de esos monaguillos aprobó y yo fui suspendido en el ingreso al seminario en una prueba consistente en convivir con otros aspirantes durante una semana en san Pelagio. Don Juan le dijo a mi padre que me rechazaron por mis faltas de higiene. Y era verdad. Las notas académicas fueron de sobresaliente, pero yo no sabía comer con tenedor y cuchillo, comía con las manos sucias; no usaba la servilleta (en mi casa todos los comensales compartíamos la misma); bebía sin pudor del vaso de mis vecinos de mesa...Y no me duché en toda una semana de septiembre..., en Córdoba.
Don Juan estaba por desahuciarme. Y así hubiera sido de no haber intercedido el grueso de los seminaristas mayores. Sin que yo supiera muy bien por qué, esta gente creía en mí. Ellos me daban clase de lengua, de matemáticas, incluso me iniciaron en el latín y debieron de atisbar un talento oculto e ignorado más allá de mis trazas tan primarias. Los más viejos de ellos, Pepe, Lorencito y José Antonio, ya teólogos y filósofos, pesos pesados en la sacristía, debieron convencer al cura para que me diera otra oportunidad en el curso siguiente. Y así fue. Hace de esto cincuenta años, posiblemente confunda realidad y fantasía, recuerdos y ensoñaciones, pero el sentimiento de gratitud ha estado siempre en mi corazón. Algo debió de haber. Sin el empeño de mi abuela y sin el apoyo de estos seminaristas yo no hubiera salido del pueblo. En la actualidad, dos son curas, otros dos han fallecido y los demás son buena gente que han dedicado sus vidas a lo que hemos mamado en el seminario: al servicio de las personas.
Pepe, Lorenzo, José Antonio, Frasqui Coera, Bernardo, Gregorio, Miguelito, Blas: muchísimas gracias por haberme ayudado a abrir la puerta de mi futuro.

lunes, 7 de enero de 2013

No pedir croquetas de entrante.

Nunca habíamos tenido a mi padre por gracioso. Ni mis hermanos ni yo. Al menos en nuestra casa. Sí que lo era con sus amigos, a tenor de lo que he escuchado muchas veces de boca de Blas, de Miguel Sevilla o de Antonio Pringue, incondicionales suyos. Me han contado que mi padre lloraba de risa en los velatorios con los chistes de Antonio Pringue y que era de los más ligones de su pandilla por mor de sus bromas y picardías. Sin embargo, en casa de mi abuela y en el campo era severísimo; su afán en el trabajo ha sido siempre una constante en su vida.  En este aspecto, yo me parezco más a mi abuelo Manolo, menos devoto por el campo y gracioso y ocurrente tanto dentro como fuera de la casa. Las señas de identidad de mi padre para con nosotros han sido siempre el cariño tierno, el ser muy niñero, la honestidad y el desprendimiento.
Pero ahora, de viejo, estamos descubriendo su faceta graciosa; hace ya años, no es algo reciente. Será por desinhibición, por desvergüenza de la edad o, simplemente, por chocheo. Gusta de contarnos a hijos, nietos y bisnietos, historietas suyas  de cuando zagal en los cortijos de Carreira, de adolescente como monaguillo de don Juan Jurado, de los primeros amoríos con nuestra madre, anécdotas picantes con ella, inevitables cuentos de la mili, vete tú a saber si medio inventados, sucesos pintorescos de cuando la guerra, siendo él un chavea de trece años...Y él solito se mea de risa. Le encantan mis chistes verdes, cada vez que nos vemos me pregunta por alguno nuevo. Se ríe como Agustín, con la misma intensidad: a carcajadas, enseñando hasta las amígdalas si las tuviera y arrugando los párpados hasta dejarlos sin ojos.
No olvidaremos su hijos tantas meteduras de pata por culpa de su inocente despiste. En esto sí que me parezco a él. La más sonada fue hace ya unos años, creo que aún vivía mi madre, sí. Mi Manolo invitó a la feria del pueblo, por segundo año consecutivo, a un amigo suyo de la mili que residía en Madrid. El primer año el amigo vino con sus padres. Naturalmente, toda nuestra familia conoció a estas personas a quienes agasajamos como huéspedes durante dos o tres días. Y resultó que en el segundo año el padre del amigo llegó acompañado, no por su mujer, sino por una segunda que se había echado. Todos nos percatamos, claro está. Todos, menos mi padre. Al llegar a saludarla se la queda mirando un ratito y al fin suelta: "señora, viene usted mucho más nueva y guapa que el año pasado". No sabíamos para dónde mirar. ¡Qué hombre! "¡Basto, que eres un basto!", era el piropo más frecuente en boca de mi madre, "te querrás parecer a tu primo Blas, so bastísimo".
Este año se ha tirado dos detallazos de hombre bueno, solidario y familiar: el "aguilando" destinado a sus hijos lo ha dado íntegro a un programa de ésos de la tele para familias sin recursos. Y se ha ganado, por contra, la guasona reprimenda de mi Juan, necesitado de perras para los masters de su hijo, el dentista de la familia. Y luego, en nuestra comida familiar de Navidad en un restaurante de Antequera, ha pagado la parte de los nietos presentes. Y eso que está ahorrando para comprarse el "Tesorillo".
En esta ocasión no hemos pedido croquetas como entrante. Siendo uno de mis platos preferidos, ya no las pido. Sin querer se me hace presente la anécdota del año pasado en este mismo restaurante. Habíamos terminado de comer, yo entretenido con el dueño ajustando cuenta y propina mientras una jovencita camarera retiraba platos, copas y manteles. El resto de la familia charlando con la locuacidad que dan las copitas  de más y los chupitos de invitación de la casa. En esto que se presenta mi padre que venía del servicio. La próstata, supuse. Y ni corto ni perezoso, allí, delante misma de la camarera jovencita, nos suelta:

-¡Nene..., si hubiérais visto..! He jiñao catorce o quince cocretitas así de bonitas, nene; parece mentira lo bien hechas que salen, tú. Tan redonditas...Y luego, que no se iban, oye, allí todas flotando en el water.

Nosotros es que nos partíamos, vaya. La muchachita esbozó una tímida sonrisa, ocultó como pudo el carmín de su cara y se marchó escaleras abajo.

-Pero, papa, ¡hay que ver!, aquí, delante de la muchacha...No tienes luces, vaya.
-Mira quién fue a hablar -salta enseguida la Peque. Las mujeres están siempre a la mínima para ponernos en mal lugar; quiero decir en nuestro sitio. 

La verdad es que en esto de las imprudencias en público, en la porfía entre mi padre y yo, al refrán hay que darle la vuelta del revés: de tal astilla, tal palo.

domingo, 6 de enero de 2013

Los niños no deberían morir.

Hay cosas que no deberían  pasar nunca. Aceptamos la muerte, que sería una de ellas; no nos queda más remedio. Incluso llego a más: racionalizo la muerte y puedo alcanzar a verla como algo necesario para la supervivencia de la especie, para el equilibrio cósmico o para que los creyentes puedan disfrutar de su Dios allende las fronteras terrenales. Acepto la muerte. Con dos cojones. Aquí estamos los adultos. Que venga cuando quiera. Pero vaya, que no hay prisa.
 
Lo que nunca aceptaré es la muerte de un niño. Eso es un contradiós, hombre. Deja a los niños en paz, mujer. Como si no hubiéramos en el mundo gente preparada y dispuesta...Ven a por nosotros y deja que los niños jueguen, se peleen, desobedezcan a sus padres, sean imprudentes y se metan, incluso, debajo de los tractores para coger caramelos...Son niños, coño ya. Déjalos, joer. Déjalos crecer, ya te los llevarás cuando engorden. Se conoce que tú, muerte rencorosa, nunca has sido niña. ¡Jódete cabrona! Puta muerte que se ceba con los inocentes.
 
Y menos el día mágico de Reyes. Es increíble. Uno asume el riesgo de morir cuando sale a la carretera o va de senderismo por sitios peligrosos o, más moderno aún, cuando se mete en una discoteca atiborrada. Pero un niño no puede morir mientras disfruta de una fiesta tan suya, tan mágica, tan esperada, tan inocente como la Cabalgata de Reyes. No puede ser. No me explico cómo esos padres puedan afrontar ahora el resto de sus vidas. No quiero ni pensarlo.
 
Hoy, día seis de enero, el día más mágico del año hasta para los adultos, es un día triste. Yo estoy triste. Y Málaga entera llora.

sábado, 5 de enero de 2013

El hombre que quiso ser como el Rey.

No es infrecuente encontrarse en el hospital con personas de este pelaje. Gente exigente y sobrada que no tiene reparo en entrar en una dialéctica fútil esgrimiendo como nadie la espada de sus derechos constitucionales. Yo las manejo bien. Se me dan bien. Es más, las prefiero a otras demasiado conformistas que lo aguantan todo, "mire usted, yo, por no molestar..." Aprecio la crítica como un mecanismo de feedback para mejorar nuestra actuación asistencial. No me cansaré de decirlo: tenemos mucho margen de mejora. Y creo que es un ejercicio muy apropiado para los médicos considerar al paciente como si fuese alguien de su familia. Vale. Pero lo de este hombre de hoy ya me parece excesivo.
 
-Doctor, yo no estoy conforme con el trato que se le está dando a mi padre.
-¿Y eso?
-Verá, hace un mes estuvo ingresado a cargo del doctor Salgado. Bien. Se hizo todo lo que se debía de hacer y salimos muy satisfechos.
-Estupendo, eso es lo que queremos siempre.
-Pero es que ahora, en este ingreso, lo han visto dos médicos en Urgencias; luego, en la planta, el doctor Lozano, creo, y ahora usted. Así no hay forma de enterarse de nada. Cada uno me cuenta una película diferente.

Enseguida se les ve venir a estas criaturas. Hay ocasiones en las que uno se da cuenta del verdadero problema que no es otro que el malestar y el incordio de tener que  estar acompañando al familiar enfermo en días tan señalados como éstos de la Navidad. Pero me da que no es el caso de este hombre. Éste es un hijo amantísimo, de ésos que veneran al padre, que lo sobreprotegen. Al igual que hay padres sobreprotectores, también los hijos pueden serlo con sus progenitores. A mí me ha cogido un día tonto. Pero creo que he sabido recomponerme. Es treintaiuno de diciembre, último día del año; me he levantado a las seis de la mañana en Palenciana, he recorrido ciento cincuenta kilómetros para llegar al hospital a las ocho; y cuando salga a las tres, vuelta al pueblo para pasar la Nochevieja con la familia. Es mi primer día de trabajo después de estas minivacaciones. Y no está uno, en estas circunstancias, para muchas tonterías.

-Hombre, compréndalo, estos días son así; la mitad del personal está de vacaciones -me pongo en plan conciliador.
-Pues yo no estoy de acuerdo; para mí todos los días del calendario son iguales. Y todas las personas somos iguales. -Y a mí empieza a subirseme el genio paterno (el de mi padre) desde la boca del estómago hasta el gaznate.
-Mire usted: ni todos los días son iguales, ni todas las personas tampoco. Por mucho que nos pese, ea.
-Pues para mí, sí.
-Pues para mí, no. -Hay un momento de tensión palpable en el ambiente que un hermano pretende distender disculpando la actitud de este hombre, "no le eche usted cuenta, doctor, es que se pone muy nervioso en estos sitios".
-Vamos a ver, -he respirado hondo y consigo equilibrar los niveles de adrenalina- ¿usted trabaja todos los días?
-Sí, todos.
-¿Siete días en la semana?
-Sí.
-trescientos sesenta y cinco días al año?
-Sí -me reponde el tío impertérrito. -Y entonces se me ocurre una de estas paridas mías que me salen del alma y que un día me costarán un disgusto.
-Usted, entonces, lo que es es un desgraciado, hombre, que no descansa ni un día al año. ¿Qué culpa tenemos los demás? -Me la jugué, como tantas veces, pero me salió bien. El hombre y su hermano se echaron a reir sin esperarse una respuesta tan contundente y definitiva.
-Pues es verdad, ¡qué le voy a decir? -me responde sorprendido. Luego me enteré que no, que fue un farol del tío; trabaja de empleado en el ayuntamiento de su pueblo y descansa sábados y domingos como todo funcionario.

Pero no se da por vencido, el muy pesado. Terminada la visita al padre, le explico el plan a seguir; es necesario colocar al paciente en un monitor que registra el electrocardiograma de una manera continuada hasta comprobar, si se produce, algún tipo de arritmia grave que explique los síncopes que ha sufrido. En ocasiones, dicha alteración se detecta muy pronto, en horas; otras veces puedes estar tres días conectado al aparato y no sucede nada. Y nos quedamos sin diagnóstico por el momento. Esto es algo bastante rutinario para nosotros. Sabemos que muchas de las personas mayores que tienen síncopes acabarán con un marcapasos puesto, pero no podemos indicarlo hasta que no detectemos la arritmia responsable. Y ésta suele ser  caprichosa. A ver cómo se le explica esto a un hombre tan intenso y desconfiado como éste.

-¿Y eso es todo lo que va a hacer usted con mi padre?
-Eso es. Es la única prueba que le falta; lo demás es todo normal.
-¿Y vamos a estar aquí no sé cuántos días sin hacerle nada más?
-Nada más que observar el monitor hasta que pillemos la arritmia. Es la mejor forma de tenerlo vigilado.
-¡Pues si que estamos aviados! ¿Y si no aparece la dichosa arritmia?
-Entonces le colocamos un monitor minúsculo, como una especie de pila, insertado debajo de la piel, con una pequeña intervención. Este aparato registra el electrocardiograma de contínuo todo el tiempo que dure la pila, alrededor de dos años. En la gran mayoría de los pacientes, antes o después, salta la liebre y averiguamos la causa de los desmayos.

No se conforma. Y yo armándome de paciencia. Hasta que suelta una parida mucho más esperpéntica que ninguna de las mías. Dice el tío:
-No..., si ya me lo imagino...Esto es lo malo que tiene lo público. Ahora dos o tres días seguidos de fiesta, sin venir los médicos..., aquí, perdiendo el tiempo.
-Ya le digo que no es perder el tiempo, es vigilar su corazón con el monitor.
-Doctor, -se me pone solemne antes de soltar el órdago- vamos a dejarnos de buenas formas y seamos auténticos: si esto mismo de mi padre le ocurriera al Rey estaría resuelto ya, pero ya. -Mi cerebro entonces no sabe a quién hacerle más caso, si a la adrenalina del cabreo o a la endorfina de la risa. Me sale una mezcla rara que no es ni cabreo ni cachondeo. Creo que estoy vomitando la verdad o, al menos, mi verdad.
-Mire usted, so cansino: ha tenido la enorme suerte de haberle tocado un médico como yo. Cualquier otro hace tiempo que lo hubiera mandado a freir espárragos. Coñazo, que es usted un coñazo. -Si es que me tiene negro, oye-. Vamos a ver, si en esa cama de su padre, la 115-1, estuviese el Rey, todo el pasillo y el hall donde nos encontramos estaría repleto de chupatintas y de lameculos. Esa sería la única diferencia. El procedimiento médico es el mismo, para el Rey, para su padre y para el sunsum corda. Hasta que no detectemos la arritmia responsable no hay nada que hacer. Es que ya no sé cómo se lo voy a explicar, hombre de Dios.
-Bueno, hombre, no  se ponga así...
-Claro que me pongo, joer ya; no está usted conforme con nada. No hace más que atizar la pelea. -Seguramente mi timbre subiría algunos decibelios más de lo calculado, que el hombre ya, por fin, reculó.

Quiso mi buena estrella que en la guardia del día siguiente, día de Año nuevo, el monitor detectara un bloqueo cardíaco, lo que nosotros llamamos una pausa, que duró tres segundos. Ya está. Diagnóstico confirmado. En la mañana del día dos de enero, yendo a visitar a mi paciente, me llevé la grata sorpresa de que estaba en la sala de hemodinámica con su marcapasos recién colocado. Me faltó tiempo para buscar al hijo. Lo encontré en el antequirófano, en una salita de espera.
-Doctor...¡muchas gracias! -se me echa a mis brazos.
-Ni el mismísimo Rey hubiese tenido el trato ni la suerte de su padre, eh -le echo en cara con pícara ironía.
-Es verdad, es verdad...No tengo palabras...Ha sido usted...,¿yo qué sé..? Muy severo conmigo, pero muy bueno con mi padre.
-Ea, pa que veas, so pesao. Eso para que no critiques más a lo público con tanta ligereza.

Y más amigos que ruchos, tú. 

miércoles, 2 de enero de 2013

Tiempo muerto

Mi tiempo en Sevilla es apresurado y muy productivo por las mañanas y sosegado y reparador por las tardes. Me trago en la consulta los problemas de salud y los personales de dieciocho criaturas, los rumio un buen rato y luego los regurgito en forma de soluciones. Esto por las mañanas. Las tardes son para el estudio, el deporte y mi escribanía. Es mi ya consabida rutina. En mi pueblo, sin embargo, el tiempo es lento y cadencioso; las horas duran más de sesenta minutos, los días interminables. Me cuesta reconocerlo, es verdad, pero me aburro en mi pueblo. Será por faltarme intimidad al no disponer de casa propia; será por la ausencia ya definitiva de mis antiguos amigos, exiliados voluntaria y gustosamente en la capital con sus hijos y nietos; será por el mono de mi hiperactividad en el hospital; será, tal vez, por no haber sabido acostumbrarme a la quietud del tiempo muerto.
Si no eres cazador ni te atrae lo más mínimo el peregrinar por las tabernas estás jodido en mi pueblo. No hay nada. Nada de lo que a uno le gusta. Mis rodillas no aguantan el pádel y mi corazón ha puesto freno a mi carrera de tenista. Bueno, seamos justos, sí hay algo, menos mal, algo importante: el campo. Todo es campo en mi pueblo. Excepto desde la plaza, desde cualquier otro sitio ves el campo; miento, ves olivos. Antes de la instalación de la Térmica orujera, enorme armatoste de metal y chimeneas, Palenciana era un olivar ondulado bordeado por un Genil escondido y distante y coronado por un chorreo de casitas blancas y una recia torre en lo alto de la loma. Ahora lo sigue siendo aún, pero le molesta mucho a su imagen campera y sencilla ese engendro aparatoso con su luminaria nocturna de nave espacial y sus altos hornos que expelen de contínuo penachos kilométricos de un humo denso que, con viento de Levante, penetra en cada casa y hace que el pueblo entero hieda a  rancio. No le pega tanta tecnología industrial a un pueblecito de portal.

Pero vamos a lo nuestro, al campo, a  los olivos. Mi pueblo posee dos señas de identidad. Una es la Virgen del Carmen; la otra, los olivos. La una será el alimento espiritual de cualquier palencianero; los otros, los olivos, el material; que aunque no sólo de pan viva el hombre, tampoco podría vivir sin él. Y mejor pan con aceite que solo. Cada cosa tiene su sitio. Mi amigo Frasqui emplearía parte del dinero de una lotería que le tocase en comprar un terreno de olivos. Es una de sus ilusiones. Casi me cuesta una pelea con mi mujer el haber sido cobarde y no quedarme con los olivos de mi madrina a un más que módico precio. Y mi padre, viviendo en los noventa años, está esperando la herencia de su hermana, la chacha Chiquita que en paz descanse, para comprarse "el tesorillo", un haza de cuarenta olivos. Tal es, para que veáis, la querencia de mi gente por el olivar.

Yo soy más moderado, la verdad, mi entusiamo no llega a tanto. Mi experiencia infantil con el campo en general y con los olivos en particular fue dura. Ya estáis advertidos de mi condición de mal trabaja. Mi bautizo de hielo ocurrió en las vacaciones de Navidad del año del Señor de 1963-1964. Resultó que suspendí, por  conducta demasiado primitiva, el ingreso en el seminario. No sé si como castigo o como acicate mi padre me llevó a las aceitunas. Él vareaba un olivo y mi Manolo y yo recogíamos el fruto del suelo. Esa tarea nos llevaba todo el día, o a lo mejor dos olivos por día; unos cincuenta kilos de aceitunas. Mi abuelo Manolo, el encargado de la zaranda, nos los canjeaba por unas chapas metálicas que tenían luego un precio al final de la campaña. Pasaba mucha vergüenza porque mi hermano, cuatro años más chico que yo, era un fierecilla incansable y yo un holgazán que pretendía coger las aceitunas sentado a la despatarrada. Mis manos delicadas de once años nunca pudieron con el frío cortante de aquellas mañanas heladas. Después de cada espuerta llena me despistaba para ir a calentarme a la candela. Esa experiencia me marcó, creo yo. Me gustan los olivos, sí, pero desde lejos.

Con el primer sol de la mañana ya estamos en el campo la Peque, la Pegui y yo. No sabría decir quién de los tres lo disfruta más. La perrita, suelta al fin de amarras, corretea a sus anchas por las amplias camadas entre los olivos, sembradas estos días de una escarcha inmaculada. A ratos se nos pierde de vista persiguiendo inútilmente algún conejillo o una bandada de perdigones fugaces. Cuando vuelve tiene el hocico negro de haberse refregado con algún gusano muerto y la barriga marrón de rozarse con la tierra. De nuevo habrá que bañarla contrariando las recomendaciones de su veterinario. "En invierno, con un baño al mes es suficiente". En una semana ya lleva tres. La Peque y yo caminamos de prisa, se trata de perder las abundancias de estos días, no de dar un tranquilo paseo. Charlamos animosamente de nuestras cosas, bromeamos, discutimos, espera Peque un momento que me ha dado un apretón, vaya por Dios, todos los días lo mismo. Campo a través, por sitios ya conocidos de tanto uso, nos tropezamos con cuadrillas de aceituneros, "¡qué suerte tienen algunos!", nos dicen a modo de saludo, "si queréis perder peso venid y echad una mano". "Vamos a dejarlo para otro día, que hoy no traigo las botas de campo", bromeo con ellos. En estas fechas no solemos frecuentar los parajes ribereños porque el río viene diezmado por el pantano. El río y todo su espléndido entorno son, como las bicicletas, para el verano. Ya os contaré.

Después de todo no me quejo. Son pocos días los que pasamos en el pueblo; mi padre y mis suegros agradecen lo indecible nuestras visitas; comemos con mis hermanos y cuñados, vamos de compras a Antequera, nos acostamos prontito...Y nos relajamos un montón recorriendo y reinventando senderos de remanso.

Si uno quiere, hasta el tiempo muerto es útil.