domingo, 30 de septiembre de 2012

El vendedor de trajes de El Corte Inglés

Me cuentan mis compañeros más jóvenes, los que tienen niños en la escuela, que se ha puesto de moda en los colegios entablar debates de alumnos entre sí  y con los profesores. Eso está bien. Debates sobre temas de actualidad, donde se propicie la discusión razonada, se aprenda a dirimir diferencias mediante el diálogo y se consiga erradicar, desde chicos, la norma tan nuestra de que quien chilla más fuerte tiene la razón. Me gusta.

Ya hubiéramos querido nosotros disfrutar de un entorno académico parecido. No es que me queje, eran otros tiempos y otros modos de enseñar. Entoces ni sabíamos qué fuera un debate. Solamente existían verdades absolutas: la palabra bronca de don José, maestro y alcalde a la vez, la ley; la voz no por melíflua menos santa de don Gaspar, el rector del seminario; la mirada flamígera de don Antonio, prefecto,  jefe de estudios y centurión de todas las falanges; y el reblandecimiento de la médula causado por tanta masturbación. Eran cosas inamovibles. La Biblia.

Según me dicen, en las escuelas de ahora hoy le puede tocar a un grupo de niños reprender con firmeza la actuación de Bretón con sus hijos y mañana defender sus hipotéticas razones con el mismo afán, unos días eres fiscal y otros abogado defensor. Sigo viéndolo bien. La realidad es siempre mucho más compleja de lo que aparenta y es muy provechoso para la madurez personal saber ponerse en todos los supuestos. Aunque he de reconocer que para las personas normales nos resulte imposible comprender los motivos de un psicópata. Aplaudo este tipo de iniciativas.
 
Hoy, sin embargo, quisiera tener con vosotros un debate de adultos. A ver si hemos  sabido reengancharnos a lo que no aprendimos de niños. Me siento movido a  compartir con mis lectores mi actual estado de inquietud, de cierta duda corrosiva por un asunto delicado que en ocasiones se nos presenta a los médicos. 

Después de días y semanas de tiras y aflojas parece que este paciente vaya a aceptar mis consejos ante una enfermedad grave. No es una enfermedad cualquiera, ni se trata de un paciente cualquiera. Como ya habréis imaginado, la enfermedad es un cáncer con posibilidades reales de supervivencia prolongada, no diré curación, y el paciente un hombre de convicciones rígidas. Este hombre es un apóstata de la medicina oficial, acude a mí por fe personal, es un creyente de la naturaleza pura, de evitar tantas interferencias, tantos venenos en nuestros remedios artificiales de laboratorio. Encima le asiste la razón de que muchas de nuestras actuaciones médicas son propiciadas o inducidas por la industria farmacéutica, tan poco escrupulosa con las eventuales consecuencias de productos dañinos. Lo primero es el negocio. Este hombre suma, en homeopatía, más que la Mercedes, Victoria y el Palanco juntos. Confía más en la medicina natural que en la "nuestra". Pero, aún siendo así y respetando estas creencias, existen situaciones concretas ante las que no nos queda otra que claudicar. "Olvida tus convicciones", le reprocho, "ahora toca vivir; ¡de qué te servirán en el cementerio?" Casi me arranca la confesión ahogada de su fatalidad si no acepta el tratamiento. Siendo de francés (como casi todos nosotros) se ha empapado de la bibliografía científica sobre su enfermedad, toda ella en inglés,  aportada por mí a petición suya.Y al final creo que se va a rendir ante el enorme peso de la evidencia. Aún no las tengo todas conmigo.
 
En ocasiones como ésta muchos médicos sufrimos al no poder evitar que una persona elija el camino equivocado. En algunos casos llegamos incluso a la autoinculpación por no haber sido capaces de conseguir el sí quiero del paciente. Pero ¿quién sabe con certeza cuál es el buen camino? Nuestros alegatos se basan en estadísticas fiables, sí, pero el paciente individual, tú o yo, podemos ser la desviación que se sale de la media. Eso también es estadística y también ocurre. No siempre le toca el Gordo de Navidad a quien más papeletas lleva, aunque éste tenga más probabilidad. Además, en el tema concreto de la Oncología, los investigadores toman como resultados muy positivos de un ensayo clínico supervivencias de cinco o seis meses, algo suficiente para el valor significativo de la "p" y de la "odd ratio", pero totalmente frustrante para el paciente. Por otra parte, al contrario de lo que ocurre con las matemáticas y con la estadística, los modelos biológicos del enfermar y del curar no son tan predecibles. En cualquier caso, la discusión sería baladí si los pronósticos médicos fuesen siempre certeros y  los tratamientos fuesen inócuos. Pero la quimioterapia  puede ser también tóxica, incluso mortal. Por tanto, todo ha de ser muy bien analizado.

Cuando yo me formaba esto era impensable, magister dixit, lo que usted diga doctor. En un análisis superficial aquello era mucho más fácil para todos. Para la familia y para el propio paciente porque delegando en el médico tranquilizaban ánimos y conciencias. Para el médico porque era el que sabía, se sentía maestro de ceremonias y potenciaba su autoridad y su magia. Era el antiguo paternalismo médico. Y nos lo explicaban en clase y todo: si usted va al Corte Inglés a comprarse un traje para una boda y no tiene ni idea de modelos ni de marcas tendrá que confiar en lo que le diga un profesional que lleva allí trabajando diez años y conoce el paño ¿no? Pues sí o pues no. Ya veremos.  El paternalismo médico daba por supuesto cosas que no siempre iban a ser ciertas. Ni lo eran antes, ni lo son ahora. El criterio del médico no es necesariamente siempre el más acertado, no somos infalibles. Además, el vendedor de trajes de "El Corte Inglés" bien pudiera tener intereses espurios a la hora de colocarte el modelo que a él más le conviniera en ese momento, no el que mejor te cayera. Que de todo hay en la viña. Puede que con este traje elegido haga el ridículo en la boda de mi primo, pero es el que a mí más me gusta. Ya sé, ya sé; no me atosiguéis, no es lo mismo hacer el ridículo que morirte; no es igual comprarte un traje que ponerte quimioterapia. Pues ahí está el ser o no ser, ahí la duda corrosiva de la que os hablé antes.

Hoy se le ha dado la vuelta a la tortilla. La excesiva información mediática sobre temas relacionados con la medicina nos ha convertido a todos en mediquillos de tres al cuarto que acudimos a la consulta médica con recortes de periódicos o incluso con informaciones on line en el móvil que tratan de tal o cual enfermedad. Por no hablar de la gente que viene exigiendo la última novedad que han visto en la tele, la vacuna contra el Alzheimer, todavía en fase de investigación. La tele, la dichosa tele que podría haber sido un potentísimo vehículo de cultura, de educación para la ciudadanía y de ocio y que se ha quedado en una máquina de gastar, ya ni para el fútbol que es de pago casi todo, sino para un esparcimiento ñoño y decadente. Ni  paternalismo ni populismo, ni una cosa ni otra. In medio virtus.
 
Bienvenida por tanto la ley de autonomía del paciente que obliga al médico a consensuar con aquél, no a imponer, cualquier decisión a tomar, considerando por igual las necesidades puramente técnico-científicas del caso y las convicciones, ideas y creencias de cada paciente. Y es lógico que así sea. Cada persona es dueña de sus decisiones y de su vida. El médico ha de informar de una manera comprensible, aconsejar, dirimir pros y contras; siempre, y esto es muy humano, intentando arrimar el ascua a su sardina, claro, pero la decisión última es del paciente.  
 
Mi insistencia respetuosa y mis argumentaciones como vendedor experto han surtido el efecto deseado. Parece que este hombre tozudo va a ponerse el traje que yo le he recomendado. Pero ¡y si al final no acertamos? ¿Vale la pena tanto esfuerzo, tanta dedicación en violentar la voluntad explícita de este hombre para que luego muera en la orilla? La solución a esta pregunta nos la dará el tiempo. En este caso concreto, el de este hombre, mi respuesta es sí. Simplemente porque no hay alternativa. Este paciente no debería cerrarse de manera voluntaria y consciente la única puerta conocida para seguir vivo, para alentar la esperanza de una supervivencia prolongada.  La alternativa no es otra que morirse antes de meter siquiera un pié en el río.   
 
No siempre se consigue convencer a los pacientes. Aún poniendo el mismo empeño. Recordaréis a aquella mujer de sólo sesenta y tantos años que no consintió hacerse una biopsia de la mama y, mucho menos, operarse de ella. Adujo, de forma infantil, que la operación desfiguraría mucho su pecho y le estropearía el traje de madrina para la boda de su hijo. De esto hará unos siete u ocho  meses. Llegó a tiempo para la boda, sí, pero ya está en el cielo. Y lo que es peor, sin su traje.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Médico, cúrate a tí mismo

No conozco paciente más pejiguera para un médico que él mismo cuando enferma. Lo admito, no valgo para enfermo. El caso es que en las pocas ocasiones en que he padecido de algo serio lo he llevado muy bien, mucho mejor que la Peque. Creo que estoy mentalmente preparado para afrontar una enfermedad grave. Sin embargo, las cosas tontorronas, la mocarrera, el resfriado común, la faringitis, el vértigo...me sacan de quicio. Y además, me automedico. No es que no me fíe de mis colegas, ni mucho menos, sino que me gusta diagnosticarme y tratarme yo mismo, lo del médico cúrate a tí mismo de Sócrates. Pues eso. Creo que he estado hospitalizado en tres ocasiones, la salmonelosis que cogimos en el bar Manolete, una enterocolitis por estafilocco de un pudding pasado de fecha y cuando la hematuria de esfuerzo. ¡Ah bueno!, se me olvidaba, han sido cuatro, la última hace dos años, con la arritmia en Puigcerdá. En todas ellas he tenido exasperada a la enfermera de turno modificándome el tratamiento a mi antojo, que si  aumenta un poquito este suero, ponme tantos miliequivalentes de bicarbonato, dale más caña al Trangorex...Un caso. Lo de ahora es distinto: un simple y fastidioso resfriado.

Toda la santa mañana moqueando, desollándome las narices, tosiendo, estornudando encima de mis pacientes...,¡qué coraje!, ¡qué mal cuerpo! "Pero vente ya para la casa", me telefonea la Peque. "No tenías que venir estando así", me corrige Rosa, nuestra administrativa. Pero si me quedo en casa es casi peor. Aquí, en el hospital, con el afán de la consulta no tengo más remedio que apechugar y como quien no quiere la cosa, un paciente detrás de otro, se pasa el tiempo más rápido. En casa estaría aperreado todo el día, porque con este cuerpo no está uno para nada, ni siquiera para escribir. Al final de la mañana, sobre la una del medio día, son mis propios compañeros los que me echan. "Vete ya so pesao, que nos vas a contagiar a todos". Y entonces pillo y me paso por el Mercadona a comprarme una trenza de hojaldre con pasas y nueces. Buenísima para el catarro.

"Huy, ¡cómo está usted!", me dice algún paciente de más confianza. "Yo creía que los médicos no se ponían malos". Y es verdad. Los médicos no deberíamos ponernos malos. Cuando llegue la hora se estira la pata de una vez y ya está. Pero no esta tontuna de los mocos, la calentura y el dolor de huesos. Con mis amigos he llegado a un trato: ellos pueden enfermar cuando sea procedente, según vaya tocando, que yo estaré siempre con la mejor disposición para atenderlos; a cambio, a mí que no me pase nada, yo siempre igual o algo mejor si cabe (si acaso, una poquita más de fuerza  en el muelle del levantar). Tiene su lógica, no creáis. Si yo envejezco al mismo ritmo que ellos llegará un momento (está al caer) en que me fallen las ganas y las fuerzas, incluso el seso (me refiero al de pensar, del otro mejor me callo). 

A nadie le interesa que los médicos enfermemos, que enfermen otros, ¡como no hay gente en el mundo!

domingo, 23 de septiembre de 2012

El escondite

Hace solamente unas horas he recibido a un  tiempo sendos e-mail de mis amigos Jaime y Pintor con el mismo tema. Se trata de un relato demoledor en el que una corresponsal alemana en Madrid da cuenta a su periódico de cómo ve ella la realidad de la crisis en España. Yo creo que es auténtico, ya sabéis, no siempre puede uno fiarse de lo que recibe por e-mail. Éste parece de verdad. Os lo recomiendo. Tampoco es que descubra un nuevo mundo, todo lo que dice nos suena a todos como verídico, pero lo dice con tal crudeza que se te ponen los vellos de punta. Y uno se pregunta ¿por qué los periodistas españoles no hablan  así de claro, de qué tienen miedo, están, quizás, tan sometidos a su línea editorial que no pueden salirse un ápice de lo políticamente correcto? O peor aún, ¿están comprados como el árbitro del Chelsea-Barsa de hace unos años que no vió cuatro penalties de libro?

El artículo en cuestión viene a decir que España no está tan mal como se pinta en el extranjero, que no es el mismo caso que Grecia, que tiene posibilidades y potencial para salir adelante, y que si no lo hace no es porque vivamos para la fiesta ni haya exceso de funcionarios ni se cobren muchos y elevados sueldos (que no es así) ni defraudemos en el IVA, sino porque nuestro modelo de estado se resquebraja, tenemos dieciséis mini estados que multiplican por dieciséis los mismos organismos oficiales, muchos de ellos totalmente inútiles,  el poder judicial no es independiente, nuestro tejido empresarial ha olvidado su función social y sólo piensa en enriquecerse, nuestra clase bancaria carece por completo de escrúpulos y de decencia y  nuestra casta política es corrupta y complaciente con los poderosos. Ea, ahí queda eso.

Y, al hilo de esto, se me ha ocurrido escribiros algo sobre la crisis, pero algo gracioso, de broma, que nos desintoxique, siquiera unos minutos, de tanta pesadumbre. No creáis que no me tomo la crisis en serio. Sería un irresponsable. Hay ya algunos pacientes míos que no pueden pagarse medicamentos. Tengo algún compañero despedido y, seguramente, me van a hacer trabajar gratis alguna tarde. Claro que es preocupante. Y encima Jaime me alienta asegurándome que lo peor está por venir. ¡No me jodas, tío!

Por ello quiero, yo mismo, despejarme un rato.


¿Cuánto tiempo hace, Tomás, que estuvimos en Italia? ¿Cinco años, quizás? Sí, puede ser. En Venecia, desayunando una bonita mañana en una cafetería cercana a nuestro hotel a Tomás le cambió el semblante una noticia que leía por internet en su móvil. "Macho, ha quebrado Leman-Broders" -farfullaba con la tostada en la boca, que por poco si se atraganta-. "¿Quién coño es ése tal Leman-pregunto yo inocente-. "Joder, José María, no me seas tan pueblerino, es uno de los Bancos más potentes del mundo". Y seguía cada vez más preocupado. "Joder, joder, esto es la crisis, ya la tenemos encima".Y Antonio y yo bromeábamos: "en cuanto que lleguemos a España sacamos del Santander los cuatro mil euros que nos quedan". "Antonio, -le decía yo- tú los escondes en la corraleta de tus perros, ahí no hay Dios que tenga cojones de entrar. Y yo los esconderé en la casetilla de la depuradora de mi piscina, que tanto monta de asquerosa". No vayáis a pensar que los perros de Antonio y de Victoria se pasan de trapío, ¡qué va!, son unos mansos, pero parecen borricos, imponen cierta desazón a las visitas. Y sobre todo, tienen su porqueriza la mar de apestosa. 

Naturalmente, resultaron ciertos los malos auspicios de Tomás y en muy poco tiempo nos encontramos inmersos en la crisis. Dado que todas las miradas se dirigían  a los Bancos, y principalmente al Santander, como los verdaderos responsables del desastre, nos propusimos, de verdad, hacer algún gesto en contra, algo testimonial. No, no; no planeamos ningún atraco. No tenemos, ni de lejos, el arrojo del "Cabeza" ni del "Culebra". Además, ¡qué hacen dos médicos tan decentes asaltando un banco? No hemos sido capaces siquiera de hacer alguna vez un "simpa", aunque solo fuera por la emoción que se debe de sentir, ni nunca nos hemos metido nada en los bolsillos de manera distraída cuando vamos al Corte Inglés. Y mira que dan ganas. No, nada de eso.

Mientras Tomás, muy entendido en estos menesteres, se entretenía por las tardes con el monopoli de la Bolsa cambiando a voleo sus acciones de aquí para allá, Victoria agarró seis mil euros y los escondió entre las fundas de su colchón. Al final prefirió ese sitio mejor que el de los perros, que son muy grandotes, pero medio tontos y se lo comen todo. El colchón de Victoria es ecológico, no creáis. Es capaz de enderezarte la espalda accionando cierto mecanismo y hasta de provocarte sueños eróticos. Pero ha sido una novedad inesperada que sirva también de tan práctico recoveco. Muchas cosas de su casa y de su vida son ecológicas. Por su mano, plantado tiene un huerto (como el beatus ille) donde cultiva tomates, pimientos y pepinos, todos ellos picados e incomestibles por privación de insecticidas; su agua de beber debe pasar unos cuantos filtros antes de ser ingerida; no come féculas ni gluten ni lácteos; su dieta es todo el año depurativa; se aplica a sí misma homeopatía, risoterapia, magnetoterapia y todo lo que de estrafalario cae en sus manos o llega a sus oídos. Ésta es como Mercedes, ya lo véis. Es muy solidaria, una verdadera mecenas, con su dedicación y aporte contribuye al sostenimiento de  una encomiable caterva de sanadores alternativos.

Antonio y yo sacamos dos mil euros cada uno y nos abrimos una cuenta en un banco de ésos ecológicos, Triodos Bank. Más que nada para tranquilizar nuestra conciencia. Ya ves tú lo que éso le importará al Botín. No contento del todo, y después de mucho pensarlo, saqué tres mil euros más y los escondí en mi casa. En el hospital cundió el run run del corralito, de las cajas fuertes y cosas así. Un paciente amigo que es multimillonario, y del que otro día os contaré cosas, me había aconsejado distraer del Banco casi todo lo que tuviera. Pero yo albergué muchas dudas porque creía (y sigo creyendo) que mi dinero está más seguro en el Banco que en mi casa, tan al alcance de la larga mano de la Peque. Total, que al final me decidí. Pero solamente me atreví con tres mil euros.

Nunca lo hubiera hecho. ¿Dónde, Peque, los escondemos? Tres mil euros en billetes de 50 y de 20 hacen un paquetito bueno, no se camuflan en cualquier parte ¡Qué zozobra! ¡maldita sea! ¿Quién me manda a mí semejante marrón? ¿Qué necesidad tengo yo de esta preocupación, de este sinvivir? Mi mujer dispuso que detrás del cabecero de la cama. "Ni hablar Peque; si vienen a robarnos que yo no me entere, me muero del susto; los escondemos en el patio". "Bueno" -proponía ella- "los repartimos en varios paquetes y los ponemos en sitios distintos". "Tampoco me gusta eso, Peque, que al final ni yo mismo voy a saber dónde he puesto cada uno". Un follón. Cada día los cambiaba de sitio, entre los álbunes de fotos, entre mis libros, en el cajón de los paños de cocina, a pique de que los descubra Antonia, nuestra muchacha, debajo del plato de alguna maceta..., hasta llegué a revelar los distintos escondrijos a la Paqui y al Jaime. "Chiquillo, esas cosas no se cuentan, ni siquiera a los amigos", me reprochaba Paqui.  No encontraba paz. ¡Con lo que me gusta a mí la tranquilidad de mi casa..! Un día creí haber dado con la solución: cogí el paquete dichoso, lo metí en una bolsa de plástico, bien atadito y lo amarré en una rama de uno de mis naranjos, una rama bien frondosa que lo ocultaba por completo. Nadie lo supo, ni siquiera la Peque. Ea, a ver quién se va a imaginar que alguien con dos dedos de frente vaya a dejar tres mil euros en un naranjo. Estando en el pueblo de fin de semana y mis dineros pendiendo de una rama, cayó allí un chaparrón inesperado, seguramente una tormenta local, que ni siquiera pasara de Benamejí. Pero yo no cabía en mi pellejo creyendo a mis billetes pingando de agua. No hubo tal, pero ya desconfié también de esa solución. Al final, los dejé en el cajoncito de siempre y fuera lo que Dios quisiera. Pero cada vez que salía de viaje, o preveía una ausencia de mi casa de varias horas me llevaba el paquete metido en mi bolsillo. Un caso. "Mira Peque, que no, que yo así no vivo. Dejo el dinero en su sitio de siempre y tú lo vas gastando, ea. Pero que dure, eh". Ella, claro está, no sólo respiró, sino que vió el cielo abierto con el cajoncillo repleto de billetes.

Bueno, después de todo ha servido de algo tanto desvelo. Muchos de mis amigos han sacado dinero del Santander y se han abierto cuentas en Triodos. Empezamos muy valientes, transfiriendo cada mes unos quinientos euros. Pero luego, con los recortes, hemos cerrado el grifito. Algunos de ellos tienen algo en sus casas, yo lo sé, aunque no vayan por ahí pregonando su escondite. ¿Lo notará Botín? Lo dudo.

Yo os animo (con la boca chica) a que hagamos como mi Peque: salgamos de la crisis gastando y consumiendo. ¡Con dos cojones!

miércoles, 19 de septiembre de 2012

La furgoneta erótica


Bien entrada la noche a José Luis le despiertan unos ruidos desacostumbrados. Poca gente mejor que él sabe interpretar los  silencios de la madrugada en el arrabal sevillano. Todas las noches lo mismo: Sobre las diez, los chaveas más postreros y viciosos apuran sus últimos minutos gamberreando hasta que al fin aparcan sus bicis tirándolas en las entradas de sus casas. Con cierto orden desacompasado se van oscureciendo las ventanas de los bloques. Cuando la señora Paquita del 3 D eche el cierre de la persiana de su balcón, sobre la media noche, Heliópolis entera duerme. Todo lo más, algún frenazo intempestivo o el estruendoso acelerón de un motero desaprensivo. A José Luis, sin embargo, todavía le queda.

 En la oscura quietud de la calle y cautivo en su propia furgoneta, trabaja sin prisa, sin tiempo. Su única compaña es una bombilla de luz tibia y mortecina que no despierte sospechas. Con pulso exquisito y la boca apretada, casi en cuclillas, toca y retoca deleitosamente un bodegón que ha de presentar mañana en la clase de pintura. Éste  es su momento mágico. Silencio, se trabaja, se crea. Se recrea el tío a destajo hasta que venga el sueño. En la parte trasera de su furgoneta tiene preparado el dormitorio: un colchón raído de  espuma, unas  sábanas enrolladas en los pies y una almohada rehundida a la cabecera. Ahí duerme.

Sus trabajos de fines de semana en el puerto de Algeciras y los pocos encargos de pinturas y retratos que ya le hacen, no dan todavía para pagarse una pensión barata, ni para ir y venir todos los días de Algeciras a Sevilla. A sus veintinueve años ha descubierto su vocación tardía y se ha metido en la Facultad de Bellas Artes. Aquí en Sevilla, la furgoneta es su casa y también su medio de sustento, realizando portes que le encargan los vecinos o sus propios compañeros de Facultad. Un buscavidas. Siempre atraca en su sitio, en la calle Manuel Siurot, muy arriba, a la altura del campo del Betis, en un aparcamiento anexo a un instituto, justo debajo de un árbol grande de  desparramado ramaje, un castaño de sombra, que los cobija  a ambos, al coche y a él.

Las nenas de su curso se lo rifan. No sabe uno a ciencia cierta si es por su moreno mediterráneo, por sus espaldas de estibador o porque, no nos vamos a andar con rodeos, la mayoría de los muchachos de la clase son mariquitas. Pero él, mocito viejo y prevenido, solo se ha dejado amadrinar por la Peque que lo protege como gallina clueca de estas niñatas modernas y arpías. Algunas noches de diluvio mi mujer, compañera suya de pupitre, se lo ha traído  a casa, que coma caliente, que duerma arropado y que se duche, joer, que no hay quien pare a su vera. Y entonces, con la barriguita satisfecha y vestido de limpio, nos cuenta historias. Más que historias, su vida.
-Oye, José Luis, que digo yo, que si nunca se te ha ocurrido llevarte a tu furgoneta a alguna de las lagartonas de la clase -le suelto con mi guasa e indiscreción habituales. -Y entonces se pone muy azorado, mirando a la Peque como si fuese mismamente su madre, como avergonzado.
-No, hombre, ¿qué cosas tienes? Bastante tengo con mis ajetreos y con las faenas y trabajos de la Facultad. No, no; además que tengo una medio novia en Algeciras.
-Vaya hombre, y yo que creía que serías el picha brava de la clase.

Soltero convencido y algo refunfuñón, vive con su madre en Algeciras. De niño no pasó de la escuela porque se le iba todo el tiempo pintarrajeando en los cuadernos dibujos y caricaturas de sus compañeros y de los maestros; a éste le ponía de narizotas; a éste otro de cejijunto; a don Práxedes, el despistado, lo pintaba divinamente, con sus gafas de culo de vaso y su sombrero. A los doce años, visto el fracaso, su padre se lo llevó a trabajar con él al puerto. No le quedó otra que despabilar. Pero el duende no se amilanó. Pintaba en los ratos libres, allí mismo, en el muelle, sobre una mesita plegable que se agenció para tal fin. Bocetos y apuntes miles, a lápiz, de su tema favorito, su fuente de inspiración: los niños moritos en tránsito con sus padres; sus sayales, sus caperuzas, sus sandalias..., todo tan distinto a lo nuestro; sus coches destartalados y renqueantes...Todavía conserva algunos de aquellos bocetos enrollados en un gran canuto de cartón y nos los enseña orgulloso extendiéndolos sobre la mesa del comedor con similar pericia a como mi hermano Frasco despliega un mapa del Michelín. Muerto el padre, precisamente en un accidente laboral en el puerto, tomó la gran decisión: se preparó el acceso a la universidad para mayores.Y aquí lo tenemos. Durmiendo en su furgoneta.

No le inquietan ya los ruidos del silencio nocturno. Distingue muy bien los goterones de la lluvia y la caída de hojarasca y de semillas en el techo de su habitáculo, los maullidos lejanos de gatos callejeros, las risas calladas y prohibidas de alguna pareja trasnochadora…Se ha  acostumbrado a todo ello. Pero esa noche no. Extraños ruidos le despiertan. Algo se mueve encima de su furgoneta, el techo tiembla. Piensa, medio adormilado todavía, en un gato que se ha escurrido desde el árbol y que intenta trepar de nuevo. Pero no. Los ruidos tienen cierto ritmo, cruje el techo con cierta cadencia, se para, vuelve a crujir. Y se sorprende todavía más, ya despierto del todo, al escuchar también quejidos de gente, ayes entrecortados que no parecen dolorosos sino muy complacientes. No puede creer lo que  está pensando. Pero ya está cantado. Una parejita muy necesitada ha gateado por una rama, se ha ocultado allí y está de cariñitos encima de su furgoneta.

-¿Y qué hiciste José Luis?

-Pues ¿qué iba  a hacer? Dejarlos terminar, y luego seguir durmiendo.
Bien hecho, hombre. Cuando la necesidad aprieta cualquier sitio vale, lo mismo da el suelo, que el coche,  que el techo de una furgoneta.

sábado, 15 de septiembre de 2012

All you need is love

Tachadme de romántico y de nostálgico. No os faltará razón. Uno de mis pocos defectos (perdón por la inmodestia) es vivir en exceso de cara al pasado. Parece que lo único que me interese del futuro sea saber cuándo meceré a mi primera nietecita. Muchos aspectos de mi vida son demasiado añejos. Quizás.Ya habéis podido comprobar tantas referencias a mi infancia y al seminario. Y no os cuento intimidades de mis primeros años de noviazgo con la Peque porque ella no me deja, es muy reservada para estas cosas.

Tal vez por este anclaje en el pasado (para mí, pretérito perfecto) no comprenda bien algunas cosas de la gente nueva, entre otras, las maneras de ennoviarse y enamorarse, que se me antojan demasiado facilonas, poco serias. Conseguir el amor en nuestros tiempos era tarea mucho más trabajada que ahora, eran necesarios muchos paseos por la plaza, bastantes convites a Fanta o a Coca Cola, hacer el ridículo aguantando en público el aparente rechazo del ser amado...¡Qué os voy a contar!

Por romántico y por nostálgico será que siento una especial debilidad por esta pareja de amigos, Paco y Ana, que, a sus años, no solamente se han rejuntado sino que se han casado y todo. Y en secreto, dicho sea con mi habitual indiscreción. Ante la creciente fragilidad del compromiso matrimonial en nuestros días, otro signo de los tiempos, yo celebro con entusiasmo que gente con los genitales plateados se casen, si no como Dios manda, sí con todas las de la ley. Y celebro no sólo el matrimonio en sí, sino también la manera como han sabido conducir un enamoramiento en unas circunstancias anímicas nada favorables.

Porque Paco y Ana han sido novios de los de antes, se han comportado como hacíamos los novios en nuestros tiempos mozos, han seguido una cadencia, un protocolo de acercamiento gradual y progresivo, nada de aquí te pillo, aquí te mato, de tanta actualidad. Solo les ha faltado la pedida de mano, pero, claro, frisando los sesenta no es fácil dar con unos padres vivos y lúcidos. Se conocieron, bueno, mejor se reencontraron, casi de casualidad, en la casa de Mariqui, la que tiene en el Rocío. Hará cosa de seis o siete años. Tontearon un tiempo por aquí, los primeros tanteos; paseos de la mano por la ribera, charlas de reconocimiento mutuo, que si quedamos a comer en el "Azafrán", que si una copa en "Abades", que si por qué no te vienes conmigo este finde a Madrid y menudencias así. Como quiera que en la cata de prueba, un par de polvos seguidos en el "Alcora", superaran el test, aunque, todo hay que decirlo Paco, raspando el suspenso, se dijeron que sí, que palante y se compraron un piso en Tomares a donde Ana se mudó y donde Paco se solazaba de tanto viaje los fines de semana. Hasta que ella logró prejubilarse y, juntos para siempre, se fueron a vivir al piso de Paco en Madrid. De cine.

De cine ahora. Antes de conocerse, cada uno por su lado, han llevado su cruz respectiva hasta el Gólgota. Pero el amor les ha redimido sin necesidad de crucifixión. De Ana conozco menos. Su anterior pareja, al parecer, era un hombre de muy escasa sensibilidad. El matrimonio fracasó, se divorciaron de mala manera (como casi siempre) y Ana, una real hembra con hechuras mulatonas, quedó libre, pero desconcertada,  inexplicablemente desaprovechada para la causa marital. Sin otro apoyo que sus amigas de Sevilla (toda su familia es asturiana), ha pasado lustros de triste soledad hasta conseguir sacar adelante a sus hijos, ya todos adultos. Una historia demasiado truculenta que a ninguno nos interesa hurgar hoy, que la ha perseguido durante años y que ella querrá borrar de su memoria para siempre. Y ahora, con las aguas tranquilas, sin esperarlo, se le presenta el amor en bandeja. Y lo ha aprovechado, digo. Para Ana, el encuentro con Paco ha supuesto un antes y un después, el hallazgo gozoso e inesperado de su príncipe azul, del hombre bueno que toda mujer desea (y encima con taco), una oportunidad milagrosa de sentir el cariño de verdad, el de alguien que te quiere, que se interesa por ti y por tus cosas. Y nuestro amigo Paco es único para eso. Quizás demasiado. Pero parece que nada es demasiado para ellas. No he conocido persona más detallista y considerado hacia las mujeres que él. Consigue que a su lado una mujer se sienta importante. Yo mismo en más de una ocasión le he dicho a la cara: Paco, si yo fuera tía me casaba contigo. Con Ana, además, es que se derrite. Y ella, que lo sabe, lo provoca aún más poniéndole ojitos. Después de tanto tiempo de oscuridad y de ostracismo esta mujer, este pedazo de hembra, se ha hecho visible, ha salido a la luz del día para regocijo de los ojos, propios y ajenos. 

Cuando lo conocí, hará ya unos buenos veinte años, Paco era un hombre abandonado a su suerte en el sentido de la afectividad, un alma en pena. Daba pena de verdad ver a un tiarrón de dos metros y ciento y pico kilos vagando por Tomares o por Sevilla como perro sin amo esperando el favor de sus amigos por si les apeteciera salir esta tarde a dar un paseo con él. Ingeniero industrial con un puesto de relevancia en una empresa alemana en Madrid, su competencia y valía profesionales eran comparables a su descarrío en el terreno personal. La vida de Paco, siquiera resumida, daría para un bet seller. Pero me falta el nihil obstat del propio interesado. En sus buenos tiempos, según relatan sus amigos, que son los míos, era el tío más vicioso y juerguista que hubiera parido madre. Era el último que se iba a la piltra, su estómago daba acomodo sin reparo a litronas y litronas, le amanecían los sábados perdido por sabe Dios dónde; uno de aquellos sábados gloriosos fue hallado vivo, resacoso y amnésico en Cabra, junto a Javier, hermano chico de Jaime, sin que ninguno de ambos fuera capaz de dar una explicación coherente de cómo hubieron podido aterrizar allí. Un tío bragado, vaya.
Otro día contaremos los motivos que llevan a todo un señor ingeniero, nada menos que de los madriles, a enamorarse de Sevilla hasta el punto de vivirla con mucha más intensidad y frecuencia que la propia capital. Es demasiado largo para nuestro propósito de ahora. El caso es que, total y absolutamente integrado en la vida sevillana con éstos, sus amigos del alma, sus hermanos de adopción, una serie desgraciada de desamores, desencuentros y desengaños lo conducen a la ruina anímica más absoluta. El Paco jovial, dicharachero, el Paco juerguista y cachondo desaparece casi de la noche a la mañana y se transforma de manera increíble en un hombre demasiado formal para los que lo han conocido de antes, serio, tristón y taciturno. Sus alegres y festivos fines de semana se convierten ahora en largas y meditativas estancias en la casa de Jaime y de Paqui que hacen de amigos, de confesores, de padres y de posaderos.

Y es en este punto de su vida cuando lo conozco por primera vez. Una piltrafa de hombre, con todos los respetos. Desesperanza sea quizás la palabra que mejor definiría su estado anímico de entonces. Pero no faltaríamos en nada a la verdad si añadimos desilusión, depresión, astenia, anhedonia, murria, indiferencia por todo lo referente al amor, al cariño, a la vida en común con alguna mujer. Él mismo lo confesaba abiertamente: ya no valgo para esto, me doy por vencido. Con todo, y ante nuestra insistencia cansina de que tenía la obligación consigo mismo de intentarlo, probó varios escarceos amorosos con chicas guapísimas, de aquí de Sevilla y de Madrid. Pero nada. Se mostraba totalmente incapaz de mantener una relación más allá de unos meses. Perdido para la causa. "Cualquier día de éstos, rompe en maricón", pronosticaba Juan Francisco. Demasiados años de tristeza y de soledad hasta que llegó su momento.

Para Paco, el descubrimiento de  Ana ha sido una bendición del cielo, un ser o no ser, un darle la vuelta completa al calcetín, un emerger del pozo umbrío de la desesperanza. En estos pocos años el sol ha vuelto a salir cada día también para él, aún habiendo habido tiempos neblinosos como aquéllos del balón gástrico para ver si enflacaba o éstos de ahora de la carpintería metálica sobre sus dientes gastados. Poco importan ya esas pequeñas vicisitudes. En estos momentos, muy pendiente de su inminente jubilación, este hombre, aunque aborrezca el bullicio, quién te ha visto y quién te ve, se ilusiona con sus visitas a los amigos de siempre, con las caminatas ribereñas con el Palanco, con su cofradía de san Bernardo, con las frecuentes escapadas con su novia a hotelitos con encanto o, simplemente, con una vida tranquila entre Madrid y Sevilla siempre pendiente de su Ana. Este hombre, os lo digo yo, ha resucitado a la vida. Por mucho que no sea, ni por asomo, el brioso corcel que en su siglo cabalgara con unas cuantas yeguas y ahora se vea a sí mismo como un cansado percherón que no alarga medio metro de meada.
¿Por qué, Ana de Dios, no apareciste antes, diez años antes? Dime. No hay respuesta, la vida es como se presenta.Y bien mirado no ha estado mal que haya ocurrido así, que estos tortolitos hayan encontrado el cariño, el sosiego interior, la tranquilidad de espíritu en esta etapa de la vida que agradece mucho más el calor y la compañía que la pasión desbordada. Un amor maduro, un amor tardío, el amor sereno del otoño.

Paco y Ana, Ana y Paco, estaba escrito y cantado desde los tiempos de los Beatles: todo lo que necesitabais era amor.

Ya lo veis, soy un romántico.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Un amigo médico no es garantía pero da confianza

Dejando aparte el fervor rociero del que tanto disfruto, según hemos comprobado ya en un capítulo anterior, otro de los favores que recibo con cierta sorpresa de mis amigos de Sevilla es lo poco que me importunan como médico, el escaso provecho que sacan de tener un amigo médico. Ellos y ellas, casi todos, son homeopáticos; arreglan sus achaques con unas pildoritas de Árnica o con un buche de aceite de onagra. Y para las tensiones psicosomáticas es Mercedes, nuestra psicóloga, quien los atonta y sofroniza con sus juegos de manos y sus golpecitos en la frente. Y en las ocasiones en que nos acompañan de contertulios Antonio Pintor y Victoria se fían más del criterio y de las opiniones de ambos que de los míos. Me quedo descolocado, es verdad, esta gente no se da cuenta de que tienen un "figura" a su entera disposición. En el hospital los enfermos llegan a las manos por una cita conmigo y, sin embargo, mis amigos pasan de mí. Los únicos pacientes fidelísimos entre mis amigos de Sevilla son Paco y Ana, sí, sí, los recién casados en secreto.

Sí, Mercedes tiene mucho más tirón que yo. Y mejor cuerpo. Domina a la perfección el lenguaje oral tanto como el gestual, es asertiva en sus recomendaciones, "esto es así porque sí", se desprende de su charla amena y documentada; si en el anterior almuerzo juntos de hace quince días lo mejor para el estreñimiento era el Aloe Vera, hoy, cenando en mi casa, es el carbonato magnésico. Y me reprende porque yo le recomiende a la Peque, estreñida de siete días, una infusión de hoja de Zen, "éso es cancerígeno, Jose María". Ea, y me tengo que aguantar. Me ningunea, oye.

Mercedes tuvo su día grande, su momento de máxima gloria, una noche de marzo pasado que dormimos todos juntos en el chalet de Frasqui. Después de la cena, mientras Jaime, el Palanco y Juan Francisco veían en la tele un Betis-Real Madrid, Mercedes nos congregó al resto de la gitanada en un salón contiguo y, al dulce calorcito de la chimenea, nos fue aliviando, uno a uno, por tocas, de nuestras tensiones del día. Sólo tamborileando con sus dedos en determinadas partes de la cabeza del abducido y bisbiseando un batiburrillo de mágicas letanías. Y lo admito, a Agustín le curó un dolor de cabeza resistente a tres dolalgiales; y la cabeza del añoro no es cualquier cosa, que, antes que cura, Agustín quiso ser bombero, lo que pasa es que, en viéndole la testa, no lo admitieron. A Paqui (la falcona) se le esfumó, como por hechizo, un virus intestinal muy fastidioso. A Pili le disipó toda la angustia acumulada por su responsabilidad como anfitriona. María Jesús, que se ríe de su sombra, no entró al trapo. Conmigo no consiguió rehacerme del todo del desplante de Jaime que, sevillista de pro, se puso de parte del Betis con tal de llevarme la contraria. Ten un amigo desde los doce años para esto. Pero a la Peque me la dejó la mar de preparada y blanda para una noche que prometía calor, pasión y desenfreno. Total para nada. Para una vez que mi mujer está tierna y receptiva compartimos suelo y dormitorio con María Jesús. Y no era cosa de escandalizar a la pobre viuda, tan falta de hombre. Mercedes es una bruja. En los tiempos de Torquemada la habrían achicharrado viva más de una vez.

Lo de Antonio Pintor es otra cosa. Es tanta la sintonía emocional entre ellos, que mi gente de aquí, la de Sevilla, bendice cualquier argumento que salga de la boca de Antonio, no sólo ya un alegato de índole política, sino también, y por extensión, de cualquier otro tema, incluído, naturalmente, el de carácter médico. Para mi gusto, sin embargo, en lo referente a sanidad y a política sanitaria su mensaje me parece demasiado contundente, excesivamente tajante para un hombre ecuánime tan contrario a lo dogmático. Antonio posee un lenguaje muy cercano, que llega enseguida, muy honesto y muy comprometido. Se nota a legua la pureza de su pensamiento. Y eso engancha a cualquiera y más a ellos, mis amigos de aquí, que beben de su misma fuente ideológica. Yo creo que para éstos resulta muy reconfortante comprobar que Antonio, amigo mío mucho antes que de ellos, complementa algo que a mí me falta: el compromiso político, el activismo, el salir a la calle, el integrarse en el 15 M...Claro, como son tan rojos...

Todo esto es así en tiempos de bonanza. Y no me parece mal. Sin embargo, cuando las opiniones de unos y de otros son solamente éso, pareceres, y los achaques se convierten en males, entonces la cosa cambia. Acuden a mí como tabla de salvación. Es aquello tan antiguo de rezarle a santa Bárbara sólo con tormenta. Todos nosotros recordaremos siempre el apoyo tan especial que les proporcionamos a Antonio Lara y a Manolo Estepa ayudándoles a bien morir. El tiempo vuela ¿eh? El nuevo corazón semiortopédico de nuestro amigo Juan Francisco tampoco resultó gratuito, hubo que pelearlo a base de bien y bien que nos alegramos todos ahora. A Tomás, con la coña de su fisura anal, le tengo visto el salva sea la parte más que a la Peque. Agustín y Paqui, vecinos de tres casas más abajo, me tienen de internista de cabecera, de proctólogo y ginecólogo obligado y hasta de pediatra para Miriam. Y no insisto más en la debilidad que me profesan los dos tortolitos de antes, los recien casados en secreto.

Lo último conocido no ha sido tormenta, sino un viento hipohuracanado, como decía el oso Yogui. No ha llegado a huracán. Nuestro amigo Palanco, aguerrido esposo de Mercedes, el más acérrimo defensor de la homeopatía, ha caído enfermo. Pero de verdad. Es homeópata por convicción propia y por la tirria hacia la corruptela de la industria farmaceútica. Gracias al cielo todo se ha podido subsanar en algo más de un mes. De nuevo bonanza. Pero el verano ha sido movidito. Para uno, como médico y como amigo, resulta muy gratificante sentirse útil en los momentos más difíciles, ayudar al paciente y a sus allegados a mantener la calma, la cordura, a hacer las cosas como Dios manda (esto no es de Rajoy, se ha dicho así toda la vida de Dios), informar de manera clara y a su tiempo...En fin, hacer de médico.

-Antonio, te vemos demasiado tranquilo. -Le decían las mujeres días pasados almorzando en mi casa-. Parece como si la cosa no fuera contigo. -Y el tío va y se pone:
-¡Vaya!, la verdad es que sí. Como José María ha ido por delante en todo, me he limitado a obedecer y a confiar.

Y a José María se le sale la satisfacción por las orejas.

Está claro, tener un amigo médico no garantiza nada, pero da confianza. Es lo menos.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Mi amigo Agundo

En la divertida sobremesa de hace unos días en el bar de Eduardo, el de Fuengirola, al hilo de mis chistes guarros y verderones, un amigo de los anfitriones, allí presente de comensal, mostró abiertamente su desconcierto al conocerme. Le habían advertido de mi carácter jovial y campechano, así como de mis méritos, desproporcionados a todas luces, como médico. Pero lo que vió y escuchó sobrepasó con mucho lo que él podía suponer de un doctor tan afamado.
-Oye, José María, ¿tú siempre eres así de cachondo?
-Más o menos, ¿no Peque?
-Más bien más que menos -replica mi mujer, que no pierde ocasión.
-¿Incluso con tus pacientes? -pregunta incrédulo.
-Incluso.

Se le notan las ganas de seguir preguntándome por ver si se aclara conmigo; hay algo que no le cuadra, no sé, mis hechuras, mi porte tan desgarbado, mi prosodia coloquial tan alejada de los cánones esperados...Pero le cuesta soltarse.
-Venga Rafael, no te cortes, pregunta lo que quieras.
-Es que así, sin conocerte apenas...
-Hay confianza, estamos en familia, hombre. -Pero se le adelanta mi cuñado Cipri:
-Rafael, puedes decirlo sin tapujos: a tí no te cabe en la cabeza que este tío haya llegado a ser médico, ¿verdad?
-Bueno..., sí, es verdad; y un poco también al revés: que haya médicos como este hombre.

De chavea, mi presente era el campo. Y mi futuro también. Mis padres lo sabían y debieron sufrir lo suyo al comprobar lo "mal trabaja" que era. No servía. Ni siquiera sentía vergüenza de que mi Manolo, cuatro años más chico que yo, me adelantara cogiendo aceitunas o escardando matalauva. "Menos mal, Dios mío, que ha servido para los libros" -se justificaba mi madre ante la casera y la hortelana de la Capilla-. Servía para estudiar, algo es algo. Se me quedaban las cosas, las cuentas, la ortografía, la geografía...mucho mejor que a mis amigos  de entonces. De ahí a la sacristía y luego al seminario. Éste es el punto de inflexión en mi vida. El seminario me pulió lo que pudo. Sin el seminario mis padres no hubieran podido hacer frente a la formación que tuve, no hubiera estudiado, sería hoy uno más de los parados del campo. Y encima sin gustarme el dominó ni los bares. Sin el seminario no sería quien soy, no tendría a mis amigos y, sobre todo, no tendría a mi Peque ni a mi Meli (bueno, ni a Pepe ni a la Pegui). Me fue dada una oportunidad. El destino, la suerte, la divinidad, el buen tino de mi padre, el pundonor devoto de mi abuela, los espíritus de mis antepasados, cualquiera cosa que fuese. Una oportunidad. La única. Me tocó. Y la aproveché, creo que para bien.

Hubo, naturalmente, otros chavales de mi tiempo y de mi pueblo que también tuvieron la suya. Unos la han aprovechado mejor que otros, éso es algo normal. Pero hubo también una hornada de niños de aquellos días a quienes el destino, la fortuna, la suerte o la divinidad no tuvieron a bien concederles esa única oportunidad. Niños y niñas más listos que yo que, fuera por falta de medios, fuera por escasa visión de futuro de sus padres, fuera por "cultura popular", permanecieron apegados al terruño alicortando así el desarrollo de sus respectivas capacidades intelectuales, creativas o artísticas.  Niños y niñas que, sin duda, hubieran tenido una vida más enriquecedora  para ellos mismos y para la sociedad si se les hubiera dado la gracia que yo recibí gratuitamente. Niños y niñas que, tan injustamente tratados por la fortuna, han sido los grandes desheredados del destino.

Hoy quiero traer a estas páginas la semblanza de uno de aquellos niños, quizás el más representativo de todos ellos, para evocar el recuerdo y el cariño que siempre le he profesado.

Juan Manuel García Soria, Agundo por mal nombre. 61 años. Natural de Palenciana y vecino de El Arroyo de la Miel. Casado, tres hijos. Camarero de profesión.

Contando con esa oportunidad que nunca le llegó, Agundo sería hoy un catedrático de matemáticas en cualquiera de nuestros institutos o universidades, una especie de profesor anárquico y chiflado, algo parecido al protagonista  de la película "una mente privilegiada". Seguramente ni se hubiera casado, siempre embebido con fórmulas y logaritmos neperianos mejor digeridos con  pequeños sorbos de Jonhy Walker, su wisqui preferido. Viviría en la costa con Micaela, su madre, ya muy achacosa y rebelde, cosas de la edad. Hasta hubiera podido coincidir con mi hija en el instituto de Mijas, quién sabe.
Habría que rebobinar mucho, demasiado, para volver a vivir lo no vivido. Imposible. Todos los que lo conocemos sabemos que no ha tenido suerte en la vida, ni en lo personal ni en lo familiar ni en lo social. Por muchas circunstancias que hoy no toca comentar. Mala suerte, vida injusta para un hombre bueno con un destino equivocado.

Agundo era un niño noble, listo y peleón. Un año mayor que nosotros, pero un año más chico que la gente de su pandilla, siempre anduvo a caballo entre ambas, para las peleas y el fútbol se juntaba con nosotros, mucho más pendencieros, y para los guateques se iba con los grandes. Ya he dicho que era listo. Se crió como cualquier otro niño del pueblo, sin hambre pero con un poquito de necesidad, siendo la escuela, el campo y el río sus lugares comunes favoritos. Bueno, es que no había más donde escoger. O quizás sí. De haber frecuentado la iglesia pudiera, como fue mi caso, haber acabado de monaguillo. Pero no, su terrible e indomable indisciplina y su interpretación tan particular del libre albedrío hubieran sido del todo incompatibles con las rígidas normas de don Juan el párroco. Ahí comenzó nuestro distanciamiento, ahí se inició la divergencia de nuestras vidas. No tengo ningún recuerdo más o menos confuso de ver a Agundo pisando la iglesia. Seguro que hizo la primera comunión, claro está. Poco más.

No puedo tener más que palabras de cariño y de agradecimiento para aquel niño, para este hombre que, de niño, fue mi hermano mayor. Conseguía abrir mis ojos ante cuentas aritméticas imposibles, me enseñó a nadar en el río (vivo de puro milagro), me curtió como un feroz luchador con nuestras espadas de tabla solucionando en tres días mi natural timidez y cobardía, hizo de mí un niño terrible en la pelea cuerpo a cuerpo ante otros niños de otras pandillas...Y tuvo la enorme decencia de no enseñarme ni una sola cochinada, cosa tan frecuente entonces en las relaciones de niños grandes con otros más pequeños. A cambio, yo no fui capaz de meterlo en la sacristía. Si uno pudiera ahora dar marcha atrás...

-Rafael, tú conoces a Agundo ¿no?
-¿Qué Agundo?
-Sí, hombre, -se interpone mi cuñado Cipri- sí lo conoces. Este muchacho de Palenciana que vive en lo alto del Arroyo.
-No caigo ahora mismo.
-Que sí, hombre, que ha sido camarero aquí en el hotel Torreblanca y da horas extras en el Tamarindo. Agundo, coño.
-Yaaaa, Juan Manuel queréis decir.
-Ése. Pues pa que veas, -prosigo- Juan Manuel y yo éramos inseparables, uña y carne, mi mejor amigo de la escuela.
-¡Anda ya!
-Como lo oyes. ¿No te has dado cuenta que tengo sus mismas trazas? Fueron tantas cosas las que me enseñó que  imité ya para siempre hasta sus andares. Fue mi segundo maestro para las cosas de la vida en el pueblo.
-Pero entonces, ¡cómo es posible..? -No se atreve a terminar la frase, pero todos lo entendemos; no se puede explicar que amigos de una misma edad, de una parecida cuna y del mismo medio económico y social resulte que el maestro, el más listo, acabe de camarero y el alumno, el más torpe, sea ahora médico.

-El seminario, Rafael, el seminario.