viernes, 24 de agosto de 2012

Un páncreas artificial

La doctora Hidalgo, compañera de endocrino, está saliendo de una habitación dando bufidos. Me cruzo con ella al entrar.
-¿Qué pasa Juana? -le digo a modo de saludo.
-¿Qué va a pasar? Nada. Lo de siempre, que esta mujer es un borrico. -Y señala a una paciente muy obesa que está tumbada en la cama-. No hay manera de hacerle perder peso. Me tiene aburrida.
-Paciencia, hija.
-Ya, qué remedio.

La mujer en cuestión no es paciente mía. Yo vengo a ver a la compañera de la cama de al lado. La doctora Hidalgo ya se ha ido y me encuentro a solas con las dos mujeres. Están acabando el desayuno. Al cabo de nada entra una  auxiliar para retirar las bandejas de la comida. Ea, todo limpito y preparado para la visita médica. De nuevo a solas. Estoy charlando con mi paciente cuando, en un momento de distracción, me da por mirar a la gordita. Se ha rodeado hacia la pared dándome la espalda. Calladita y con mucho sigilo ha sacado del cajón de su mesita de noche un papelón de jamón de por lo menos medio kilo. Y se lo está comiendo con un cacho de pan que tenía escondido. Al verse descubierta no sabe qué excusa buscar:

-Por favor doctor, usted tiene cara de bueno, ¡no le vaya a decir nada a mi doctora, por favor! -Y me echo a reír, a ver...

La mujer es para verla: unos ciento veinte kilos, así a ojo de buen cubero, cuyas abundancias sebáceas rebasan los bordes de la cama. Sentada, un grueso faldón de pellejo y de panículo adiposo le cuelga por delante de lo que un día fuera una barriga normal, debajo del cual podemos suponer que se ocultan sus partes. Pese a la limpieza de la habitación, el fregoteo corporal que las auxiliares acaban de darle y las pulverizaciones de spray ambientador, se respira ahí cerca un penetrante tufillo a sobaco rancio.
-Pero mujer...¡Con todo el empeño que está poniendo su doctora..!
-Ya lo sé, -se pone en tono lastimero- pero es que  este cuerpo mío no aguanta hasta el mediodía con una manzanilla y cuatro galletas sin azúcar, compréndalo usted.
-Claro que lo comprendo, pero entonces dígaselo usted a la doctora, que no puede con esta dieta, a lo mejor puede usted ser operada del estómago, no sé, hay otras alternativas. Pero no la engañe. Así, desde luego, no va a conseguir nada.
La mujer se queda compungida, pero no pierde pellada, el jamón vuela del papel. Y sigo echando leña al fuego, más que nada para provocarla:
-Además, supongo, su diabetes estará muy mal controlada ¿verdad?
-¿Mi azúcar, dice usted? -Casi se atraganta-. Por las nubes, hijo, por las nubes.
-¿Lo ve? Es que no puede ser.
Se  queda un momento pensativa después de engullir el último bocado.
-Yo creo, doctor, -me espeta muy solemne- que lo que yo necesito es un páncreas artificial.

La madre que la parió a la puñetera.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Finis gloriae mundi

En la iglesia del antiguo hospital de la Caridad, en Sevilla, luce, poco promocionada al gran público, la mayor parte de la obra pictórica del pintor Juan Valdés Leal. Os merecerá la pena visitarla. El cuadro más impactante, finis gloriae mundi, es una alegoría de la muerte, una muerte que no hace distingos, que nos iguala a todos y que pone punto y final a la gloria mundana. De un refinado estilo tenebrista, la escena que nos sobrecoge es tétrica, lúgubre, oscura: en el interior de una cripta yacen varios obispos con sus mitras, sus ropajes y perifollos y con sus cuerpos ya en descomposición. Tanta opulencia, tanto poderío...para ésto. Por encima de ellos aparece una balanza: en el platillo de la derecha los bienes terrenales, en el de la izquierda los espirituales. La balanza se encuentra equilibrada. Tongo, porque sabemos que la pobreza no ha sido nunca virtud apreciada por los obispos. Seguramente el cuadro habría sido encargado por algún prelado y el pintor quiso dejarlo bien parado de cara al juicio final.

Hace unos días, desentrenado aún por unas vacaciones demasiado prolongadas, asistí a la práctica de una necropsia. Ya os lo anticipo: es muy desagradable. En cualquier época del año, no importa el día, a cualquier hora, muy desagradable. Mucho más después de un mes de desconexión. Al final va a llevar razón Rajoy recortándonos días de asueto.

La necropsia clínica, no la judicial, se realiza con cierta frecuencia en los hospitales. Todavía sigue siendo un indicador de buena calidad asistencial, puesto que permite al médico comprobar lo acertado o desacertado de sus apreciaciones y de su diagnóstico. Y con ello, actúa a la vez como revulsivo (para intentar con más empeño equivocarse menos en el futuro) y como fuente directa de conocimiento médico. No se le practica a todo el mundo, claro está. El propio médico la solicita al servicio de Patología (previo consentimiento de los familiares) ante pacientes cuya enfermedad y muerte no han quedado suficientemente esclarecidos o ante casos de enfermedades muy infrecuentes y, por ende, poco conocidas. En cualquier caso, repito, muy desagradable.

Este hombre que yace tumbado esperando ser abierto en canal en cuanto el patólogo termine de afilar sus arreos es, ha sido, paciente mío. Éso para más inri, para mayor escarnio. Quizás uno no debiera presenciar la necropsia de sus propios pacientes, no sé, siempre te llega luego el diagnóstico definitivo en un informe cerrado, no tienes por qué estar allí perenne oliendo a formol y moqueando todo el rato. En algunos casos, como el presente, se trata de personas con las que has compartido mucho tiempo, muchos afanes, muchas fatigas, a quienes tratas ya como familia o como amigos. Desde luego, nadie debería ver la autopsia de un familiar cercano. Pero el caso es que, sea como fuere, aquí estoy, a la cabecera de mi muerto.

Ha sido este hombre un paciente con mayúsculas, de verdad. Ha sabido capear un temporal muy aciago desde el comienzo de su enfermedad. Si estuviérais más atentos ya  habríais percibido que puede tratarse de aquel hombre, arma virumque cano, de quien os hablé hace ya un tiempo. Pero en fin, son tantos los escritos que os perdono el despiste. Era un hombre importante en su pueblo, no tenía ningún cargo público, no penséis que era alcalde o algo así, no. Sólo que desde su posición social y económica  ha entretenido sus años en ayudar al prójimo en lugar de medrar o de especular. Esto es algo que se nota enseguida cuando vas de incógnito al entierro: en la iglesia no cabía un alfiler, al terminar la misa el tránsito del personal por delante de la familia duró más de una hora, todo el pueblo allí dándoles el pésame. Una persona muy importante y muy querida. También para mí.

Naturalmente que no voy a entrar en detalles morbosos. Sólo os diré, con perdón de los creyentes, que viendo una autopsia se despejan muchas dudas de fe y se cuestiona uno otras muchas cosas. Vuelvo a pedir perdón y que, por favor, nadie se ofenda: somos materia, materia caduca, materia perecedera, materia pútrida. Es posible que alguien me tache de insolente, de petulante, de enteradillo, de crecido con ésto de ser médico, lo siento de verdad, sobre todo por mis amigas Mati y Encarnita, tan devotas, pero creer que este cuerpo deshecho, cuarteado, hueco por haberles sido extraídas todas su vísceras, que este cuerpo, digo, vaya a resucitar en el último día es una bofetada a la razón científica, a la inteligencia. No pretendo insultar a nadie, los creyentes se sienten protegidos por su fe. Mejor. Frente a la fe nada podemos. La fe habita en una dimensión muy superior a la razón. Lo que para mí es un argumento disuasorio para los creyentes es confirmatorio: tan omnipotente y magnánimo es Dios que puede convertir estos despojos en un cuerpo reluciente.

Ciencia y fe, compañeras inseparables, enemigas íntimas, el debate que no cesa. Tantos años de historia, tanta filosofía y teología, Tomás de Aquino, Theilard de Chardin, Charles Darwin, el mono desnudo...y no hay manera de conjugar ambos conceptos. Mientras nuestra fe católica siga anclada en el concilio de Trento y en sus dogmas más inquebrantables, a saber, la resurrección de la carne y la corporeidad real de Cristo en el pan ácimo de la sagrada forma, no habrá posibilidad de conciliación. Así lo veo yo.

Mi paciente era un fiel creyente. Un buen cristiano. Yo mismo me encargué de que en la UCI recibiera la extrema unción. Ojalá se encuentre ahora en la tan ansiada contemplación del rostro de Dios. ¡Qué más quisiera yo que así fuera y que ya, de paso, abrazara de mi parte a mi madre y a mi hermana Josefa! Pero si no ocurriera tal cosa tampoco pasaría nada. Ha sido un buen hombre, se ha metido en faena con los suyos, se ha comprometido y ahora, llegada su hora, ha muerto en paz rodeado de su gente y de su propio médico. Para mí es suficiente.

La autopsia de mi paciente amigo y otras tantas que he presenciado me llevan el pensamiento al cuadro del pintor sevillano. Cuando estás allí y ves las tripas, el hígado, los pulmones y el corazón fuera de su sitio, cortados a trozos sobre una fría mesa de piedra, tomas conciencia de lo poco que somos, materia caduca como digo, ponderas a la baja, muy a la baja,  las ansias, los logros, los méritos profesionales, el patrimonio, los dineros...Quizás fuera bueno que todo el mundo presenciara una autopsia alguna vez, que no fuera de ningún familiar, claro. El mejor remedio contra la vanidad. Se nos bajan los humos, os lo digo yo.

Cuando morimos, pasemos o no por el bisturí y la losa del patólogo, todo se nos acaba, como a los obispos del cuadro. Finis gloriae mundi.

lunes, 20 de agosto de 2012

Curas buenos.

Tenemos las criaturas el defecto de generalizar, de hacer extensiva a todo un colectivo la conducta de un particular. Si un maestro es un petardo, todos los docentes lo son; si un médico se equivoca, todos los galenos son unos "mataos"; si un cura pierde aceite, todos son maricones; si un fontanero te inunda la cocina, todos los "artistas" son unos chapuceros. Y, desde luego, que éso no es así. Ni siquiera en la política, fíjate tú, aunque a todos nos parezca lo contrario, que hoy en día no hay políticos decentes. Alguno habrá por ahí.

Hoy quiero hablaros, no de políticos, tan manidos, sino de curas, bueno, de algunos curas. Y voy a hablar bien de ellos. En general, el clero suele estar en la picota mediática casi siempre por escándalos sexuales. No es el caso, no entro en ello y, desde luego, no voy a cometer el error de generalizar. Me refiero a otra cosa, hablo de gente buena, honesta y comprometida con su vocación, de personas admirables a quienes conocí hace ya demasiados años, que se cruzaron en nuestras vidas, las de mis amigos y la mía propia, justo en el momento en que más lo necesitábamos.
Contrariamente a lo que alguien puede creer conservo un recuerdo muy positivo y agradable de mis relaciones con los muchos curas que han sido mis formadores en el seminario, desde don Gaspar en sus buenos tiempos, a don Eduardo, don Pedro Crespo, don Moisés... rematando con los que tanto nos ayudaron en nuestra última etapa, que son los auténticos protagonistas del presente relato.

El relato que váis a leer consiste en varios extractos de copia y pega de un capítulo de un libro personal e íntimo que  escribí hace dos años. El objetivo prioritario de esta entrega es hacer llegar al corazón de estos curas el sentido  agradecimiento de quienes los disfrutamos largos y provechosos años de juventud. Pepe González es aún joven, se mantiene sano y tendrá más tiempo y ocasión de departir con nosotros éstos y otros asuntos. Pero Luís y Antonio están ya mayores y quiero que lean ésto antes de que aparezcan las dichosas cataratas o se les nuble el entendimiento. Ahí lo tenéis.



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Me cuesta tomar decisiones importantes, calculo demasiado los pros y los contra, los efectos colaterales, las repercusiones en mí mismo y en otros. En muchas ocasiones no hago la famosa lista de puntos fuertes y puntos débiles a la hora de decidirme por algo, sino que me fío de mi intuición, casi siempre cobarde. Parece como si necesitara del empujón de alguien. Mi suerte es que hasta ahora siempre he contado con ese alguien, ese alma buena, llámese amigo, llámese Peque, llámese cura.
Ninguna etapa de mi vida ha sido tan difícil para mí como la del año del Señor de 1973: abandonar el seminario, mi casa de niño y de mocito, mi otra familia con la que ya llevo convividos tantos años como con mis padres y hermanos en tiempo real, mucho más si ese tiempo lo medimos en vivencias y en emociones. Salirme de cura. Me río ahora de las estrecheces sufridas en  los Ángeles o de las dificultades de los primeros cursos de medicina, coser y cantar el periodo de MIR, incluso la Mili. Ni siquiera las guardias en el Reina Sofía, tan sufridas como todas, tienen punto de comparación. Las razones del zarandeo a mi vocación eran principalmente mi enamoramiento con la Peque, la escasa utilidad social que yo le veía al sacerdocio comparado con el ejercicio de la medicina y la despropoción entre servicio y sacrificio. En el último viaje en tren correo de Sevilla a Córdoba la decisión final ya había sido tomada después de todo un curso de incertidumbres, preocupaciones y consultas. Por ello voy relajado, como quien se ha despojado de un gran fardo de las espaldas. Viajo, además, confiado y seguro. Y muy ilusionado con el estreno de una nueva vida, y con la esperanza, aún por llegar,  del sí te quiero de la Peque.

Entonces debo dejar el seminario. Hoy sería la cuestión más fácil del mundo, se cambia de colegio como si tal cosa, sobre todo si tienes un amigo en la inspección. Pero el seminario, nuestro seminario, no era lo mismo. Ni eran aquéllos los tiempos de hoy. Llevas diez años protegido por estas santas paredes, conviviendo con esta tu otra familia, creyéndote un ser elegido por Dios para impartir su doctrina, creyéndotelo de verdad, estás en tu ambiente, te sientes importante y querido, has mamado esta forma de vida, las misas, los cánticos gregorianos, las semanas de ejercicios espirituales, la Filosofía, la Metafísica, Cristología…Te has amoldado tanto a esta vida que la eventual salida te atemoriza, hace tambalearse tus apoyos, tus cimientos vivenciales. Salir del seminario se te antoja como un salto al vacío, a lo desconocido, al mundo exterior, al mundo real. Nadie te obliga a quedarte, no es el caso de una secta, no, tienes libertad para decidir lo que quieras, pero cuesta un montón. Podría, incluso, costar una enfermedad.

No sé cuánto tiempo se hubiera demorado mi decisión final de no haber sido por la ayuda de nuestros curas. Luis Briones y Antonio Prieto son los curas en activo más decentes y coherentes con su fe y con su oficio que jamás hayamos conocido ni conoceremos. Pascual Jiménez formó con ellos dos el trío sacerdotal que nos tutorizó en San Telmo, pero, hombre bueno, bueno de verdad, murió pronto de un Linfoma de Hodgkin. Pascual, don Pascual, era como nuestro hermano mayor al que siempre recurríamos para conseguir lo que quisiéramos, cosas como llegar más tarde por las noches o viajar a nuestros pueblos respectivos en auto stop, cosas que los otros dos, el Briones y el Prieto, más serios y sesudos, no acababan de ver. Lo sustituyó otro cura de los de quitarse el sombrero: Pepe González Palma, del mismísimo estilo de honradez y bonhomía. Finalmente, Pepe se secularizó y continúa siendo un sacerdote casado y con hijos con una vida tan ejemplarizante como la de antes. Antonio Prieto se encuentra ahora algo apartado de su actividad pastoral por achaques médicos, y Luis Briones está hecho un toro. Hace unos meses fuimos a su parroquia de Córdoba, en el polígono del Guadalquivir, a disfrutar con él de la celebración eucarística concelebrada que conmemoraba sus bodas de oro como sacerdote. ¡Qué hombre! Con 73 años, parecía un chaval. ¡Qué potencia de voz en los cánticos, qué entusiasmo en el mensaje, qué capacidad para atraer al público, su público! En su homilía dejó una perla preciosa: “ser cristiano solamente significa ser seguidor de Cristo y de sus enseñanzas. Y Cristo fue pobre, se rodeó de gente humilde y rechazó el poder y las influencias. Y predicó el amor al prójimo. Quien de vosotros haga de esto la guía de su vida será el mejor de los cristianos”. En boca de otros curas este mensaje puede parecer rutinario. De labios de Luis es la verdad evangélica universal. Porque lo hace creíble, porque lo dice alguien que vive lo que predica.

La labor que desarrollaron con nosotros en san Telmo fue ejemplar. Fueron verdaderos padres espirituales, profesores y amigos. Luis era el rector, Antonio Prieto hacía de todo y Pepe era el director espiritual de nuestro grupo, el de los Pajaritos. Conmigo, en particular, Pepe fue crucial, quien más me ayudó, a quien en todo momento sentí cercano. Es mi ídolo, mi referente. Cayeron en nuestras vidas en el momento justo, cuando más lo necesitábamos, parece que hubiesen sido puestos a conciencia para sacarnos de un enorme atolladero. Alguien puede pensar que flaco fue el favor que le hicieron a la Iglesia favoreciendo nuestra salida casi masiva del seminario. Vale, se acepta. Pero a nosotros nos ayudaron como nadie en una etapa crítica: la encrucijada de seguir para cura o cortar de una vez por lo sano. Supieron orientarnos, nos hablaron claro de lo que estábamos sufriendo, algo nada novedoso para ellos, curtidos en tantas otras luchas internas de conciencia, lo nuestro se llamaba crisis de identidad sacerdotal, no encontrarle sentido a tanto sacrificio. Que todos los curas pasan varias de esas crisis, y que hay que saber superarlas…o desistir de una vez. Percibieron antes y mejor que nosotros que nuestro destino estaba fuera del sacerdocio y nos lo pusieron lo menos difícil posible, nos ayudaron a acertar. ¡Hasta llegaron a conocer a nuestras futuras santas! A Antonio Prieto le pareció la “araílla” (la Peque) poca cosa para mí, claro, él tan larguirucho las prefería altas y espigadas, pero a Pepe González le encantó. Se conoce que el Prieto ha tenido de siempre mal gusto para las mujeres.

Hay gente que viene al mundo con una misión: ayudar a los demás. Estos curas pertenecen a ese elenco. Todos nosotros, el grupo de los Pajaritos, llevaremos siempre a estos cuatro curas en las entretelas  de la conciencia, en la mochila de nuestra travesía vital.

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Pascual, Luís, Antonio, Pepe: podéis estar bien tranquilos. Gracias a vuestra dedicación y a vuestro cariño habéis librado a la Iglesia de unos curas contestatarios, calientes y enamoradizos que no hubieran hecho otra cosa que alimentar la lista negra de los curas licenciosos y "follaores". Y al mismo tiempo habéis proporcionado un gran servicio a la sociedad civil, poniendo en circulación a unas personas limpias de mente, honestas y responsables, cada una en su campo, que se afanan en vivir sus oficios de la manera  que han visto y vivido de vosotros: con verdadera vocación de servicio.
Pascual, Luís, Antonio y Pepe: Gracias, muchísimas gracias de parte de todos los curas que han salido de san Telmo y también de parte de aquéllos que nos quedamos solamente en proyecto.
Por gente como vosotros vale la pena volver a creer en Dios.


jueves, 16 de agosto de 2012

Érase una vez en el 2032

Extintas ya mis vacaciones y abrazada con fervor de mártir mi cruz particular de la rutina diaria, dejadme contaros hoy, siquiera como desahogo, un episodio divertido ocurrido durante nuestra reciente estancia en Boltaña.

Conocido es por todos la afición (casi devoción) que profesamos la Peque y un servidor al senderismo. Tenemos un club informal de amigos, "aprieta el culo" se llama, con el que disfrutamos un fin de semana al mes de excursiones magníficas por nuestra geografía cercana. Lo más que nos hemos alejado ha sido hasta Cazorla y Pozo Alcón, dos días no dan para más. En los veranos, sin embargo, picamos mucho más alto, los Pirineos o los Alpes. Nada de barbaridades, a nosotros no tendrán que rescatarnos con helicópteros ni seremos aplastados por un alud, creo yo, vaya, hacemos caminos largos, pero de dificultad media. No hemos sido nunca temerarios.
De acuerdo, pero ¿por qué Boltaña de nuevo? Nos gustó tanto el verano pasado con mis hermanos que hemos querido repetir este año con la Meli, su novio, mis cuñados Conchi y Cipri y los hijos de ambos, Javi y Juanma. Uno disfruta más de las cosas si las comparte con su gente ¿verdad?
En esta ocasión, por mi experiencia del año pasado, he sido el organizador de las salidas diarias al monte. Y lo he hecho siguiendo un esquema cuadriculado y rutinario muy parecido a como organizo mi vida personal. Por las mañanas, madrugón, desayuno de canónigo (tejeringos incluídos), media horita de coche para la digestión y caminata, dura sí, pero bellísima y relajante. El almuerzo siempre en el mismo restaurante, menús variados a 12,90 euros, sin IVA. Las tardes para la siesta, la piscina, la lectura, el spá o un tranquilo paseo por las cercanías del hotel. La cena en la misma pizzería. Y por las noches..., dormir y callar. Puede parecer aburrido, no digo que no, pero a todos les ha encantado.

Una de aquellas tardes, mi Meli, imponente, sale del agua luciendo cuerpazo de mulata y apenas un bikini de nada. Como en los anuncios de Bacardí. Con cadencia de pasarela bordea media piscina y pasa por delante de mi cuñada y mía que, sentados en sendas butacas de mimbre, tomábamos un té. Sin más, se estira boca abajo, todo lo larga que es, en una hamaca cercana. Viéndola así, con todas las cachas generosas, prietas y brillosas por el agua aún sin secar, se me infunde una de esas ideas graciosas mías.

-Conchi, -susurro a mi cuñada- a ver si no parece la Meli, en la postura en la que está, un atún de almadraba-. Mi cuñada se mea de risa. -Sí, niña, de ésos que pegan unos coletazos terribles al sentirse atrapados.
-¡Qué cosas tienes Somen! (en mi familia soy Sema, en la de mi mujer Somen)
-O mejor aún, un cachalote-. Nueva risotada de la Conchi.
-Oye, que te estoy oyendo- se revuelve mi hija-. ¿Qué es lo que has dicho de atún?
-Nada, nada, que estás más buena que un atún "encebollao".

En éstas que un ancianito solitario que ha permanecido inmóvil y calladito todo el tiempo, sentado en una butaca próxima, se levanta como para ir al kiosko a pedir un café, pero, cambiando el paso,  se dirige a la Meli, se le acerca y se pone como a cuchichear con ella. Nada, una charla inocente, pensamos. Vemos a mi hija hacer gestos comprensivos con sus manos e intentando salir del paso con frases hechas como "qué bien se está de vacaciones, eh, bueno hombre muy bien, ande, vaya usted a tomarse un cafelito..." Y cosas así. Pero la cosa parece que va a más porque el hombre no sólo no se va, sino que amaga con rozarle por los hombros, por el pecho, por las cachas..., así como de broma. "¡Qué cabrón!", suelta la Conchi. Desde que lo ví, sentado a nuestro lado, ya me pareció que el anciano era un demente, pero ahora ya no tengo dudas. Lo es. "Oye Somen, no te quedes ahí embobado, que el tío ese sinvergüenza está tocando a la Carmen". "Venga ya Conchi, ¿no ves que tiene Alzheimer? Además, que la Meli sabrá cómo defenderse, mujer". "Pues si tú no vas, voy yo, ¡digo!", se pone ya farruca. Y de mala gana me levanto y voy para el hombre. "eres muy bonita, sabes", veo que le está diciendo. Y mi Carmen, "que sí, que sí, pero déjeme leer un poco, no sea usted pesado, por favor". Y el tío allí, con la baba, "bonita, que eres muy bonita".

Dentro de veinte años, pensé en ese momento, cumpliré los ochenta, si Dios quiere y el Rajoy de turno lo permite. En el 2032. Y entonces yo seré como este anciano, tendré una demencia senil y me gustará mucho piropear a las muchachas.  Mi mujer y mi hija están aleccionadas para que cuando  me encuentre en parecidas circunstancias  alguien, preferentemente una mujer, me alivie regularmente. Una vez por semana, no es tanto pedir. Aún a sabiendas de que salgo mal parado, no puedo pasar por alto la estrecha relación entre la tontuna y la desinhibición sexual, a más tonto uno, más caliente. Mirando a este hombre babeante me estaba viendo a mí mismo en un futuro no tan lejano, una especie de dejá vu por venir, una premonición. La Peque, la Meli, su marido el Pepe y mi nieta (barrunto que sólo tendré una) me llevarán de vacaciones a un hotelito de aquí cerca, en Chiclana mismo. No les perdonaría que no me acompañase mi cuidadora, una rubia ucraniana o polaca con minifalda y delantal. Y yo me embelesaría contemplando y acariciando cuerpos femeninos tan bellos y ebúrneos como es hoy el de mi hija. ¿Por qué entonces voy a privar a este hombre de un placer tan inocente? ¿Por qué negarle lo que yo tanto ansiaré a la vuelta de la esquina?

Estas y otras parecidas cavilaciones maquinaba antes de disuadir al anciano, cuando una mujer muy mayor pero muy bien cuidada se aproximó al viejito y dándonos miles de excusas se lo llevó del brazo a otro sitio. "Discúlpenlo ustedes, es que tiene atrofia cerebral", nos decía señalándose la frente con su dedo índice.
Y el hombre, sumiso ahora, se fue con su esposa. Pero al cabo de nada, en el primer descuido de su familiares, que se bañaban como si no tuvieran a nadie de quien ocuparse, volvió a su butaca, se sentó tranquilo y admiró extasiado, pero quietecito, el atún de almadraba, tan sabroso, tan  inalcanzable.

Me dió lástima. A mí, que me dejen tocar.

miércoles, 8 de agosto de 2012

El obseso del Mercadona

En verano, de vacaciones, me gusta ir a comprar al Mercadona. Yo solo, a mis anchas, sin tiempo, sin prisa ni nadie que me la meta. Yo y mi lista. Mi lista y yo. Y tardo un montón. Y encima me equivoco, nunca llevo a casa todo lo que la Peque me ha apuntado. No me importa, volveré mañana de nuevo. Un día, hace ya un par de años, me crucé por uno de los pasillos con Paco Salamanca, tan despistado como yo, y, como yo, más atento al gineceo que al propio género alimentario. "Oye Paco -lo abordo casi por sorpresa- no veo que lleves tu lista". "Ah, no -me responde zumbón- nunca la traigo, la tengo en la cabeza".  "¿Y no te equivocas?". "Claro que sí, siempre se me olvida algo, pero el no llevar lista me sirve de excusa, ¡ah!, se me ha pasado, le digo a Araceli. Lo imperdonable era antes, que con lista y todo me equivocaba igual."

Me paro en todas las estanterías, aprecio el orden con que están dispuestas las cosas, el colorido de los tomates, el verde tan verde de los pimientos, el corte a mano de los jamones, tan perfecto, tan lisito, la abrumadora oferta de dulces, magdalenas y pastelitos, la desconocida variedad de panes para alguien como yo que solo conoce el pan de trigo de toda la vida, pan con pasas, pan con nueces, pan con piñones, pan de centeno, pan de leña, ¿de leña, coño?, pan de pueblo, pan cateto...
Con todo, el público me atrae más que el género. Al Mercadona va gente como uno, normal, gente corriente digamos. En el Carrefour es imposible moverse con cierta holgura, es un tropel desmesurado. Y en el Hypercor no me siento cómodo por la pijería y elegancia de sus asíduos, me veo como fuera de lugar. Lo mío es el Mercadona.

En verano, de vacaciones, algunas tiíllas van al Mercadona como si fueran a la playa, con el mismo poco decoro, sin  pudor alguno, con escaso atuendo, quizás un bambito suelto y transparente, clareándoseles los tangas y las tetas, o unos pantaloncitos cortos, ¿cortos digo?, que se les sale medio culo por cada pernil. Y eso, aunque esté feo decirlo, me gusta. Más todavía que las estanterías. Entro en todas las calles a sabiendas de que en muchas de ellas no hay productos de mi lista, solo por la posibilidad de tropezarme con alguna de ellas.

Por momentos me distraigo avergonzado de mí mismo y me imagino captado por una cámara oculta y distribuídas las imágenes entre mis pacientes. El doctor Rivera es un viejo verde, dirían. Y esta idea hace que me recomponga, joder tío, que eres tú, no un mirón reprimido ni un obseso del sexo ni de las tías, ¿o sí? Y entonces considero lo poco que he cambiado en esto del atractivo sexual, me comporto casi de la misma manera que aquel chavea de quince o dieciséis años, tan enamoradizo, que, a escondidas, se perdía por las calles de la judería siguiendo a una nena guapísima obsesionado con la fatal idea de no volver a verla más, de perderla para siempre.

Y así me pasa lo que me pasa. Como no estoy en lo que debo me equivoco y echo al carrito un paquete de harina cuando en la lista pone azúcar o cojo papel de cocina en lugar de papel higiénico. Lo del otro día, sin embargo, fue ya el colmo. El último artículo que me quedaba por tachar era un bote grande de suavizante. Grande y de aroma a vainilla, me ponía la Peque subrayado dos veces, insistiendo así en que debía de oler a vainilla. Con la estantería  repleta de suavizantes de distintas marcas y colores y sin saber yo, así a simple olfato, cuál tendría el aroma deseado por la Peque, se me ocurrió ir desenroscando los tapones y oler, uno por uno, hasta dar con el de vainilla. Et voilá, aquí está, al cuarto o quinto intento acerté. Bote al carrito y vamos a pagar. Ya tenemos toda la mercancia expuesta en la cinta con el bote de suavizante en último lugar, dos litros y ochenta lavados reza en la etiqueta. Lo coloco de pié, vertical, dominando el panorama. Empieza aquéllo a moverse y en el traqueteo de unos productos con otros va y se vuelca  el bote. Visto y no visto. De pronto todo el contenido se desparrama por la cinta como si de lava se tratara empapándolo todo, absolutamente todo, sin que ni la señorita ni yo tuviéramos tiempo ni ocasión de reaccionar. ¡Qué vergüenza! La cola atascada, la señorita pidiendo ayuda por el micrófono, la limpiadora que,  rauda, acude con la fregona y el cubo, ese líquido viscoso y con olor a vainilla que no para de gotear por todas partes, otro empleado que retira todos mis productos, "tiene usted que volver a por otros, éstos no se los puede llevar, es por  su seguridad, ¿comprende?"... Muy apurado me dirijo a la cajera:

-Señorita, perdóneme usted por toda esta zapatiesta que le he organizado-. Y la pobre inocente remata:
-No se apure usted, no ha sido culpa suya. Hay graciosos que se dedican a abrir los tapones para oler el contenido y luego no los enroscan bien.

Más vergüenza todavía.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Ciento veinte balcones

Viniendo de la verde frescura y la tranquilidad del norte, la llegada al apartamento de Benalmádena es una bofetada de calor y de gentío. Nada que no sepáis.

No me pronuncio sobre la playa, la Peque es hidrófoba y yo prefiero la comodidad de la piscina. Solamente por la mañana muy temprano, antes de que despunte el sol, pisamos la arena húmeda y asentada sin más humanidad que algunos grupitos esparcidos que, en silencio, estiran o doblan sus cuerpos preparándose para la sesión de taichí y cuatro guiris orondos, pero fibrosos, que se remojan desafiando gustosos al relente y a la humedad. A esa hora disfrutamos de una largo y sosegado paseo, siempre tras el rastro de las pequeñas y graciosas huellas de nuestra Pegui que corretea a sus anchas y que se mea día tras otro, parece que adrede, en el palo que aguanta el cartelito dichoso de "no dogs".

El resto del día lo pasamos en casa leyendo la prensa, cambiando cuadros de sitio, poniendo el sofá así o asao, llevando cosas al trastero, haciendo los mandados..., al abrigo del calor pegajoso. A ratos nos asomamos por la terraza que da a la calle para ver y criticar a las riadas sucesivas e interminables de playistas que, en bañador o en parejo, ora para arriba, ora para abajo, exhiben o insinúan sin pudor alguno adiposidades y carne magra a partes iguales. Uno, lógicamente, se fija más en las jovencitas de piernas kilométricas y culitos altos y prietos, inocentes incitadoras de lascivia, que en sus mamás, claro está, cuyas abundancias y flacideces invitan a la castidad. La Peque defiende a su género: "pues anda que los tíos, con esas panzas cerveceras..." Almuerzo casero, siesta y lectura en la piscina entretienen nuestras tardes. Resulta apacible, sí, la andadura nocturna por el paseo marítimo tan animado de grupos familiares, sobre todo foráneos, de gente pintoresca, de tenderetes de cualquier cosa, de tiendas de ropitas, de bares y de restaurantes con sus perfumes tan envolventes a pescaito frito, a espetos y a paella.

Antes de éso, con el sol ya traspuesto por detrás del edificio de "Las Naciones", me doy un remojo en la piscina, solitaria a esas horas. Mientras nado de espaldas flotando entre trozos de grama y flores de buganvillas, indicio cierto de los juegos y saltos recientes de tres hermanitos de Lucena, abro los ojos para contemplar un cielo azul marino, nítido y limpio, pero solo logro alcanzar un trozito. El resto de mi campo visual lo componen ciento veinte balcones del edificio de enfrente. Balcones variopintos con todos sus avíos: el perrito casero que ladra al de al lado, la jaula con su canario, el aparato horroroso del aire acondicionado, la diabólica antena parabólica de metro y medio, los tendederos atestados de toallas de colores, bañadores, sostenes y bragas, la jovencita que guasea con el móvil, el matrimonio mayor, ella y él, ya vestidos de limpio que se asoman a la calle antes de salir...Ciento veinte balcones y un cachito de cielo.

Y entonces cierro los ojos y me veo bañándome en las aguas gélidas y cristalinas del río Vellós, del Yaga, o del río Vero. Dios, ¡qué diferencia!

¡¡¡Viva el Pirineo!!! 

Vuelvo a la carga

¡Ya he vueltooo! ¡Ya estoy aquííííííí...

Hola a todos. Ya sé que me habéis echado de menos, pero es que en los Pirineos no disponía de ordenador.

Para que vayáis abriendo boca os recomiendo que leáis mi perfil. Queda bien. No lo había escrito antes por creer que todo mi público sería gente próxima que me conoce sobradamente. Teniendo ahora conocimiento de la expansión no prevista del blog me he puesto manos a la obra.

Un saludo.