jueves, 31 de mayo de 2012

Amores perros

 Esta historia no es de ahora. Ocurrió hace cuatro o  cinco años. Pero el cariño no tiene edad ¿verdad?

Ya es que no podía ser, y mira que hemos tenido paciencia con ella, pero nada. Se conoce que su instinto de animal que necesita su espacio y su propia independencia ha podido con sus ganas, y con las nuestras, de una dócil domesticación. La Peque, la pobre, es la que peor lo ha pasado. A pesar de su visceral rechazo a todo lo que huela a perro, le ha ido cogiendo afecto en un año largo de convivencia, ha llegado, incluso, a dejarse babear manos y cara con esos lametones perrunos tan pegajosos, tan húmedos y amorosos. Tan de hembra. Le ha rascado muchas veces su barriga, panza arriba, y la ha piropeado a diario, guapa, guapa. Y sabe que la perra tiene que irse por mor suyo. La quería, la quiere, todos  los de la casa la queremos. Pero no ha podido ser.
El jardín era de su dominio único, "aquí me meo y aquí me cago porque para eso esto es mío, aquí escarbo hasta hacer un socavón a ver si puedo atravesar los setos y salir al patio de la vecina y entretenerme con el pescuezo de las gallinas, oye, qué ricura los tallos verdes del níspero, lo ramoneo a mis anchas, y que luego venga el calvorota éste hablándome pausado y mimoso, como si yo le fuera a hacer caso, o que acuda la chiquitilla, el ama, con el escobón en alto, amagar y no dar, que me da lo mismo, si me encanta rozarme con sus macetas y olisquearlas qué culpa tengo que tropiecen con mi rabo y se vuelquen, ¿y la ropa tendida?, ¡pero si es que me la ponen a huevo!, a ver ¿qué perro que no sea un tontorrón se resignaría a no darle un buen revolcón por el suelo a unos trapitos tan inmaculados, con ese olorcito que despiden cuando se van secando? Y además, si no quieren que les estropee el jardín que me dejen entrar en la casa, mira que fácil." Con estos alegatos que ella no expresaba, pero que se le notaban en la frescura de sus gestos, en su mirada desafiante y en su rabo meneón, no ha habido más remedio que desprenderse de nuestra perra, nuestra Lana.
Se nos hizo muy extraño en los días primeros ver abiertas las puertas de la casa sin su acecho perenne, poder entrar los coches en el patio de atrás sin miedo a que se nos escapara a la calle, jugar en el patio sin que nadie me molestara mordiéndome el balón y desinflándolo, dejar las sobras encima del poyete de la cocina sin prevención de que nadie, sigilosamente, las recogiera con su hocico y las arrastrase afuera…Parecían más contentos y cantarines los pájaros en nuestros árboles, incluso el periquito del porche resolló, al fin, con un par de píos, veíamos milanos picoteando aceitunas, las gallinas de Lola, antes acobardadas, cacareaban bulliciosas, y hasta los viejos del asilo de más arriba se atrevían a pasear por la calle sabedores de que no les asaltaría esa perra juguetona y medio loca que ha estado a punto de echarlos al suelo en alguna ocasión.
Mi Meli, sin embargo, la echará mucho en falta, la perra ha sido su niña, su juguete, su peluche vivo, juguetón y cariñoso. Se consolaba haciendo planes para regalarse un perrito enano, de esos pequineses o yorksire, que no crecen, que pueden estar dentro de las casas, que apenas comen, ni mean , ni cagan. Todo a su tiempo.
Los niños de la parada del autobús escolar me preguntaban por ella, también la echaban de menos, natural. Cada mañana formaba un alboroto jugando con ellos a través de la alambrada y de las tuyas, ellos le metían sus deditos por entre los claros y ella  los limpiaba de migajas de bollicaos y de bimbos, venga a chupar y chupar. Y ladrándoles, les decía: "más, más, otro, otro, venga tú Miriam que te lleves tu ración, y tú Guadalupe, y tú José Ángel…" y barría todo el rincón con su rabo nervioso de lana blanca.
Sentada en el coche con mi Meli en el asiento de atrás, camino del exilio, parecía saber su destino. Iba tristona, amilanada, ella tan nerviosa y juguetona, ni siquiera le echaba cuentas a su balón despellejado, único equipaje para su viaje. Nos contagió la penuria, parecía una persona, una niña traviesa y muy mala estudiante a quien sus padres fueran a ingresarla en el colegio interno, el de Campillos, por ejemplo. Pero cuando se encontró con otros dos perros en el jardín de Tomás volvió su instinto, revivió la fiera y, cual lobo de Gubio, fauces de furia, ojos de mal, pero de broma, arrasó con todo lo que se le ponía por delante, lo olió todo, césped, palmeras, limoneros…y dijo, "¡coño, esto es lo mismo, aquí hay faena, sí señor!", lamió el culo, la boca y la cabeza de los otros perros, se revolcó con ellos, los amenazó con su corpachón, los arrinconó, se hizo, otra vez, la ama del patio. Y luego, como dándose cuenta de quienes iban a ser sus nuevos dueños, se tiró para Beni y para Tomás, les colocó sus patas en el pecho, marcas de barro de la casa, y los chupó hasta en la coronilla. Y nos miró a la Meli y a mí, ea, ya podéis iros por donde habéis venido.
 Allí la dejamos, más relajados al comprobar lo fácil que es para una perra cambiar de amores.
Una hora más tarde me llamó Tomás: "oye, en el primer descuido se nos ha escapado calle abajo, por poco tengo que llegar hasta Mairena para encontrarla, ¡qué perra más viva!"
No le hemos perdido la pista. Hemos estado al corriente de sus andanzas como guardiana en la casa de campo que tiene Tomás en la Granjuela. Se ha corrido la voz entre las gallinas y los pavos de la comarca, cada vez que se escapaba se cepillaba todo lo que vuela, era todo cariño y docilidad con las criaturas, pero la pluma le podía. Nunca lo ha sabido remediar. Hace ya unas fechas nos enteramos por Beni que en una de sus correrías furtivas fué atropellada por un coche. Lo sentimos muchísimo, sobre todo mi Meli, pero sabíamos que eso iba a ocurrir, que moriría, más pronto que tarde, por mor de su vicio irrefrenable.
Genio y figura.

Otro día os hablaré de la Pegui, la perrita que no crece, el deseado anhelo de mi Meli y nuestra nieta en animal.







martes, 29 de mayo de 2012

Una vieja valiente


No es nada habitual que una anciana enferma, frágil y necesitada pida a su médico el alta hospitalaria, más que pedir, lo suplique casi llorando, a sabiendas de que va a estar sola en su casa, sin más auxilio que una moza de los  servicios sociales un día  a la semana. Estamos acostumbrados  a que estos pacientes se hagan los remolones,  hoy tengo el azúcar muy alto, mañana me va  a dar un poquito de fiebre, ya lo verá usted, ayer vomité el desayuno…, en espera de que le llegue la vez en una Residencia.

Esta anciana no, quiere irse a su casa, siempre se ha valido por sí sola y piensa seguir haciéndolo. A lo sumo, aceptaría una mujer capaz que le planche la ropa y le haga la cama, no una muchachita de éstas del ombligo al aire que le mandan del ayuntamiento y que se pasan todo el rato pegadas al móvil. El médico duda. La paciente no necesita ya estar en el hospital, pero tampoco la ve en condiciones de manejar sola tanta enfermedad, tanto fármaco, tanta insulina, oxígeno y mascarilla.

Tiene esta mujer tres hijas, ansiado consuelo para la madre y solución del dilema para el médico. Desde hace una semana se han sucedido entrevistas cara a cara, llamadas telefónicas a fijos y a móviles entre médico, hijas, yernos y trabajadores sociales. Poco provecho para tanta labia, que si una residencia privada vale mil ochocientos euros, que si una mujer a tiempo completo cuesta mil, que yo no puedo, que la otra vive en Tenerife, que la hija de aquí tiene dos niños chicos y un piso de 80 metros, y que están ella y su marido todo el día fuera trabajando, que si esta madre nuestra ha sido siempre muy suya y muy desarraigada…En definitiva, que adiós muy buenas, y a esperar una residencia, pública, claro. Un mes como mínimo.

Visto el tema desde fuera no parece tan difícil. Jaime, Paqui, Tomás,  Beni y la Peque, cenando la otra noche en mi casa, son unánimes en su opinión: no estamos ante un problema médico, sino social. El médico ha cumplido su cometido, debe dar el alta a la paciente y poner el asunto de sus cuidados en manos de los servicios sociales del ayuntamiento. Es más, me recriminan, cometería el médico una inmoralidad si mantiene a la mujer en el hospital en contra de su voluntad, eso sin considerar que está haciendo un mal uso de su gestión al permitir la ocupación innecesaria de una cama hospitalaria, tan escaso y preciado don hoy en día.

El médico sigue dudando. ¡Qué fácil es opinar desde la tribuna! ¡Qué pronto y qué bien se dan soluciones tomándose una cervecita en el salón de la casa de uno con sus amigos! Cualquier médico que se pringue entiende al enfermo en su globalidad, no sólo en lo referente al azúcar, la tensión o las coronarias, sino también en otros factores tales como los familiares, sociales, económicos y afectivos que tanto influyen  en el devenir de la enfermedad. No comparte, por tanto, con sus amigos ni con su mujer, que estemos sólo ante un problema social, no; sería, en todo caso, un problema socio-sanitario. Me gusta pensar que el médico es el agente sanitario del paciente, su abogado defensor ante la enfermedad y el entorno condicionante.

“Eres un tío utópico -me dice Tomás- te estás metiendo en el trabajo de otros, con lo que conseguirás estropearlo todo. No puedes cargar con todas las necesidades de la gente, ni siquiera con las necesidades socio-sanitarias como tú dices”. Me hace pensar.

Hemos conseguido que una enfermera de su pueblo se comprometa a ir todas las mañanas a la casa de la paciente a comprobar la medicación y a verificar que se la toma correctamente, que se aumenten a tres días la moza de los servicios sociales, y que jóvenes del voluntariado social la visiten cada tarde. Ahí va la vieja para su casa, tan contenta, tan asfixiada, tan solitaria.

No sabemos qué harán las hijas. Nadie, ni siquiera el juez, las puede obligar. Agustín me dice que no es delictivo abandonar a los padres. Y uno vuelve a reflexionar con un poco de pena y con pensamientos encontrados: ¿cómo pueden unos hijos comportarse así? ¿Qué clase de madre habrá sido esta mujer para merecer este desdén? "No te metas en historias familiares -me aconseja siempre la Peque- y no juzgues a nadie a las primeras, cada cuál tendrá sus motivos".

¡Qué difíciles de entender somos las criaturas del Señor!











sábado, 26 de mayo de 2012

¡Lo que me he perdido..!

Quienes de entre vosotros no me conocéis bien del todo no podéis imaginar la suerte que tengo con mis amigos de Sevilla, casi todos ellos rocieros de pro. A unos, de Almonte, la afición les viene de cuna, otros, de Niebla, obligados por vecindad, otros, en fin, se han vaciado muchos años de maestro escuela en Pilas, con éso está dicho todo. Y luego está María Jesús, punto y aparte. No son marianos, todos tan descreídos como yo, si no más, son rocieros de convivir en la misma casa, compartirlo todo (casi, casi, hasta las mujeres), de bailar, reír, comer y beber hasta más no poder. "¡Lo que te has perdido..!", me refriegan a la vuelta.

Mi suerte consiste en que mientras ellos pasan fatiguitas de muerte en la aldea, yo descanso tan ricamente en mi casa. Y luego, a la vuelta, me lo cuentan todo con tanta minuciosidad cronológica que me llego a creer que yo mismo he sido uno más de ellos, disfrutando, bailando, comiendo, (no me veo beodo, ves tú, eso no) trasnochando y maldurmiendo. Todo virtual, claro está. Y sin pasar penalidades.

No siempre ha sido así. Otros años he sufrido en mis carnes tanto divertimiento. La casa rociera de Mariqui y de Juan Francisco, a nuestra disposición todo el año, en estos días especiales de últimos de mayo es asaltada, tomada y estrujada por una veintena de criaturas sin seso que, olvidando crisis y recortes, no piensan en otra cosa que no sea solazarse.

El momento crítico para mí ha sido siempre el del medio día del viernes. La prueba del nueve. Si lograba superarlo sin taquicardia, exabruptos ni votos a los obispos conciliares la cosa iba bien. Esa mañana de viernes, cuando más prisa tienes por acabar la consulta y salirte antes del hospital, se presenta un paciente más complicado de la cuenta, viene a buscarte un compañero para ver si puedes echarle un vistazo a una analítica de su consuegra o te llama la subdirectora de las consultas a pedirte, con urgencia, el planning del verano. ¿Será posible? Lo es. Ya vas tarde, ya vas acelerado, seguro que no te libras de la reprimenda de la Peque, "los últimos, como siempre", te falta ésto para endemoniarte. No te da tiempo a pizcar nada, "ya comeremos allí, venga hombre", te pones las botas camperas heredadas del padre de la Paqui, cargas el maletero con cuatro bolsas llenas de abalorios, complementos los llaman ellas, un traje de flamenca, éste de repuesto, y una caja grande de plástico duro, de ésas de las fruterías, colmada de naranjas de mi patio "para el zumo de los desayunos, no me seas tan cascarrabias". No voy a ensañarme con la carretera y los atascos ni tampoco con el precio del parking, alguna incomodidad habrá que soportar, no todo van a ser facilidades. Pero queda lo mejor, la prueba definitiva.

Un kilómetro largo de arena caliente e infinita debe de haber desde la zona del aparcamiento hasta nuestra casa. A las tres y media de la tarde (pongamos cuatro menos cuarto) de cualquier veintitantos de mayo o primeros de junio la tierra quema, la atmósfera reverbera de calor y el sol te aplasta, te achicharra vivo. Cada paso se hace más cansino, cada vez vas hundiendo más las botas en las pequeñas dunas por donde pisas. Y encima, cargados con la impedimenta, una mano para dos bolsas y la otra para compartir la caja de naranjas con la Peque. En uno de los sobacos arrugo como buenamente puedo el vestido de gitana. Menos mal que días atrás, cuando dejan entrar los coches, habíamos traído el grueso del equipaje y toda la comida. "Peque -protesto a punto del primer voto- ¿por qué no hemos echado las naranjas la semana pasada y ahora iríamos más cómodos, so coño?" "Por traerlas más frescas, ya lo sabes, una semana aquí pierden el lustre". "Me cago ya en la leche..." -es a lo más que llego. Y sigo "palante" mascullando arena espolvoreada por alguna brisa graciosa y penando por mi siesta perdida. "Sarna con gusto no pica" -nos reciben todos en la casa oasis ya duchaditos y listos para el almuerzo-. Y yo pienso entre risas obligadas: pero si es que a mí esta sarna no me gusta, joer.

Este año, no. La suerte, mi suerte, ha acudido en mi ayuda haciendo que unos benefactores hayan alquilado la casa de Juan Francisco por un módico precio, suficiente para aligerar las penurias de su hijo, un comprometido arquitecto en paro, pródigo por los madriles y quinceemeño impenitente. Y no me importa aparentar contrariedad, "vaya por Dios, este año no va a poder ser".
Pero como el Maligno no descansa, a esta gente mía se les ha ocurrido que este año podríamos ir todos juntos en un autobús de línea, pasar allí la jornada de hoy sábado y volvernos por la noche. Cuando dicen por la noche es un decir, se refieren a la mañana del domingo. Otra vez mis carnes abiertas. "Pero jodío Dios, si no quieres, no vengas, no pasa nada" -me regaña Juan. Sí, pero luego me quedo con el sinsabor de no estar con ellos. A mí lo que me gustaría es que no fuésemos ninguno. Y punto. Es algo así como lo del perro del hortelano. Estaba ya perdido, entregado. Para más abundancia Frasqui y Pili, ilusionados con la idea, vendrían de Córdoba para vivir con nosotros su primer Rocío. Insensatos.
Esta vez, y que no sirva de precedente, mi Peque me ha tirado un cable. Exagerando algo molestías reales en su teta maltrecha recién biopsiada ha declinado nuestra asistencia. No hay mal (el de la teta) que por bien no venga. Es broma, lo digo así por la tranquilidad de la biopsia negativa.

Mañana domingo almorzando en la casa de Jaime me refregarán mil veces lo que me he perdido. Y me contarán, y no pararán. Me dirán que a las nueve de la mañana, mientras yo retozaba con mi Peque y con mi Pegui, ellos ya estaban sentados en el autobús esperando salir con media hora de retraso. Que sobre las diez se comieron un bocadillo de choped y se bebieron un cartoncito de zumo de piña entre frenazos, acelerones y pestazo a gasoil, mientras mi Peque y yo desayunábamos té verde, tostaditas con jamón del bueno y zumo de mis naranjas a la sombra del gran olmo del patio. Que llegaron a tiempo para ver la entrada de Pilas, apretujados entre romeros que ofrecían a la Reina de las marismas, repartidos por igual, fervor, sudor y mal olor, que luego visitaron con premura algunas casas de amigos para tapear algo, que no quisieron prolongarse mucho porque eran multitud y no podían este año, como se hace habitualmente, ofrecer luego su propia casa, que finalmente consiguieron colarse en la casa hermandad de Lebrija, bailar frenéticamente en medio metro cuadrado hasta que a Juan por poco le da un colapso y rebañar luego una ración de paella huesuda y pegajosa. Y les responderé que, a la sazón, nosotros almorzábamos en el porche una tortilla de papas, de ésas que hace la Peque y que ellos tanto aprecian, con unos flamenquines de jamón y de lomo. Y de postre, sandía fresquita y sin pipas. Del Mercadona. Me adelantaré a que me cuenten que han pasado una siesta vagando por anchas calles de arena, polvo, bullicio incesante y ruídos coheteros, como perros sin amo, como perros flauta se dice ahora, mientras yo me regodeaba en mi espaciosa y blanda cama. Y tendrán conocimiento entonces de que ahora mismo, mientras escribo, a las nueve de esta tarde templada y luminosa, ellos estarán ya hasta el gorro del Rocío, deseando de que anochezca para no verse bien las caras ojerosas y descolgadas y suspirando porque algún valiente diga el primero "vámonos ya hombre". Seguro que no es María Jesús.

Ellos, naturalmente, lo negarán todo, me harán creer que se lo han pasado pipa y querrán darme envidia. Sacarán pecho y me explicarán con mucho aspaviento que en sus muchas idas y venidas dieron ya anochecido, casi por casualidad, con la casa de un primo del Palanco, que, por lo que allí se pudo ver, es, cuando menos, millonario. Que no se contentó con "jartarlos" a todos de platos de jamón y de croquetas, sino que los paseó en coche de caballos por todo el arenal. Y yo me dejaré llevar: "¡Macho, qué envidia, lo que me he perdido..!" Y todos contentos.

¡Qué bonito es el Rocío por la mañana temprano!, canta una clásica sevillana. Más bonito aún que te lo cuenten los amigos al anochecer el día. Esto lo digo yo.

jueves, 24 de mayo de 2012

Cuestión de confianza

Hoy os traigo, queridos míos, un tema algo más peliagudo. Se trata de un asunto curioso en el que los médicos, en consonancia a distintos protocolos, estamos de acuerdo en la teoría y así lo expresamos con rotundidad en nuestras sesiones clínicas, en nuestros congresos y en nuestras revistas, pero que incumplimos todos en la práctica. Y el asunto no es otro que hasta dónde llegar en el estudio diagnóstico de determinadas patologías presuntamente incurables y mortales a corto plazo.

No hablo del derecho a una muerte digna ni del testamento vital ni de las disposiciones de limitación en el esfuerzo terapeútico, cosas que, con más o menos acierto, con más o menos consenso, estamos cumpliendo dentro de las enormes limitaciones del día a día, limitaciones, dicho sea de paso, ya presentes mucho antes de los cacareados "recortes". Hablo de la legitimidad de poner límite a tantas "pruebas" que solicitamos a pacientes con enfermedades muy avanzadas y de las que ellos, los pacientes, no obtienen ningún beneficio. Y cuestan un ojo de la cara. Me refiero al sano y juicioso ejercicio de anteponer el sentido común al miedo a equivocarse, al remedio de la incertidumbre a cualquier precio, a la medicina defensiva.

Se trata frecuentemente de personas mayores a quienes diagnosticamos de un cáncer avanzado, esto es, con metástasis. Nuestras guías de práctica clínica recomiendan la abstención de determinadas pruebas diagnósticas encaminadas, por ejemplo, a conocer el sitio de origen del tumor o el grado de extensión del mismo, toda vez que la presencia de metástasis conocida en un solo órgano dictamina su naturaleza diseminada y sentencia su pronóstico. Asímismo, en estos casos, el esfuerzo terapeútico no debe incidir en la curación, lógicamente imposible, ni primar siempre por una supervivencia lastimosa, sino en paliar los síntomas. En el aliviar y consolar de nuestro juramento hipocrático. No es infrecuente, por desgracia, que determinados tratamientos más agresivos en estos pacientes tan frágiles produzcan más perjuicio que otra cosa.

Esto es lo que recomiendan nuestras guías, lo que dicta el sentido común. No hacer nada que no sea provechoso para el enfermo y que, encima, es caro, fastidioso y conlleva riesgos.

Todos estaréis conmigo, creo. Cualquier médico que lea esto lo firmaría sin dudar. Sin embargo, cuando llega el momento de enfrentarse a un paciente concreto ya no es tan fácil. Congregados en reunión de comunidad de vecinos los ratones de un bloque de pisos decidieron por murina unanimidad que la mejor forma de evitar los ataques imprevistos del gato sería colocarle un sonoro cascabel. El resto ya lo sabéis. A la hora de poner el cascabel al gato entran en juego muchos factores por ambas partes, la del paciente y sus familiares y la del médico. Factores de índole personal, familiar y social.

Hace unos días ha salido de alta a su domicilio una mujer de 76 años afectada por un cáncer de órgano desconocido pero con metástasis en los intestinos y en el peritoneo. Una vez asegurado el diagnóstico mediante la citología del líquido peritoneal lo indicado, según las guías, es una búsqueda de aquellos tumores potencialmente "tratables", es decir, tumores que no se van a curar pero que van a remitir un tiempo con un tratamiento quimioterápico adecuado. En el caso concreto de esta mujer el único tumor que cumpliría esas expectativas es el cáncer de ovario. Un TAC es suficiente. Así se hizo y no se encontró tal. Aquí debió de finalizar el estudio diagnóstico. Quedaría, eso sí, el gran reto de planificar el seguimiento más adecuado para conseguir dos objetivos primordiales, el mayor bienestar posible de la paciente y la "tranquilidad" de la familia.

Pues no. La familia aprieta (en la mayor parte de estos casos el paciente delega en ella), "¿y no se le va a hacer nada más?", el médico duda y ante la duda, medicina defensiva. La mujer ha debido de soportar colonoscopia, resonancia, exploración ginecológica invasiva, pasar por manos de cirujanos, urólogos y oncólogos...Para nada. La familia satisfecha porque se ha hecho "todo lo humanamente posible" y nosotros con cierto desánimo por haber sometido a la paciente a exploraciones molestas, dañinas y, sobre todo, innecesarias. Conviene, no obstante, tener presente que llevar paz y sosiego al entorno familiar no es poca cosa.

Nos movemos en un terreno muy delicado e incierto. El pronóstico es malo, pero los familiares pretenden una precisión imposible, una fecha "¿cuánto va a durar?" Y entienden como pasividad la prudente actitud del médico intentando evitar pruebas. Una parte nada desdeñable del arte médico consiste, precisamente, en tener la habilidad necesaria para comunicar bien cosas desagradables, pronósticos sombríos, noticias funestas. Y hacer de esa comunicación un vehículo de serena resignación, tan conveniente en estos casos. Con todo, siempre habrá un exaltado, un hijo o una hija, que, fruto de la frustración y de la impotencia, achacará a los "recortes" la postura no colaboracionista del médico. Estamos siempre expuestos. Pero para eso estamos.

En el otro lado está el médico. Tampoco las tiene todas consigo. No puede afinar tanto como desearía la familia. Conoce las guías, sabe los protocolos, pero esta mujer en concreto, la que ve postrada en su cama del hospital cada mañana, no sale en niguno de los casos clínicos que lee, se parece algo, pero no es lo mismo. Ésta es única. Todo paciente es único. Y echas mano de tu experiencia y de la de tus compañeros. "Hace un año tuve yo una paciente muy parecida -te comenta alguno- y al final resultó ser un ovario que no salía por ninguna parte hasta que se intervino". Y en lugar de ayudar lo que hace es confundir un poco más. No es broma, pasa con frecuencia. "¿Qué haría yo si esta mujer fuera mi abuela Josefa?" -me preguntaba a mí mismo en mis tiempos jóvenes ante casos parecidos. "¿Qué haría si esta mujer fuera mi madre?" A mí me sirve mucho esta pregunta y, además, le traslado la respuesta a los familiares. Y lo agradecen un montón. Hay médicos a quienes no les agrada que los pongan en tal tesitura alegando que no es comparable, que es jugar con los sentimientos muy personales e íntimos. Pero es que  estamos tratando de sentimientos íntimos de otra gente que sufre. Y ya hemos repetido en varias ocasiones que la empatía consiste en saber ponerse en el lugar del otro.

¿Quién le pone, pues, el cascabel al gato? ¿Quién debe decidir hasta dónde llegar? La opinión de algunos compañeros se desliza sobre la conveniencia de que fuera la propia sociedad, a través de normativas políticas, la que protocolizara actuaciones en casos concretos. Algo parecido a lo de la ley de muerte digna. Yo creo que los protagonistas de esta historia son el propio paciente, el médico y la familia. Y entre estas  tres partes se ha de acordar la mejor de las propuestas. El médico tiene la obligación moral de estar totalmente al día sobre el problema a tratar, de no producir maleficiencia y de sopesar con rigor los riesgos y los beneficios de cualquier actuación sobre el enfermo. La comunicación fluida, asequible y veraz con el paciente y con la familia harán el resto.

Siento pena al considerar que en el fondo de muchas de estas desaveniencias entre los médicos y los familiares de los pacientes subyace una falta de confianza. Para demasiada gente los médicos no somos de fiar, nos pasa un poco como a los árbitros, que ante la misma jugada uno pita penalty y otro le saca tarjeta amarilla al delantero por tirarse. Está claro que los médicos somos criaturas del Señor y no podemos ser iguales ni podemos ser infalibles. Eso lo acepta todo el mundo. Pero podemos y debemos ser honestos, estudiosos y empáticos. Solo así alcanzaremos la consideración y la confianza de antaño.

martes, 22 de mayo de 2012

El musulmán vicioso

Disponen nuestras consultas de un micrófono para llamar a los pacientes sin necesidad de moverte de la silla. Yo no lo uso, nunca lo he hecho ni sé cómo hacerlo. Me gusta salir a la puerta y llamarlos a viva voz por sus nombres. Me parece más natural. Compruebo, mirando el patio, cómo viene el día de cargado y además estiro las piernas.

Lo complicado se presenta cuando el paciente es un extranjero de nombre impronunciable. A nosotros, por el área geográfica que cubrimos, no nos llegan ingleses ni americanos, sino marroquíes y rumanos ¿qué le vamos a hacer?, también son criaturas del Señor. Os acordaréis de aquel negraco de Senegal, tan buena gente, de quien hablamos hace unas fechas. Pues lo mismo, nombres enrevesados donde los haya. Dado que mi dicción puede ser de todo menos académica y dada mi gana de guasa impenitente nombrar en voz alta cualquiera de esos nombres se convierte en el hazmereír de la sala de espera.

Le toca  pasar ahora a un marroquí, de cuyo nombre no voy a  acordarme por irrepetible. Para evitar risas tan tempraneras bromeo llamándolo con un nombre corriente:
-¡Manuel Sánchez Puerto! -alzo la voz dirigiéndome a él con la mirada. Nadie en la sala se mueve, el marroquí ni se inmuta, como si no fuera con él. 
-¡Manuel Sánchez Puerto! -insisto en la mirada, incitándole a que se levante dándose por aludido. Nada.
A todo esto, la enfermera de la consulta acaba por embrollarlo más todavía:
-Doctor Rivera -me corrige solícita desde el mostrador- ese paciente no aparece en la lista. -¡Estamos aviados!, pienso para mí, tantos años en la consulta y no reconoce mis bromas.
-Ande, pase usted de una vez - le regaño al paciente. - Y que sepa usted que de aquí en adelante cuando vea que yo lo miro, se levanta usted y entra, aunque le diga un nombre castellano. -Al final, no pude evitar las risas en el tendido.

Es la segunda vez que lo veo en la consulta, viene a recoger los resultados de los análisis y de una ecografía abdominal. No puede negar su raza bereber, enjuto y espigado, vivo y locuaz, acartonada su cara por el  sol achicharrante de nuestras marismas. Solo tiene 38 años. Los análisis son de pena y la ecografía muestra una cirrosis del hígado. Echo de menos a los estudiantes (hay huelga por los recortes), me gustaría que vieran en este hombre los estragos del alcohol.

-Manuel -le sigo la broma- ¿cuántos años lleva aquí?
-Tengo diez y seis años aquí, doctor -contesta sin titubear.
-Supongo, entonces, que hablará castellano perfectamente.
-Perfectamente.
-Pues no tan perfecto amigo, porque no se dice tengo tantos años aquí, sino llevo tantos años aquí.
-Ah, es verdad.
-¿Sabe el significado de papilla?
-Sí, papilla, sí, lo que se les da a los niños.
-¿Sabe lo que es el hígado?
-Claro doctor, el hígado, aquí en la derecha, sí, sí, claro.
-Pues su hígado está hecho una verdadera papilla. ¿Lo entiende?
Se queda un ratito pensativo, como rumiando lo que acaba de escuchar. Seguramente reprochándose haber caído en la trampa del alcohol, haber abandonado la norma del Corán, haber olvidado el Ramadán, sintiéndose un gran pecador. Supongo que dieciséis años de contagio con la vida algo más liviana del sur sevillano habrán nublado el recuerdo del muecín y su salmodia lastimera.
-Sí, doctor, y ¿por qué me ha pasado éso?
-¿Cómo que por qué? Por culpa de la bebida.
-Pero yo no creo que beba tanto como para éso.
-Ah, ¿no?, dígame, venga, ¿Cuánto bebe?

Increíble lo que se mete este hombre, no entro en detalles para no escandalizar a las mujeres ni a mis lectores más tiernos. Una burrada. Apenas le apetece comer porque se mantiene con las calorías del alcohol.
-¿Y qué me va  a pasar, eh doctor?
-¿Cuántos niños tiene?- . Ahora intento salirme un poco por la tangente.
-Un chico de 15 años. Es español, ¿sabe usted? Nació aquí, en este mismo hospital.
-Si sigue así, desde luego no va a conocer a sus nietos-. Es una fórmula suave de  meter algo de miedo en su cuerpo. Pero me temo que en este hombre no va  a funcionar.
-Bah, no conoceré a mis nietos de ninguna manera.
-¿Por qué no, hombre?
-Porque mi hijo me ha salido...¿cómo se dice?..Rarito, vaya.
-¿Y éso?
-Mire usted la edad que tiene y todavía no se ha echado ni novia ni amiga ni nada. Y yo me casé con diez y ocho años-. Saca una foto de su cartera y me muestra a su hijo.
No aprecio nada raro en el chaval, moreno, bien parecido, pelusilla en el bigote y una barbilla sembrada de granos, lo normal. El único defecto que le encuentro es que debe de ser del Barsa, en Xaouen todo el mundo lo era.
-¿No será del Barsa, eh?
-Vaya que sí- . ¿Lo ves?
Si zopenco soy para captar señales externas de homosexualidad entre nosotros los españoles, mucho más si tengo que distinguir tal cosa entre marroquíes, gente que pasean por la calle cogidos de la mano. Averigua tú quién es quién. Hay que ver lo que es la cultura. Me resultó chocante ver esta imagen de hombres de la mano en Fez, en Meknnes o en Xaouen, y, sin embargo, vemos como de machotes pasear con nuestros amigos entrelazados por los hombros.

-Vamos, déjese usted de lamentos, hombre de Dios, o ¿mejor de Alá?
-Ni una cosa ni otra, me he degenerado, doctor.
-Venga ya hombre, usted no se ha degenerado ni su hijo es rarito. El chaval es español, ha nacido y se ha criado aquí, tiene todas nuestras costumbres, ahora está en la fase de pandilla, ya se echará novia. Deje usted la bebida, pero de verdad, y verá las cosas de otra manera. ¿Cree que podrá?
-Desde luego, ya hace dos o tres años lo dejé en seco y ni siquiera tuve ninguna cosa rara de ésas de ver bichos por las paredes.
-Mucho mejor. ¿Nos vemos en agosto?
-En agosto estoy en mi pais, doctor, mejor en septiembre.
-En septiembre, y sin gota.
-Se lo prometo, doctor.

En mis tiempos de residente era muy frecuente esta enfermedad hepática por alcohol. Y, con cierta frecuencia, muy dramática. Una de las primeras cosas que aprendíamos de los residentes mayores en las tertulias tan animadas de las madrugadas de guardia era, precisamente, cómo tratar la hemorragia digestiva del cirrótico, su verdadero talón de Aquiles. En la actualidad, sin embargo, apenas vemos cirróticos descompensados ni, mucho menos, sangrantes. Ni  recuerdo ya cuándo fue el último balón de Segtaken que haya colocado. Hay menos cirróticos, menos hemorragias letales. Quizás la gente beba menos, tal vez sea por la mejora en las condiciones de vida y los tratamientos más eficaces y precoces, a lo mejor por ambas cosas. Y pienso que no debiéramos permitirnos que nuestros immigrantes repitan nuestra historia tan reciente por culpa de la incultura, de la pobreza y de la marginación. 

Ahora, viendo a este joven envejecido salir de la consulta tengo el pálpito de que, al menos con él, lo vamos a lograr. Ya veremos.
  



sábado, 19 de mayo de 2012

Cómo no os voy a querer

Aunque me meta mucho con vosotras sabéis que sois mi debilidad. Las mujeres me encandilan. Y cuanto más viejo es uno, peor. O mejor. Salvando mucho la distancia (y con perdón), de las mujeres, hasta los andares.Y debe de ser que mi parte femenina esté muy desarrollada. Eso es lo que me dice mi amiga Paqui, que tengo mucha sensibilidad, no como el basturrón del Jaime. Yo creo que  ésta busca algo conmigo. A mi mujer le chiflan mis manos y mis dedos, estirados, delicados y sin pelos, muy femeninos, dice. Mi Meli se fija más en mis ojos, verdes y de mirada felina. Entre todo ello y que cada vez me cuesta más encontrármela para mear llego a pensar si no estaré pasando de carne a pescado. "Cuando menos lo esperes rompes en maricón", me pronostica mi amigo Juan Francisco.

El caso es que no tengo más remedio que quereros y que meterme con vosotras. Y es que me lo ponéis a huevo.

Por la mañana, muy temprano, casi de madrugada, da gusto llegar al aparcamiento. Los gorrillas ni se molestan en señalarte nada porque tienes cientos de sitios  libres. Como soy tan rutinas, me gusta aparcar siempre en la misma calle y en el mismo hueco. Llegar, ver el sitio, dejar el coche, buenos días, buenos días, y enfilar para el hospital. No todos los días, sin embargo, es así de fácil. En ocasiones, no pocas, me reconcomen los nervios viendo cómo alguien delante mía está maniobrando una vez y otra, ahora palante, ahora patrás, ahora pal lao, otra vez palante...hasta conseguir entrar el vehículo de culo, en el espacio justo entre otros dos coches. No falla, una mujer. Y uno piensa ¡con todos los huecos que hay! ¿por qué se empeñan en aparcar con tanta estrechez, y por qué de culo? Son cuestiones insondables para nosotros los hombres, tan simples. Y llega la Peque y se pone: es muy sencillo, lo hacemos  así para que el coche esté protegido entre otros dos y a nadie le de por rayarlo, y lo ponemos de culo para luego, a la salida, con tanta prisa, no tener que maniobrar. Ea.

Sobre las tres de estas tardes saharianas de mayo, con la desbandada del hospital, los aparcamientos son hervideros de gente apresurada, sofocada y hambrienta. Cada cual va derecho a su coche resoplando y mascullando lindezas sobre las pobres madres del Rajoy, del Griñán y de otros prendas. Los hombres vamos directos, sin ningún titubeo, a encontranos con nuestro coche. "Hasta mañana", le decimos al gorrilla. "Ya está bien por hoy", nos contesta gentil. Pillamos, arrancamos y nos vamos. No son pocos los días, sin embargo, en los que me tropiezo por mi calle del parking con enfermeras y auxiliares, solas o en grupitos, atisbando matrículas y colores, porfiando entre ellas y con el gorrilla dónde puñetas ha sido bueno que hayan dejado sus coches. "Las prisas, que no son buenas para nada", se justifican. Y el gorrilla, guasón: "si es que tenéis muchas cosas en la cabeza, no os centráis". Cuando ya se han alejado prosigue el gorrilla conmigo: "¿Ve usted esos dos coches de ahí? Llevan toda la mañana con los faros encendidos. ¿De quién cree usted que serán?". "De quién van a ser? -me hago yo el enteradillo- pues de una tía". "Digo".

Este aparca coches de quien os hablo es un tío alto, de malas trazas, algo desarrapado, pero tiene el ojo muy vivo, mucha correa y es muy simpático. Es gorrilla oficial del hospital, no de esos otros intrusos que se meten en terreno ajeno. Siempre tiene una palabra graciosa para todo el mundo, se mete más con las mujeres, lógico, se le nota algo falto de roce, y si llegas un día tarde por un atasco en el quinto centenario saca un hueco imposible, y si no, te deja en doble fila y él se encarga de empujar lo que haga falta.

-Lo más grande que yo he visto aquí fue un día en que le tuve que abrir la puerta del coche a una enfermera, ¡coño, que no atinaba!, como si el mando no le obedeciera.
-¡Anda ya!
-En serio, que si era el coche de su hermana o de una amiga y que no lo entendía bien...Yo qué sé, el caso es que no sabía abrirlo.
-Después se quejan de que nos metemos con ellas...
-Hay que estar aquí para darse uno cuenta.Tendría usted que ver la de veces que le he tenido que sacar el coche a más de una.
Tienes que hacer como que llevas prisa, de lo contrario este hombre no para de dar palique.
-Usted debe de conocer a esa enfermera que le digo, la que no podía abrir la puerta.
-No sé, hay tantas.
-Y tan buenas -se ríe de buena gana. - Sí, hombre, trabaja aquí abajo, en Urgencias. Creo que es compañera de su mujer de usted.
Después de cinco años en el aparcamiento el tío este conoce a Dios y a su madre.
-Ah, sí?
-Sí, es una mujer así corpulenta y echá palante, me parecen que le dicen la Vasca.
-Claro que la conozco hombre, ¿quién no conoce a la Vasca en el hospital? Es amiga nuestra, además. Ésa no se ahoga ni en el mar océano.
-Pues ésa.

No acabo de creérmelo. Si a la Vasca se le resiste una puerta le da un zangarreón y la manda a Fernado Po.

Lo dicho, que os quiero mucho por graciosas, por despistadas y por buenas, tías buenas quiero decir.

martes, 15 de mayo de 2012

Vale más rezar que recetar

En estos últimos días se ha confirmado algo que ya barruntaba desde hace un tiempo: el poco valor que tiene el acto médico si lo comparamos con la fe ciega. El médico es un mortal, una persona limitada en sus conocimientos y en su capacidad, inconstante en el esfuerzo del aprendizaje continuado, más proclive a sus cosas que a sus pacientes. En fin, no es más que un ser humano y en el caso de hombre, como es el mío, con las neuronas contadas y la mayoría de ellas viciosas. La fe, en cambio, es una fuerza imperturbable, poderosa, inasequible a la duda, dogmática, una verdad fundamental. La fe no solamente mueve montañas, al decir de nuestros mayores, sino que también moviliza voluntades, extrae energía de cuerpos raquíticos, alivia el estrés diario, es curativa para la depresión..., da sentido a nuestra desdichada vida, un lastimoso "lacrimarum vallae". Todos los médicos hemos tenido pacientes que han curado sus dolencias sin la delicadeza de probar ni una sola de las pastillas que les hemos recetado. El famoso efecto placebo de cualquier medicamento puede tener mucho que ver con la fe puesta en el mismo o en el médico que lo prescribe. No digo que no. Claro que para el creyente de verdad la fe posee un efecto ciertamente paradójico, ya que al modificar de forma favorable el curso de la enfermedad no hace otra cosa que retrasar el ansiado encuentro con el objeto último de toda fe: el mismo Dios.

Una de las últimas novedades curativas de la fe ha sido su efecto milagroso en la hipertensión arterial. Hace unos días he visto en mi consulta a una mujer de 74 años con quien llevo bastante tiempo peleando por controlar su tensión arterial. Y no ha habido manera. Debéis de tener presente que hay pacientes intratables, los llamamos refractarios en nuestro argot, que se aburren con cinco o seis fármacos distintos  para su hipertensión y es como si tomaran agua de carabaña. Y, casualidades, la mayoría son mujeres. Ésta, además, es otra de las beatas que, enterada por alguien de mi condición de descreído, también me quiere convertir. Y ha sido ahora, en la última visita, la primera vez que me trae su cuadernillo de tensiones garabateado con cifras normales.

-¡Enhorabuena mujer! -me congratulo con ella -¡por fín! Trabajito nos ha costado, eh.
-Vaya, y tan contenta que  estoy.
-Muy bien, supongo entonces que estás haciendo el nuevo tratamiento correctamente-. Se mira de reojo con su hija, como quien no sabe si decir algo o callar.
-¿Qué pasa? A mí me habláis claro.
-Usted no se vaya a molestar, pero hay días en que se me olvidan algunas pastillas. ¡Jesús, es que son tantas..!
-No me molesto, además, lo comprendo. Lo que pasa es que entonces no me explico muy bien lo de tu tensión, lo estupendamente que  está-. Y ahora se sonríen madre e hija.
-Mire doctor, le tengo que confesar que yo soy muy devota  de santa Ángela de la Cruz.
-Sor Ángela de la Cruz, ¿no? -la rectifico.
-No, ya es santa desde hace unos años -me confirma con serio aplomo.
-Bien, ¿y qué le pasa a nuestra santa?
-Pues que yo creo que...que, bueno, sus pastillas serán muy buenas y yo le estoy muy agradecida, de verdad, pero...
-Pero qué.
-Que todo esto de la tensión empezó a ir mejor desde que le rezo a   santa Ángela una jaculatoria todas las noches.

Para mear y no echar gota. No tengo más remedio que reírme y aceptarlo. Contra la fe nada podemos. En el fondo, me da igual. Lo que quiero es que tenga su tensión controlada. No vale la pena explicarle a nadie tus cuitas ni tus averiguaciones. No importa que la paciente ignore tus búsquedas bibliográficas minuciosas, tu interés por ella, tu empeño en modificar una y otra vez los medicamentos, alternando o conjugando los más modernos con algunos otros ya trasnochados y pasados de moda, con tal de encontrar la pócima mágica. La recompensa está en haberlo conseguido, aunque para ello me haya tenido que echar una mano santa Ángela de la Cruz.

viernes, 11 de mayo de 2012

Mala suerte

De todos es conocido la importancia de nacer con estrella. Por mucho empeño que ponga uno en instruir a su hija y a los estudiantes a su cargo en que lo importante en la vida es el trabajo y la dedicación, no se puede desdeñar el factor suerte. Hay que tener suerte.

A mi Meli le llegaba a molestar que su gente la felicitara con entusiamo cuando logró plaza de profesora en su primera oposición abrazándola con un "qué suerte has tenido, cabrona". "¿Suerte?", protestaba con cierto enfado, "¿y los dos años de estudio, sin apenas salir de mi casa, qué? No ha sido la suerte la que ha pasado a mano todos los temas, uno a uno, ni la que ha inspirado las programaciones ni las distintas unidades didácticas. De suerte, nada. Trabajo". "Y suerte también Meli", la conformo, "piensa en la gente que haya trabajado igual que tú, no voy a decir más, y que ha suspendido. Suerte en haber tenido a tu padre y a Frasqui encima tuya, suerte en los temas que han caído, suerte en los miembros del tribunal que han sintonizado con tu exposición. Sin trabajo no hay nada que hacer, de acuerdo, pero, a veces, no basta solamente el esfuerzo. Hay que tener suerte". Los que peinamos canas no necesitamos ninguna otra explicación, sabemos de sobra la importancia de la suerte.

Hay que tener suerte hasta para enfermar. No es lo mismo una neumonía que un catarro, ni una cefalea migrañosa que una meningitis, por ejemplo. Naturalmente que a nadie la gusta caer enfermo, pero dado que es obligado, ya puestos, que nos toque una dolencia con cierto renombre y que no sea fatal.

Antiguamente (yo no he llegado a conocer esa época) la enfermedad con más caché era la tuberculosis, quizás porque la padecieron gente pudiente, jovencitas anémicas y melancólicas, artistas y poetas, y porque no estaba condenada por la Iglesia. Los procesos más estigmatizados, por entonces, eran la sífilis y la gonorrea.

Ya en mis tiempos de estudiante y de residente eran bien vistos y considerados los pacientes con úlcera de estómago, hepatitis, los enfermos renales, no digamos los del Chron, incluso aquéllos con bronquitis crónica y enfisema, gente habitualmente obesa, abotargada y muy viciosa del tabaco, tíos "bragaos" y valientes con el pecho sinfónico que escupían sin escrúpulo gargajos verdes como sapos. Ahí, con dos cojones. Los de mayor aceptación social eran, no obstante, los enfermos cardíacos, pacientes limpios, delgados, no contagiosos, con un punto de delicadeza y languidez. Enfermar del corazón tenía hasta su connotación romántica. Los enfermos cancerosos y aquellos con ictus nos producían pena. Por el contrario, la enfermedad hepática alcohólica, la hemorragia digestiva y el Delirium tremens eran objeto de cierto grado de rechazo. Y ya asomaba el Sida.

Creo que en la actualidad no procede una clasificación parecida de las enfermedades. La sociedad el bienestar simplemente no acepta ninguna, no comprende cómo con los adelantos científicos que tenemos alguien pueda enfermar ni, mucho menos, morir. Y lo que menos soporta es que todo el complejo aparataje moderno de TAC, Resonancias, Gammagrafías, PET, microscopio electrónico...no sea capaz de descubrir absolutamente todo lo que se menea en nuestro interior.
Aún así, el paciente cardíaco sigue siendo la estrella. Entre nosotros los médicos, los cardiólogos son considerados unos señoritos. Tienen el trabajo más limpio, más agradecido, más eficaz y se dedican en exclusiva al órgano vital por excelencia. El enfermo del corazón hoy se pasea ufano por la planta o en la plaza de su pueblo orgulloso de los cinco muelles que lleva puestos. Y además tomando Sintrom.
Es verdad que, en general, no aceptamos la enfermedad. Pero no todas las enfermedades son lo mismo. Todavía hay clases. La mayor parte de ellas disfrutan de una consideración social, aunque sea solamente para compadecernos de los pacientes que las sufren y de los familiares, cuidadores modélicos. Ejemplos de ello son el Sida, el cáncer, el Alzheimer o el Parkinson. Existen hoy asociaciones de enfermos de todo tipo con la pretensión de apoyo psicológico, científico y social para sus componentes. Y está muy bien.
Pero hay también enfermedades penosas a las que poca gente echa cuenta, enfermedades huérfanas las llamamos. No tienen un tratamiento eficaz y, por tanto, carecen de un rico patrocinador en forma de laboratorio farmaceútico. No son mortales ni excesivamente graves, por lo que no inducen a compasión. No presentan ninguna manifestación externa de enfermedad, los pacientes exhiben una  apariencia bastante normal, cuando no excelente, por lo que, a menudo, son tachados por la gente, e incluso por algunos médicos, como cuentistas o rentistas. No precisan de pruebas caras porque estas dolencias, a las que hoy me voy a referir, no "salen" en los análisis ni en los TAC.

Tengo en mi consulta  bastantes pacientes con Fibromialgia y con Síndrome de fatiga crónica, procesos ambos que bien pudieran ser representativos de esto que hemos dado en llamar enfermedades huérfanas. No son muy conocidas, más bien ignoradas, y no por su rareza, sino por una especie de desinterés general hacia ellas. Ni la sociedad ni, lo que es mucho peor, los amigos o los familiares de estos pacientes les creen del todo. Y no debe de haber cosa más penosa que estar enfermo y no despertar no ya piedad, sino ni siquiera comprensión. Es verdad, a muchos de ellos los mantengo en la consulta para que tengan un sitio donde llorar y ser escuchados. Es así de triste.

Para no cansaros os diré resumiendo mucho que estos males consisten en la presencia mantenida en el tiempo (años) de un cansancio progresivo e inexplicable (como a los muñecos a los que se les agotan las pilas) que les impide la realización de tareas habituales y, desde luego, el llevar para adelante ningún trabajo. No a todo el mundo le afecta por igual. Hay grados. Pacientes que apenas pueden levantarse del sofá. Mujeres que claudican y se ven obligadas a delegar la casa en su hija ya mayorcita, o en su marido, o en una vecina. Y otros que van tirando como pueden. Junto a ello, pueden existir dolores articulares difusos y cambiantes, destemplanza, desánimo, depresión, cambios en el ritmo intestinal y algunas lindezas más. En unas personas predomina más el cansancio, en otras los dolores o la depresión. Suele afectar a mujeres jóvenes y con cierto deje depresivo, pero no siempre es así. Esto es lo que ha hecho que mucha gente, incluyendo médicos, no crea en esta enfermedad, sino que se trata de una especie de neurosis en mujeres desmotivadas o frustradas. Naturalmente, es al revés, estas mujeres están frustradas de verse inútiles para todo.

Hoy llama a mi consulta una joven de 32 años afectada por un síndrome de fatiga crónica. No tiene cita programada, pero ha venido por si puede charlar un ratito conmigo. Como no es infrecuente que falle algún paciente aprovecho el hueco para atenderla. Por dos veces le ha sido denegada la incapacidad laboral y el reconocimiento de su minusvalía. En el código sancionador de los tribunales médicos esta enfermedad me temo que ni siquiera venga recogida, o los miembros de dichos tribunales no se la creen. El resultado es el mismo. Le había prometido en una visita anterior que yo testificaría en su favor si reclamaba por vía judicial. Y me cuenta que lo ha hecho, que ha puesto una reclamación por dicha vía, pero que contrariamente a lo que creíamos, para estas cosas no tiene derecho a un abogado de oficio sino a uno de pago.
-Mire usted doctor, y es un hombre muy bueno y se ha interesado mucho por mí. Y cree que podemos sacar esto adelante - me dice entre sollozos.
-Vale, muy bien. ¿Le has comentado lo mío, que quiero testificar?
-Sí, sí, claro. Que puede usted hacerlo aquí en el hopsital o en el juzgado, donde a usted le venga mejor.
-Dile que a mí me da igual, donde mejor te venga a tí.
-La cosa es, doctor... -Y se queda unos  segundos vacilando.
-¿Qué pasa?, habla claro.
-Verá, que este hombre es muy buen abogado, pero es un poco caro. Y mi marido y yo estamos parados. Vivimos con mis padres...
-Lo entiendo, de verdad, pero como vamos a ganar ya podrás pagarle luego.
-Sí, eso sí, además que ya tengo un dinerito reservado para eso.
-¿Entonces...?
-Es que..., es que no sé cuánto me va a cobrar usted.

Se me cae el mundo encima. Uno aquí desviviéndose por los pacientes desfavorecidos y que me vengan con ésas...
-¡¡¡Yoooo!!! ¿cobrarte yo? ¿Tú estás loca o qué? No me lo puedo creer.
-Perdóneme usted , doctor, pero es que mi abogado me ha dicho que los médicos que testifican pueden cobrar hasta novecientos euros.
Me cuesta recuperarme.
-Mira tía, tú eres mi paciente, yo te he metido en esto, ha salido de mí todo este embrollo, y lo hago porque lo creo de justicia. Si a mí se me hubiera pasado por la imaginación cobrarte me sentiría el tío más ruín del mundo.

Hay que tener suerte para todo. Hasta para enfermar.

martes, 8 de mayo de 2012

Artillería pesada


Me sale  de una forma natural y espontánea crear un ambiente distendido en mi consulta. No quiero que los pacientes nuevos, los que aún no me conocen, se sientan temerosos o inseguros. Os lo he explicado en anteriores relatos. Ya lo sabéis.

Todo eso está muy bien, pero sin pasarse.

Hoy he visto en la consulta a un chaval de 22 años, sano y fuerte, de éstos que están cuadrados de tanto gimnasio. Pero luego, blandengues de espíritu. Resulta que se encuentra en Londres, de Erasmus, estudia Filología inglesa, vive en un piso alquilado con otros compañeros, y se ha tenido que venir a Sevilla con sus papaítos a mitad de semana porque le ha acojonado un dolorcillo de nada. Desde Urgencias lo derivan a mi consulta con la sospecha de epididimitis, aunque tanto la analítica de sangre y de orina, como la ecografía testicular son normales No os extrañéis, en Medicina Interna cabe todo.

El tío es un trinquete. Alto, guapo y fuerte. Viene acompañado por su padre. Tal como cuenta los síntomas, me parecen banales. Una molestia, ni siquiera dolor, en el cataplín derecho.  Se tumba boca arriba en la camilla y me dispongo a explorarlo. Tiene los rectos anteriores duros como piedras, parece, sí, una lavadera de madera de las antiguas, es verdad, con todos los músculos y las fascias señalados. Esto me hace pensar en la posibilidad de alguna hernia por los  sobreesfuerzos gimnásticos.

En un momento de la exploración le bajo más el calzoncillo para asegurarme de lo de la hernia y para tocarle los huevos (en el sentido clínico, se entiende).  Nunca lo hubiera hecho. Por debajo de la prenda se desenrolla un pedazo de badajo  de proporciones desproporcionadas, un morcillón gordo y turgente con venas  como lombrices de tierra que parece agradecer su liberación desperezándose más aún ingle abajo. Impresionante. Como quiera que me estorba tanto bulto para palpar la fosa inguinal, lo agarro con mucho tiento para echarlo al otro lado.  Así, al peso, un cuarto de kilo bueno.  Si esto es en posición de descanso, qué no será cuando toque firmes. Y siento mucha, pero que mucha envidia de este jovenzuelo tan tiquismiquis. “Hombre”, me consuelo mentalmente, “son 22 años, con esa edad…”Pero enseguida caigo en la cuenta que yo nunca, ni con 22, ni con 16, ni siquiera en la mili he armado semejante pieza de artillería.

Para disimular mi asombro le pregunto:
-Oyes, ¿tienes novia?

-Sí.
-¿Estará contenta, ¿no?

-¿Por…? –me contesta el bobalicón si entender por donde voy.
-Por nada hombre, ¿por qué va a ser? Por lo fuerte y tiposo que  estás.
Miro al padre, allí presente, y nos sonreímos con mutua complicidad.

-En “eso” –parece disculparse el padre, mirando el “mandao” del chaval- ha debido de salir a su abuelo, porque lo que es yo…

Vuelvo a reírme, y le contesto:

-No encuentro ninguna cosa llamativa, quizás un pequeño varicocele, pero si la menor importancia.

-Entonces, doctor, ¿qué será lo que le pasa a este larguirucho?

La gente de la calle, vosotros amigos lectores, creéis que los médicos tenemos respuesta para todo. Y no es así, ni mucho menos. En  ocasiones en las que no disponemos de ningún dato clínico ni analítico de relevancia echamos mano de la imaginación, del empirismo, de semejanzas con otros casos similares. Y además, tienes que pensar rapidísimo, en segundos, lo mismo que un árbitro ante un penalti dudoso. Me viene a la memoria que si el ligamento suspensorio del pene puede haber dado de sí, de tanto estiramiento. Mejor, me acuerdo que un amigo, cuyo nombre no revelaré por prudencia, le tiene puesto nombre a sus dos testículos, el derecho se llama Marcial, el izquierdo, Ginés.  Con frecuencia se queja de Ginés porque calza un poco más del izquierdo. Y entonces me sobreviene la inspiración:
-Yo creo que al chico le molesta el compañón derecho de aguantar tanto peso – le replico al padre guiñándole un ojo.

Salgo del paso con una broma y dejo a todos contentos. No lo olvidéis: la medicina es ciencia, sí, pero también es arte.











viernes, 4 de mayo de 2012

Mi negrita

Sobre las tres de la tarde tengo cita diaria con mi negrita. De lunes a viernes. Sábados y domingos descanso de tanto ajetreo. Me resulta una mujer encomiable por su valentía, por cómo encara su vida. No es fea, tampoco creáis que es Noemí Campbell. Pasable, vaya. Negra, negra y corpulenta, caballo grande, tiene unos labios asiliconados de manera natural, unos ojos bellos y de mirada triste y un culo alto y respingón, de ésos que no pasan hambre. Ya os digo, todos los días. Menos sábados y domingos, como la digoxina. Y nos conocemos desde hace al menos tres años.

A eso de las tres de la tarde raro es el día que no me pilla en rojo el semáforo de la venta de Antequera, parece que me tiene manía. O a  lo mejor es querencia. Voy desmayado vivo después de una mañanada tan intensa en el hospital, deseando llegar a mi casa, comerme las albóndigas en salsa, desabrocharme el cinto y pegarme mi siestecita. Llevo a cuestas esa inquietud nerviosa que produce la hipoglucemia de siete horas de ayuno. Y el semáforo, que no cambia. Ahí me espera mi negrita. Me relaja. Todos los días se lleva cincuenta céntimos o un euro y a cambio me tiene el coche alfombrado de pañuelitos de papel. Me viene bien porque no hay cristiano que estornude o moquee más que un servidor. Esta es, brevemente, mi aventura, so mal pensados.

Al principio de conocernos me acompañaba siempre mi sobrina Imma que estudiaba medicina en Valme. Y un día, ya con cierta confianza, mi negrita va y me pregunta:

-Oiga, ¿ésta es su mujer?
A la Imma se le encendió la cara de momento.
-No, no, mujer, ésta es mi hija -le respondí rápido antes de que a mi sobrina le diera un patatús.
-¡Ah!, perdón señorita, es que su padre está muy joven, y por éso ha sido...

Y tuve que consolar a la Imma que se pasó media hora refunfuñando.
-Padrino -me dice- ¿tan vieja me ha visto la tonta ésa?
-Mujer, no seas así. Se ha creído que tú serías mi "segunda" o mi amante. La de cosas que habrá visto esa mujer en este semáforo...
-Lo que es es un "ronro puñetero" -sentencia definitivamente.

En alguna otra ocasión han coincidido conmigo la Imma y la Meli. Como la negrita siempre lo pregunta todo me dice:
-¿Y ésta?
-Mi otra hija.
No se le pasa por alto que son de una edad similar, altas y guapas las dos.
-Son muy parecidas.
-Son mellizas.
-¡Ah!
Y ya deja que nos vayamos.

La primera vez que me vió con la Peque se puso muy contenta y me dice:
-¡Ésta sí que es su mujer!
-Vaya, ésta sí.
-¿Qué tal está usted caballera? - le pregunta muy cortés.
-No se dice caballera, mujer -la corrijo.
-Ah! ¿no?
-No. Se dice señora.
-Vale.

Los días que me ve solo en el coche:
-¿Y su señora? ¿Lo he dicho bien?
-Trabajando. Sí, lo has dicho muy bien.
-¿Y las niñas?
-En Málaga, trabajando también.
-¿Las dos?
-Las dos.
-Vale.

En fin que después de tres años de vernos todos  los días pues ya es que nos preguntamos por la familia y todo. Ella sabe de mi vida, de mi trabajo, de los coches que tengo, si éste es el de mi hija, si éste el de mi mujer, "hoy has traído el coche de tu hija, ¿qué le pasa al tuyo?". Yo de ella, sin embargo, sé poco. Que es de Nigeria y que ha  aprendido a  hablar en el semáforo.

No le amilanan las inclemencias. En los días tórridos del verano, a las tres de la tarde, humeante el asfalto, se cobija debajo del techo de la parada del autobús. Va tocada con un pañuelo de colores y con una pamela amplia. Y me río con ella: "Oye mi negra, ponte a la sombra que te vas a tostar". En días lluviosos gasta un impermeable azul dos tallas por encima de la suya, seguramente prestado. No he visto persona más fiel a su trabajo. Desde luego que solo conmigo tiene, casi, el jornal ganado. Es una mujer amable, muy tranquila y, sobre todo, muy dulce. Un abismo con la loca maricona de Plaza de Armas.

Hoy, lloviendo a mares, se me acerca a la ventanilla. Viene ataviada con el impermeable susodicho y con una gorra de plástico transparente muy mal averiguada que le cubre la cabeza. Entre el medio  vaho en los cristales y la lluvia que los golpea no distingo bien si lo que chorrea por su cara negra como un tizón es agua o son lágrimas. Abro solo una rendija para no empaparme, lo justo para que quepa su paquete de pañuelos y mi euro.
-Se ha muerto mi papá.
-¿Cómo dices?
-Que se ha muerto mi papá. -Ahora sí distingo bien las lágrimas.
Por unos  segundos me quedo sin reaccionar, no sé qué decir.
-¿Aquí en Sevilla? ¿Vive contigo?
-No, en mi país, en Nigeria.
-¿Y tú estás aquí sola?
-Sí.
Cuesta tragarse el nudo. El semáforo se abre, pitan los coches de atrás.
-Lo siento muchísimo, mujer.

Y me alejo con una tristeza amarga, con congoja y rabia, con sed de justicia. Mañana vendré prevenido, me digo a mí mismo, dejaré el coche con los cuatro intermitentes en la parada del autobús y charlaré un poquito más con ella. Seguramente es la hija mayor de unos padres enfermos, allá en su país, que se ha visto obligada a emigrar para mendigar alguna cosa que los socorra. Ya sabemos que ésto es muy duro, pero lo que hoy más me hiere en el pecho es que la pobre chica ni siquiera haya podido desahogarse con su familia, que esté aquí tan sola, que busque un consuelo fugaz de un minuto compartiendo su pena ahogada y solitaria con una persona medio extraña a quien ha conocido de un tiempo acá solo un instante repetido, lo que tarda en abrir el semáforo de Bellavista.

jueves, 3 de mayo de 2012

Lo mejor del mundo

Releyendo las dos últimas entregas me parece percibir en ellas un cierto tufillo machista. Me lo han advertido también mi mujer y mi hija, inflexibles, más duras conmigo que la censura eclesiástica en el cine de mi pueblo. "Según tú", me protestan, "las mujeres no hablamos más que pamplinas, nos dejas como gente superficial, sin más interés o preocupación por cosas que no sean la latitud del trasero, las dietas o los trapitos. Y éso", ahora suben el tono, " ni es verdad, ni es justo".

Ni es verdad, ni es justo. Ni yo lo siento así. Presento seriamente mis excusas si alguna amiga o lectora se ha molestado. Las mujeres que me conocen saben sobradamente de mi devoción por todo lo femenino.

Resulta muy tentador el recurso fácil a la caricatura o los clichés prefabricados a la hora de escribir. Naturalmente que las mujeres no soís así, como tampoco los hombres nos pasamos todo el día discutiendo de fútbol, ni babeando detrás de un culo bonito, ni todos vamos dejando la toalla tirada y arrollada en el baño. Pero ésas son, entre otras, las señas identitarias de uno y otro sexo en un contexto jocoso. Y habéis podido comprobar el tono desenfadado, desinhibido e hilarante de muchos de mis relatos. Estoy en la creencia de que en cualquier reunión de más de cuatro, los hombres podremos hablar de cualquier tema profundo, más serios que un juez, pero al final, con mucha frecuencia, acabamos con el Messi o el Ronaldo. Y si sois vosotras, las mujeres, pues lo mismo de serias y profundas, pero acabáis con recetas de merluza al horno al estilo de María José, la vasca.
Se trata, pues, de un recurso literario, linguístico, de tomar la parte por el todo. Siempre, queda claro, con intención divertida.

Aún así, no tengo inconveniente en reconocer determinados gestos machistas en mi conducta rutinaria, gestos, por otra parte, diría que del subconsciente, culpa de la memoria genética de siglos. Yo creo que, de una u otra forma, nos ocurre a la mayoría de los hombres. Cuando recogemos la cocina, ponemos el lavavajillas, tiramos la basura..., "¿qué más hago yo, Peque?, que no me acuerdo", nos sentimos reconfortados por creer que estamos ayudando a nuestras mujeres. Lo de la corresponsabilidad doméstica nos parece un invento feminista. Menos a Frasqui, que ése si que es un tío de su casa, hasta se divierte planchando. Divinamente. Pero, bueno, vamos progresando.

Dicho ésto, voy a escribir una reflexión sentida y veraz acerca de lo que muchas de vosotras ya sabéis, mi admiración por las mujeres. No ya solo por lo erótico-guarrindón, que también, sino por otras muchas cualidades inherentes a vuestro sexo. No sé tanto de todas vosotras como para poder generalizar. Hablo de lo que conozco, y ni siquiera de mi Peque ni de mi Meli, que se me notaría el plumero. Hablo de mis amigas más cercanas, de Paqui, de Pilar (la de Bubión y la de Córdoba), de Mariqui, Mercedes, Cati, María Jesús, Mati, Victoria, Nati, Ana..., hablo de mis cuñadas, de mi hermana la chica, de mis compañeras de trabajo, de mi vecina Viqui, hablo de mi Antonia, la mujer que da lustre a la cocina, a los dormitorios, a los baños y a otros trapos sucios...Hablo de personas admirables en muchos aspectos vivenciales en los que nos sacan varios largos de ventaja. Y voy a mencionar solo aquéllos en los que yo mismo me veo claramente perdedor: la capacidad de sacrificio, la dedicación a la gente próxima, la fuerza vital, la generosidad con mayúsculas, la transigencia, el sentido enorme de lo práctico, la lucidez (mental y física), la capacidad de adaptación a los contratiempos, la sensibilidad, la apreciación de detalles delicados (cosas que a nosotros nos la suda)...¡Ah!, y el don de mando, que también hace falta.

No tengo más que palabras de elogio para estas mujeres. Muchas de ellas han contribuído de forma decisiva a la cohesión de nuestro grupo de amigos del pueblo, del seminario y de Sevilla. Parafraseando a nuestro amigo Paco Gálvez "el cura", las mujeres sois la alegría de la vida, lo mejor del mundo.
Ea, pa que veáis. Y no espero que me tiréis sostenes. No daría abasto.

martes, 1 de mayo de 2012

Comunión del colesterol

La antigua estación de Luque, hoy parada y fonda preferida por los japoneses en tránsito entre Córdoba y Granada, no espera el primer convoy de orientales hasta las dos de la tarde. Esta mañana, sin embargo, ha tenido que abrir un poco antes de la cuenta para acoger a unos visitantes singulares. No vienen juntos en autobús, ni tienen los ojos achinados, ni hablan lenguas extrañas. Van llegando  de dos en dos o de cuatro en cuatro en sus coches particulares, parecen a simple vista gente del terruño y charlan sin parar, comiéndose unos a otros las palabras, como nosotros. Gentes de por aquí. Pero no son del pueblo, bueno, quizás dos sí lo sean.

En una media hora han llegado todos, hombres y mujeres emparejados. No les incomoda la fina lluvia bobalicona, o por lo menos no lo manifiestan, se abrazarían si pudieran, pero tienen ambas manos ocupadas, la derecha con el paraguas, la izquierda con una bolsa repleta de algo. Se besan unos a otros, se vuelven a besar, "huy, que a tí ya te he saludado", "no importa, otra vez". Hasta los paraguas abiertos, juntitos y formando carpa parecen reconocerse de encuentros anteriores. El dueño del local los debe de conocer muy bien porque se confunde entre todos repartiendo saludos y parabienes. Salta a la vista que son amigos que llevan tiempo sin verse y que van a celebrar algo en este restaurante. 

Es catorce de Abril, día del ochenta y un aniversario de la segunda República. Cualquier lugareño que los vea pudiera pensar que van a celebrar algún acto político reivindicativo. Para más abundancia esta misma mañana se ha conocido por la radio la última faena del Borbón en su desafortunada jornada de cacería clandestina. Pero no, hace muy mal tiempo para una manifestación, no se ven banderas, no se aprecia ánimo belicoso por ninguna parte, no son tanta gente. Aún faltan fechas para Mayo, no hay primeras comuniones a la vista, y, desde luego, sería la primera boda a la que alguien haya asistido tan temprano. No, no es nada de eso.

Dentro del local hay una sala preparada para ellos, reservada desde meses antes. Un comedor. Con la prestancia conocida las mujeres del grupo (y algunos hombres apañados y abducidos) distribuyen las viandas de las bolsas por entre las distintas mesas ya ataviadas con sus respectivos manteles de papel y sus cubiertos. Juntan las mesas de dos en dos y paralelas a las paredes a fin de disponer de más espacio en el centro y facilitar la comunión de todos con todos. En cada grupo de mesas se colocan delicadezas culinarias elaboradas con esmero por cada pareja (no siempre la mujer).

Estas mesas de aquí serán para las tortillas. Apreciaremos una exquisita variedad de ejemplares y mezcolanzas: la clásica de patata y huevos, la de atún, de cebolla, de pimientos, de chorizo...Estas otras dos mesas recibirán las empanadas, estas otras para gambas, mejillones y boquerones en vinagre, vamos a dejar cuatro mesas para el colesterol puro: el jamón, los chorizos fritos, los salchichones, los quesos pestosos. Y todo un testero de mesas, por lo menos cinco juntas, para dar cabida a los dulces: bizcochos caseros de chocolate, de naranja, de anis, roscos fritos, pastelitos finos, borrachuelos de miel, piononos...La bebida corre a cargo del propietario. De manera que  este amigo, el dueño del local, no solo les deja el salón de gratis, sino que, encima, les invita a la bebida. Una mente malintencionada podría pensar en algún tipo de interés o chanchullo comercial. Nada más lejos. No me lo van a creer, ya lo sé. Pura amistad y nada más. Y más mérito aún si sabemos de buena tinta que este amigo mayor lleva el negocio en la masa de su sangre.

Todo, pues, a punto. ¡Que empiece el convite!

Por primavera, unos años en Abril, otros en Mayo, muchos amigos del seminario nos reunimos con nuestras familias para celebrar una jornada de comunión. Es una fiesta muy entrañable. Con los años nos volvemos un poco nostálgicos, es una cosa natural y gratificante. Los hay a quienes, por cercanos, vemos casi a diario, amigos íntimos, hasta cansinos podríamos decir, otros con quienes nos encontramos por Navidad, la mayoría de año en año y algunos se añaden en cada nueva convocatoria de los que no teníamos noticias quizás desde cuarenta años atrás. ¡Y aún con éstos nos reconocemos! Lo normal es que cada pareja aporte su cuota de condumio para ponerlo luego todo en común.

Cada año un sitio nuevo. Hemos recorrido media provincia de Córdoba con nuestras reuniones: Cabra, Benamejí, Palenciana, Doña Mencía, Luque, Córdoba, Hornachuelos, Obejo, Montalbán...En algunos lugares hemos repetido, siendo el seminario de los Ángeles nuestro santuario predilecto, nuestra tierra de promisión. Cuando nos muramos nuestras mujeres deberían esparcir nuestras cenizas entre los escombros del patio o tirarlas al Bembézar.
Nació esta afortunada costumbre en un Marzo del 1995, creo, cuando en mi casa de Sevilla nos reunimos unos cuantos amigos para dar una especie de fiesta de despedida a nuestro querido Antonio Lara, tocado por la letalidad poco tiempo atrás y que falleció un mes más tarde. Acordamos entonces reunirnos cada primavera para honrar su memoria con nuestra amistad eterna, cosa tan valiosa para él. Y hasta hoy.

Con todo, no hubiera sido posible la continuidad de estas reuniones sin el pundonor, la entrega y el esfuerzo de nuestro gran maestro de ceremonias, el gran califa de todas las Alpujarras, el nunca bien ponderado Antonio Luna, de Fernán-Núñez, pero afincado en Bubión desde que era chico (bueno, chico ha sido siempre), ése a quien tanto gusta dormir con su mujer acoplándose a ella en forma de sillita. El Luna (como le decimos) es el alma del grupo, quien mejor representa y aglutina los sentimientos compartidos, el incansable conciliador de disputas, el que consigue unificar voluntades con su contagiosa sonrisa, su ánimo impertérrito y valiente, con su perenne disposición al trabajo y con su enorme corazón, desproporcionado para su talla. Él lo hace todo. Bueno, seamos justos, su santa, Pilar, no se queda atrás en la logística informática. Pero él es el maestro. Decide lugar y fecha, a veces consensúa con Jaime y conmigo como subalternos. Envía cartas, postales, e-mail y twiter (si supiera) a todo el mundo dando las instrucciones necesarias para que nadie se pierda por esas carreteras secundarias por donde nos mete. Un verdadero regalo de amigo.

Hoy, catorce de Abril, ha tocado en Luque. Hemos repetido en Luque. La experiencia de años nos aconseja sitios que tengan cobijo. En más de una ocasión la lluvia (como hoy mismo) nos la ha jugado pillándonos al descubierto, al aire libre. Ya nos pasó en la sierra de Córdoba y en Hornachuelos. Aquí estamos bajo techado. Antonio Molina se brinda cada vez que se lo pedimos. Disfruta más aún que nosotros. No le importa, siendo tan negociante, perder clientela este día, que se arrejunten un poco más los amarillos, que para éso son más enjutos y más acostumbrados a estrecheces de arenques. Antonio, seis o siete años mayor que nosotros, ingresó en los Ángeles como vocación tardía. Por entonces parecía nuestro padre, o mejor, nuestro hermano mayor. Estuvo poco tiempo, quizás cuatro años, pero caló hondo en nuestros corazones. Por su bondad, su sencillez, su inocencia. Lejos de comportarse de una manera prepotente o sobrada con nosotros, se hizo uno más, se olvidó de su edad y a sus dieciocho o veinte años se convirtió en un niño de doce. Después, claro está, despabiló. Y tanto. Ahora es amo de medio Luque.


Todo el mundo va recorriendo los distintos corrillos que se forman y departimos acerca del trabajo (algunos afortunados recién jubilados), de los hijos, a unos pocos se les cae la baba mostrando las fotos de sus nietos (qué envidia!), de la crisis que no cesa, de nuestras parejas, hoy, incluso, hasta del próximo advenimiento de la tercera República, enarbolando "Pepe huesos" una bandera rojo y gualda vieja y arrugada tal que parece haber sobrevivido desde la guerra. Pero el tema estrella en estas reuniones es siempre el mismo: los recuerdos que cada cual evoca del seminario. Y revivimos con lucidez impropia para nuestra edad momentos mágicos en el refectorio, en la sala de estudio, en el recreo, en los dormitorios, en el campo de fútbol, incluso cochinadas en los wáteres. A veces, ni siquiera uno recuerda cosas que otro compañero le cuenta como vividas en común. Cada año, en cada encuentro, nos repetimos en las mismas o parecidas anécdotas y recuerdos, pero no nos importa, nos reímos y disfrutamos como si fuera la primera vez que los escuchamos.

Las mujeres atienden con curiosidad expectante todos nuestros relatos cargados de más o menos fantasía, pero enseguida se conjuran y con un "éstos están todos cortados por la misma tijera" nos dejan a nuestras anchas y se concentran todas alrededor de las mesas de los dulces para hablar, mientras picotean, de la suerte que han tenido con nosotros (aunque seamos "raritos"), de los distintos destinos y profesiones de los hijos, de nueras, yernos y consuegras, de dietas, morbideces y michelines, y para copiarse recetas de browni o del bizcocho de yema. Ya habrá lugar, luego a la vuelta, de sonsacarle al marido quién de las tías le ha gustado más, y cúal está más desmejorada. Mujeres. Y el marido, ya escarmentado, dirá sin parpadear que todas están muy buenas para su edad aunque algo ajamonadas.(No me cojáis manía, eh, es de cachondeo). Y se reirán ambos, marido y mujer, al recordar la broma que les ha gastado Miguel Estepa presentándonos a todos a su hija, una belleza de veintitantos años, como si fuera su "segunda".

La lluvia, pertinaz y cansina, nos ha tenido acorralados en el comedor. Mejor. No ha habido dispersión de gente. Todos con todos. Es la vez que más hemos charlado. Quizás también porque no hemos podido librarnos del acoso del Estepa de antes repartiendo vino de Montalbán con su alcuza ya célebre entre nosotros. Es un tío magnífico, fiel representante de la comunidad de su pueblo, tal vez la más constante en estos encuentros de curillas arrepentidos. Como decía, algunos abuelos se ufanan mostrándonos fotos de sus nietos, pero el Luna se ha presentado con su nieta en directo, una personita de cuatro meses, lindísima, que ha nacido con el encanto de no tener la cara del abuelo y con la inmensa fortuna de compartir con él algo de su corazón.

Ha faltado gente, es verdad. Echamos de menos las ausencias, pero tenemos ya una edad en la que no disponemos de nuestro tiempo como antes. A dos o tres de los habituales les ha tocado este fin de semana cuidar de su padre o de su madre impedidos. Algún otro ha tenido que resolver un problema de última hora con su hijo. Han llamado al móvil de alguien para reafirmar su presencia en espíritu. Pero las ausencias se compensan con nuevas incorporaciones que seguirán en adelante fortaleciendo al grupo. Resulta muy halagüeño comprobar la emoción con que dos nuevos comulgantes nos miran, como si se frotaran los ojos creyendo estar en un sueño imposible. Los dos son de mi curso. Éste de aquí es Molina Pavón, de Córdoba capital. Se mantiene el tío mejor, si cabe, que a los catorce años. Lo recordamos como un chaval larguirucho y endeble, muy aniñado, de los que no jugaban al fútbol. Y viene, prejubilado de la Banca, hecho un figurín. Vive en Málaga y tiene dos hijos. Me comenta emocionado que ya había perdido toda esperanza de reencontrarse con alguien del seminario. El otro es Francisco Sánchez, de Dos Torres. Era un muchacho alto, delgado y fuerte. Jugaba de defensa lateral derecho y era leñero. Muy leñero. A éste le ha cundido más el tiempo. Presume de barriga y papada. Nos enseña con orgullo fotos suyas del seminario formando equipo, todo un atleta, con Jesús Cantarero, José Pablo, Antonio Estepa, Jaime, el Baena, Rebollo...En fin, con los buenos. 

El seminario nos ha dejado muchas cosas buenas. El valor de la amistad ha sido una de las mejores.

Estamos hechos unos carrozones de cuidado. Da igual, que sigamos muchos años así.