sábado, 31 de marzo de 2012

Racanería

Mis detractores más íntimos me tachan de rácano. Me defiendo pensando y proclamando que soy económico, ponderado, razonable, virtuoso del medir y del gastar. Como mi amigo Sebas. Pero no cuela. Y lo malo de esta fama es que ya es irreversible en la convicción de los demás. Ya pudiera hacer yo un gasto realmente extraordinario y gustoso, ya reservara hoy mismo los vuelos a Nueva York, o a Buenos Aires, que tanto ansía mi Peque, para el verano que viene, ya me decidiera de una vez por todas a comprar ese terrenito de dehesa en santa Olalla (aunque fuera a medias con Jaime), ya me tirara el detalle de acristalar nuestro magnífico porche..., que nunca jamás ni mi mujer ni mi hija me iban a considerar un tío rumboso. Nunca. Seré rácano toda mi vida.
Clavado a mi madre, ¿qué se le va a hacer? "Ca uno es ca uno", decía el Guerra. Mi madre ocultaba su escuálida hacienda debajo del colchón de paja de su cama de matrimonio. Y sufría unos sustos tremendos cuando algún día, al meter la mano para asegurarse, no topaba con el bolso camuflado. Se conoce que con ocasión del ajetreo intenso del matrimoniar el dichoso tesoro se desplazaría por el somier nada más que para mortificarla. Cuando salía de viaje llevaba consigo el bolso con todo su capital. Compraba lo que a ella le parecía básico e imprescindible, comida, ropa, calzado, arreos de limpieza y poco más. Un día, en Córdoba, olvidó su botín en el asiento trasero de un taxi, y por poco se aflata. Obligó a mi Frasco, entonces con catorce o quince años, a superar la marca del Car Lewis haciendo cien metros curvos y empinados en menos de diez segundos, hasta dar con el taxista.
Nunca pudo mi padre meterse en alguna trampilla o negocio que no fuera el arrendamiento de algunas fanegas para melones o matalauva ofrecido por don José Carreira a un precio irrisorio, testimonial, cuando no gratuito. Incluso nuestra casa del pueblo la tuvo que comprar el señorito, y luego mi padre le fue pagando poco a poco. Yo creo que se murió don José y todavía quedaría por ahí alguna letra pendiente.

Las personas tenemos un código de conducta cuyos principales dígitos están escritos por la carga genética y por el poso de las vivencias. Ya hemos visto cuál es mi genética. En esto he salido a mi madre, ea. Y si nos metemos ahora con las vivencias no quiero ni acordarme de las estrecheces de todo tipo padecidas, eran otros tiempos, en la Capilla, cortijo donde me he criado, o en el seminario de Hornachuelos. De manera que disculpado. No soy responsable de mi racanería. Me ha venido impuesta, yo no la quería.

Hoy sábado sabadete, camisa limpia y...nada más, ha venido nuestra Meli a visitarnos. Me ha extrañado porque no hace tanto que nosotros estuvimos en su casa de Málaga y porque en tres días volveremos a vernos en el pueblo para la Semana Santa. Algo querrá, claro, esta gente nueva va muy delante de nosotros, y no se mueve de Málaga a Sevilla así como así, solo para ver a su papaito y a su mamaita. Y lo malo es que lo presiento, lo llevo barruntando varios días. Hace una semana que se ha comprado un coche nuevo y hace como que viene a enseñárnoslo. Pero me acuerdo que ya la madre, la Peque, (manos rotas donde las haya) le había insinuado a la hija, en una anterior visita, la certeza de un dinerito por nuestra parte. Más claro, el agua. Esta niña de 27 años, con su empleo fijo de profesora, su sueldo holgado, su buena vida en Málaga con su novio y todo, viene a distraerme 6000 euros de mi cartera. Y aunque le regateo para ver si se pueden quedar en 4000, madre e hija me abruman, "rácano, que eres un rácano, una hija sola que tienes y te vas a poner a rebajarle unos eurillos." Y me defiendo, a duras penas, "no son unos eurillos, son dos mil." Peor todavía se ponen. "Anda, anda, anda," salta la madre, "que un día de éstos te va a castigar Dios. Por mísero."  Mi Meli tampoco se queda atrás "Papi, pero si tú te repones en la siguiente nómina, hombre..." Ya sabréis, de sobra, cómo ha acabado esta película. Y encima, sigo siendo un rácano.

Dejando a un lado estas pequeñas miserias mías, quiero hoy compartir con vosotros la satisfacción tan enorme que nos embarga a la Peque y a mí viendo la trayectoria personal y profesional de nuestra única hija. Aunque sé que ella va a leer esto y no me gustaría que se sintiese demasiado adulada, para que no se crea nunca la divina, no tengo más remedio que soltarlo. Pero es más, creo que deberíamos expresar nuestros  sentimientos a la gente que queremos mucho más de lo que solemos hacerlo. Es necesario, creo, despojarnos de la vergüenza tonta que puede producirnos, casi por pudor, el decirle a una hija que la queremos mucho y que estamos orgullosos de ella, o viceversa, que ella lo exprese con nosotros. Recuerdo que cuando murió mi madre me reproché mucho el no haberme mostrado con ella todo lo cariñoso que yo soy en cada una de las ocasiones que estuve a su lado, siendo ya adulto. Tenía que haberle dado más besos, más achuchones, más te quieros. Se supone que los padres, las madres, los hijos, las parejas, los amigos...se quieren y no hay necesidad de explicitarlo a diario. No es así. Contri más, mejor, como dicen los granadinos. Y procuro no cometer el mismo error con mi padre. Otro día os hablaré de él.

Hemos salido, la Meli y yo, esta mañana a hacer algunas gestiones por Sevilla. Me ha llenado la cabeza con sus actividades en el instituto. Está muy ilusionada con los cafres que tiene por alumnos. No le importa. Me entera de que más de la mitad de su clase son niños y adolescentes gitanos, marroquíes y sudamericanos. Que los gitanos son materia imposible, que se pasan el rato cantando flamenquito y haciendo palmas y que sus padres nunca se interesan por recibir información de los profesores y ni siquiera van a recoger las notas. Pasan de todo esto. Que los marroquíes y los sudamericanos, sin embargo, son muy responsables y se comportan como gente que sabe que está aquí para aprovechar esta oportunidad de formarse y educarse como Dios,(o como Alá) manda. Y se ofusca hablándome de los profesores, sus compañeros, que se escaquean. Es algo que no soporta. Siendo ella la última mona del colegio se enfrenta con ellos para afearles su conducta y para recordarles que no pueden seguir alimentando la mala fama del funcionariado.

Hoy sigo siendo un tío rácano, sí, pero no quepo en mí de satisfacción.



viernes, 30 de marzo de 2012

El mal francés

-Buenos días.
-Buenos días - me contesta una mujer al otro lado del teléfono.
-Mire, soy el Dr. Rivera...
-Ah, menos mal. Estaba muy impaciente ya.
-Tranquilidad, mujer, las noticias no son malas del todo.
-Dígame, dígame.
-¿No está su hijo en casa?
-Bueno...sí está, pero no se puede poner ahora.
-¿Y éso?
-Es que está acostado todavía.
-Pues despiértelo usted, hágame el favor. ¿Qué hace un tío de 20 años en la piltra a las diez de la mañana?
-Pero doctor, por favor, no me tenga más en ascuas, dígame lo que sea.
-No me ponga usted en un compromiso, señora, mi obligación es decírselo a mi paciente, a su hijo.
-Pero si mi hijo no tiene secretos para mí. Ya lo vió usted el otro día en la consulta.

En efecto, cuatro días antes, visitando al joven en mi consulta destapó secretos inconfesables delante de su madre. Bueno, eso de inconfesables es una exageración por mi parte, que soy un antiguo carcamal. Preguntado tímidamente por mí, dijo abiertamente que es homosexual y que ha tenido muchas, pero muchas parejas de cama. Eso sí, siempre con protección. Mis temores (y muchos más los de su madre) eran que el chico pudiera ser portador de anticuerpos del Sida. Menos mal que no fue así.
Es curioso la poca intuición que tengo para estas cosas, yo, que presumo de un excelente ojo clínico, y lo que me cuesta sospechar en alguien su condición de homosexual. Otros compañeros míos los captan enseguida. Y conste que es muy bueno el sospecharlo, no por morbosidad, ni mucho menos, sino porque los homosexuales tienen distinta prevalencia de determinadas enfermedades, sobre todo infecciosas. Como ocurrió en este caso.
-Que se ponga primero su hijo y luego hablaré con usted. -Y al fin se pone el muchacho.
-Oye mira, perdona que te haya despertado, pero tengo que darte los resultados de los análisis. Y siendo las diez de la mañana me ha parecido una hora prudente.
-Sí, sí, no hay problema. Dígame.
-Bueno, verás, vamos primero con lo bueno: no tienes Sida.
-¡Uffff! Gracias a Dios -lo oigo suspirar.
-Vale, ahora lo regular, que no es malo del todo: tienes una Sífilis.
-¿Una sífilis? -pregunta incrédulo.-Pero si eso era una enfermedad de la Edad Media, por lo menos.
-Sí, pero todavía queda.
-Bueno, ¿y qué me va a pasar?
-Pues nada, te vas a curar, esto se cura con antibióticos, así que tranquilo. El lunes próximo vienes a la consulta y ya lo hablamos.
-Queda lo malo -me recurda que le he hablado de lo bueno y de lo regular.-¿Qué es lo malo?
-Lo malo va a ser explicárselo a tu madre.
Y nos reímos lo dos con ganas.
-¿Te importa que se lo cuente?
-Para nada, se la paso.

Al instante, tengo de nuevo a la madre al otro lado. Y le explico todo.
-¿Sífilis?
-Sí señora, sífilis, es una enfermedad que creíamos los médicos que  estaba medio erradicada, pero no. En determinados grupos de riesgo sigue pasando.
-¿Qué grupos de riesgo?
-Pues, mujer, ya sabe, las prostitutas... y, bueno, en general todo la gente promiscua.
-Pero, hombre de Dios, ¿cómo va a ser eso, si esa fue la enfermedad que sufrió el Padre Damian? Y no creo que ese santo fuera un putañero, con perdón.
 Y no tengo más remedio que hartarme de  reír.
-Lepra, señora, lepra. Lo que tuvo el padre Damián fue lepra, no sífilis.
-¡Ya decía yo...!

Como medio cura que soy no entiendo bien  algunas cosas de la vida moderna como la promiscuidad sexual, tanto sea homo como hétero, las infidelidades, los intercambios entre parejas, los vídeos porno caseros...y algunas guarrerías más. Con lo a gustito que se está en casa con la mujer de uno.

jueves, 29 de marzo de 2012

Diferentes conversaciones

Por las mañanas, muy temprano, entro en el hospital con sigilo. Más que nada por no sobresaltar al celador de la puerta, tan a gusto en su media modorra (últimamente sustituido por un triste sensor electrónico), ni despertar, luego en la planta, a los enfermos ni a sus familiares, que sabe Dios qué noche habrán pasado. Subo solo en el ascensor. En ocasiones, hoy mismo, un acompañante de algún paciente sube conmigo. "Buenos días", "buenos días" nos decimos lacónicamente. Se le nota la mala noche. Viene de la cafetería donde ha ido a por un café con leche. Va desgreñado, cojos los botones de la camisa y con marcas arrugadas en la cara por culpa de la sábana arrollada del sillón donde ha intentado descabezar el sueño. En una mano, un vaso blanco de plástico cubierto por encima con una servilleta de papel. Lo lleva suspendido por el borde con las puntas de los dedos, de tanto como quema. En la otra, un trozo de papel de aluminio que no es capaz de cubrir del todo un par de donuts. "¿A dónde va usted?" -le pregunto para poder tocar por él el botoncito del ascensor. "A la siete" -me contesta intentando ponerme cara amable. "¿Me hace usted el favor?" - me pregunta mientras me alarga el paquete de los donuts. "Claro" - le respondo. Le cojo momentáneamente los dulces mientras  se cambia de mano el vasito hirviendo. Son dos segundos, pero me pringo los dedos de un almíbar meloso y pegajoso. "Muchas gracias" - me dice aliviado. "esto está que pela". Y subimos callados. Él pensando qué coño hará un médico en el hospital tan de madrugada. Y yo deseando llegar a mi despacho para chuparme los dedos sin que este buen hombre me vea.

La cosa cambia radicalmente cuando dejo la planta para irme a casa. A las tres de la tarde, en mi hospital, es muy complicado "pillar" un ascensor. Abarrotados. Como son siete pisos hasta la planta baja y el dichoso ascensor para en todas y cada una de ellas da tiempo sobrado para seguir, casi sin querer, el discurrir de algunas conversaciones entre vecinos apretujados.
-¿Tú por quién estás aquí?
-Mi nieta, la niña de mi Frasquito, ¿sabes?
-¿Y qué le pasa?
-Na, que lleva la pobre cuatro días de parto, y que no se decide, oyes, ni palante ni patrás. Encajonao.
-¿Y no le van a practicar la cesárea?
-Yo qué sé hija. Unos médicos dicen que sí, al día siguiente otros dicen que no, que es mejor  esperar...Y así estamos.
-Pues anda que...
-Hoy la han estado viendo dos muchachas nuevas. Ayer la vió un muchacho. Y ahora resulta que no le pueden hacer na hasta que no se cure de una infección que tiene en la orina. Un bicho de esos raro, la bichomona cenisosa, me parecen que han dicho (Pseudomona Aeruginosa).
-Se echan unos a otros la pelota, y eso es lo que pasa -sentencia ya de forma definitiva.
-Eso es.
Y pienso para mí: pégate seis años de carrera y cinco de especialidad, la flor de tu vida dedicada a estudiar, para que ahora te nombren por ahí de muchacho o de muchacha. 

Como voy sin bata y sin cartera, de paisano, nadie se siente cohibido porque haya un médico delante. Y en un par de minutos se pueden oir comentarios y opiniones de lo más divertido, o de lo más disparatado.
Pero me hacen reflexionar sobre lo mal que informamos a los pacientes y a sus familiares. Sigue siendo, creo, una asignatura pendiente de nuestro colectivo. Parafraseando a Serrat yo también soy partidario de las voces de la calle más que del diccionario. A muchos médicos aún les cuesta bajar al terreno común, al lenguaje de pueblo, no necesariamente vulgar, a la barriga en lugar de abdomen, al gargajo en vez de esputo, al dar de cuerpo en vez de defecar...Por poner ejemplos que son tan de mi gusto.

miércoles, 28 de marzo de 2012

una clave para entender el 25 M

Con 25 M me refiero al día de las últimas elecciones autonómicas en Andalucía.

La consulta médica es, entre otras muchas cosas, un expositorio del clima social que vivimos. La gente, con confianza, cuenta cosas de su vida doméstica, laboral o social. Hasta intimidades.Otro día relataré experiencias oídas en mi consulta sobre personas en paro y sin ningún tipo de ayuda, que se ven obligados a vivir del socorro de sus padres, y que no disponen siquiera de dinero para pagarse el autobús que los traiga desde el pueblo.
Hoy, no. Hoy quiero daros una explicación muy prosaica acerca de los resultados electorales en las últimas elecciones. Naturalmente que, como muchos de vosotros sabéis, no pertenezco a ningún partido político, ni mucho menos soy exégeta de encuestas ni de resultados en las urnas. Cuando mi cuñada Conchi se interesa por saber a qué partido he votado yo le digo muy serio, al nuestro, al PA. Y cuando me lo pregunta mi amigo Pintor, lo mismo, Antonio, al tuyo, a EQUO. Y si es Paco Lozano, le digo: al tuyo, al PP. Y a Tomás, oye tío tranquilo que he votado al PSOE. De esta manera dejo contento a todo el mundo. La verdad de la buena es que yo voto, como cantan los chirigoteros de Cádiz, a quien diga mi mujer. Por eso, la disertación que os transmito es simplemente jocosa.

Un anciano de ochenta y muchos años a quien pretendo auscultar su pecho empieza por quitarse la chaqueta. Nada más verlo en mangas de camisa me sonrío por unos tirantes que lleva puestos en lugar de un cinto.
-¡Vaya! -le digo con cierta sorna- igual que Fraga.

Se rien el viejo y su hijo, y al cabo, se conoce que ha recapacitado un poco, me dice:
-Doctor, que sepa usted que el único parecido mío con Fraga son los tirantes, eh. Nada más.

Pero es que esta anécdota me ha sucedido en muchas ocasiones, cada vez que veo a alguien con tirantes. Y en todos los casos la gente, habitualmente mayores de edad, me contestan algo parecido, de ninguna manera se sienten a gusto si alguien pretende identificarlos con don Manuel (Dios lo tenga en su gloria).
Me planteo, medio en broma, que si el PP no ha conseguido la mayoría absoluta que barruntaban las encuestas no ha sido por el impacto negativo de la reforma laboral, ni por el escaso carisma personal de Arenas, como creen muchos, sino por culpa de mis ancianos, más rojos todos que los tomates de los Palacios.

Estoy por llamar a otro amigo, político activo del PP, y animarle a que desista en su empeño de un gobierno de derechas en Andalucía. Desde luego que no con estos pacientes míos.
A los hechos me remito.

martes, 27 de marzo de 2012

Informática sí, pero buena

Hoy he tenido un día espeso. No vayáis a creer que soy un santo por tantos antecedentes de misas y rosarios a mis espaldas. Tengo mis prontos, y mis días malos. Como hoy. Y lo pagan mis pacientes. Por lo general soy, en boca de la Peque, ascuitas en la calle y cenizas en mi casa, o sea, un ángel en el hospital y un ogro de puertas adentro. Algo habrá de eso. Hoy mi ángel se ha esfumado.
Lo tengo comprobado. Uno de los hechos que provocan mis cabreos repentinos es la avería o el bloqueo del ordenador. Otro, que algún paciente se presente en la consulta sin cita, por su cuenta, un paracaidista, como los llamamos en nuestro argot.
Contra este último elemento he encontrado una solución que nos contenta a todos: les doy mi número de móvil para que libremente me llamen si me necesitan. Y entonces yo les aconsejo, o directamente les doy una cita programada. Soy un maniático de mi agenda en la consulta. Me incomoda mucho que los pacientes tengan que  esperar, casi siempre voy adelantado al horario previsto. Incluso abandono antes de tiempo las sesiones clínicas de la mañana para no llegar tarde a mi primer paciente. En esta dinámica tan estricta se puede comprender que un paciente añadido, inesperado, altere mi tiempo de respuesta a los demás, y me cabreo. Como digo, este problema lo tengo casi solucionado.
Lo otro es más morrocotudo. Cuando el ordenador se bloquea puede estar horas de brazos cruzados, el muy cabrón.Y no se trata de  darle a escape o de reiniciarlo, es un problema del servidor de un programa maligno que se llama Diraya. La madre que lo parió. El caso es que no puedo seguir con la consulta.
Desde hace años la dirección del centro pretende que trabajemos sin papel, sin la historia clínica de antes a base de carpetas y más carpetas, sino solo en soporte informático, como se dice ahora. Vale, he sido uno de los principales valedores de esta nueva forma de trabajar porque permite un más fácil acceso a la información médica y puede mantener al mismo tiempo la misma o mejor confidencialidad. Y me he entregado tanto a la causa que todas mis historias están en ese formato. Y el día que falla, me quedo echando chispas. Y no es un día aislado. Hoy ha sido uno, y no será el último.

Cuando llegan los técnicos con dos o tres horas de retraso empiezan a toquetear aquí y allá, como haciendo probaturas, como si no tuvieran una idea de por dónde va la cosa. Y entonces me cabreo más todavía. ¿Cómo es posible que este programa falle tanto?- les recrimino. "Es que lo están usando mucha gente al mismo tiempo". Joder, les respondo, yo enciendo la tele en mi casa y millones de criaturas al mismo tiempo en las suyas, y no por eso se avería.
Lo reconozco. No tengo paciencia con estas cosas. Llego a mi casa a las tantas, malhumorado toda la tarde y con mala conciencia, he dejado a los técnicos amohinados y a mis pacientes preocupados por faltarles costumbre de verme de esta manera.

La única ventaja que tienen tardes como ésta es que la Peque no me provoca mandándome a comprar al Mercadona.

lunes, 26 de marzo de 2012

pequeña frustración

Soy persona cantarina, mi optimismo natural se me escapa por la boca en forma de tarareos, runruneos y silbidos apagados. Me da lo mismo una vieja canción de los Beatles (mis preferidos) que una horterada de José Luis Perales (con todo mi cariño). Yo me lo canto todo.
Mi madre, la pobre, se asustaba mucho cuando yo conducía, prefería que la chofer fuera la Peque. "No me fío de éste", decía, "no va  atento a la carretera, va a lo suyo, cantando".
Como lo hago de forma casi inconsciente me sorprendo a mí mismo cantando bajito en situaciones poco apropiadas. En alguna reunión de jefes (cargo intermedio soy, fíjate) con la dirección del hospital mis canturreos inadvertidos delatan mi desinterés por lo que allí se esté tratando. Y eso no está bien, no quiero ser irrespetuoso con nadie.
En la consulta es muy normal que silbe o cante por lo bajini mientras escribo en el ordenador o busco algún resultado de rayos o de laboratorio. Mis pacientes me lo advierten con frecuencia: "está usted contento, eh doctor". "Vaya", les contesto, y sigo a lo mío. Y es éste, creo, el de mi musiquilla, un factor más en conseguir un ambiente relajado y agradable para el enfermo, siempre prevenido cuando no asustado.
Esta mañana, muy temprano, a horas muy desaconsejadas, mientras encendía el ordenador y preparaba la consulta cantaba sin tapujos una coplilla del seminario: "las doce en punto dice el sereno cuando empieza a amanecer, la vieja llora y suspira porque no sabe coser, con aquella boca, con  aquella boca, tan fenomenal, tan fenomenal, parece un palacio, parece un palacio, con arco triunfal, con arco triunfal. Tiene un solo diente, tiene un solo diente, bien lo sabe Dios, bien lo sabe Dios, hoy está la vieja de muy mal humor..." Entre mi voz de barítono, el estilo algo gregoriano del ritmo y escuchar la palabra Dios debieron confundir mucho a una limpiadora nueva que, pasando por delante de la puerta, exclamó: "Huy, este médico canta como los curas".

Y me hizo mucha gracia. Forzosamente mi mente saltó al seminario de los Ángeles. Es posible que mi afición a la música melódica provenga de allí, de tanto cántico litúrgico, y que mi pequeña frustración de no haber sido aceptado nunca para el coro o para la rondalla haya tenido su respuesta o su compensación en este comportamiento tan singular. No lo sé. Quizás la cosa sea aún más sencilla: a mi padre le pasa lo mismo y solo ha pisado los Ángeles en tres o cuatro ocasiones para visitarme. Puede que de casta le venga al galgo.

domingo, 25 de marzo de 2012

El viejo verde










 J. G. R. es un antiguo paciente de mis primeros años en Sevilla. Me tomó aprecio porque yo lo escuchaba con santa paciencia. Por entonces era un paciente muy cascarrabias y exigente, de éstos que hoy llamamos multi frecuentador, pasaba más tiempo en el hospital que en su casa. Y todo el mundo lo rehuía. Yo también, cuando podía. Pero me engatusaba. Fidelísimo fan del Real Madrid, como yo, encontró ahí mi talón de Aquiles. Me camelaba, y yo me dejaba, nombrándome en público como el Distéfano de la planta. Nunca ha dado un palo al agua. Cardiópata sempiterno desde que tenía 15 años, adornan su curriculum médico dos válvulas cardíacas protésicas, de metal, varios cateterismos, otros tantos estent coronarios, anemia crónica e insuficiencia renal crónica. Un cromo. Entretiene sus horas muertas, que son casi todas, escribiendo romances rústicos un poco al estilo de los antiguos romances de ciego, pero con contenidos nada escabrosos, sino de más liviana índole, sea ésta médica, futbolera o erótica. Se autodenomina poeta del campo. Y me los dedica casi todos, bueno, a mí y a una médica joven recién llegada a su pueblo.

Ya no es lo que  era. “He dado una caída mu grande”, me dice. Medio ciego por unas cataratas de difícil operación y con 85 tacos a sus espaldas, no ha tenido más remedio que someterse al cuidado de sus hijos y de su mujer. Mi mujer no me quiere ya, Rivera, me comenta con frecuencia. ¿Por qué dices eso, me cachis ya? Porque no atiende mis necesidades sexuales, me refriega a todas horas que soy un obsceno. Bueno, hombre, lo intento reconfortar, ya sabes cómo son las mujeres para estas cosas, no tienen tanto deseo ni tanta necesidad como nosotros, hay que comprenderlas, ¿no? Conociendo uno lo que este hombre ha sido en el hospital y viéndolo ahora siento cierta pena, siento lástima.

Hoy se presenta en mi consulta en un carrito de ruedas, no se atreve a caminar solo. Cada vez que viene lo encuentro más deteriorado. Mal peinado, mal vestido, nada que ver con el viejo figurín de antaño. Pero no pierde su humor ni su ingenio.”No hace falta que mire los análisis”, me reta. “Debo de andar por una creatinina de 2 y una hemoglobina de 11,5, más o menos”. Y le sigo la corriente. “Pues sí señor, tienes una creatinina de 1,8 y una hemoglobina de 12 gr”. “Ole ahí mis cojones”, grita exaltado. “Cuidado hombre, que no estamos  solos”, le recrimino señalando a dos estudiantas de medicina que me acompañan. “Perdón señoritas, se me ha escapao”.

Me extraña que haya entrado solo en la consulta.

-Oye, ¿hoy vienes sólo?

-No, me ha traído mi Juanico, como siempre.

-¿Y por qué no entra?

-Le he dicho que espere fuera porque quiero contarte algo más en secreto.

-¿Quieres que se  salgan las chicas?

-No, no, ¿qué va? Ni mucho menos. Su presencia aquí me erotiza.

-Ya empezamos!…Venga cuéntame ya esa cosa tan particular.

-Mira, resulta que mi hijo, mi Juanico, sí. Resulta que me ha comprado un aparato de esos que se pone uno en la barriga y que vibra, vibra y vibra, y a fuerza de vibrar se pierde grasa.

-Pero , si tú no tienes barriga, hombre.

-Eso es por fuera, pero por dentro sí que tengo, y no me gusta estar fondón. Bueno, a lo que iba, –Y se pone ahora pícaro, mirando a las jóvenes- el caso es que he descubierto casi, casi sin querer que si me pongo el aparato en mis partes me entra un desasosiego gustoso que me quedo medio traspuesto.

Las estudiantes, rubicundez facial inmediata, no dan crédito a lo que  están oyendo. Supongo que  espantadas estarán pensando cómo se pueden decir esas cosas en una consulta médica, qué clase de médico permite tanta confianza, cómo un paciente puede ser tan grosero, qué tiene que ver todo esto con el pase de una visita médica…Y qué se yo cuántas cosas más.

-O sea  que te masturbas con el aparato dichoso -corto yo por lo sano y escandalizo aún más a las pobres chicas.

-Vaya, y con unos orgasmos de  escándalo. –Y se dispone el tío a contarnos detalles.

-Para, para, ya está, ya está. No querrás ruborizar a estas criaturas inocentes.

-Vale. Bueno, Rivera, lo que quería contarte es que si esto me perjudicará, estoy un poco asustado.

-Pero bueno, ¿cuántas veces lo haces?

-Todos los días. –Y ahora el que se espanta soy yo.

-¿Y cómo te sientes ?

-Mejor que nunca.

Entonces ya no puedo más y me  echo a reír a carcajada limpia.

-Amigo -le digo llorando de risa- me tienes que dar la marca de ese aparato.

Y se nos pasa el tiempo de la consulta hartos de reír.

 Un hombre de 85 años, enfermo e incapacitado la mayor parte de su vida, desahuciado por médicos y casi por la propia familia, que encuentra un motivo de seguir viviendo ilusionado con sus fantasías eróticas sobre la médica joven y guapa que llega  a su pueblo y con su vibrador particular merece todo mi respeto y todo mi apoyo. Y le he recomendado que siga con sus prácticas de gimnasia vibratoria. Y si un buen día le sobreviene la muerte jugueteando con su aparato, bienvenida sea la señora si es  a gusto.

viernes, 23 de marzo de 2012

Una llamada inoportuna

La consulta, en ocasiones, te da un respiro. Alguien que no acude, o que va a llegar más tarde. Ese rato suelo aprovecharlo para llamar por teléfono a determinados pacientes  que están pendientes de recibir algunas pruebas, o para preguntarles por la evolución de su proceso, o modificarles el tratamiento. El teléfono, y muy pronto el correo electrónico, se están convirtiendo, al menos para mí, en una herramienta eficaz, cómoda y barata en la  asistencia clínica diaria. Es verdad que yo no me atrevería a aconsejar nada por teléfono a un paciente a quien no conozca exhaustivamente, podría ser temerario. Para que este sistema funcione uno tiene que saberse el paciente de pe a pa. En mi Unidad este modelo nuevo de atención médica lo hacemos todos y lo llamamos consulta telefónica. Nosotros escribimos las incidencias en la historia digital y el enfermo se ahorra un viaje.
Esta mañana he llamado a un paciente. Como suele ser habitual, se pone su mujer.
-¿Está Antonio? -pregunto. En muchas ocasiones ni siquiera me presento porque espero que nada más hablar me reconozcan al otro lado.
-Ah, es usted el Dr Rivera ¿no?
-Sí señora, buenos días ¿Y Antonio?
-Pues...verá usted... - Y se queda parada y riéndose así por lo bajini.
-¿Que es lo que pasa, si puede saberse?
-Verá, doctor, que sí, que Antonio está aquí, pero  es que...
-Mujer, que no tengo toda la mañana, dígame de una vez qué pasa?
-Es que no se puede poner ahora mismo - y vuelvo a oirla reír. Entonces ya me huelo la tostada.
-Que está jiñando, ¿no es eso?, le suelto a bocajarro.
Y ahora el chillido de la mujer sale por el aparato e inunda toda la consulta.
-Sí,síííí, - y continúa riéndose, ahora a carcajadas- ¡Ay Dios mío, qué cosas tiene usted..!

Este tipo de relación de igualdad con los pacientes no es compartida por todo el mundo y, supongo que, tampoco lo será por alguno de mis lectores. Lo entiendo. Ponerse uno a la altura de los pacientes, hablar su mismo lenguaje, interesarse por otros problemas no estrictamente médicos, es despojarse de manera voluntaria del ropaje de lo mágico, descender del pedestal del saber milagroso, prescindir del estilo de distinción y elegancia en el trato. Y conste que no lo digo de manera sarcástica o burlesca. Sigo creyendo en el poder curativo de la magia, de lo trascendente, de lo misterioso. Y comportamientos como el mío dan al traste con todo ello. Sin embargo, creo más todavía en la naturalidad de las relaciones entre personas. Yo no soy un mago, ni un adivino, ni un santón de pueblo. Soy un hombre normal, buena gente, que he adquirido y sigo adquiriendo diariamente con mucho esfuerzo  unos conocimientos que pongo al servicio de los demás. Y para eso no hace falta ser distante, ni remilgado, ni siquiera elegante. Así lo veo yo.

En cuanto al otro tema, es decir, la inoportunidad de mi llamada mientras mi paciente hacía sus necesidades, he de deciros que con bastante frecuencia se me ocurren muy buenas ideas de todo tipo, tanto del orden médico, como organizativo, como doméstico, mientras me abstraigo corriendo por el carril bici, o sentado distraídamente en el wáter. Mis sentadas son antológicas por lo alargadas y por lo placenteras. Y muy productivas. Parece ser que cuanto más intentas centrarte en una idea o en un problema más se te cierran las luces y acabas sin salida y con la cabeza caliente. Sin embargo con la mente en otro sitio o en ninguno en concreto acuden como llovidas del cielo soluciones que ahora te parecen de lo más obvio. Es el poder de lo irracional, de lo emocional. Yo de eso debo de andar bien.

Una de estas noches pasadas, antes de coger el sueño y no sé bien a cuento de qué, me sale la Peque con una conversación irrelevante sobre que si su número favorito es el nueve. Y yo pienso para mí: hay que ver lo que puede inventar una mujer en la cama con tal de escurrir el bulto y no ir a lo que hay que ir. Pero, en fin, le sigo la corriente. ¿Por qué el nueve?, le pregunto con muy pocas ganas de escuchar sus razones. Y se enrolla explicándome que el nueve es una nota de sobresaliente. Y entonces ¿por qué no el diez?, protesto. Porque el diez supone una responsabilidad muy grande, estás obligada a ser siempre la mejor en todo, y eso es muy agobiente. Así el nueve es muy bueno, pero no tiene tanto compromiso. Ea, llévate media hora alrededor de ella, mariposeándola, preparándole su infusión, mirándola tiernamente, incluso dejándole el mando de la tele a su libre albeldrío para que ahora, llegado el momento de la verdad, te salga por la bondad de los números. De todas formas, trae más cuenta contenerse y hacer como que uno no ha estado preparando el terreno, sino que es que le sale a uno ser así de cariñoso con ella. Y va y sigue, y me pregunta: ¿y el tuyo?, ¿cuál es tu número favorito? Y yo suelto a bote pronto: el ocho. ¿Y por qué el ocho?, se apresura. Y yo más rápido todavía: porque era el número de la camiseta de Amancio. Y entonces nos hartamos de reír a costa de mi simpleza. Bueno, a falta de otra cosa, buena es la risa.
Cuento esto para que observéis lo irracional y lo emocional de muchas aspectos de mi pensamiento. Si lo pensáis bien comprobaréis cómo muchas de nuestras respuetas diarias a problemas corrientes están guiadas más por emociones que por razones. Y esto no es ni bueno ni malo. Somos así.

jueves, 22 de marzo de 2012

Mi hospital

Desde que soy médico paso  la mitad del tiempo en el hospital. Ya menos, desde que no hago guardías. Es una de las cosas buenas de haber sobrepasado los 55. Los médicos jóvenes (y yo también cuando lo fui) viven en el hospital. De hecho ése es el espíritu de la modalidad MIR, tener la residencia oficial en el hospital donde se trabaja. Yo no he llegado a conocer eso, es decir, tener tu domicilio fiscal y postal en el centro de trabajo, es verdad, pero casi casi.  Incluso terminada ya la Residencia y siendo todo un especialista las dichosas guardias te obligan a permanecer gran parte de tu tiempo enclaustrado. Uno llega, sin más remedio, a  acostumbrarse. El hospital  se te mete en tu vida, en tu cuerpo, hasta te impregna su olor, hueles a hospital, me refriegan mis amigos. Es tu segunda casa.
Cuentan por ahí que un día de escuela, preguntando la maestra a los niños sobre asuntos domésticos, le tocó el turno a una hija de Nicolás Peña, mi ídolo de médico por sabio, humilde y discreto. ¿Quienes vivís en tu casa? preguntó la maestra. Y dice la niña: mi mamá, mi hermana y yo. ¿Y tu papá?, inquiere la señorita. Ah no, responde la niña con todo su desparpajo, mi papá vive en el hospital.
En mi caso, además, mi Peque, enfermera ella de toda la vida, propicia que mi casa se convierta en hospital y viceversa. Ha habido semanas en que nos hemos visto más veces en el hospital que en nuestra propia casa. Pero he de confesar aquí que, contrariando una opinión bastante generalizada entre los profanos, nunca hemos hecho ningún tipo de guarrerías en el trabajo.
Durante años, mi mujer y yo hemos trabajado en la misma planta, yo el médico y ella la enfermera. Nunca hemos tenido problemas por este motivo de pareja ni con los compañeros ni con los enfermos. Al contrario, todo el mundo nos conocía como la pareja feliz, ambos joviales y bromistas, sobre todo la Peque. Un día de aquellos, recién llegados los primeros residentes les hice, casi sin querer, una inocente novatada. Hay que considerar primero que un residente nuevo, de primer año, no se te despega ni un solo momento de la jornada, va contigo a todas partes, hasta para mear, vaya. Los pobres se encuetran muy perdidos y siguen cada uno a su adjunto como pollitos con su gallina clueca. Pasados los años uno se da cuenta luego la gran influencia que los adjuntos médicos tienen en la formación del residente. Éste mimetiza mucho el comportamiento del adjunto. Bueno, a lo que iba: mi residente de primer año, creo que fué Javier Fernández Rivera, entró pegado a mi bata en el despacho de enfermería de la planta. Naturalmente, él no sabía que Toñi, la Peque, era mi mujer. Y me dirijo a ella: Oye, Toñi, le digo, mira, el paciente de la 717-1 se ha puesto muy rápido, va a 120 en fibrilación auricular. Haz el favor de cargar dos ampollas de Trangorex en un suero de 100 ml y se lo pasas en unos 20 minutos. Ya estaré yo pendiente. Y mientras le daba esta orden médica le cogía el culo a mi mujer, pero apretándolo a conciencia. Javier no daba crédito, roja su cara de incredulidad y asombro. Y le digo, oye chaval, no te pongas así, en esta planta es costumbre que los médicos le toquemos el culo a las enfermeras. Puedes probar tú si quieres. El pobre cada vez más azorado. Hasta que ya Toñi le dice : ni se te vaya a ocurrir. ¿no te has enterado todavía que este sinvergüenza es mi marido ?
El hospital es un mundo aparte. Hay quien lo compara como si fuera un pueblo, o una gran comunidad de vecinos. Pero no. No es comparable con nada que a mí se me ocurra. Podríamos decir que es una gran empresa con sus directores, sus operarios de distintos perfiles y oficios, sus máquinas, sus cocinas...Sólo que no produce nada material. Mejor aún, si lo comparamos con un gran hotel en el que los huéspedes son los enfermos, los camareros son los médicos, las enfermeras y las auxiliares, y los mozos de las maletas son los celadores. No sé.
Mi hospital tiene un tamaño mediano, muy apropiado para las relaciones entre profesionales. Al principio era así. Llevo 26 años trabajando en él. Muchos de mis actuales compañeros médicos entraron, jóvenes como yo, en la misma época. Casi todos estamos haciéndonos mayores a un tiempo. Unos pocos han fallecido; otros pocos  se han trasladado. Pero en el ámbito médico el grueso de los que entramos e inauguramos el hospital permanece. En todo caso, mucha savia nueva se ha incorporado. Menos mal. Los viejos no somos lo que éramos, estamos más quejumbrosos, más achacosos, más maniáticos. El cuerpo de enfermería y de auxiliares es mucho más cambiante. Bueno, y los directores se mueven cada tres o cuatro años.
Me siento a gusto en el hospital. El perfil de trabajo, fundamentalmente asistencial, se adapta perfectamente a la formación que recibí de residente y a lo que mejor sé hacer y más me ilusiona: ver, diagnosticar y tratar. Ciertamente que mi capacitación en la investigación es muy pobre. Lo asumo. La docencia se me da muy bien y disfruto dando clases teóricas y prácticas a los nuevos estudiantes de medicina. Mi especialidad hace que tenga mucho contacto con personas muy mayores y con muchas enfermedades. Me gusta tratar con los ancianos. Son muy agradecidos, suelen poseer una sabiduría rústica, de mucha profundidad, más allá de sus hechuras y facciones toscas, y tienen mucho sentido común. En no pocas ocasiones, la visión que tienen del mundo y de ellos mismos  me ayuda a la toma de determinadas decisiones no siempre fáciles en patologías de esa edad.
Y me gusta enseñar a los estudiantes. Veo en ellos, quizás, un mayor entusiamo por aprender cosas nuevas que en los propios médicos residentes. De un tiempo para acá tengo la impresión de que el residente anda  preocupado y afanado, quizás en exceso, en proveerse de un pomposo curriculum con el que luego fajarse en una lucha feroz y fratricida con sus otros compañeros por un contrato de trabajo. El futuro jefe de la Unidad que lo reclame no lo va a hacer atendiendo a su valía como clínico, sino al factor impacto de sus publicaciones. No me gusta, pero es  así. He ahí otro signo de los tiempos. En mis años jóvenes del Reina Sofía en Córdoba el mejor residente no era el que más publicaba, sino quien mejores historias clínicas hacía, quien se desenvolvía mejor en las guardias, quien destacaba en las sesiones clínicas. No sé. Quizás me esté volviendo viejo y quejumbroso, como decía antes.

miércoles, 21 de marzo de 2012

carta de presentación

  Hola a todos, amigos y amigas, que tanto me habéis animado para que empiece, de una vez por todas, a escribiros las reflexiones, anécdotas y cosas variadas que me gusta contar y que conocéis un poco a salto de mata. Hola a mi Peque y a mi Meli, las primeras destinatarias de estos relatos, mis mujeres más críticas, severas y fustigadoras. Un saludo especial a mi amigo Frasqui, mi corrector de estilo y mi fan más constante.
¿Por qué cuenta uno por escrito cosas de su vida, actual, pasada o futura? En primer lugar, porque hay cosas que contar, luego, porque hay gente interesada en conocerlas, y por último porque a uno le gusta escribir.
Los relatos que  escribo son reflexiones sobre acontecimientos ordinarios, del día a día, solo que analizados desde la óptica que me proporciona mi doble condición de médico y medio cura. Muchos de ellos pertenecen a curiosidades con mis pacientes. Les pongo nombres ficticios a fin de salvaguardar la confidencialidad de los mismos. Otros evocan  mis relaciones con mis amigos, mi familia  o mis tiempos del seminario. Como podréis ir comprobando, se me nota de lejos el sentido filantrópico de mi vida, el optimismo, la hilaridad y la picardía. Esta última debida, sin duda, al mucho tiempo de represión sexual impuesta por los curas en el cenobio. Espero sepáis comprenderlo.
A lo largo y ancho de estos relatos irá saliendo a la luz, sin remisión posible, mi doble personalidad: la de médico honesto y entregado a su profesión y a sus pacientes, por una parte, y por la otra, la del hombre de la calle y de su casa, amistoso, cariñoso, simpático, rutinario, neurótico y, sobre todo, muy salido. ¿Alguién da más?

De chavea yo quería ser cura. Sentía una atracción insalvable, casi mágica, por todo el perifollo litúrgico: ayudar a misa ataviado con  la sotana púrpura y el roquete blanco que me investían de niño bueno, sonar con solemnidad las campanillas durante la consagración, limpiar con pulcritud y minuciosidad el cáliz y el copón benditos, apurar las vinagreras, dirigir de forma perita el santo rosario desde lo alto del púlpito, tañer a muerto desde el campanario…Admiraba, además, al grupo tan cohesionado que formaban los  seminaristas de mi pueblo. Anhelaba pertenecer a ese elenco.

Entre mi padre y mi abuela convencieron a don Juan el párroco y así fue como me introduje en aquella camarilla tan deseada. Para mi forma de ver las cosas entonces, ejercer de monaguillo expiaba todas las travesuras y pecados veniales cometidos a lo largo del día. Todavía faltaba mucho para que llegaran los pecados mortales.

Y mi buen hacer como monaguillo y como estudiante me llevaron al seminario. Diez preciosos años, desde los 10 a los 20, repartidos entre Hornachuelos, Córdoba y Sevilla. Años irrepetibles, claro está, y también años inolvidables. Tiempos fructíferos de madurez física, mental y personal, de exigencias espartanas, días muchos de mal comer, de latines, dogmas y misas gregorianas, de verdadera y sentida religiosidad, pero también entremezclando fútbol y oración a partes alícuotas, de fraguar amistades imperecederas, de pecados mortales todos ellos amanuenses y enseguida confesados para no dormir con la amenaza de la condena eterna, de pasar, de una manera casi insensible y natural, de niño a hombre.

Esta fue, a grandes rasgos, mi vida de breviario. Pero el destino se fue torciendo poco a poco. A los 20 años dejé el seminario y a mis amigos del alma con muy hondo pesar, es verdad, pero también con un cierto sentido de liberación. Para alguien que no haya pasado por ese trance le resultará muy difícil imaginar lo complicado que resulta tomar una determinación tan definitiva que cercena de forma tajante y traumática todo lo que ha sido tu vida hasta entonces. El seminario fue mi casa, los curas mis segundos padres, mis amigos seminaristas mis hermanos. Sin sentimentalismos ni ñoñerías, sino la pura realidad, al menos como yo la viví entonces. Salir del seminario fue un salto al vacío, de acuerdo. Pero llevaba un paracaídas. O más de uno. Mi autoestima en lo intelectual era desbordante. Me sentía capaz de cualquier cosa. En lo físico, bueno, digamos que me defendía. Y, además, estaba enamorado y a punto de ser correspondido. A los 20 años y con estas armas uno puede con todo. En esa tierna edad nuestra, la mujer, la Eva eterna y Universal, no nos tienta con una vulgar manzana, sino con unas almendras sonrientes y encantadoras en los ojos, unos limoncitos muy bien puestos en la pechera, y, bueno, dejémoslo ahí.

Y me hice médico. Cambié la negra sotana por la bata blanca. Dejé el breviario y tomé el vademécum.

¿Qué queda en mi vida presente de la época del breviario? Muchas cosas y todas buenas. La etapa del seminario, aunque agua pasada, sí que mueve molino. La impronta que deja el seminario es indeleble, como la marca de la tonsura en los diáconos. Si tengo que destacar una señalaré el valor de la amistad. Aún conservo a mis amigos de entonces. Íntimos. Y han pasado más de 40 años desde que nos conocimos en Hornachuelos. El principal legado del seminario, en mi caso, han sido mis amigos. Pero también la honestidad, la exigencia personal, la filantropía, la vocación de servicio a los demás. Mi etapa en el seminario es un referente constante en mi vida, algo de lo que  estoy tremendamente orgulloso y, sin ninguna duda, el punto de inflexión, el nudo gordiano, a partir del cual se orienta de una forma determinada y afortunada mi desarrollo personal. Lo tengo muy claro: sin el seminario yo no sería hoy el Dr. Rivera.  

En mi quehacer de médico se me nota mucho mi antiguo oficio de medio curilla. Mis pacientes dicen que tengo hechuras de cura, y en el hospital mis compañeros me llaman padre prior. Bueno, a mí me gusta. Creo, sinceramente, que mi antigua vocación sacerdotal pervive en mí, transformada en otra vocación, la de aliviar, la de ayudar a personas enteras, y no solo a sus almas. Desde mi origen humilde y desde mi formación humanista en el seminario, me es muy reconfortante saber ponerme en el lugar del otro, tener empatía con el paciente. Es ésta una condición necesaria para ejercer de médico.

Los comentarios y reflexiones que escribo son testimonio de un trabajo que realizo diariamente con esfuerzo, con cariño y con dedicación. Unos días más y otros menos, de todo hay, claro está. Pero el espíritu y la intención son siempre de compromiso y de ayuda. Y he descubierto que es bueno esto de escribir sobre lo que uno hace, te ayuda a ser mejor persona. Aunque pueda parecer una banalidad, el acordarme que luego tendré que anotar por escrito mis actos médicos mejora mi conducta profesional.