lunes, 31 de diciembre de 2012

Sexo floral.


Ya está mi níspero florecido. Le tengo las fechas cogidas, floración en diciembre, fruto maduro por mayo. Ya los insectos en lo suyo; un aluvión de abejas corteja los cientos de  ramilletes blanco canela con morisquetas y bailes petulantes, con zumbidos suaves, románticos…, enamorados. No porfiéis criaturas, veréis cómo al final hay sitio para todas.
Me gusta contemplar el apareamiento insecto-floral, es cosa digna de verse. Cuando la flor, caliente por el sol del mediodía, accede dando su sí, despliega sus pétalos perfumados y se ofrece sugerente y provocadora. En un ejercicio de acrobacia singular, la abeja, entonces, en suspensión alada, la acaricia apenas con sus antenas enhiestas, luego la besa con fruición y, finalmente, se refriega en ella con embriagador frenesí. Tendrán que ser abejas macho, zánganos hormonados y abejorros, claro. 
Sucede como con las personas, tú, unas se quedan todo el tiempo en una misma flor, las menos; otras picotean livianas y presuntuosas aquí y allá; éstas aguantan en el fornicio largo rato; aquéllas es visto y no visto. Y pienso ¡qué gusto tendrán las hijas de puta ésas chupando y venga a chupar! Me molesta que los pajarillos inoportunos revoloteen cerca e interrumpan escenas tan amorosas. Cosas mías, de mi perversión sexual, siempre con lo mismo. Pero es la esencia de la vida; sin fecundación no hay herencia posible y el sexo es la guinda de la fecundación. ¡Ay de aquellas especies de fornicación asexuada! Lástima me dan.


Con unas cosas y con otras, llevaba  largo  tiempo sin hablar de sexo. Ya es que tocaba. Tenía mono, oye. Y nada más apropiado para empezar un nuevo año venturoso.


lunes, 24 de diciembre de 2012

De vacaciones

Muchachos todos (y muchachas, claro está): me encuentro de vacaciones en mi pueblo. Se me van los días entre senderos campestres, visitas médicas y comilonas. Tengo todo el tiempo del mundo para escribir, pero en la casa de mis suegros no hay wifi, ni falta que le hace. Y en el Internet de mi hermana Carmen hay cola para leer correos y ver vídeos de felicitaciones. De manera que no esperéis nuevas aventuras hasta que pasen los Reyes. O a lo mejor no tanto. Empiezo a trabajar el día treintaiuno. Quizás ocurra algo interesante y os lo cuente. Ya veremos.

¡Felicidades a todos!

viernes, 21 de diciembre de 2012

Crisis en mi consulta

Hoy me he presentado en casa con una bolsa del Carrefour llena de alubias, garbanzos, lentejas y chícharos embasados al vacío. Ayer fue un estuche del Hipercor con media tripa de caña de lomo. Hace unos días, una cajita con tortas de Alcalá...Por si acaso fuera cierto eso de que hoy se va a acabar el mundo. Aunque ya a las horas que son...En estas fechas cercanas a la Navidad recibo, como cada año, regalos de mis pacientes. "¿Qué me traes hoy?", me espera la Peque en la puerta de la cocina. "Oye, tú no necesitas hacer la compra para la Navidad, eh", me dicen mis compañeros con una pizca de envidia en sus medias sonrisas.
 
En fin, son regalos humildes de gente humilde. Ya me he acostumbrado, aunque me siento algo avergonzado saliendo del hospital con más bolsas que manos. Antes, les reñía a mis pacientes para que no me trajeran nada, pero era inútil. La gente tiene necesidad de expresar su agradecimiento de una manera tangible. Si no es así creen ser  unos desagradecidos. Y llega un momento en que lo comprendes y lo aceptas gustoso. Si se trata de chacinas o de dulces no parto peras con nadie, me los llevo a casa; sin embargo, los botes de aceitunas aliñadas u otras conservas caseras las reparto entre el personal de las consultas. Y se quejan en broma: "nos das sólo lo que no te gusta". A ver.

Pero ya no es lo que era, ni mucho menos. Hace unos años podía buenamente atesorar en mi despensa cinco o seis jamones de bellota de incontables jotas, varias cajas de vino, de esos de reserva, y cestas variadas de El Corte Inglés. No daba  abasto, tenía que repartir género entre mi Manolo, mi cuñada Miki y las comilonas con mis amigos los de Sevilla. Eso era antes; la cosa ha dado un bajonazo de cuidado.

La crisis, diréis. Pero no. No es la crisis. En mi caso lo que ha sucedido es que las personas que me hacían regalos de cierto postín se me han ido muriendo poco a poco. Y no ha habido relevo generacional, digamoslo así.

-Chiquillo, ¿y tú por qué dejas que se te mueran? -se me pone mi suegra con ese humor tan irónico que tiene.
-Antonia, yo procuro que no ocurra, pero pa que veas cómo son las criaturas, por más que lo intento, nada, que se me mueren.
-Pos vaya médico...

Un día de éstos os hablaré de un paciente que tengo, que es millonario. Aunque tan rácano como yo, conmigo se pasa de dadivoso. Llega a los aparcamientos del hospital con su coche cargado, pega su maletero al de mi coche y en un santiamén hace el trasvase. Y yo allí, con mi bata blanca de médico, muerto de vergüenza.
-Pero Manolo ¿no sería mejor y más discreto que me enviaras los regalos por Seur, por ejemplo?
-¡Qué va, Rivera! A mí me gustan las cosas, personales, a la cara. - Es así el hombre, no tiene remedio.
-Oye -le provoco- tú no me harás el feo de morirte y dejarme sin mi jamón de Navidad, ¿verdad que no?
-Menos cachondeo, Rivera, que yo soy muy superticioso.

Nos reímos un rato, él se va para el pueblo y yo regreso a la consulta. Mientras maniobra para salir, baja la ventanilla y me dice:
-Rivera, asegúrate que has cerrado bien tu coche, que no me fío de estos gorrillas que andan por aquí.
-Anda, anda, vete ya de una vez. Y ¡Feliz Navidad!
-Felices Pascuas -se despide riéndose-, besos para la mujer y la hija y una patá pal perro. -Es bruto de verdad.

 Y más mísero que yo. 

viernes, 14 de diciembre de 2012

Feliz Navidad

Una amiga, a quien tengo un especial cariño y conocida por muchos de vosotros, me envía un e-mail de felicitación navideña con este dictado: felices fiestas de invierno y feliz año 2013. Me ha sorprendido, la verdad. Según este modo de ver las cosas, las fiestas de invierno son las navidades de toda la vida; las fiestas de primavera han de ser, supongo, la Semana Santa; las del verano serán los días de la feria de mi pueblo, a mediados de Agosto, en que se conmemora la Asunción de la Virgen; y las de otoño son el puente de todos los Santos. O a lo mejor el del Pilar. O mismamente san Miguel. Parece evidente que detrás de este mensaje subyace una clara intención de laicismo.

Por todo lo demás estoy dispuesto a pasar; reconozco que la Iglesia ha convertido en cosa de su propiedad antiguas fiestas paganas relacionadas con los solsticios, pero la Navidad que no me la toquen. Aunque antiguamente fuese la fiesta pagana del sol invicto. Vamos a ver: yo me considero el hombre más laico del mundo después de mi amigo Antonio Pintor. Soy un convencido de que las religiones, cualquiera de ellas, no deben inmiscuirse en la vida pública de las personas ni, mucho menos, de las instituciones del Estado; defiendo que las creencias religiosas pertenecen al ámbito de lo privado, allá cada cual con su conciencia; que las distintas confesiones deberían de autofinanciarse con las cuotas particulares de sus socios, con donaciones y herencias de creyentes potentados que pretenden conseguir indulgencias imposibles tales como hacer pasar un camello por el ojo de una aguja; lo que quieran, pero que son ellas las que tienen que sufragar sus gastos; que los mensajes, consejos, recomendaciones, órdenes y prohibiciones que emanan de sus jerarcas sólo les afectan a los respectivos acólitos y que no tienen carácter universal ni infalible; que la Religión no debería ser materia de escolarización, sino impartida en las iglesias por los correspondientes catequistas...Todo lo que queráis y más. Pero la Navidad..., ¡por Dios santo!

La Navidad rememora, es verdad, el nacimiento de Jesucristo; pero de eso hace ya mucho, hombre. Yo ni me acuerdo. Ahora se ha convertido en una festividad social, más incluso que religiosa. La Navidad trasciende lo puramente religioso y litúrgico para hacerse sentimiento y emoción. Utilizando un simil médico, la Navidad es el ARN mensajero de nuestra alma, el que transmite y codifica las proteínas de nuestro corazón emocional: el cariño, la amistad, la fantasía, la solidaridad...Y para ello no hace falta asistir a la misa del gallo ni adorar al Niño en el Belén de la iglesia. Eso se lleva dentro. Ya estoy sintiendo la emoción de los días que se nos avecinan y, sin embargo, todavía, a día de hoy, no ha montado la Peque el portalito de mi casa. De mañana no pasa, Peque.

Ya sabemos que soy un nostálgico, vale. Y me tendréis que aceptar tal cual. En mi credo vivencial, la Navidad es la fiesta de las fiestas, la fiesta por excelencia. Y creo que es así por lo profundo y sentido de nuestros recuerdos de niño. Yo no me acuerdo, siendo un chaveílla, de la Semana Santa (bueno, sí, quizás por los tambores) ni de los puentes festivos (cosa moderna, en mi pueblo el único puente conocido era el de Benamejí) ni de las vacaciones de verano ni, casi, de la feria de mi pueblo. Pero son imborrables las imágenes de las navidades archivadas en mi disco duro cerebral. De por vida. La Navidad era y es muchas cosas y todas ellas bonitas: el "aguilando" exigido por las calles y por las casas a fuerza de desgañitarnos con el  estribillo del mismo villancico; la pandereta con chapas aplastadas de los tapones de botellines de cerveza; la zambomba manufacturada con la vejiga de la matanza; el plato de mantecados pegajosos y la botella de anís presidiendo ambos la mesa del cuerpo de casa; el despertar sobresaltado del día 6 de enero por encontrar unas tristes zambombitas y caramelos en las botas del campo de mi padre y, quién sabe si este año, una pistolita de mixtos; y luego, algunos años más tarde, el reencuentro emotivo con mis padres y mis hermanos después de largos meses de abandono en los Ángeles. Nieve, no; la Navidad en mi pueblo no es blanca, es de colores; del color verde de los olivos, del color azabache de las aceitunas en el campo, del color pajizo de las candelas de los aceituneros, del color nacarado de los primeros almendros en flor.

Hablo sólo de sentimientos; dejo para otros más versados la consideración de la Navidad y de los motivos navideños como parte muy importante del acervo cultural del mundo occidental. Tampoco es cosa de renunciar así como así a esta tradición tan arraigada en nuestra cultura y en nuestras costumbres. A mí me ocurre con la Navidad algo parecido a mi sentimiento por la Virgen del Carmen de mi pueblo. Yo seré un descreído, un ateo si queréis, pero la Virgen del Carmen es otra cosa, es un sentimiento de identidad colectiva, es el alma de mi pueblo, ¿cómo coño voy a renegar nunca de ella? Imposible. Pues eso.

¡Claro que no comparto la Navidad consumista de hoy! Y menos que ningún otro, yo, un tío rácano donde los haya. Los únicos regalos que mantendría son los de los niños. Para los adultos, el amigo invisible y ya está. Los Reyes Magos representan el día más grande del año para un niño; sólo hay que tener ojos para ver sus caritas de ilusión y fantasía al paso de las cabalgatas. Yo todavía creo en ellos. Para mí, la Navidad hoy es el encuentro con la familia y los amigos del pueblo, la comunión familiar al lado del Portal, los villancicos rancios y antiguos, campana sobre campana, el generoso reparto del "aguilando" de los abuelos a los nietos, el frío que pela, las calles iluminadas y rutilantes...Y todo ello envuelto en un sentimiento especial de estar viviendo días mágicos. 

La Navidad del año 1964 ha sido la única que he faltado de mi casa. Fue mi primer año de seminario. Entramos muy tarde en los Ángeles, quizás por octubre, y los curas pensaron que era muy pronto para volver a casa, que todavía no nos habíamos aclimatado a la sierra helada y que si nos íbamos de vacaciones más de cuatro no hubiesen regresado luego. Y pasamos las navidades en Hornachuelos rodeados de curas, aburridos de rezos, con nuestros babis canela y nuestras negras y recién estrenadas sotanas. A escondidas todos lloramos. A ratos. Luego enseguida te distraes con la pelota en el patio o con las peleíllas de unos con otros. Con doce años la tristeza no dura mucho. Aquello fue una pequeña crueldad, es verdad. Hasta la Semana Santa del 65 no vimos a nuestra familia. Seis meses. Cuando llegué a mi casa mi hermanito Juan, con cinco añitos, no me reconocía. Y yo ni me acordaba de la cara de mi Frasco, un bebé de diez meses. Mira tú qué lástima. Y a pesar de todo, amamos a esa tierra, a esas montañas inhóspitas, como si fuesen parte nuestra.

A mí que me dejen de tonterías. Con las cosas del querer no se juega. Por muy laico que uno sea, en mi casa y mientras no me falte el juicio, mi Peque montará nuestro Belén sobre el poyete de la chimenea en todas y cada una de las fiestas de invierno, ¿a que sí, Peque?

¡Felices fiestas, otra vez, y feliz Navidad!

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Elogio justo y necesario

Nunca hasta ahora había tenido un paciente argentino en mi consulta. Los tengo, sí, pacientes foráneos de dispar jaez y color: negros verdosos nigerianos, oscuros marroquíes, parduzcos chilenos, bronceados mejicanos..., casi todos ellos bien asentados en España, legales en el sentido rajoyniano de la palabra. Pero ningún argentino, no sabría decir por qué. Bueno, ya sí que lo sé: con uno basta. Y ya tengo el cupo.

¡Qué intensidad de hombre! Y ni siquiera es él mi paciente, sino su madre a quien sirve de lazarillo. La pobre mujer, una anciana de ochenta años, española emigrada de niña en la postguerra, apenas pía. Tiene su poquito de corazón, su arritmia, su diabetes en los ojos que la tiene medio ciega y sus piernas abotargadas, pero va tirando. Quizás se pase de prudente porque sabe que el hijo no va a dar pespunte sin hilo. Es de estas personas obsesivas que lo traen todo apuntadito en una libreta de anillas. Un horror. Fijaros que desde hace cuatro o cinco meses que no veo a la madre la cantidad de cosas que este pesado ha podido anotar. Diez hojitas por lo menos: la tensión arterial diaria, los controles del azúcar, el pulso, las veces que defeca, si tal día, en una boda de una sobrina nieta, se jartó de gambas y luego estuvo dos o tres días con gota y con la tensión por las nubes, mire usted doctor, aquí está anotado, ¿lo ve usted?, este día fué la boda y fíjese en los días siguientes...Y uno que hace como que sí, como que sigue con atención cada una de las pejigueras de un hombre que parece vivir, pese a su lozanía, sólo para su sufrida madre.

-Tiene que ser duro para usted aguantar a este pelmazo todo el santo día, eh -bromeo con la madre-. Y los dos se ríen de mi ocurrencia.
-Y tanto que sí, doctor. No puedo descuidarme lo más mínimo, me trae las pastillas a la hora exacta, se pasa el día vigilándome. Una tiene ya su edad, ha pasado mucho...Y me parece que no hay que ser tan severa con una misma ¿verdad que no?
-¡Verdad! Aunque reconozco también que es difícil encontrar el equilibrio entre la obsesión perfeccionista por una parte y el abandono por la otra. A su edad de usted es necesario cuidarse, sí, pero tampoco hacerse una esclava de las medicinas ni de los médicos.
-¡Ni de este hijo mío!
-¡Bien dicho!
-Pero hombre, doctor, no le diga usted esas cosas que me la amotina -protesta el puñetero.

Hoy me trae una verdadera novedad. Han estado de vacaciones en Argentina durante un mes largo. La madre tenía muchas ganas de volver a ver a una de sus hermanas ya muy mayor y a punto de entregar la cuchara. Recuerdo ahora que, antes de partir, el hijo me pidió consejo sobre la conveniencia de un viaje tan incómodo para su madre tan delicada y que yo le dije que sí, que lo hiciera. Mala pata, vaya por Dios, al cuarto día de estancia allí la buena mujer, mi paciente, cogió una pulmonía. Y ahora comienza la aventura. "Mire doctor, una odisea, ustedes los españoles no saben lo que tienen. Aquí, en España, yo hubiera traído a mi madre a Urgencias, la diagnostican, la ingresan y al cabo de una semana o diez días, si todo va bien, a casa, ¿no es así?" "Sí, más o menos", le concedo. "Bueno, pues en la Argentina ni le cuento; allí, para que te vean en un hospital público tienes que llevar una recomendación o demostrar que vives en el barrio o que eres del partido que gobierna en esa ciudad. Si no es así te largan a casa con tu radiografía hecha y con las recetas de los antibióticos y tú te las arreglas". "No será tanto, hombre", intercedo por aquella sanidad pública. "¿Que no?, que se lo cuente mi madre". Y la mujer, callada, asiente con la cabeza. "Nosotros -prosigue enrrachado- llevábamos la recomendación de un concejal del ayuntamiento y aún así mi madre ni siquiera llegó a ingresar, sino que la dejaron durante cuatro días en una sala de observación. Cuando ya, al quinto día, le tocaba pasar a la planta le dieron de alta y terminó los antibióticos, los justos, en casa".

Viene muy a cuento esta historia en estos momentos en que sentimos amenazada nuestra sanidad pública. Desde fuera, desde el gobierno, pero también desde dentro, por nosotros mismos, los trabajadores. Entre todos tendremos que remar unidos para no dejar escapar unos logros que son la envidia del mundo. Con todo, no me imagino en España un escenario parecido al que refiere este hombre. Pero no hay que bajar la guardia. Cuando las barbas de tu vecino veas afeitar...Por muy crítico que yo sea, que lo soy, estoy entregado al sistema público, creo en él y por él me desvelo. Y sufro mucho con sus flaquezas. Por eso, hoy le perdono a este locuaz argentino toda su vacua palabrería, por hacer un elogio encendido de nuestra sanidad pública. Elogio justo, las cosas como son; elogio necesario para alimentar nuestras ganas de mejora. 

-Además, doctor, allí, en el hospital, los médicos son todos chilenos,  paraguayos, peruanos, colombianos... -se me pone en plan racista.
-Algún argentino habrá también, hombre -le replico.
-Pocos, muy pocos.
-Bueno, al fin y al cabo sudacas como vosotros ¿no? -me arriesgo un montón con la broma; pero es que me sale del alma.
-¡Qué bueno, doctor! Sudacas, sí, sí, sudacas. ¡Qué cachondo es usted!

Y pienso: ¡menos mal que se lo ha tomado bien! Mi amiga Paqui me repite una y otra vez que un día me voy a encontrar con la horma de mi zapato. Que soy muy imprudente. Yo creo que no. No sé..., tendré que considerarlo. Pero me parece que me va a poder siempre ese impulso de distraída desvergüenza. En fin..., genio y figura. 

Felices Pascuas a todos.

domingo, 9 de diciembre de 2012

El mejor de los regalos

Mi amiga Begoña es de san Sebastián. Lo digo ya de entrada para que nadie se llame luego a engaño. Aunque cada vez menos afortunadamente, todavía quedan andaluces con vascofobia. Hace cinco años pasé  dos meses viviendo allí, en Donosti, como dicen ellos, y os digo que no hay motivo para mantener ese sentimiento de rechazo. Ni mucho menos. Más bien al contrario. Los vascos  serán muy suyos, muy brutotes, claramente diferenciados no ya por su Rh sino por su exuberante orografía, sus peculiares facciones y su cultura gastronómica, pero cuando te acercas a ellos te das cuenta de que son, de entre los españoles,  los que más se nos parecen. Viven la calle, las playas, las tabernas, la comida, la juerga y los viajes con la misma intensidad que nosotros, si no más. Y les encanta Andalucía. Sólo por eso, por justa reciprocidad a la devoción que ellos nos tienen, deberíamos corresponderles. No hablo de ETA, claro está. No he conocido a ninguno de esa banda criminal. He convivido, sí, en el hospital de allí, con varios internistas de la cuerda abertzale. De acuerdo, son los garbanzos negros de una familia, la vasca, generosa, abierta y noble. De mi breve y fructífera estancia allí he recolectado un buen montón de amigos. Begoña, por ejemplo.

Fui a san Sebastián a regañadientes, enviado por mi jefe para iniciarme en una novedosa manera de enfocar la asistencia médica llamada "medicina basada en la evidencia". Aprendí mucho, me gustó, es cierto, porque  los médicos nos enganchamos enseguida a cualquier cosa que suponga una novedad, una innovación en nuestro quehacer diario. Sin embargo el botín más importante que recogí no fué el científico sino el humano.  No conseguía encontrar apartamento por Internet; o eran excesivamente caros o estaban ocupados. Llegaba la hora de partir y me veía durmiendo en un hotel los primeros días. Y me acordé, de estas veces que se te enciende la bombilla, de mi amigo Jesús Cantarero. "Oye Jesús, tú que conoces bien aquello, ¿cómo me las arreglaría para alquilar un pequeño apartamento?, que es que no hay manera". "Es carísimo todo, tío" -me contesta-, "pero espera unos días que hable con Begoña, a ver qué podemos hacer".

A Jesús lo conozco desde chico, del seminario. Aunque abandonó pronto la santa casa, no hemos dejado de vernos de manera más o menos esporádica. Primero en el Séneca, donde coincidimos en Preu y luego, ya más tarde, en las asambleas anuales de los curillas. Mi conocimiento de Begoña, sin embargo, había sido mucho más reciente y mucho menos intenso, lógicamente. Habían previsto ambos que viviría en un caserio que tienen ellos en el campo. Pero al final no fue así. Jesús conoce mis miedos y no las tenía todas consigo. No acababa de verme viviendo solo en un caserío, precioso por cierto, perdido en la selva entre san Sebastián y Hernani. Les metió toda la bulla que pudo y alguna más a Ramiro y a María José para que me buscaran algo ya, un apartamento expréss. Y vaya si lo hicieron. Viví a cuerpo de rey en pleno centro. Y barato...dentro de lo que cabe allí.

De esta manera se inició mi historia de amor con los vascongados. Me acogieron como familia, hicieron que me sintiera protegido en todo momento, deseé, incluso, un poquito de soledad, de tanto como me apabullaban para que no me sintiera solo; profanaron mi sagrada rutina, había que salir cada noche a tomar unos pinchos, me sacaban literalmente de mi pisito tan cómodo, tan céntrico, tan cálido. María José es una gitana a la que le cambiaron la  cuna. Nadie diría que es vasca. Si investigara un poco quizás descubriría que fue una niña robada que viajó desde Jerez a Donosti. Es un torbellino de energía sin control. Ramiro es un flamenco con pintas y gustos de señorito andaluz. No se pierde una corrida y menos si torea su amigo Morante. Ellos dos y toda su cuadrilla (en el argot suyo) son amigos nuestros de por vida.

Hoy toca Begoña. La conocía de antes, como digo, aunque de una manera muy superficial. Pero con motivo de mi estancia allí hemos intimado como amigos de verdad. Entre otras cosas porque cada vez que Jesús y Begoña subían desde Écija era obligado el festolín en alguna de las sidrerías de Astigarraga, tiene guasa los nombrecitos que le ponen a sus pueblos esta gente.
Ambos, Jesús y Begoña,  se avienen perfectamente a mi teoría de la complementaridad en las parejas. La supervivencia en el tiempo de una pareja tiene que ver con muchas cosas, ya lo sé, posiblemente con saber mantener el enamoramiento, con ver graciosas las arrugas y pintorescos los colgajos, con la compañía de envejecer juntos, con una química de atracción emocional que no cesa...Pero también con el hecho de ser caracteres muy distintos, complementarios. Siempre he defendido esa teoría. La impulsividad de Jesús frente a la placidez de Begoña; lo atrevido, casi temerario, del uno frente a lo retraído y discreto de la otra; la brusquedad del varón frente a la serenidad y templanza de la mujer.

Cuando uno conversa con Begoña se siente muy confortado; es una persona que transmite serenidad y al mismo tiempo distinción. Se sale un poco del perfil nuestro tan andaluz de dicharachería. Es discreta y recatada, pero no ñoña. Su elegancia natural no se riñe para nada con su cálida dulzura. De tan prudente como es nos esconde su alma valiente tras una apariencia corporal engañosa de excesiva fragilidad femenina. De fuerte y arraigada cuna campesina, huérfana de padre desde chica, hubiera sido una candidata excelente para la cuerda abertxale. Pero tuvimos suerte. Su madre, aún sin saber todavía hoy hablar bien el castellano, una vasca aguerrida y montaraz, se preocupó en darle una formación y sacarla de la servidumbre del campo. Los vericuetos inescrutables de la vida hicieron que un día conociera y se enamorara de un veterinario ya madurito, un rubiasco chulito cordobés que, por motivos laborales, vivía en san Sebastián.

Se casaron un buen día, fueron felices, tuvieron dos hijos y, pasado un tiempo, entre vivir en Donosti y visitar Écija periódicamente, optaron por la viceversa. Viven en Écija gran parte del año y visitan san Sebastián cada dos por tres. El caso de esta pareja es la excepción a la regla universal proclamada por mi amigo Frasqui que dice que el hombre casado no tiene pueblo, su pueblo es el de su mujer. Pues al revés. Es curioso que siendo vascos Begoña y sus hijos hayan decidido vivir con nosotros, en Andalucía. O Jesús tiene más cojones que el caballo de Espartero (que pudiera ser) o, decididamente, aquí se vive mejor que allí.  O por lo menos con más tranquilidad. ¡Cualquiera les dice a los hijos ahora que se vayan a vivir al país vasco! Se sienten más andaluces que nosotros mismos.

Begoña ha heredado de su madre un campito de yerbajos y manzanos en Hernani, su voz de terciopelo, mucha clase y sabiduría rústicas...y unos riñones poliquísticos. Para los no entendidos os diré brevemente que esta enfermedad produce, una vez llegada la edad adulta, insuficiencia renal crónica y progresiva; sí, esa enfermedad que precisa de la diálisis para poder vivir. Su madre sobrevive gracias a un transplante renal. Lo sabía desde chica, pero esta dolencia no empieza a dar problemas hasta que eres adulto. Siempre se ha resistido a la idea de tener que dializarse; nunca lo ha aceptado. Tanto ha sido así que ha minimizado los síntomas, se ha hecho siempre la fuerte para negar la enfermedad. Siempre se ha rebelado contra ella. Hasta que ha logrado vencerla.

Su ansiado milagro se ha convertido en  una realidad hermosa y patente. No ha saboreado nunca el amargor metálico de la diálisis. Jamás su sangre ha salido de sus venas para conocer circuitos artificiales y extraños ni atravesar filtros de polímeros. Nada de máquinas ni de cables, nada de sometimiento a una rutina tan esclavizadora. Sangre la suya muy envenenada, sí, pero libre en su cuerpo. Libertad. Y todo ello por haber recibido graciosamente  un riñón de donante vivo. Lo que todo dializado desea. Se lo ha merecido sobradamente, cualquier paciente renal se lo merece, pero ella se lo ha currado a base de bien. Ha porfiado durante años, incluso contra sus propios médicos que le pedían paciencia. "Todo a su momento", le decían, "ya veremos cuando llegue la hora". Pero ese mensaje no era el que ella quería escuchar. Se ha  adelantado a todo con la constancia y convicción de que lo conseguiría. Para más dificultad, Jesús no fue compatible y ninguno de sus dos hijos podía ser candidato al estar ambos presuntamente amenazados por la misma enfermedad, aún en estado silencioso.

El regalo vino por parte de su único hermano. Sus riñones afortunados, capaces de esquivar tal dolencia, eran compatibles con los de la hermana. Y no lo dudó un instante. "Podría haber sido al revés, hermana, que tú fueras la buena y yo el enfermo. Tampoco lo habrías dudado. La herencia de nuestros padres, a medias: un riñón para cada uno". Es fácil decirlo, más fácil aún para cualquiera de nosotros, ajenos al conflicto de miedos y de sentimientos encontrados. Desde la barrera todos lo decimos: yo daría sin reparo un riñón a cualquiera de mis hermanos o de mis hijos, incluso a mi mujer, si lo necesitasen. Pero luego hay que estar ahí, con dos cojones, como este hombre vasco a quien ni siquiera conozco y a quien admiro por su gallarda generosidad.

Ahora sí lo digo a boca llena: gracias a Dios, todo ha salido bien. Es curioso, cuando las cosas salen bien es gracias a Dios, cuando salen mal es gracias a los médicos. Somos así. "Aún confesándome descreído he rezado por ella", le dije a Jesús. "Tú y una legión más, me contesta, hemos notado eso que llaman energía positiva, todo ha salido mucho mejor de lo que uno podía esperar". Se lo merecen. Ambos. Cualquiera puede entender que la situación vivida afecta tanto a la paciente como al marido. Jesús es muy fuerte de espíritu, de ánimo, de carácter, no se amilana fácilmente; lo he visto discutir a tumba abierta de temas tan peligrosos como el de los presos políticos o la vulgaridad del Rh o la españolidad de todos los vascos, aunque a pesar de algunos, en pleno bulevard de san Sebastián, como si dijéramos la plaza del pueblo; se mofa de mi canguelo por mi arritmia cuando la suya es más peliaguda y permanente y no le impide hacer cada día diez o doce kilómetros corriendo como un gamo por aquellas montañas solitarias o como una liebre por la ribera del Genil. No, no se asusta fácilmente. Pero esto ha sido distinto.

Sin querer yo entrar demasiado en sus miedos inconfesables ni en su ansiedad disimulada, como si nada pasase, sí os puedo adelantar que ha conocido en carne propia el duro y empinado camino de la burocracia médica para estos casos tan delicados. Se necesita un año entero para recopilar informes médicos de todo tipo, del cardiólogo, del urólogo claro está, del neumólogo, hasta del psiquiatra, coño. De ambos, de Begoña y de su hermano. Y, por último, el visto bueno de un juez. La Biblia en verso. Con el agravante de que algunos de los informes elaborados en san Sebastián no eran aceptados por el equipo de Córdoba, conflictos administrativos de competencias y otras pollas en vinagre. Ha tragado con todo con mucha más paciencia y templanza de la que se le pueda imaginar. Todo sea por el buen fin  del arduo proceso, de todo este larguísimo procedimiento, de la misma manera que son pocas las alarmas y las defensas con que se arma un pesquero vasco para que llegue a buen puerto y no se vea asaltado por una banda de piratas somalíes. Algo así.

"Me siento como con mucha más energía, con muchas ganas de hacer cosas, como si hubiese cumplido treinta años ahora", me decía una semana después del transplante, cuando ya su nuevo riñón filtraba mejor, si cabe, que la depuradora de la piscina del Agustín. "Pues ten cuidado, chica, bromeaba yo, que Jesús no aguanta ya la briega de una tía tan nueva".


Aunque parezca un tópico muy manido, no hay nada como la salud. En eso estamos todos de acuerdo.  Este año que agoniza, en el que disfrutaremos las fiestas navideñas más tacañas de nuestra vida por mor de la crisis, los Reyes Magos les han adelantado a nuestros amigos Jesús y Begoña el más preciado de los regalos posibles. Felicidades a ambos. Feliz Navidad para todos.

sábado, 1 de diciembre de 2012

La razón de la sinrazón

Mi primo Francisco, hombre de pueblo y con cierto cultivo autodidacta, suele decir que todo lo que sale en la tele es mentira. Todo menos los partidos de fútbol y el parte del tiempo. Voy a tener que creer que es verdad.

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Esta mañana me he levantado más despejado y lúcido. Será que he dormido media hora más. Anoche me echó a la cama antes de lo acostumbrado nuestra nunca bien ponderada consejera de sanidad, la bella Montero. Para alguien, como un servidor, que conoce bien el paño se hace muy trabajoso comulgar con obleas no bendecidas que ni son cuerpo de Cristo ni Dios que lo ha visto.

Ni un solo reproche, ni asomo de autocrítica por parte alguna, somos los mejores con diferencia, disfrutamos los andaluces del mejor sistema de salud pública posible, el mejor del mundo. Nos han aplicado los recortes en sanidad con tijera fina, nos han quitado un poquito a todos para no despedir a nadie, nuestro modelo de financiación farmaceútica es la repera, ya quisieran otras comunidades. ¿Privatizar nosotros? Nunca en la vida, jamás; eso es para otros, para el Gobierno de España, para Madrid, dice en tono claramente retador y prepotente. Y para rematar: nuestro sistema público de salud goza de una salud excelente. Lástima de mensaje tan vacío, tan embaucador, tan populista.

Y el público de la tele, que con el predecesor en la palestra, un catedrático de economía del Banco de España, se había mostrado duro y crítico, come de la mano de esta mujer suelta, despabilada, con ensayado dominio del lenguaje gestual, con muchas tablas y  un aire agitanado que le viene que ni pintado para vendernos la burra. Al mismo presentador se le caía la baba. La estrella deslumbrante de la noche, la rimbombante Montero, en su programa de "tiene usted la palabra". Como bien dice mi amigo Pintor, la mentira adornada seduce mucho más que la verdad desnuda.

Uno se queda anonadado al ver lo bien que saben mentir los políticos. Yo creo que hasta se lo creen ellos mismos, de lo bien que lo hacen. Se da uno cuenta de estas cosas cuando, como sucedió anoche, un político se pone a largar de algo que uno conoce mejor que él. Si la bella y despampanante Montero se explaya en la tele afirmando que nuestro servicio andaluz de salud goza de muy buena salud entonces me cabreo y me acuesto. Pero como después de todo soy buena gente recapacito y pienso: vamos a ver, hombre, se trata de un político, no tiene más remedio que mentir, es su obligación. Un político que no mienta no tiene ningún futuro. Hombre.

A lo mejor, ni siquiera eso, sino simple y llana ignorancia. No creáis, eh. Llegados a sus altos cargos de ministros y de consejeros, los políticos desconocen la realidad de verdad, la de la calle, la de las escuelas, la de los hospitales. Su percepción de las cosas es edulcorada, siempre tamizada por un sistema de adláteres con esa misión específica: ocultar lo feo y desagradable, tapar el lado oscuro. Con ocasión de las visitas que nuestra consejera ha hecho a Valme por motivos de alguna inauguración la dirección del centro se ha ocupado muy mucho de "limpiar" las Urgencias; se han ingresado pacientes de forma precipitada o se les ha dado un alta provisional hasta más tarde. Pero, hombre, protesta uno, si precisamente lo que interesa es que vea cómo está esto, por Dios bendito. Respuesta de la dirección: hombre, cuando tienes una visita distinguida lo menos que puedes hacer es adecentar tu casa. ¿Lo véis?

Vamos a suponer que anoche a nuestra consejera pinturera, ataviada de rojo sangre, e inspirada por un repentino arrebato de realidad, le hubiera dado por confesarse en público. Que hubiera descubierto a la audiencia algunas de las debilidades de nuestro insuperable Sistema de Salud. Algo parecido a esto: "es verdad, señores, como todos ustedes saben, la sanidad es carísima; las resonancias, los quirófanos, las nóminas, los fármacos...todo es cada día más caro. Y, por desgracia, hemos apurado la olla, se ha quedado vacía. Y estamos buscando fórmulas nuevas de financiación que nos permitan, además, abaratar los costes." Por ejemplo. O esto otro: "me consta que uno de los graves problemas que detectamos en nuestro personal es el absentismo; tenemos una tasa de absentismo inasumible; en todos los estamentos; entre los médicos se nota menos porque ellos se cubren unos a otros y nadie se entera. Y es muy posible que detrás de esto se esconda el creciente fenómeno del bourn out, en otras palabras, que el personal está quemado. Es cierto, detectamos una creciente desafección del personal al sistema." O mejor aún esto: "en realidad, señores, no tenemos déficit de personal en el SAS, sino una irregular distribución del mismo, de manera que hay sitios, hospitales o servicios determinados, donde sobra gente o, al menos, andan más desahogados, y otros donde claramente faltan. Pero no podemos reagruparlos porque nos chocamos con los sindicatos y con los derechos de acoplamiento. No podemos aplicar la movilidad geográfica." O la última llaga, la más sangrante: "señores, es verdad, nos hemos gastado una millonada, una burrada indecente de millones de euros, para dotar a todos los hospitales y centros de salud andaluces de un sistema informático unitario, el programa DIRAYA, que iba a ser la envidia de catalanes y vascos; pero al final la hemos cagado, sí señores. No ha funcionado, cada hospital se las está aviando como buenamente puede con programas particulares". Cosas así, problemas reales, que uno ve en el día a día. Si lo hubiera dicho, os juro que me hubiera convertido al socialismo. Imposible. Ipso facto la hubieran puesto de patitas en la calle. Un político tiene que mentir. Y mentir bien, que no se note demasiado. Todos, sin excepción, una vez que alcanzan el poder. Los sociatas son más expertos en el exorno, disimulan mucho mejor, para algo tendrán que servir tantos años de entrenamiento. Los peperos, no; éstos mienten a quemarropa.

No, que cuando un espectador le preguntó por el enchufismo y el amiguismo en los hospitales, la muy listilla se salió por la tangente: En vez de abordar el tema de las contrataciones a dedo, de las filtraciones de exámenes, de tribunales de oposición aleccionados, de plazas ya dadas de antemano y otras vergüenzas similares, sale diciendo que, en efecto, eso de que alguien por tener un amigo médico en el hospital sea atendido antes que otro hay que perseguirlo, que todos somos iguales. Amos hombre, que mi amigo Palanco o el Jaime o el Juan Francisco o el Agus me dicen que les pasa esto o aquello y que yo veo que puede ser de cierta importancia y les digo, no, yo no puedo hacer nada, tenéis que ir a vuestro médico, que os extienda el volante y os ponéis en cola, cuando os toque, yo no puedo hacer distingos. ¿Hay que ser tonta o no? O a lo mejor demasiado ladina. Cuando escuché eso, pillé y me acosté.
Al rato grande se presentó la Peque en la cama.
-Peque, al final ¿cómo hemos quedado?
-Hemos perdido.
-Por mucho, Peque?
-Por goleada. Ha salido por la puerta grande, en loor de multitud.
-Lo sabía!

Esto es la razón de la sinrazón, como en el  Quijote.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

En defensa de la sanidad pública

En términos futbolísticos es sabido de todos que la mejor defensa es un buen ataque. Éste va a ser mi propósito de hoy: defender la sanidad pública atacándola. Mira tú qué paradoja. Pero bueno, seré benévolo, ya me váis conociendo.
Antes de seguir hablando, ha de quedar meridianamente claro para todo el mundo que yo soy un médico público, que siempre lo he sido y que siempre lo seré. Treinta y tres años de ejercicio lo avalan. La verdad, no me veo cobrando por una consulta. Iba a continuar diciendo que mi compromiso de vida y de profesión es con lo público, pero rectifico a tiempo: mi compromiso es con la persona enferma. Lo que ocurre es que siempre he desarrollado mi actividad en hospitales públicos y de ahí la lógica de  confundir el todo por la parte, como si no existiese otra alternativa a lo público. Pero la hay. Y quizás sea conveniente conocerla, más que nada para quedarnos con lo bueno que pueda ofrecer, que para lo malo ya estamos nosotros. Mal empezamos.

A la gente corriente se le llena la boca hablando de la sanidad pública, de lo buenos profesionales que somos, de los magníficos hospitales que tenemos, de la tecnología tan avanzada, de las resonancias, del aparato ése de operar tan moderno, un cirujano robótico al que llaman DaVinci, de los transplantes y donaciones, ejemplo para el mundo entero...Y todo eso es verdad. Pero no es menos cierto que la gente, en general, se conforma con poco. Las encuestas sobre satisfacción en la atención sanitaria nos ponen por las nubes. Y ya empiezo yo a ponerme de los nervios. Porque los que vivimos dentro conocemos mejor que nadie nuestros trapos sucios. Que los hay. Tiene uno la impresión de que todas las deficiencias que el personal detecta en nuestro sistema (que no son pocas) las pasa por alto con tal de que la asistencia siga siendo gratuita y con que no le quiten nunca la posibilidad de ir a las Urgencias de los hospitales cuando a cada cual le venga en gana. Gratuidad y libertad. Esas dos cosas son lo más valioso para el ciudadano de la calle. La calidad en la asistencia, como el valor en el soldado, se presupone. Les importa bien poco a nuestras criaturas de Dios que una consulta con el especialista tarde tres meses, si no más; o que una cadera deformada y artrósica tenga que esperar seis meses para ser intervenida y que pasar dos veces por "la prueba de la anestesia". Les basta con coger el autobús del pueblo y venirse a las Urgencias. Les trae sin cuidado que sean atendidas en las mismas por personal médico inexperto, residentes de primer año, porque saben que lo suyo no es de mucho cuidado; soportan gustosas permanecer todo el santo día en la sala de espera porque se llevan, de una tacada, todas las pruebas hechas; se pelean a gritos con el personal de enfermería de la sala de observación cuando el familiar enfermo no sube a la planta por falta de camas, pero no ponen reclamaciones ni van a la puerta del director a protestar. Todo se queda en ladridos. Nuestra querida sanidad pública es universal, sí, pero tiene mucho margen de mejora en la equidad y en la calidad.

¿Y los médicos? ¿Qué pensamos los médicos al respecto? Yo creo que todos los que trabajamos en lo público somos conscientes de éstas y otras muchas deficiencias, algunas tan vergonzosas que atentaría contra el decoro ponerlas sobre el papel. Hay de todo, naturalmente. Muchos de nosotros queremos este modelo público, pero ocultamos sus carencias. Nos sucede algo parecido  a esos padres que, conociendo la debilidad de algún hijo, se molestan muchísimo hasta llegar incluso a perder las amistades si alguien, con la mejor de las intenciones, les insinúa lo más mínimo. Hay médicos también, pocos afortunadamente, para quienes lo público es sólo un sueldo asegurado. En la actual huelga de residentes, algunos de estos médicos de los que hablo, han salido a la palestra mediática muy ofendidos por el contínuo y despiadado ataque de la Administración contra la sanidad pública. Y en realidad, cuando conoces los entresijos, te enteras de que el motivo de su airado clamor no es otro que tener que retomar su trabajo sin disponer de sus peones de carga. En fin, hay médicos también que, desde una ideología claramente izquierdista, han montado una plataforma social "en defensa de la sanidad pública". Médicos éstos honestos y trabajadores que pelean a capa y espada por nuestro actual modelo y demonizan cualquier otra alternativa. Su error, creo yo, es pensar que todos los médicos del seguro somos tan buenos y tan decentes como ellos.

¿Cuál es mi posicionamiento? Creo que pertenezco al primer grupo, al que se da cuenta de los fallos pero no los denuncia ni hace nada por corregirlos. Soy hombre muy acomodadizo, me adapto enseguida al medio en vez de intentar cambiarlo. Soy cómodo, ya está. Puedo presumir de una consulta la mar de saneada, de ser un médico querido por los pacientes, de recibir lisonjas y regalos por parte de ellos, de ser competente y honesto. Pero tengo conocimiento de que mi lista de espera es de un mes de promedio. Problemas de agenda, solemos decir; excesiva demanda por parte de los médicos de cabecera, nos excusamos. A lo mejor podría ampliar un poco mi agenda. Sería igual, me justifico a mí mismo, al cabo de poco estaríamos en las mismas: cuantos más huecos dejas más se llenan, cuanto más oferta mayor es la demanda. Es así. Por otra parte, un excesivo número de pacientes en la consulta puede empobrecer la calidad en la atención a los mismos. Si nos ponemos encontramos explicación para todo.

Pero entonces ¿en qué quedamos? ¿Qué te convence más, la sanidad pública o la privada? Hace treinta años no había color, la pública, por supuesto. Hoy también, pero con ciertos reparos. Conozco muy poco de la privada. Nada desde el punto de vista profesional, algo desde la visión del usuario. Muchos de vosotros sois docentes y tenéis compañías privadas (Asisa, Cáser, Adeslas, Orgasmos..., no, no, borrad lo de Orgasmos, que es un chiste). Quizás estéis más autorizados que yo para opinar de esto. Os puedo decir que en las ocasiones en que he acompañado o visitado a alguno de nuestros amigos con enfermedades serias, tan serias como un cáncer de pulmón, un infarto de miocardio, una intervención quirúrgica a corazón abierto, la colocación de un desfibrilador implantable, la intervención de un aneurisma de la aorta o simplemente una pequeña operación sobre el oído o sobre los senos nasales, he tenido buenas sensaciones, tanto por el manejo científico-técnico de las distintas patologías como, por supuesto, por la hostelería. Cuando alguno de vosotros solicitáis cita con cualquier especialista de vuestro libreto la tenéis en una semana, no más; por la mañana o por la tarde, a voluntad. Por ejemplo. La impresión que uno extrae con motivo de este conocimiento se aleja mucho de la opinión dada el otro día en la tele por el diputado Alberto Garzón, merecedor de todas mis simpatías, en el sentido de que en la sanidad privada los enfermos son clientes y en la pública son ciudadanos con derechos. No estoy de acuerdo. Creo que este buen hombre y buen político habla sin el adecuado conocimiento de los hechos. Nuestros gestores públicos también se refieren a los pacientes como clientes, cosa que no ha calado para nada entre los médicos. Para nosotros siempre son pacientes, ni siquiera usuarios. Pero es más, si este buen hombre, Alberto Garzón, tuviera  ocasión de visitar la sala de evolución en mi hospital de Valme, pongamos un lunes a las doce de la noche, y viera el esperpento tercermundista de pacientes apelotonados, sin la más mínima intimidad, separadas sus camas por un cortinaje corredizo que siempre se queda a mitad de cierre, viejo echándole el culo a vieja, vieja demenciada con todo el hato arrollado en el cuello y todos sus pellejos a la vista..., se iba a  empapar de lo que son ciudadanos con derechos.

No quisiera ser demagógico ni tremendista. Lo que cuento es real y sucede a diario, pero no quiero hacer más leña. Es cierto también que la sanidad privada juega con mucha ventaja: sus asegurados suelen ser gente joven o madura que presentan enfermedades agudas en las que el uso adecuado de alta tecnología es muy eficiente, muy rápido y muy limpio. La gran mayoría de los ancianos pluripatológicos y con una pléyade de enfermedades crónicas, sin embargo, son carne de hospital público, no tienen cabida en los privados. Habría que ver cómo se las arreglarían éstos si tuviesen que soportar la enorme carga social, sanitaria y económica que supone el sostenimiento de esta población, la que más  recursos sanitarios consume. 

¿Por qué este deterioro de  lo público en los últimos tiempos? No es por la crisis, esto viene de antes. De alguna manera todos somos culpables. La población, por ser tan conformista, por no haber aprendido a usar los recursos sanitarios de una manera razonable, por equivocarse en la elección de las personas objeto de sus protestas...La Administarción, los gestores, unas veces por incompetencia, por no haber sabido acomodar el modelo fantástico de sanidad de los años setenta y ochenta a las circunstancias socio sanitarias y económicas actuales, otras por consentir una sociedad con un montón de derechos y ningún deber y siempre, cautiva del voto popular y temerosa de la prensa, por actuar solo a golpes de paternalismo demagógico y de desmentidos mediáticos. Los médicos, porque ya no somos los que fueron, ni siquiera los que fuimos. Ya hace tiempo que no encuentro en los pasillos o en las habitaciones de mi hospital a gente como don Ricardo López Laguna, don Pedro Sánchez Guijo, Gonzalo Miño, don José Jiménez, el propio don Carlos Pera, tan pinturero él, maestros todos ellos que fueron de mis primeros años de estudiante y luego de residente. Se está esfumando aquella afección al hospital y a nuestro quehacer diario, considerado  mucho tiempo como sagrado. La vocación es un término anacrónico para muchos médicos, algunos quizás ni sepan qué significa. Nos hemos convertido en trabajadores por cuenta ajena que trabajamos de ocho a tres (y gracias). Menos hospital y más vivir la vida. Otro de los signos de los tiempos Los más viejos ya no tenemos las mismas ganas que antes, pero tampoco hemos sabido transmitir a nuestros residentes que cultiven esa esencia mágica del chamán, que aprecien la dimensión espiritual de nuestro oficio. No. Y el resto del personal sanitario, enfermeras y auxiliares, contagiado quizás de la desidia médica, vive el hospital con desacostumbrada desgana, como un lugar hostil donde no queda más remedio que echar duras horas de trabajo para sacar el jornal. Con muchas y muy honrosas excepciones. Y del Real Cuerpo de Celadores hablaré otro día que tenga más ganas.

Sanidad pública sí, pero distinta a ésta que sufrimos. Necesitamos una población más educada en lo sanitario, menos temerosa de la enfermedad y más exigente con la calidad. Echamos en falta una Administración competente y valiente que apueste de verdad por lo público, por la ciudadanía, que se arriesgue por su personal y confíe en los profesionales. Que se crea de verdad que somos, todos los trabajadores sanitarios, el principal activo de la empresa. Y los médicos tenemos la obligación moral de recuperar nuestros antiguos y olvidados valores de empatía con los pacientes y de implicación con el sistema. Que así sea.

Menos mal que la cosa va por la defensa de la sanidad pública. El día que me dé por atacarla... 

jueves, 22 de noviembre de 2012

Monjitas de hoy

A las siete y media de la mañana, antes de que amanezca el día, ya huele a café calentito en todo el pasillo de la séptima izquierda. Me gusta entrar en la planta oliendo a café. Es un aroma envolvente y agradable que me contagia una sensación de familiaridad, algo de casa. Entro en la sala de las enfermeras a dar los buenos días y a coger las llaves de la secretaría. Se me ha adelantado el Benítez, otro médico de mi quinta. "Buenos días", "buenos días; cada día llegas más temprano, José María, parece que la Peque te echara de la cama". "No, qué va, es el nuevo horario, ¿no lo sabes, tío?" Llego canturreando por lo bajito y bromeo con Mari Carmen o con Maribel o con Elena o con Juanma, enfermeras y enfermeros antiguos, con merecido caché, que aguantan de forma casi heroica en nuestra planta, una de las más penosas del hospital. Sobre el infiernillo en ascuas la cafetera palmea su plof plof y expele un penacho de humo blanco dando parte del hervor en su punto. Pronto  se arremolinarán en la mesa estas sufridas trabajadoras de la noche para dar un sorbo caliente que las despabile para el último arreón.

Es dura la madrugada en el hospital. Y larga. Los enfermos que habitan en nuestra planta de medicina interna son todos ellos viejos muy achacosos. Treinta y dos pacientes para dos enfermeras y una auxiliar. Y treinta y dos acompañantes, que también dan su castigo. Y toda la noche por delante. Doce horas; de ocho a ocho; de luna a luna. Los médicos, al menos, nos turnamos, podemos echar alguna cabezadita, incluso una confortable dormida cuando la noche se ofrece calmosa. Las enfermeras y auxiliares, no. No pueden; a lo más se despatarran en el sofá de escai, cubierto con una sábana arrugada para que sude menos. Antes, no hace tanto, hacían crochet; ahora les puede el Internet y el Wikipedia. Son las vigías de la madrugada, los centinelas que alertan de algo que pudiera ser más que un simple achaque. Y siempre en el alambre, en el difícil equilibrio entre no llegar (que se les pueda pasar por alto algún síntoma importante) y el pasarse, que no es otra cosa que molestar al médico sin necesidad, por cualquier tontería, que los médicos somos muy nuestros. Pero, todos lo sabemos, la noche acobarda; un síntoma que a la luz del día parece banal, a las cuatro de la mañana asusta. Debe ser la oscuridad que nubla la vista y también las entendederas. Quizás suceda, luenga es la noche, un rato de silencio; parece que ha dejado de toser el abuelito de la 715 y que se han apagado  los lamentos mortecinos de la mujer del cáncer de páncreas, pobrecita.

El día tiene un aire distinto. Más trabajo para ellas, pero diferente. Mucho ajetreo, mucho ir y venir a las habitaciones, a los despachos de los médicos, muchos  sueros y medicamentos que preparar y administrar, mucho familiar que incordia más que otra cosa..., pero es de día. Están de otro ánimo. Tienen siempre algún médico a quien recurrir en caso de duda. La luz sureña las revitaliza. Las ventanas del Este les asoman a Bellavista, barrio de casitas bajas sin tejado y blancas de cal que bien pasaría por poblado rifeño si no fuera por el moderno bulevar que lo atraviesa. Las del Poniente les brindan arcos iris de cielo entero, de cuento, barcos de varios pisos que parecen surcar la tierra llana de la marisma y también los campos feraces del cortijo "El Cuarto" anegados por esta pertinaz lluvia que no para. Luz del día, nada que ver con la noche tenebrosa.
Si de madrugada son las guardianas del descanso de los pacientes, de día son el alma de la planta. No me parece justo que seamos los médicos quienes acaparemos casi en exclusiva el agradecimiento de pacientes y familiares. Nosotros permanecemos con ellos diez o quince minutos cada día, la visita del médico; ellas, las enfermeras y las auxiliares, doce horas. A nosotros, siempre buenas caras, "¡qué simpático es mi médico!", o si acaso, "mi médico es muy serio, sí, pero muy correcto y bueno". Ellas, en cambio, soportan los fallos propios y ajenos, bregan, chocan, sufren, lloran y ríen con los enfermos y sus acompañantes.Viven con ellos como si fuesen una suerte de familia de acogida transitoria.

Me resulta admirable observar el trabajo de campo de las auxiliares por las mañanas: retirarles a los viejitos impedidos los pañales de la noche rebañando a conciencia el último resto de caca pegado al culo; lavarlos de arriba abajo en sus camas hasta dejarlos escamondados; emborrizarlos de crema hidratante para que no se piquen por la espalda; ceñirles bien atado su pijama celestito;  luego, haciendo de sus manos un improvisado hisopo, esparcirlos de colonia barata, que huelan bien para las visitas; levantarles la cabecera de su cama articulada; darles de desayunar con santa paciencia, como a un niño chico a quien hay que engañar para que coma... Son cosas que, en viéndolas, se me ponen los vellos de punta. No es necesario estremecerse con las imágenes de la tele de hospitales de campaña o de enfermeras y médicos de oeneges dando de comer a niños famélicos. A mí me basta con este espectáculo diario, tan tierno, tan entrañable, tan poco reconocido de que una mujer, una muchacha extraña, trate y cuide a un anciano enfermo y desvalido como lo hiciera con su propio padre. Admirable. Para eso les pagan, me diréis los más descreídos. Y yo os digo, ¿cómo se paga eso? Esa labor abnegada y bien hecha no tiene precio. ¿Cuánto cuesta una mirada compasiva, una palabra cariñosa, una caricia? ¿Va en la soldada la delicadeza en el trato y el mimo en los cuidados? ¿Cuánto vale limpiarle las miserias a un viejo, o mejor, a una vieja que no se deja lavar así como así? Las cosas valiosas de verdad no tienen precio.

Me molesta que ni ellas mismas se lo crean. Que son ellas, enfermeras y auxiliares, las personas más importantes que sustentan el trabajo en el hospital. Son imprescindibles. Mi planta, la séptima izquierda, aguanta perfectamente un día sin médicos. Y dos días también. A veces casi mejor que con ellos. Sería un caos total si falta una enfermera o una auxiliar en cualquiera de los turnos. Se lo digo a ellas con frecuencia: que su trabajo, llevado a cabo con esmero y con cariño, es mucho más importante para el enfermo que el nuestro. Que ellas, con su actitud de dedicación y entrega, tapan muchos de nuestros fallos y dignifican la asistencia a nuestros pacientes. Pero no se lo creen.

En mis tiempos de estudiante de medicina aprendí a emocionarme con este ímprobo quehacer, el de los cuidados de los pacientes mayores. Entonces, esta labor la realizaban con cristiana abnegación las monjitas. En la actualidad, las enfermeras y las auxiliares de mi planta, pese a que  no les agrade mucho la comparación, son, para mí, las monjitas de hoy. Aunque más nuevas, más lucidas. Y más bonitas.

lunes, 19 de noviembre de 2012

El artista y la tendera


Hacían una pareja singular, algo estrambótica, desde luego nada corriente. Frisando ambos los setenta, enseguida llamaban la atención de cualquiera que los mirara con un poquito de interés. Ella, bajita, regordeta, culo bajo y cara muy acicalada, parecía una muñeca pepona; como si los mejunjes pudieran esconder los años. Él, en cambio, era un hombre con un porte de elegante decadencia, chaqueta ajada y sin corbata, pero siempre bien compuesto. Mientras ella se  expresaba como cualquier maruja de su pueblo (con todos mis respetos), aunque con toda corrección, él sabía elegir las palabras, las justas, sin florearlas; se le veía versado y culto. Contínuamente la corregía, pero el desparpajo de ella superaba cualquier intento por mejorar su prosodia. Eran tan distintos en todo que se me hacía indescifrable penetrar en el cariño verdadero que ambos se profesaban. "Murió en mi pecho, Rivera, como él había deseado", me contó pocos días después, "me despertó de madrugada, que le dolía mucho el corazón, y yo me puse tan nerviosa..., no sabía que hacer, y él, con una carita...; por fin agarré el teléfono", "¿qué haces", me dijo moribundo; "llamar al 061, le contesté"; "Sofía, no llames, no va a dar tiempo, déjame morir solo contigo". "Y se me murió acurrucado en mi pecho. Un santo, Rivera, un santo."

Hace tiempo que le he perdido la pista a Sofía. No se ha dejado ver. Tampoco yo he hecho mucho por verla a ella, la verdad. Mejor. Hay pacientes tan absorbentes que es bueno y saludable para el médico (y quizás también para ellos) un cierto distanciamiento. Pero es que lo nuestro ha sido un total desapego. Una enfermera de su pueblo, que trabaja en el hospital, me ha comentado que vive en una Residencia desde que murió su marido.
 
Mi relación profesional con Sofía estuvo marcada en su día por la especial personalidad del Benítez, su marido. Lo de ella era una patología muy corriente: obesidad, celulitis en las piernas, diabetes y su poquito de colesterol. Después de un año asistiendo a mi consulta lo teníamos todo bajo control, como decimos nosotros. Benítez fue el culpable de mi interés en mantener la continuidad en una consulta que ella ya no necesitaba. Así ha sido en efecto. Una vez muerto el marido, hará cosa de dos años, Sofía, la Sofi para mí, ha desaparecido del mapa.

"Rivera, este hombre es un demonio", se enfurecía en mi consulta contándome algunas de las excentricidades de su marido. Benítez, como ella lo llamaba, era un artista, un excelente dibujante y pintor. Pero muy extravagante. "Con lo bien que podríamos vivir si este hombre pintara cosas normalitas..., con esa mano que Dios le ha dado..."  Nunca pudo comprender la tendencia pictórica de su esposo, hombre de rígidas convicciones anticlericales y anarquistas. Su leif motif artístico era mofarse de la altas jerarquías eclesiástica y política. "¿Quién va a comprar cuadros como ésos", se quejaba la Sofi, "¿por qué coño (con perdón) no pinta bodegones y paisajes, con lo requetebién que le salen? Estaríamos ricos". "¿Se da usted cuenta, Rivera?", me contestaba él, "a esta mujer sólo le importa el dinero, no es sensible a mi concepto del arte". "Pero, hombre obtuso, ¿qué arte es ése de pintar al rey y al Papa juntos en una casa de mujeres lagartonas, esperando turno? ¡Por Dios bendito!", se desesperaba la Sofi. "Es arte alegórico, de protesta y de compromiso", se ponía él. Después de todo, pensaba yo, sólo eran disputas de una pareja ya vieja y sin hijos que tenían en esa pelea la razón única para mantenerse vivos y unidos. 

Pero a mí cada vez más me picaba la curiosidad y me dejaba querer. "Pues, Benítez, que sepa usted que mi mujer estudia Bellas Artes y ha elegido pintura en el tercer curso", lancé un día el anzuelo con más vergüenza que otra cosa. "Mi casa y mi estudio están a su disposición. El día que usted disponga se vienen usted y su mujer, vemos mi obra y almorzamos juntos". Por fin estaban de acuerdo en algo. Sofía resplandecía de satisfacción. "Claro que sí, Rivera, no vaya usted a decir que no, que me haría tanta ilusión...Si hace falta se trae usted también a algunos amigos, si no quieren venir solos; mi casa es grande y dos viejos pellejos agradecen la compañía". Total, que quedamos. No me acuerdo cómo enredaría yo la cosa, el caso es que Paqui y Jaime también se apuntaron.

No creáis que os resultaría fácil imaginar la "obra" del Benítez. En el cuerpo de casa tenía apilados, dándose la espalda unos a otros, decenas de cuadros que nos fue mostrando uno a uno. Con haber visto el primero hubiera sido bastante. Su tema era monocorde: santos, curas y prelados pillados in fraganti con putas. El que más me impresionó fue "las tentaciones de san Agustín", donde se apreciaba el sufrimiento del santo, medio en cueros, la Biblia en una mano, el crucifijo en la otra y tres o cuatro tías güenas  en pelota picada bailándole en derredor. Arriba, en la cámara, tenía su taller. Nada más subir, sobre la pared de enfrente te topas de sopetón con un cuadro de enormes dimensiones que ocupa todo el testero. Se reconocen en él incontables personajes famosos entremezclados y asincrónicos, el rey, Camilo José Cela, Unamuno, Tejero, el Camarón, el mismo Benítez al lado de Goya, Benavente departiendo con el doctor Durán, el endocrino del Benítez, Clinton, Lola Flores..., qué sé yo, cientos de criaturas. En el primer plano del cuadro se alinean seis o siete tías completamente desnudas. El Benítez es generoso en pintar pelucones negros y rizados que por arriba, como hilera de hormigas, se afilan casi hasta el ombligo. Se conoce que es un tío tan salido como yo.

-¿Qué tienen que ver las tías en este cuadro? -le pregunta el Jaime.
-Nada en absoluto -le replica.
-¿Entonces..?
-Si no es por las tías ¿quién se iba a fijar en él?  Están ahí de adorno, de reclamo, hombre.

Durante el prolongado almuerzo (la Sofi nos hizo anular la reserva en un restaurante del pueblo) y la alargada sobremesa nos contaron su historia. Comida de pueblo, a mi gusto. "Rivera, ¿qué les pongo  para comer?, ¿son sus amigos gente muy fina?", me había llamado por teléfono una semana antes. "Sofi, que no, que comeremos en un restaurante que nos han recomendado". "Ni lo piense, para una vez que viene mi médico a mi pueblo come en mi casa, y no se hable más". ¡Qué delicado esmero en preparar la mesa!, ¡de qué manera tan especial se puede disfrutar de un almuerzo sencillo! Nada de exquisiteces: ensalada, papas fritas, huevos, filetes de pollo empanados (tres fuentes a rebosar), queso y carne de membrillo. Debió estar cercana la Navidad porque el postre fueron mantecados de los pegajosos. Un almuerzo muy entrañable que ninguno de los presentes olvidará fácilmente.

Siendo muy niño, quizás con meses, el Benítez emigró con sus padres a Cataluña. Allí se crió y apenas tuvo algún contacto esporádico con su pueblo. A la Sofi ni la conocía. Estando en la mili, en Gerona, el Benítez se pira del cuartel y, prófugo de la justicia militar, viene a esconderse a su pueblo, en la casa de unos parientes lejanos con quienes mantenía correspondencia. La intervención de altas influencias de la base aérea americana, a través de estos parientes, consiguió apaciguar a la Guardia Civil y sobreseer el caso. Con las aguas tranquilas y ya la marea favorable, consigue una beca especial para jóvenes talentosos sin recursos y estudia Bellas Artes en Sevilla. Y aquí entra la Sofi. Un día, unos gamberretes del pueblo que estudian en la ciudad entran en una tienda de ultramarinos a comprarse unos bocadillos y unas cervezas. Dándose cuenta enseguida que la tendera era una chica entrante, guapetona y metidita en carnes empiezan con el cachondeito propio de estos casos, que si niña quién fuera tu delantal para sentir el calorcito de ese cuerpo, que si muchachos de aquí no hay quien nos saque, que si nena que tienes más bultos que una culebra harta de gazapos...y las tonterías similares que decimos los hombres bobalicones cuando nos encaramos con una buena pechuga. Pero allí, en ese primer día, ya hubo flechazo. La tendera se prendó sin remedio del muchacho más sinvergüenza, el que parecía más atrevido. Ése era el Benítez y la tendera era la Sofi. De cine.

-Y eso  que mis hermanas y mis amigas me previnieron mucho para que no me encaprichara de él, que tenía fama de mujeriego. Pero yo estaba coladita, ¿verdad Benítez?
-Pues yo, al principio, con lo tieso que  estaba, iba por el interés; la tienda era un negociazo en aquellos tiempos.
-¡Qué caradura!
-Pero eso fue sólo al principio. Después me enamoré de verdad. Tú lo sabes bien.
-¿Que si lo sé? Ya lo creo. Mirad -se pone ahora la Sofi en plan cotilla-, era un novio pesadísimo, a todas horas queriendome meter mano...
-A ver, estábamos siempre a dos velas, deseando pillar algo -replica el Benítez.
-Sí, pero era demasiado. Con lo que yo lo quiero y lo que me hace sufrir este hombre, muchachas. Ahora con los cuadros éstos tan impresentables, y de mocito con el acoso constante para acostarse conmigo antes de la boda. No os podéis ni de figurar las astucias que tuve que inventar para llegar virgen al altar. ¡Qué hombre más cansino!
-Como todos Sofi, como todos -se compadece la Peque mirándome de soslayo.
-Como éste mío, no. Para que veáis cómo sería la cosa, lo desesperado que debía estar, que el mismo día de nuestra boda, nada más salir de la iglesia, obligó al taxista que nos llevaba a Sevilla a parar un momento en la puerta de nuestra casa con algún pretexto. Me hizo bajar del coche a mí también y, ya en la casa, a toda prisa, levantándome como pudo el vestido de novia, me pegó el primer revolcón en nuestra cama inmaculada. Con la premura y la intranquilidad del momento, yo ni me enteré, niñas. No noté nada.
-Por Dios Benítez -le digo sin recato- tú estabas más reprimido que nosotros en el seminario, tío.
-¡Digo!

Han vivido holgadamente. A la muerte de sus padres, la Sofi heredó la tienda, para regocijo del marido. Luego, las ventas de bodegones y retratos en los que se prodigó el Benítez en su primera etapa les proporcionaron réditos suficientes como para traspasar una tienda que ya le venía larga a las piernas varicosas de ella y comprarse una casa en el centro del pueblo. Hasta que el pintor  convirtió su obra en un testimonio crudo, estrafalario e irreverente de su nueva condición de ateo y de ácrata. Las ventas cayeron en proporción directa a sus extravagancias de genio incomprendido por todos. Y la primera, su mujer.

-Esto es un sinvivir -se dirige la Sofi a la Paqui y a mi Peque con mucho sentimiento.
-Pero ¿por qué, mujer, con lo bien que  estáis?
-Con lo bien que podíamos estar, queréis decir.
-Anda mujer, no seas exagerada -tercia el marido.
-A ver, ¿vosotras creéis que hay derecho a esto? Para mí es un sufrimiento. Todos los cuadros colgados en la sala, ya lo habéis visto, son de sus modelos, mujeres jóvenes y desvergonzadas en posturas provocativas. Y yo teniéndolas que ver a diario, en los cuadros y en persona. El colmo es que la virgen del Perpétuo Socorro de la cabecera de nuestra cama, obra suya, tiene toda la cara de su modelo preferida, una mujer de muy malas voces aquí en  el pueblo, que sé yo que  es ella. Con lo devota que siempre he sido y ahora no puedo ni rezarle a mi virgen.
-¿Y por qué no? -dice el Jaime distraído con un polvorón.
-¿Por qué va a ser? ¿Le voy a rezar a una virgen prostituta? -Y a pesar de su pesadumbre no tuvimos más remedio que hartarnos de reír. Y sigue: -En un pueblo como éste todo se sabe, claro, y tengo que pasar la fatiga de imaginarme los cuchicheos de los vecinos cuando ven el desfile de pimpollos que entran en mi casa.
-Mujer, es mi trabajo -protesta el Benítez tímidamente-, yo las veo de otra manera, no estoy pensando siempre en lo mismo, como tú crees.
-Sí, sí....
-Sofí y usted qué hace mientras su marido pinta? -le pregunta la Paqui.
-¿Yo? Mira, cojo mi sillita baja, me siento al pié de las escaleras y me pongo a rezar el rosario. -Ahora sí que tuvimos que reírnos a carcajada limpia.
-El rosario, Dios mío, ¡qué antigua, Sofi!
-Un sinvivir, ya os digo. Ahora, esperando a que bajen de arriba. Si el Benítez baja con ojillos lujuriosos pienso, ea, ya lo han calentado esas sinvergüenzas. Y si pasa de mí pienso, ea, ya viene satisfecho. Un sinvivir, lo que yo os diga.

Y el Benítez callado y con media sonrisa.

¡Cómo te lo montabas, cabronazo!
  

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Mi amigo del mono azul

Si yo ahora os preguntara, así a bocajarro,  que quién es el actual presidente de Naciones Unidas para el comercio electrónico internacional seguro que diríais "y yo qué sé, bastante que me importa a mí eso". Error garrafal, respuesta incorrecta; lo váis a saber y sí que os importa: es nuestro amigo Agustín Madrid. "¿Cómo...Agustín, el nuestro?" "Sí señor, Agustín, el añoro de toda la vida".

Esta última semana ha estado en Viena. Desde allí me ha enviado un e mail para hacerme partífice de la nueva, sabe que tomo casi como míos todos sus logros académicos y curriculares. Después de todo, si no fuera por mí, que lo mantengo sano y en forma, no podría asistir a ninguno de esos congresos internacionales que tanto frecuenta. Hace poco en Nueva York, el mes pasado en Berlín, y la semana próxima en Tegucigalpa. Así está el tío, no para en su casa, éste echará un polvo al mes, si acaso.

 Es Agustín un hombre muy curioso; a mí me resulta digno de admiración. Ya sé que todos lo conocéis, pero no lo tenéis, como yo, cuatro casas más abajo. Las cualidades que más pondero en él, por las que destaca por encima de las de todos nosotros, sus amigos, son su inagotable capacidad de trabajo y su perenne disposición a disfrutar de todo. De todo. Y con intensidad. Su optimismo vital. Igual que mi padre, lo mismo que mi hermano Manolo. Gente incansable. Nos metemos con él, con Agustín, porque solamente tiene dos horitas lectivas a la semana en la Universidad; macho, vives mejor que  un canónigo, le echamos en cara. Pero se pasa el santo día en su despacho trabajando, revisando tesis, aportando su capítulo correspondiente al último libro que van a publicar en su departamento, corrigiendo documentos que le envían por e mail los jerifaltes mercantiles del mundo mundial, todo en inglés, oye. Me hace mucha gracia cuando escucho al Agustín parlotear en inglés con alguno de los guiris que vienen invitados a su casa. Es que resulta chocante, un hombre de sus hechuras de ganapán y lo que encierra el tío.

Los domingos echa la llave al despacho. Después de volver de misa en su moto-vespa se cambia de indumentaria, se cuelga el corta setos y, escalera en mano, se pone a recortar las tuyas y a  acicalar su jardín. Le mete mano a todo. "Agus", le digo avergonzado de mí mismo, "si quieres aviso a mi jardinero para que eche unas horas en tu casa". "Bah, esto me sirve de distracción". Y me dejaría en ridículo si no fuera porque ya lo tengo asumido. Que yo soy un vago y él un hacendoso. Mientras enteramente pueda no recurrirá jamás a ningún profesional en la materia doméstica, no es que sea un manitas, no; pero se las ingenia para no gastarse un duro de manera tonta e innecesaria. Y queda presentable lo que hace, no es ningún mamarracho. Recién llegado de Viena se ha entretenido en taponar con masilla unos agujeritos minúsculos que rezumaban agua de la depuradora. Lleva la mía años meándose a chorros. "Intellectus apretatus discurrit qui rabiat", es uno de su latinazgos favoritos. Y lo pone en práctica. Veréis, pues, que hay gente tanto o más rácana que un servidor. Dicen por ahí que las personas que de niños han pasado necesidad se vuelven peseteros y encogidos cuando son adultos. A mí me parece que sí. Por mi vecino y por mí.

Agustín no se cansa nunca de algo que tenga entre manos, no sabe parar. Puede tirarse todo un día en su despacho sin bajar a comer siquiera (y esto sí que es de mérito), puede quedarse la jornada entera en la Universidad o comiendo toda la tarde con su grupo de "Poleo-Menta", amigos de la facultad o, como dije, afanado en su jardín de sol a sol. Infatigable. Pero en cualquiera de sus muchas y variadas actividades, por muy en harina que se encuentre, basta que suene el teléfono o que alguien se presente en su casa (yo mismo a pedir dos huevos prestados a la Paqui) para no tener el más mínimo problema en cambiar de tercio. Suelta los libros, los apuntes, el ordenador o los aperos y...prepárate y siéntate cómodo porque ya no te dejará ir así como así hasta que su mujer desesperada le diga "Agustín, por Dios, me cago en la leche, que hace ya media hora que habrías tenido que ir a recoger a tu hija, so cojonato". Y entonces pilla y se va y no sabe uno cuando tendrá a bien volver, porque igual pega hebra con los padres del amiguito de Miriam y le dan las tantas. "No puedo con este hombre", se lamenta la Paqui. De cualquier manera, si hay algo en lo que nuestro amigo sea insuperable es en su voraz apetito. De comer sí que no se fatigará jamás. Es de los que son capaces de asistir  a dos bodas el mismo día. Este tío ha pasado hambre de chico, tú. Hace ya tiempo que lo diagnostiqué de tener atrofiado el centro hipotalámico que regula la saciedad. No tiene "jartura".

Luego, como alguna debilidad ha de tener, a la  hora de vestirse es un desatre de hombre, carece por completo del sentido de la proporción, de la combinación de colores, de lo socialmente correcto. Si por él fuera iría a la Universidad en chandal mismo o, mejor, con un conjunto de camuflaje del ejército de tierra que le regaló su hermana Peña hace unos años. Paqui tiene que vestirlo cada mañana. No os digo nada de cuando fue Rector magnífico, lo mal que llevaba que su mujer tuviera que repasarlo de arriba abajo cada día. Para los viajes Paqui le clasifica la maleta con un calendario detallado de qué ropa para cada uno de los días. Lo que no me explico es cómo se las apañaba en el seminario; una de dos: o no nos dábamos cuenta porque el babi lo tapaba todo; o era que sus amigos, el Faema y el "doctorcito" lo adiestraban. No sé. A fuerza de insistir ya va aprendiendo, claro. De todas formas daría yo algo por ver su compostura en plena sesión de trabajo en las Naciones Unidas. Con la de pijos que tiene que haber en esos sitios.

Al igual que en su casa, en la Añora, su pueblo, se despoja de toda pompa capitalina y disfruta, como un noriego más, de su casa, de su calle, de sus vecinos, de su taberna. Para cualquiera que lo viera en su pueblo, en la feria o en la fiesta de las cruces, departir con unos y con otros con natural familiaridad, o lo sorprendiera de jardinero cutre en su patio, le resultaría imposible imaginarlo como un catedrático de postín. Imposible. Esta capacidad suya camaleónica de saber ser pueblerino en el pueblo y doctor en la ciudad, campechano en su casa y un tío la mar de serio en la facultad, hombre corriente con sus amigos y autoridad mundial en Nueva York o en donde se tercie, de ser hombre sencillo y a la vez conspícuo hacen de él un personaje muy singular, único entre nosotros.

"Mira, niño", me dice ayer mismo, "me han felicitado los representantes de distintas naciones, los de Corea, los de los paises sudamericanos, los de China, incluso los norteamericanos, por haber sabido mantener a raya a los representantes alemanes que con  merkeliana prepotencia pretendían mangonear la reunión". "Qué tío más grande", le adulo yo, "te atreves hasta con los bárbaros del norte". "Esos no saben con quién han dado", se ríe con su boca grande y sus ojillos de piñón, "con un añoro, nada menos" .

-Pues que sepas Agustín que si esos alemanes chulos te vieran, como te veo yo, con tu mono azul, cien veces remendado, raído de treinta años de viejo, tu sombrero de paja y tus escaleras mohosas recortando los  setos no te pondrían ni de ordenanza.
-Pero como no me ven...

domingo, 11 de noviembre de 2012

Sesenta tacos

Anteanoche algunos de mis  amigos de Sevilla, los rocieros y otros, me dieron en mi propia casa una fiesta sorpresa por mi cumpleaños. Los ganchos fueron mi mujer y la Paqui y el pretexto la visita del Luna y de Pilar. De estas veces que, inocente uno, vas a por mandados a horas intempestivas, lloviendo y todo, regresas con todo hecho antes de tiempo, tu mujer te vuelve a encargar otro, ve a casa de Antonia y le pagas los diez euros que le debemos, pero mujer a estas horas..., que vayas te digo, para que a la vuelta te encuentres tu casa a oscuras, qué coño está pasando aquí, y te lleves el susto monumental de unos energúmenos chillando como locos cumpleaños feliz. Yo soy más de programado que de sorpresas, que de éstas tengo todos los días en el hospital, ya sabéis lo rutinario y organizado que soy. Pero bueno, fue muy agradable. En cualquier caso lo hubiese sido; mi casa se ha convertido ya en el centro neurálgico de cualquier celebración con nuestros amigos. No en vano Miriam, la hija adolescente de Agustín y Paqui, con todo lo redicha que es, exclamó el primer día que vió nuestro nuevo porche: "¡Ay, José María, ésta es la mejor obra que habéis hecho en tu casa! Así podréis reuniros toda la pandilla como a tí te gusta". Y así ha sido.

La sorpresa de verdad fue que cada pareja me regaló un dulce casero con una dedicatoria. No voy a exagerar: doce tartas, una fuente de rosquillos y un plato de gachas. Y cada cual con su gracia. ¡Qué cosa! No había visto una mesa tan repleta de dulces y tartas variadas desde la boda de María, la hija mayor de Frasqui. Y luego los regalos. El que más me gustó fue un dado de madera en el que en cada una de las caras viene un dibujo de una pareja en diferentes posturas del camasutra. Dió la casualidad que en las primeras tres veces que lo tiré salió la suerte de la mamada. O a lo mejor es que me lo tenían trucado. Lo que pasa es que luego, a la hora de la verdad, en el tálamo, "a mí déjame de tonterías chiquillo, con el dolor de cuello que tengo..." Después, he pensado que voy a borrar algunas de las caras porque hay posturas imposibles ya para mi espalda y mis caderas. Tú, que son sesenta tacos.

Sesenta años. Muchos años ya. No es que no quiera más, pero que son muchos. Cuando uno tenía veinte años veía el año 2000 como un horizonte lejanísimo. ¡Jóder, en el 2000 tendré cincuenta años, un viejo del todo! Y resulta que llega, y que pasan doce años más, y que no estoy hecho un viejo. Aunque resople durmiendo. La Peque dice que el primer síntoma de la vejez es que hacemos ruídos mientras dormimos. Se refiere a ruídos con la boca, por abajo los he tenido de siempre. Bueno pues tendré eso, el primer síntoma. Seré sincero, a lo mejor hay alguno más. Cuando me miro al espejo me veo con cuarenta años, pero si después de salir de la ducha me manoseo un poco la churra entonces sí comprendo mi edad real. "¿Dónde ha ido a parar" -me encaro con ella, criatura de carne y hueso hasta hace bien poco- "aquel muelle tuyo capaz de levantarte a pulso con sólo mirarte yo? ¿Qué ha sido de aquel brillito acharolado de tu bellota enhiesta? ¿Dónde tu altivo ojo de cíclope que, ciego, me miraba fijamente a la cara?" Y por toda respuesta, abandonada de su antiguo nervio, se encoge de vergüenza. Es igual, habrá que aceptarlo y ya está.

En realidad, si lo pensáis da un poco lo mismo. Yo creo que la vida de las personas se divide en tres etapas principales: desde que nacemos hasta los diez años; de los diez a los veinte y de los veinte a los cuarenta. De ahí palante la vida se hace demasiado previsible, un día tras otro, muy rutinaria, y más la mía. Los primeros diez años estás en tu pueblo, con tu familia, disfrutas de la calle, de la escuela, de los Reyes Magos, de la primera comunión, de tus primeros amigos... La vida se abre a tus ojos. La segunda década es la crucial, se forja tu formación y tu personalidad, te matas a estudiar pero también a pajillas, conoces a los que van a ser tus amigos de toda la vida, te ennovias, te vuelves a liar..., el mundo se rinde a tus piés. En el caso nuestro del seminario fue punto y aparte. El bagaje educacional, vivencial y curricular que hemos tenido nosotros no creo que tenga parangón con lo usual en nuestra época. Para muchos de nosotros, desde luego para mí, el seminario ha sido el punto de inflexión que cambia el destino de mi vida. Aunque hoy no mole lo nostálgico, mis sesenta años recién cumplidos me otorgan la licencia para recurrir a esa memoria de lo antiguo. Si hay cosas, vivencias, circunstancias que por sí solas puedan rellenar  o, al menos, impregnar toda una vida yo digo que en mi caso esa cosa o circunstancia ha sido el seminario. Ya sé que estáis hartos de oírme siempre lo mismo. No me importa. Me moriré diciéndolo. Es más, le tengo advertido a la Peque que esparza mis cenizas fúnebres por la fuente de los tres caños; de esta manera dispondré de un angular perfecto para contemplar a través de ellas el vetusto y malogrado edificio de los Ángeles toda la eternidad. Y si no lo hace vendré desde el más allá para arrastrarla. De los veinte a los treinta te putean en la mili, te enrolas luego en el mundo del trabajo, te realizas, como decíamos antes, te casas con la mujer que te ha elegido, la más bonita del mundo para uno, vienen los hijos (aunque mi Meli llegó algo tardía), eres enteramente un hombre de provecho. Por lo menos en nuestros tiempos era  así. De los treinta a los cuarenta te asientas en la vida, echas formalidad, das el máximo en el trabajo, en la casa, hasta en la cama, perdón por la inmodestia, y llegas a creerte que eres alguien, que eres importante. De los cuarenta parriba, como decía antes, ya es todo decadencia, notas que no eres quien eras y que tu vida ya no te pertenece solo a tí, sino también a los hijos y a los padres, ya chocheantes y necesitados. Empiezan a morírsete gente allegada, sufres tus propios achaques y, oh sorpresa, te ronda de vez en cuando la idea de la muerte, algo impensable cuando joven. El último hito que nos queda por disfrutar es el de los nietos, pero mi Meli es terca como ella sola.

Muy emotivo fue el pregón que me dedicó Jaime, haciendo hincapié en nuestra amistad de siempre y en mi tedioso papel de alter ego para él,  como emotivas fueron las palabras que les dirigí, uno a uno, uno a una, a todos los presentes. No lo dije en público, es cierto, pero también tuve un recuerdo muy cariñoso para los ausentes. Mi casa es grande y más todavía el corazón y el ánimo de la Peque, pero ni aún así puede cobijar a tanta gente. Ha habido fiestas en mi casa de más de cincuenta criaturas, pero han sido de día y con sol  y en el jardín. Anteanoche lloviznaba y no era cosa, tuvimos que meternos dentro. Siempre pasa, cuando improvisas te dejas atrás cosas importantes. Tendría que haber dicho más de cada uno, de cada una, pero todos saben la torpeza de las palabras para expresar sentimientos. Mención especial, como es natural, para la Meli, el Pepe y la Pegui. Les hablé a todos de la alegría que sentimos la Peque y yo cuando nos visita nuestra hija, más que nada porque entonces, durante esos días, nos damos cuenta de lo que nos hemos quitado de encima. Agradecimiento, también muy especial, al Luna y a la Pilar, venidos de los confines del oriente andaluz para la ocasión . El Agustín, en Viena a la sazón, nos envió un correo. Más que felicitarme, lo que decía era que le reserváramos algo de tarta. Genio y figura.

Dice el tango que veinte años no es nada. Es posible. Pero sesenta ya es otra cosa ¿verdad? Sin embargo, hoy, a mis sesenta años y un día, me he levantado como si tal cosa. Incluso habiendo cumplido por la noche. Como un toro. No habrá sido tanto, tío.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Un hombre simple.

A este hombre no lo conozco de nada. Debe llevar pocos días ingresado, quizás lo haya hecho durante este fin de semana porque no recuerdo haberlo visto antes por la planta. El caso es que al salir yo de una habitación se cruza conmigo paseando por el pasillo en celeste pijama de enfermo.
-Muy buenos días, doctor -se me acerca casi a bocajarro. Es un hombre sin edad,  menudo, apenas metro y medio, enjuto y desaliñado. Se conoce que las auxiliares aún no lo han fregoteado, tiene los pelos agolpados sobre una frente simiesca ocultando, casi, una mirada arrugada e inocente. No necesitarán afeitarlo porque parece lampiño. Para rematar, su boca ancha y desdentada pone el broche a  un aspecto graciosamente grotesco.
-Buenos días, hombre -le contesto jovial junto a mis dos estudiantes.
-¿Usted  no sabe quién soy yo?
-No, no lo sé. Un enfermo de aquí, de esta planta ¿no?
-Sí, ahí me han metido, en esta habitación de aquí al lado.
-Muy bien; pues hasta luego. -Y hago el ademán de seguir en lo mío.
-Pues yo sí sé quién es usted.
-¿Quién soy?, vamos a ver -me vuelvo de nuevo hacia él. Con una seña me hace que agache mi cabeza hasta la altura de su boca.
-El doctor Rivera -me susurra al oído como para que nadie más lo oiga-. Me lo han dicho las enfermeras, que usted es el que manda aquí.
-Pues ya sabes, a portarte bien -le sigo la corriente, apercibiéndome al fin de su simpleza.

Me resulta curioso comprobar la química especial que debo transmitir para que se me peguen los simples; a mi cuñada Conchi le sucede algo parecido. Vamos un grupo de amigos por la calle y sólo a mí (o a ella) se acerca el pedigüeño de turno; me paro en un bar de carretera y allí, en la puerta, me está esperando el siguiente, que resulta que le faltan dos euros para el autobús de su pueblo; entro en alguna iglesia y parece que la pobrecita anciana con su lata vacía sólo tenga ojos para mí. Vale, lo mío tiene un pase, Dios los cría y ellos se juntan; seguramente olisquearán en mis formas, en mis andares o en mis hechuras algún rastro de semejanza con su condición de simples e inocentes. Pero mi cuñada Conchi...¡Si es un demonio! Misterios.

-Ea, pos ahora, con tantos días de lluvia como hace, le voy a contar a usted un acertijo, para que nadie se meta con su calva. -Y me agarra el brazo, no sea que me vaya.
-A ver.
-Mire, cuando usted vaya por la calle lloviendo y alguien le diga: ¡agua pa los calvos! Usted no se quede callado, eh.
-¿Ah, no?
-No. Usted le responde: y pal de los pelos largos . Y ya el otro se tiene que callar, claro.
-Claro.

Y allí nos tuvo el hombre un buen rato entretenidos a base de chistes y de chismes sin dejar que nos fuéramos.
-Yo aquí me distraigo mucho -nos dice ufano-,  me tiro todo el día por el pasillo contando chistes a unos y a otros. Y más por las tardes, que se pone esto abarrotao.

Éste es uno de estos pacientes de inteligencia límite que, al morir sus padres, se quedan solos en sus casas al calor fugaz de alguna vecina compasiva porque los hermanos tienen cada uno su vida, mire usted, él con su pensioncita se las avía muy bien, se justifican. Supongo que es así. Cuando ingresan en el hospital están tan necesitados de cariño, de roce humano, que se vuelcan con todo el mundo, se meten en no importa cuál de las habitaciones, se prestan zalameros para cualquier tarea que les manden las enfermeras, se chivan al médico si fulanito, el diabético, chupa a hurtadillas la lata de leche condensada escondida en lo hondo de la mesita, se hacen colegas de los celadores como si fuesen uno más de ellos...Pretenden hacerse útiles, imprescindibles y cuesta luego Dios y ayuda darles el alta. Parece tal que los desterráramos de nuevo a su triste soledad. Y nos da a todos mucha lástima.

No es bueno que el hombre esté solo, dijo Yavhé un día muy lejano. Y menos este infeliz. Pero la palabra de Dios no ya es lo que era.