lunes, 30 de octubre de 2023

Educando en valores

Mi nieto mayor, Lucas, con nueve años recién cumplidos, es ya un niño mayor. Noble y sensible, poco tiene que ver con su hermano Daniel, un bicho de cuidado a quien corretean cuatro niñas en los recreos al grito de "mi novio, mi novio". Seguramente "adoctrinado" por sus amigos del cole, Lucas gusta mucho más de fútbol, palabros y otras ganserías varoniles que de los cuentos e historias de sus abuelos que hasta hace poco nos reclamaba.

Esta mañana lo he recogido del colegio antes de tiempo porque tenía fiebre. Fiebre con unas poquitas de gachas, todo hay que decirlo.

-Abuelo ¿puedo poner los resúmenes de los partidos?

-Claro. Pero luego te pones a estudiar, eh.

-Es que me he dejado los libros en el cole...

-Bueno, pues te pones...,  a pintar.

Al cabo de un buen rato, aburrido de tele y de pinturas, me requiere.

-¿Qué estás leyendo, abuelo?

-Un libro muy interesante. Si quieres te leo algo.

Se trata de un libro de muy reciente aparición en las librerías, "Rumbo al ecocidio", de mi amigo y prohombre Pepe Esquinas. Un hombre de mundo, un hombre global. Un hombre comprometido que ha trabajado durante casi cuarenta años en la FAO y en Naciones Unidas en briega descarnada contra el hambre. Un libro que no debería faltar en ninguna casa donde vivan niños y adolescentes. Un libro esencial en todas las aulas de cualquier colegio o instituto. Un libro de obligada lectura por imperativo de conciencia. Los temas fundamentales que toca son el hambre en el mundo y la escalada de atropellos que nuestra civilización moderna inflige a la madre Naturaleza hasta ponerla en peligro de extinción. Pero no se limita a hacer diagnósticos generales o a exponer datos escalofriantes de nuestro malhacer y malandar por el mundo, sino que también ofrece propuestas concretas de mejora a nivel individual, colectivo y global. Muy recomendable.

-Pero ¿qué es, un cuento?

-No, Lucas, es un libro de verdad.

Y le leo las dos primeras páginas. Y no puedo seguir por la emoción que veo en sus ojos y por las lágrimas que asoman en los míos.

El autor cuenta que una noche de 1977, cenando con otros colegas en un restaurante de la Ciudad de Guatemala, se colaron dos niños, seguramente hermanos, de entre seis y ocho años. Se les acercaron a la mesa y le pidieron con mucho respeto si les podían dar los huesos del pollo asado que acababan de comer. Nuestro hombre no daba crédito. Se quedó paralizado. Repuesto al fin, alcanzó a decirles que nada de huesos, que se quedaban con ellos a cenar. En esto que aparece el dueño del local e increpa a los niños, al grito de "fuera ahora mismo, no podéis entrar aquí, que sois unos indios". Nuestro hombre, armado de valor y convicción, se levanta de la mesa y le dice al dueño que esos niños son sus invitados. "Si ellos se van, nosotros también". Entre avergonzado y colérico, farfullando improperios, el dueño accede. Sentados a la mesa, los dos niños observan ojipláticos el medio pollo asado que un camarero les ha servido. Y no saben de qué manera hincarle el diente. "Perdone señor -le dicen a nuestro hombre-, nosotros no sabemos cómo se parte esto. Nunca hemos comido en una mesa ni con tenedor y cuchillo". De reojo, veo que a mi Lucas se le escapa una sonrisa compasiva.

-Abuelo, ¿eso es de verdad? ¿Con ocho años no sabe comer solo? Daniel lo hace y tiene cinco años.

-Claro que es de verdad. A ti te resulta increíble. Vives en un pueblo, en una ciudad, en un país en el que no te falta de nada. Tienes cualquier juguete que se te antoje, ropa para dar y vender, las equipaciones de todos los clubs de fútbol del mundo entero... Hace nada has sentido gazuza, has ido al frigo y te has zampado un yogur con tropezones. Y hay niños en el mundo, niños como Daniel y como tú, en otro mundo que no conoces, que carecen de todo, que pasan hambre, que pasan días y días sin apenas probar bocado.

-Pero... -se me queda mirando incrédulo-. ¿Y sus papás, qué hacen?

-Lo que pueden. No tienen trabajo ni dineros. Seguramente serán pedigüeños de esos que ver pedir en las aceras. Tus padres os llevan a Daniel y a ti de vacaciones a Italia, Irlanda, Suiza o Francia. En esos sitios no hay niños pobres, todo lo que veis es parecido a lo nuestro de aquí. Pero existen otros países, en África y en América del Sur que son extremadamente pobres. Y los niños de esos sitios pasan hambre, comen en la calle rebuscando sobras en los basureros. Y algunos de ellos, quizás muchos, mueren de hambre. Mira tú qué injusticia tan grande, que un niño muera de hambre.

Lo dejo pensativo, y al cabo le sigo leyendo. Nuestro hombre, para cambiar de tema y hacer entrar a los niños en conversación les pregunta que qué quieren ser de mayores: "Limpiabotas" -dicen al unísono. "¿Por qué limpiabotas?"-se extraña nuestro hombre. "Porque tenemos un tío que es limpiabotas y come casi todos los días". Según voy leyendo, casi se me saltan las lágrimas. Por su parte, Lucas ha perdido la sonrisa y parece un hombrecito meditando en silencio. Tonto de mí, insisto más de la cuenta. "Lucas, cuando tu hermano y tú seáis mayores no permitáis nunca que pasen estas cosas. Todas las personas tienen derecho a comer, a vestirse, a vivir en una casa. Igual que nosotros".

Decido no seguir leyendo. Ya está bien por hoy. Y entonces aparece mi Lucas inocente, noble y bueno. Y va y me pregunta:

-Abuelo, y esos niños por qué no le piden comida a los Reyes Magos?

Y ahí quien se desplomó fui yo. Me fui al wáter con cualquier excusa para poder desahogarme.

¡Quiera Dios que tarde mucho mi nieto en perder esa noble inocencia!!!


viernes, 27 de octubre de 2023

Sentido humanitario

Es una verdad incontestable que circular por el centro de Antequera es un despropósito: coches orillados en las aceras parpadeando sus cuatro ojos, como diciendo "que es sólo un momento, que ya me voy"; camiones y furgonetas que no caben en el espacio restante y que protestan a pitorrazos; transeúntes que, acostumbrados por esa rutina, zigzaguean por entre los vehículos o buscan amparo en los vestíbulos de las tiendas para no ser atropellados; gente (que hay para todo) que detiene su coche en mitad de la calle para saludar (o conversar) con un paisano como si tal cosa...  

Y aun siendo conocedor de todo esto, un servidor ha cometido esta misma mañana una tropelía injustificable. Terminada mi partida de golf, me llego en coche a retirar un mandado de la Peque en una de las zapatilleras de la calle Lucena. "Nada -me había dicho mi mujer-, sólo tienes que bajarte del coche en la misma puerta, sin apagarlo siquiera. Entras en la tienda y pides mis zapatos. Están pagados. Diez segundos, no más". 

La tienda en cuestión está en una calle peatonal perpendicular a la calle por donde circulo. Sin pensarlo mucho, pongo los cuatro intermitentes y me pego todo lo que puedo al muro exterior de un gran convento abandonado. Y le doy instrucciones a mi copiloto, compañero del golf, de que mueva el vehículo en caso de estorbar.

En efecto, no tardé más de medio minuto. La tienda hacía esquina, entrar, pedir el mandado y salir. Y ya había un policía local echándole una foto a la matrícula del coche.

-Pero, hombre... ¡Si no ha sido ni un minuto!!! -protesto por protestar.

-En un minuto pueden pasar muchas cosas -me contesta el agente-. ¿No se da usted cuenta de que es que no se puede estacionar en una calle tan estrecha y tan comercial como ésta? ¡Ande!, sígame en su coche que nos vamos al cuartel a tomarle la documentación.

A mi amigo se lo llevaban los demonios. Íbamos con prisa por llegar al pueblo antes del cierre del estanco donde él echa su quiniela semanal, y ahora... con este engorro veremos a ver si llegamos.

-¡La madre que lo parió! -se cabrea indignado-. ¡Por menos de un minuto!... -Y la toma conmigo-: Y tú, tan tranquilo, oyes. ¿Por qué no le has contestado más?

-Porque es peor, hombre. Si me pongo farruco, la multa no hay Dios que me la quite. Si me muestro prudente y sumiso... a lo mejor tenemos suerte.

Para más cabreo, el policía nos dio un rodeo por las afueras de Antequera, cuando sabemos que se podía haber llegado antes por el centro.

¡Será el tío hijo de... su madre! 

Al llegar al cuartel de la Policía Local, nos dimos cuenta de que la calle de acceso habitual estaba cortada por obras.

-¿Ves como no podemos hablar sin saber?

Paramos en un estacionamiento a las puertas del cuartel y le entregué la documentación. Se alejó el agente un poco y yo aproveché para llamar con el móvil a otro policía local que es amigo mío, por ver si podía mediar. Pero no me lo cogía.

-Todo en orden -se dirige a mí el agente visiblemente cambiado de talante-. Viviendo usted en Antequera, no me explico cómo se le ocurre estacionar en la calle Lucena...

-Hombre -saqué ahora mi carácter guasón-, yo no iba a esperar que en sólo un minuto fuera usted a aparecer por allí. Ha sido mala suerte, no me diga que no.

Al agente le hizo gracia mi ocurrencia. Y aprovechando la marea favorable, me atreví:

-Mire, lleva usted razón, he cometido una imprudencia. Pero..., en fin, a lo mejor se podría quedar todo en una advertencia. Una tarjeta amarilla. No ha sido tanto como para merecer una roja. Soy bastante amigo de Migui, un compañero suyo, y sé que sois personas razonables la gente de la Local... -Arriesgué bastante, porque el hombre bien hubiera podido pensar que intentaba aprovecharme de mi amistad con un compañero suyo. Pero..., me salió bien.

-No lo voy a multar -me dijo-. Pero no porque sea amigo de mi compañero Miguel, sino porque me parece desproporcionada la sanción de 200 euros para la falta cometida.

-Muchas gracias, agente. Es usted un caballero con sentido común. Y con sentido humanitario.

Y llegamos a tiempo al pueblo para echar la quiniela.

viernes, 20 de octubre de 2023

El imperio de las normas

Me siento descorazonado ante ciertas actuaciones de algunas personas que atienden al público. Aunque a veces lo parezca, los ciudadanos que acudimos a una ventanilla, a un despacho o a un mostrador no somos autómatas que van pasando a una distancia programada para que un funcionario o empleado les vaya colocando las etiquetas respectivas. No. Somos personas que buscamos solucionar un problema. Y el empleado de turno no debería limitarse al cumplimiento estricto de la norma o el protocolo en cuestión, sino que, además, debe poseer la capacitación y la empatía suficientes para, en la medida de sus posibilidades reales, dar respuesta razonable a la petición del ciudadano. Saber quién es un caradura o un maleducado y quién va de buena fe.

-Buenos días, señorita -me dirijo sonriente a una chica de blanco sentada delante de su ordenador.

-Buenos días, señor -me contesta, amable-. ¿Qué es lo que desea?

-Venía a pedir cita para las vacunas -le respondo.

-Pero eso no es aquí. Debe usted ir al centro de salud. Aquí las ponemos, pero la cita la dan en el centro de salud.

-Verá, señorita -le explico lo sucedido-, es que vengo de allí, del centro de salud. Y como la cola para las citas eran tan larga, una auxiliar nos ha dicho que aquí también las dan y que, incluso, con suerte, nos la ponen sobre la marcha. Por eso estoy aquí.

-No, hombre, no. Eso no es así. Sin cita no podemos atenderle. Esto sería un follón si todo el mundo viniese cuando mejor le pareciera.

-Claro, claro, lo comprendo. Pero bueno, ya que estoy aquí, deme usted una cita.

-Es que resulta que yo soy la enfermera y no es mi cometido dar citas. La administrativa se ha marchado ya porque tiene esta última hora de lactancia. Le recomiendo que vuelva al centro de salud.

-Pero, mujer... Tiene usted el ordenador abierto, no hay nadie esperando. ¿Qué le cuesta darme una cita?

-Es que no es tarea mía. Lo siento.

Y entonces, sin mediar palabra, sólo con la mirada, le explico a la joven la de veces que yo, médico, he hecho tareas de enfermera, de auxiliar, de celador y hasta de mujer de la limpieza.

Me da cierta congoja vivir en un mundo en el que la norma y el protocolo están por delante de las personas. Y me pregunto si no nos habremos equivocado en la formación y educación de nuestros jóvenes.

sábado, 30 de septiembre de 2023

El despertador de mi padre

Me costó coger el sueño. Suelo dormir como un niño chico, pero esa noche me costó. No; no vayáis a creer lo que no es. No hubo tal. Ya no está uno para acrobacias. No. La cosa era que debía de madrugar más que de costumbre porque a las ocho de la mañana me esperaba una cita importante en Sevilla. Debería despertarme antes de las seis. La Peque había activado el despertador del móvil, pero aún así, no me fiaba.

Y me acordé de mi padre. Que yo recuerde, de jovencito en mi casa no había despertador. Yo había visto alguno de ésos cabezones coronados con su asa, su martillo y sus campanas de sonidos chirriantes tan desagradables, en las casas de Frasqui, de Antoñillo o de Rafael, con sus pequeñas manivelas en la espalda para ajustar la hora del reloj y la hora de alarma. En mi casa, no. Por entonces, mis célebres madrugones tenían lugar solamente para coger los coches de Frasquito Gloria para ir a Córdoba o al seminario. Yo no sufría inquietud alguna: mi padre, como un reloj, me despertaba a las cinco y media de la madrugada.

Ésa era la costumbre en mi casa de niño. Un poco mayor, le pregunté a mi padre por esa finísima puntualidad en despertarse sin despertador.

-Mi despertador son las Ánimas Benditas-, me responde serio para no dar pie a mi cachondeo.

-¡Anda ya, papa! -le digo guasón- ¡Déjate de tonterías!

-¿Tonterías? Cuando tú quieras, tú mismo haces la prueba.

-¿Y cómo es eso? Venga, que lo voy a hacer.

Y me lo explicó con todo detalle. Una vez en la cama, uno reza una jaculatoria y se encomienda a las Ánimas Benditas del Purgatorio. Y acto seguido, se les pide el deseo: "Ánimas Benditas, despertadme a las cinco".

Aquello funcionó. No me digáis cómo ni por qué, pero funcionó. Nunca, desde entonces, he necesitado despertador ni nadie que me llame. A lo primero, en vista del éxito, me encomendaba a las Ánimas, pero ya de mayor, no, claro. La única explicación que le encuentro es que nuestro cerebro posee muchísima más capacidad para ejecutar cosas y pensamientos de lo que creemos. Uno se acuesta pensando en que debe madrugar a tal hora y ese pensamiento activa un despertador interno. De manera que, en los años sucesivos, cuando mi padre iba a despertarme ya estaba yo peinándome el tupé. Porque yo, de joven, tenía flequillo, no creáis.

Al final, viendo que no me dormía, esa noche de autos, la otra noche, acabé por rezarles. Y me dormí, oyes.

Son cosas tan metidas en nuestra mente en momentos tan esponjosos de nuestro cerebro, que ya las interiorizas for ever. Cuando entro en la Iglesia de mi pueblo, mi primera mirada cariñosa y nostálgica es para el cuadro de Las Ánimas Benditas del Purgatorio. Siempre las mismas. Siempre penando, las pobrecitas.

domingo, 17 de septiembre de 2023

La excursión

Lo de ayer fue un empacho. Un empacho de verdor insultante, retador y sublime en tiempos de aridez; de agua limpia, juguetona y saltarina para nuestros ojos, tan ávidos y extraños. Un empacho de naturaleza a lo grande, a lo bruto. Un empacho de convivencia entre buena gente de pueblo, de campo. Un empacho, ya puestos, de choto guisado y tarta de la abuela en un restaurante ribereño. 

Visitamos al Genil, nuestro río, en los lugares y en el tiempo en que se crio de niño. Y nos sorprendió verlo tan crecido, un mocito, en el formidable pantano de Canales. Embalse de aguas esmeralda protegido por una guardia pretoriana de montañas imponentes. Pero muy pronto, enseguida, aguas arriba, nos fue mostrando su cara y sus maneras de niño mal criado, al que gusta de piruetas caprichosas y otras travesuras para impresionar a las visitas.  Río tan joven e inexperto, nos ofreció, sin embargo, todo un recital de pequeñas gracias y acrobacias en forma de saltos triples entre peñones resbaladizos, recovecos mágicos  inaccesibles, el rumor perenne de su andar inquieto y apresurado y hasta pequeños remansos donde nadan impasibles gansos silvestres entremezclados con algunos ejemplares humanoides en pelota picada.

Un viaje singular al Pirineo granadino, porque eso mismo es el entorno y el ecosistema de Sierra Nevada, un espacio pirenaico, un espacio alpino.  Pudimos apreciar regatos, acequias y escorrentías como por allí arriba, una flora y un extenso bosque de ribera en todo parecido al que vemos en torno al Cinca, al Aras o al Noguera Ribagorzana jóvenes: álamos, castaños, hayas, incluso robles belloteros. Claro que nuestro clima, más sureño y caluroso, nos ofrece también olivos ancestrales, cornicabras, higueras tardías de frutos dulcísimos y matorrales de esparto, omnipresente en nuestras tierras para contento de Manolo "El Chivo".

Una jornada intensa y completa de satisfacción a todos nuestros sentidos, desde la fragancia de las higueras, las miradas asombradas a la inmensidad de la sierra, el contacto con el agua fresca, el acompañamiento musical de su discurrir y, ¿cómo no?, la fruición ante unas gustosas viandas.

Mi sobrina Rocío -mujer única en el disfrute de las pequeñas cosas- pasó algunos años de su infancia en nuestra casa de Valencina. Cada vez que íbamos a un restaurante, a un cine, a un paseo en barco por el Guadalquivir, a visitar Cortilandia en Navidad..., cualquier cosa que a ella le gustara mucho, me decía entusiasmada: "Sómen, mañana venimos otra vez". Pues eso digo yo ahora.


Deseando repetir.  

miércoles, 16 de agosto de 2023

Mañana de feria

La mar de productiva, esta mañana de feria.

Nunca he sido un buen feriante. Nunca. Ni de joven. "Tú nunca has sido joven", protesta la Peque. Treinta años en Sevilla, y no me ha cautivado su Feria. Iba por imperativo conyugal. Después de las sopaipas (allí las llaman buñuelos), a la casa. En el pueblo, casi lo mismo. De día, me cuesta Dios y ayuda bajar un rato a la cantina para sudar la gota gorda (por cada pelo, un caño, dice mi cuñada Dolores). De noche, sobre la una de la madrugada, los tejeringos con chocolate y a la piltra.

Sin golf y sin piscina municipal, esta mañana he pensado irme al río, a rememorar viejos tiempos. En coche, claro. Ya en las afueras, me paro en las puertas del cementerio y charlo un ratito con mis padres. Les digo que descansen tranquilos, que han sido unos padres del 10, y que los quiero mucho. Luego, con mi padrino, y le digo que ha sido un segundo padre para nosotros, y le doy las gracias por tantas pesetas como le he sacado en aquellos tiempos de penurias. Muy cerca, mi hermana Josefa y mi cuñado, los dos juntos, y les regaño por haberse ido tan pronto, los muy simplonatos. Sigo con mi madrina, La Chorro, la mujer más animosa y generosa del pueblo. Y termino con mis suegros, bromeando con ellos y sus "peronias", como cuando estaban con nosotros.

Estoy de suerte. El río viene flojo. Se conoce que este año, por mor de la sequía, el pantano no va de sobrado. Austeridad.  Saco del maletero un hierro del 7 y dos o tres bolas de las más desgastadas y mato el gusanillo lanzándolas, como proyectiles, río abajo. Cincuenta metros más atrás hay una playita arenosa donde el río se remansa un poco. Son las once y media de la mañana, pero ya aprieta Lorenzo. Desde el huerto Pajarito a La Pontona, nuestro río traza una especie de hoya muy vistosa cuando se observa desde arriba. A pie del cauce, todo se vuelve rumor agradable del agua saltando sobre las rocas y el esplendor del bosque de ribera, donde en este punto dominan los extensos cañaverales, los sauces frondosos que invitan con sus generosas sombras, los tarajes y los álamos sublimes y silenciosos. Ni una gota de aire.

Sólo en la playita, cual Robinson Crusoe de mentirijilla, decido darme un baño. Aunque siempre valiente con el agua, ahora, de mayor, soy un cagao; bueno, dejémoslo en prudente. Arrojo al río varios trozos de ramas arrastradas y orilladas para asegurarme de que flotan y no se las traga un eventual remolino (recor, decíamos de chicos) de ésos que malogran al más pintado de los nadadores. Todo en orden. Me quedo en calzoncillos y me doy un bañito la mar de agradable y refrescante. Emulando mis aventuras fluviales infantiles, alcanzo la otra orilla y me vuelvo. Tampoco es cosa de entretenerse demasiado, no sea que suelten el pantano para lo del rafting y me pille desprevenido.

Secándome al sol, un coche baja la cuesta. Me apresuro en vestirme a medio secar. Bajan del coche un hombre mayor, tres jóvenes y un niño. No los conozco, ahora en agosto llegan al pueblo cantidad de gente que emigró a Cataluña y sus retoños, nacidos allí.

-¿Te has bañado? -me pregunta el anciano con mucha curiosidad.

-Sí, por aquí se puede. El agua viene mansa y no está muy fría. Y las rocas están a la vista.

-Ah -se pone el hombre nostálgico-, los muchachos de mi edad aprendimos a nadar en este río. ¡Qué recuerdos!

Los jóvenes se ha separado de nosotros y ya están jugueteando con el agua.

-Pues claro -le contesto-. Yo también venía todas las siestas a bañarme.

Y ya nos dimos a conocer. El hombre es un hijo del "Boquino", casado con una hija del "Chavito".

-Yo soy hijo de Juanillo el de Poto -le digo.

-¡¡Hombre!!! -se muestra eufórico-. ¡Mi manijero cuando hicimos los hoyos de olivos en la viña del Ralengo!!! ¡Qué hombre más exigente! Tenía una vara para medir la profundidad de los hoyos y no podías saltarte ni un dedo. Todos exactos, todos iguales.

Y me cuenta sus avatares por tierras catalanas. Que gracias a Dios que tuvo la ocasión de emigrar, que ha prosperado mucho, se ha hecho autónomo allí y ha ganado mucho dinero, cosa que jamás hubiese conseguido aquí. Yo asiento en todo lo que me va contando, mientras miro a los jóvenes que siguen chapoteando en el agua y haciéndose selfís de ésos. Y ya me puede mi vena imprudente.

-Y esta gente tuya, nacida allí, ¿son independentistas?

Se me queda mirando, como intentando adivinar mis intenciones. Siendo hijo de Juanillo, este hombre será de fiar, digo yo que pensaría en esos momentos.

-Son catalanes, han nacido allí, pero de independentistas, ni mijita. Yo los he educado muy bien. Tenemos nuestros más y nuestros menos, claro, pero son españoles hasta la médula. Yo he estado siempre muy pendiente de eso.

Y ya me despedí y me vine para el pueblo, tan contento de una mañana muy bien aprovechada. Veremos a ver cómo se nos da la noche. ¡Qué ganas de verme en el día 19!!!


lunes, 7 de agosto de 2023

Dar a alguien La Majestad

Una de las cosas que procuro plasmar en mis escritos es la paulatina y casi desapercibida recopilación de palabras y frases arcaicas de nuestro pueblo: las palabras muertas.

Se trata de expresiones que antaño eran de uso corriente, pero que hoy se han perdido sepultadas por los escombros de la modernidad. Creo que con Mercedes la inglesa, la madre de mi cuñada Dolores, se nos fue el último testigo de muchas de aquellas sabias locuciones. Y se nos fue también con ella una de las mujeres más fieles y tenaces en el cultivo de nuestra antigua prosodia de la "e". Otros ejemplares dignos de mención en este apartado fueron los casos de Luisa, madre del "Chavea"; Dominga Hurtado con sus caetes de pastilles; "La Paloma", casera en La Capilla; Bienvenida, madre de "Los Bolos"... Hoy, sólo se me antojan Dolorcitas "La del Tomate", Isabel "del pescado", La "Pindera" y Josefa Vílchez, la madre del Yondy, como especímenes menores de aquella forma tan genuina, tan nuestra, de conversar.

Ayer mismo, en el tanatorio, sitio pintiparado para reflexiones jocosas e irrelevantes, viví una escena de otro tiempo. Charlaba yo animadamente con Antonio y José, los hermanos "Bolos", acerca de las bondades de un ejercicio físico moderado para las personas de nuestra edad. Antonio no se pierde una sesión de Aquagym y José camina un par de horas cada día. Y la cosa fue a más cuando ellos, tan cachondos como siempre, se metieron conmigo a cuenta de mi afición al golf, algo "que no te pega nada, cuando tú, de siempre, has sido un pelotero de categoría". Se entrometió en la cháchara Manuel Gámez, no el maestro, sino su primo el "trotacaminos", un joven sesentón que se hace veinte kilómetros diarios "a uña". Y nos dijo que días pasados, había alargado tanto sus pasos que llegó hasta "La Cañada de Pareja", un par de kilómetros más allá de La Capilla.

-Tampoco hay que pasarse, hombre -le dijo José.

Y entonces, se arrancó Antonio para relatar el caso de otro paisano, cuyo nombre omitiré, al que vio hace unos días subir en bici toda la ronda noroeste -por donde el pipican nuevo-, y, no contento, volver a bajarla para subir luego toda la calle La Pendencia parriba.

-Mira, nene -sigue Antonio con su relato-: cuando llegó a la esquina Rute, venía asfixiado, sin resuello, daba susto verlo tan fatigao.

Y entonces es cuando salta su hermano José con toda la gracia del mundo:

-Vamos, que llegó como pa darle La Majestad.

¡Dar la Majestad!!! ¿Cuánto tiempo hace que no escucháis semejante palabro? Bueno, la gente nueva no tiene ni idea. Pero es que la gente de fuera de nuestro pueblo, tampoco. Yo creo que es una expresión exclusiva de Palenciana.

De monaguillo, yo he acompañado a don Juan González Prieto a dar la Majestad. Era una ceremonia muy particular y solemne. Algunos domingos, antes de la misa, el cura salía por el pueblo a dar la comunión a los enfermos impedidos que no podían acudir al templo. Era dar el Viático, en alusión a la cajita de plata donde se transportaban las hostias consagradas. Una ceremonia discreta en la que el cura iba acompañado por un monaguillo. La Majestad era algo reservado para aquellos enfermos en estado de agonía, in artículo mortis, junto a la Extremaunción. Acto de una solemnidad sacramental y una escenografía ciertamente teatral, causaba impresión a los paisanos, que, recogidos en sus puertas, se arrodillaban a su paso. Recuerdo que en los primeros tiempos, el cura paseaba bajo palio llevado por los monaguillos o los seminaristas menores. Otros dos monaguillos se colocaban a cada lado del sacerdote portando sendos faroles encendidos. Y aún otro más iba por delante del cortejo haciendo sonar una campanilla de tono fúnebre. En casos de enfermos con especial pedigrí, una fila de hombres recios seguía el paso con grandes faroles de asa en la mano. Os parecerá una escena del alto Medievo, pero no, es de hace sólo sesenta años. Vestido con sotana, roquete blanco y estola de color morado por el cuello, don Juan caminaba con recogimiento místico las calles llevando las hostias consagradas en el viático, recogido con sus dos manos y pegadito a su pecho. Y así, en cada casa donde hubiese un moribundo.

Majestad es el trato que se le da a un monarca. Es de suponer que en este caso dar la Majestad a un enfermo es proporcionarle el placer de degustar al mismísimo Rey del Universo. El salvoconducto para san Pedro.

¡Qué viejos semos! ¡Y qué calientes, Manuel!